EN LA COLONIA
PENITENCIARIA
Fragmento 4
El oficial
cogió al explorador por ambos brazos, y lo miró en los ojos, respirando
agitadamente. Había gritado con tal fuerza las últimas frases, que hasta el
soldado y el condenado se habían puesto a escuchar; aunque no podían entender
nada, habían dejado de comer, y dirigían la mirada hacia el explorador,
masticando todavía. Desde el primer momento el explorador no había dudado de
cuál debía ser su respuesta. Durante su vida había reunido demasiada
experiencia, para dudar en este caso; era una persona fundamentalmente honrada,
y no conocía el temor. Sin embargo contemplando al soldado y el condenado,
vaciló un instante. Por fin dijo lo que debía decir:
–No.
El oficial
parpadeó varias veces, pero no desvió la mirada.
–¿Desea
usted una explicación? –preguntó el explorador.
El oficial
asintió, sin hablar.
–Desapruebo
este procedimiento –dijo entonces el explorador–, aun desde antes que usted me
hiciera estas confidencias (por supuesto que bajo ninguna circunstancia
traicionaré la confianza que ha puesto en mi); ya me había preguntado si sería
mi deber intervenir, y si mi intervención tendría después de todo alguna
posibilidad de éxito. Pero sabía perfectamente a quién debía dirigirme en
primera instancia; naturalmente al comandante. Usted lo ha hecho más indudable
aún, aunque confieso que no sólo no ha fortalecido mi decisión, sino que su
honrada convicción ha llegado a conmoverme mucho, por más que no logre modificar
mi opinión.
El oficial
callaba; se volvió hacia la máquina, se tomó de una de las barras de bronce, y
contempló, un poco echado hacia atrás, el Diseñador, como para comprobar que
todo estaba en orden. El soldado y el condenado parecían haberse hecho amigos;
el condenado hacía señales al soldado, aunque sus sólidas ligaduras
dificultaban notablemente la operación; el soldado se inclinó hacia él; el
condenado le susurró algo, y el soldado asintió.
El
explorador se acercó al oficial, y dijo:
–Todavía no sabe
usted lo que pienso hacer. Comunicaré al comandante, en efecto, lo que opino
del procedimiento, pero no en una asamblea, sino en privado; además, no me
quedaré aquí lo suficiente para asistir a ninguna conferencia; mañana por la
mañana me voy, o por lo menos me embarco.
No parecía
que el oficial lo hubiera escuchado.
–Así que el
procedimiento no lo convence –dijo éste para sí, y sonrió, como un anciano que
se ríe de la insensatez de un niño, y a pesar de la sonrisa prosigue sus
propias meditaciones–. Entonces, llegó el momento –dijo por fin, y miró de
pronto al explorador con clara mirada, en la que se veía cierto desafío, cierto
vago pedido de cooperación.
–¿Cuál
momento? –preguntó inquieto el explorador, sin obtener respuesta.
–Eres libre
–dijo el oficial al condenado, en su idioma; el hombre no podía creerlo–.
Vamos, eres libre –repitió el oficial.
Por primera
vez, el rostro del condenado pareció realmente animarse. ¿Sería verdad? ¿No
sería un simple capricho del oficial, que no duraría ni un instante? ¿Tal vez
el explorador extranjero había suplicado que lo perdonaran? ¿Qué ocurría? Su
cara parecía formular estas preguntas. Pero por poco tiempo. Fuera lo que
fuese, deseaba ante todo sentirse realmente libre, y comenzó a debatirse en la
medida que la Rastra se lo permitía.
–Me romperás
las correas –gritó el oficial–, quédate quieto. Ya te desataremos.
Y después de
hacer una señal al soldado, pusieron manos a la obra. El condenado sonreía sin
hablar, para sí mismo, volviendo la cabeza ora hacia la izquierda, hacia el
oficial, ora hacia el soldado, a la derecha; y tampoco olvidó al explorador.
–Sácalo de
allí –ordenó el oficial al soldado.
A causa de
la Rastra, esta operación exigía cierto cuidado. Ya el condenado, por culpa de
su impaciencia, se había provocado una pequeña herida desgarrante en la
espalda.
Desde este
momento, el oficial no le prestó la menor atención. Se acercó al explorador,
volvió a sacar el pequeño portafolio de cuero, buscó en él un papel, encontró
por fin la hoja que buscaba, y la mostró al explorador.
–Lea esto
–dijo.
–No puedo
–dijo el explorador–, ya le dije que no puedo leer esos planos.
–Mírelo con
más atención, entonces –insistió el oficial, y se acercó más al explorador,
para que leyeran juntos.
Como tampoco
esto resultó de ninguna utilidad, el oficial trató de ayudarlo, siguiendo la
inscripción con el dedo meñique, a gran altura, como si en ningún caso debiera
tocar el plano. El explorador hizo un esfuerzo para mostrarse amable con el
oficial, por lo menos en algo, pero sin éxito. Entonces el oficial comenzó a
deletrear la inscripción, y luego la leyó entera.
–"Sé
justo", dice –explicó–; ahora puede leerla.
El
explorador se agachó sobre el papel, que el oficial, temiendo que lo tocara,
alejó un poco; el explorador no dijo absolutamente nada, pero era evidente que
todavía no había conseguido leer una letra.
–"Sé
justo", dice –repitió el oficial.
–Puede ser
–dijo el explorador–, estoy dispuesto a creer que así es.
–Muy bien
–dijo el oficial, por lo menos en parte satisfecho–, y trepó la escalera con el
papel en la mano; con gran cuidado lo colocó dentro del Diseñador, y pareció
cambiar toda la disposición de los engranajes; era una labor muy difícil,
seguramente había que manejar rueditas muy diminutas; a menudo la cabeza del
oficial desaparecía completamente dentro del Diseñador, tanta exactitud
requería el montaje de los engranajes.
Desde abajo,
el explorador contemplaba incesantemente su labor, con el cuello endurecido, y
los ojos doloridos por el reflejo del sol sobre el cielo. El soldado y el
condenado estaban ahora muy ocupados. Con la punta de la bayoneta, el soldado
pescó del fondo del hoyo la camisa y los pantalones del condenado. La camisa
estaba espantosamente sucia, y el condenado la lavó en el balde de agua. Cuando
se puso la camisa y los pantalones, tanto el soldado como el condenado se
rieron estrepitosamente, porque las ropas estaban rasgadas por detrás. Tal vez
el condenado se creía en la obligación de entretener al soldado, y con sus
ropas desgarradas giraba delante de él; el soldado se había puesto en cuclillas
y a causa de la risa se golpeaba las rodillas. Pero trataban de contenerse, por
respeto hacia los presentes.
Cuando el
oficial terminó arriba con su trabajo, revisó nuevamente todos los detalles de
la maquinaria, sonriendo, pero esta vez cerró la tapa del Diseñador, que hasta
ahora había estado abierta; descendió, miró el hoyo, luego al condenado,
advirtió satisfecho que éste había recuperado sus ropas, luego se dirigió al
balde, para lavarse las manos, descubrió demasiado tarde que estaba
repugnantemente sucio, se entristeció porque ya no podía lavarse las manos, finalmente
las hundió en la arena –este sustituto no le agradaba mucho, pero tuvo que
conformarse –, luego se puso de pie y comenzó a desabotonarse el uniforme. Se
le cayeron entonces en la mano dos pañuelos de mujer que tenía metidos debajo
del cuello.
–Aquí tienes
tus pañuelos –dijo, y se los arrojó al condenado.
Y explicó al
explorador:
–Regalo de
las señoras.
A pesar de
la evidente prisa con que se quitaba la chaqueta del uniforme, para luego
desvestirse, totalmente, trataba cada prenda de vestir con sumo cuidado;
acarició ligeramente con los dedos los adornos plateados de su chaqueta, y
colocó una borla en su lugar. Este cuidado parecía, sin embargo, innecesario,
porque apenas terminaba de acomodar una prenda, inmediatamente con una especie
de estremecimiento de desagrado, la arrojaba dentro del hoyo. Lo último que le
quedó fue su espadín, y el cinturón que lo sostenía. Sacó el espadín de la
vaina, lo rompió, luego reunió todo, los trozos de espada, la vaina y el
cinturón, y lo arrojó con tanta violencia que los fragmentos resonaron al caer
en el fondo.
Ya estaba
desnudo. El explorador se mordió los labios, y no dijo nada. Sabía muy bien lo
que iba a ocurrir, pero no tenía ningún derecho de inmiscuirse. Si el
procedimiento judicial, que tanto significaba para el oficial, estaba realmente
tan próximo a su desaparición –posiblemente como consecuencia de la
intervención del explorador, lo que para éste era una ineludible obligación–,
entonces, el oficial hacía lo que debía hacer; en su lugar el explorador no habría
procedido de otro modo.
Al
principio, el soldado y el condenado no comprendían; para empezar, ni siquiera
miraban. El condenado estaba muy contento de haber recuperado los pañuelos,
pero esta alegría no le duró mucho porque el soldado se los arrancó, con un
ademán rápido e inesperado. Ahora el condenado trataba de arrancarle a su vez
los pañuelos al soldado; éste se los había metido debajo del cinturón, y se
mantenía alerta. Así luchaban, medio en broma. Sólo cuando el oficial apareció
completamente desnudo, prestaron atención. Sobre todo el condenado pareció
impresionado por la idea de este asombroso trueque de la suerte. Lo que le
había sucedido a él, ahora le sucedía al oficial. Tal vez hasta el final.
Aparentemente, el explorador extranjero había dado la orden. Por lo tanto, esto
era la venganza. Sin haber sufrido hasta el fin, ahora sería vengado hasta el
fin. Una amplia y silenciosa sonrisa apareció entonces en su rostro, y no
desapareció más. Mientras tanto, el oficial se dirigió hacia la máquina. Aunque
ya había demostrado con largueza, que la comprendía, era sin embargo casi
alucinante ver cómo la manejaba, y cómo ella le respondía. Apenas acercaba una
mano a la Rastra, ésta se levantaba y bajaba varias veces, hasta adoptar la
posición correcta para recibirlo; tocó apenas el borde de la Cama, y ésta
comenzó inmediatamente a vibrar; la mordaza de fieltro se aproximó a su boca;
se veía que el oficial hubiera preferido no ponérsela, pero su vacilación sólo
duró un instante, luego se sometió y aceptó la mordaza en la boca. Todo estaba
preparado, sólo las correas pendían a los costados, pero eran evidentemente
innecesarias, no hacía falta sujetar al oficial. Pero el condenado advirtió las
correas sueltas; como según su opinión la ejecución era incompleta si no se
sujetaban las correas, hizo un gesto ansioso al soldado, y ambos se acercaron
para atar al oficial. Este había extendido ya un pie, para empujar la manivela
que hacía funcionar el Diseñador; pero vio que los dos se acercaban, y retiró
el pie, dejándose atar con las correas. Pero ahora ya no podía alcanzar la
manivela; ni el soldado ni –el condenado sabrían encontrarla, y el explorador
estaba decidido a no moverse. No hacía falta; apenas se cerraron las correas,
la máquina comenzó a funcionar; la Cama vibraba, las agujas bailaban sobre la
piel, la Rastra subía y bajaba. El explorador miró fijamente, durante un rato;
de pronto recordó que una rueda del Diseñador hubiera debido chirriar; pero no
se oía ningún ruido, ni siquiera el más leve zumbido.
Trabajando
casi silenciosamente, la máquina pasaba casi inadvertida. El explorador miró
hacia el soldado y el condenado. El condenado mostraba más animación, todo en
la máquina le interesaba, de pronto se agachaba, de pronto se estiraba, y todo
el tiempo mostraba algo al soldado con el índice extendido. Para el explorador,
esto era penoso. Estaba decidido a permanecer allí hasta el final, pero la
vista de esos dos hombres le resultaba insoportable.
–Volved a
casa –dijo.
El soldado
estaba dispuesto a obedecerle, pero el condenado consideró la orden como un
castigo. Con las manos juntas imploró lastimeramente que le permitieran
quedarse, y como el explorador meneaba la cabeza, y no quería ceder, terminó
por arrodillarse. El explorador comprendió que las órdenes eran inútiles, y
decidió acercarse y sacarlos a empujones. Pero oyó un ruido arriba, en el
Diseñador. Alzó la mirada. ¿Finamente habría decidido andar mal la famosa
rueda? Pero era otra cosa. Lentamente, la tapa del Diseñador se levantó, y de
pronto se abrió del todo. Los dientes de una rueda emergieron y subieron;
pronto apareció toda la rueda, como si alguna enorme fuerza en el interior del
Diseñador comprimiera las ruedas, de modo que ya no hubiera lugar para ésta; la
rueda se desplazó hasta el borde del Diseñador, cayó, rodó un momento sobre el
canto por la arena, y luego quedó inmóvil. Pero pronto subió otra, y otras la
siguieron, grandes, pequeñas, imperceptiblemente diminutas; con todas ocurría
lo mismo, siempre parecía que el Diseñador ya debía de estar totalmente vacío,
pero aparecía un nuevo grupo, extraordinariamente numeroso, subía, caía, rodaba
por la arena y se detenía. Ante este fenómeno, el condenado olvidó por completo
la orden del explorador, las ruedas dentadas lo fascinaban, siempre quería
coger alguna, y al mismo tiempo pedía al soldado que lo ayudara, pero siempre
retiraba la mano con temor, porque en ese momento caía otra rueda que por lo
menos en el primer instante lo atemorizaba.
El
explorador, en cambio, se sentía muy inquieto; la máquina estaba evidentemente
haciéndose trizas; su andar silencioso ya era una mera ilusión. El extranjero
tenía la sensación de que ahora debía ocuparse del oficial, ya que el oficial
no podía ocuparse más de sí mismo. Pero mientras la caída de los engranajes
absorbía toda su atención, se olvidó del resto de la máquina; cuando cayó la
última rueda del Diseñador, el explorador se volvió hacia la Rastra, y recibió
una nueva y más desagradable sorpresa. La Rastra no escribía, sólo pinchaba, y
la Cama no hacía girar el cuerpo, sino que lo levantaba temblando hacia las
agujas. El explorador quiso hacer algo que pudiera detener el conjunto de la
máquina, porque esto no era la tortura que el oficial había buscado sino una
franca matanza. Extendió las manos. En ese momento la Rastra se elevó hacia un
costado con el cuerpo atravesado en ella, como solía hacer después de la
duodécima hora. La sangre corría por un centenar de heridas, no ya mezclada con
agua, porque también los canalículos del agua se habían descompuesto. Y ahora
falló también la última función; el cuerpo no se desprendió de las largas
agujas; manando sangre, pendía sobre el hoyo de la sepultura, sin caer. La
Rastra quiso volver entonces a su anterior posición, pero como si ella misma
advirtiera que no se había librado todavía de su carga, permaneció suspendida
sobre el hoyo.
–Ayudadme
–gritó el explorador al soldado y al condenado, y cogió los pies del oficial.
Quería
empujar los pies, mientras los otros dos sostenían del otro lado la cabeza del
oficial, para desengancharlo lentamente de las agujas. Pero ninguno de los dos
se decidía a acercarse; el condenado terminó por alejarse; el explorador tuvo
que ir a buscarlos y empujarlos a la fuerza hasta la cabeza del oficial. En ese
momento, casi contra su voluntad, vio el rostro del cadáver. Era como había
sido en vida; no se descubría en él ninguna señal de la prometida redención; lo
que todos hallaban, el oficial no lo había hallado; tenía los labios apretados,
los ojos abiertos, con la misma expresión de siempre, la mirada tranquila y
convencida; y atravesada en medio de la frente la punta de la gran aguja de
hierro.
Cuando el
explorador llegó a las primeras casas de la colonia, seguido por el condenado y
el soldado, éste le mostró uno de los edificios y le dijo:
–Esa es la
confitería.
En la planta
baja de una casa había un espacio profundo, de techo bajo, cavernoso, de
paredes y cielo raso ennegrecidos por el humo. Todo el frente que daba a la
calle estaba abierto. Aunque esta confitería no se distinguía mucho de las
demás casas de la colonia, todas en notable mal estado de conservación (aun el
palacio donde se alojaba el comandante), no dejó de causar en el explorador una
sensación como de evocación histórica, al permitirle vislumbrar la grandeza de
los tiempos idos. Se acercó y entró, seguido por sus acompañantes, entre las
mesitas vacías, dispuestas en la calle frente al edificio, y respiró el aire
fresco y cargado que provenía del interior.
–El viejo
está enterrado aquí –dijo el soldado–, porque el cura le negó un lugar en el
camposanto. Dudaron un tiempo dónde lo enterrarían, finalmente lo enterraron
aquí. El oficial no le contó a usted nada, seguramente, porque ésta era, por
supuesto, su mayor vergüenza. Hasta trató varias veces de desenterrar al viejo,
de noche, pero siempre lo echaban.
–¿Dónde está
la tumba? –preguntó el explorador, que no podía creer lo que oía.
Inmediatamente,
el soldado y el condenado le mostraron con la mano dónde debía de encontrarse
la tumba. Condujeron al explorador hasta la pared; en torno de algunas mesitas
estaban sentados varios clientes. Aparentemente eran obreros del puerto,
hombres fornidos, de barba corta, negra y reluciente. Todos estaban sin
chaqueta, tenían las camisas rotas, era gente pobre y humilde. Cuando el explorador
se acercó, algunos se levantaron, se ubicaron junto a la pared, y lo miraron.
–Es un
extranjero –murmuraban en torno de él–, quiere ver la tumba.
Corrieron
hacia un lado una de las mesitas, debajo de la cual se encontraba realmente la
lápida de una sepultura. Era una lápida simple, bastante baja, de modo que una
mesa podía cubrirla. Mostraba una inscripción de letras diminutas; para
leerlas, el explorador tuvo que arrodillarse. Decía así: "Aquí yace el
antiguo comandante. Sus partidarios, que ya deben de ser incontables, cavaron
esta tumba y colocaron esta lápida. Una profecía dice que después de
determinado número de años el comandante resurgirá, desde esta casa conducirá a
sus partidarios para reconquistar la colonia. ¡Creed y esperad!"
Cuando el
explorador terminó de leer y se levantó, vio que los hombres se reían, como si
hubieran leído con él la inscripción, y ésta les hubiera parecido risible, y
esperaban que él compartiera esa opinión. El explorador simuló no advertirlo,
les repartió algunas monedas, esperó hasta que volvieran a correr la mesita
sobre la tumba, salió de la confitería y se encaminó hacia el puerto.
El soldado y
el condenado habían encontrado algunos conocidos en la confitería, y se
quedaron conversando. Pero pronto se desligaron de ello, porque cuando el
explorador se encontraba por la mitad de la larga escalera que descendía hacia
la orilla, lo alcanzaron corriendo. Probablemente querían pedirle a último
momento que los llevara consigo. Mientras el explorador discutía abajo con un barquero
el precio del transporte hasta el vapor, se precipitaron ambos por la escalera,
en silencio, porque no se atrevían a gritar. Pero cuando llegaron abajo, el
explorador ya estaba en el bote, y el barquero acababa de desatarlo de la
costa. Todavía podían saltar dentro del bote, pero el explorador alzó del fondo
del barco una pesada soga anudada, los amenazó con ella y evitó que saltaran.
Franz Kafka
Texto
digitalizado:
OBRAS
COMPLETAS – FRANZ KAFKA
EDITORIAL TEOREMA –VISIÓN LIBROS
Impreso en
España, 1983
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