viernes, 30 de agosto de 2013

Edgar Allan Poe

El cuervo

Edgar Allan Poe
Versión: Antonio Pérez Bonalde [1]




Una fosca media noche, cuando en tristes reflexiones,
sobre más de un raro infolio de olvidados cronicones
inclinaba soñoliento la cabeza, de repente
a mi puerta oí llamar;
como si alguien, suavemente, se pusiese con incierta
mano tímida a tocar:
"¡Es  ―me dije― una visita que llamando está a mi puerta:
eso es todo y nada más!".

¡Ah! Bien claro lo recuerdo: era el crudo mes del hielo,
y su espectro cada brasa moribunda enviaba al suelo.
Cuan ansioso el nuevo día deseaba, en la lectura
procurando en vano hallar
tregua a la honda desventura de la muerte de Leonora;
la radiante, la sin par
Virgen rara a quien Leonora los querubes llaman, ahora
ya sin nombre... ¡nunca más!

Y el crujido triste, incierto, de las rojas colgaduras
me aterraba, me llenaba de fantásticas pavuras,
de tal modo que el latido de mi pecho palpitante
procurando dominar,
"es, sin duda, un visitante ―repetía con instancia―
que a mi alcoba quiere entrar:
un tardío visitante a las puertas de mi estancia...”
Eso es todo, y nada más.

Poco a poco, fuerza y bríos fue mi espíritu cobrando:
"caballero, dije, o dama: mil perdones os demando;
mas, el caso es que dormía, y con tanta gentileza
me vinisteis a llamar,
y con tal delicadeza y tan tímida constancia
os pusisteis a tocar,
que no oí", dije, y las puertas abrí al punto de mi estancia:
¡sombras sólo y... nada más!

Mudo, trémulo, en la sombra por mirar haciendo empeños,
quedé allí ―cual antes nadie los soñó― forjando sueños;
más profundo era el silencio, y la calma no acusaba
ruido alguno..., resonar
sólo un nombre se escuchaba que en voz baja a aquella hora
yo me puse a murmurar,
y que el eco repetía como un soplo: ¡Leonora...!
Esto apenas, ¡nada más!

A mi alcoba retornando con el alma en turbulencia,
pronto oí llamar de nuevo, esta vez con más violencia:
"De seguro ―dije― es algo que se posa en mi persiana,
pues, veamos de encontrar
la razón abierta y llana de este caso raro y serio,
y el enigma averiguar:
“Corazón, calma un instante, y aclaremos el misterio...”
Es el viento, y nada más".

La ventana abrí, y con rítmico aleteo y garbo extraño,
entró un cuervo majestuoso de la sacra edad de antaño.
sin pararse ni un instante ni señales dar de susto,
con aspecto señorial,
fue a posarse sobre un busto de Minerva que ornamenta
de mi puerta el cabezal;
sobre el busto que de Palas la figura representa
fue y posóse, y ¡nada más!

Trocó entonces el negro pájaro en sonrisas mi tristeza
con su grave, torva y seria, decorosa gentileza;
y le dije: "Aunque la cresta calva llevas, de seguro
no eres cuervo nocturnal,
¡viejo, infausto cuervo oscuro vagabundo en la tiniebla...!
dime, ¿cuál tu nombre, cuál,
en el reino plutoniano de la noche y de la niebla...?"
Dijo el cuervo: "¡Nunca más!".

Asombrado quedé oyendo así hablar al avechucho,
si bien su árida respuesta no expresaba poco o mucho;
pues preciso es convengamos en que nunca hubo criatura
que lograse contemplar
ave alguna en la moldura de su puerta encaramada,
ave o bruto reposar
sobre efigie en la cornisa de su puerta cincelada,
con tal nombre: "Nunca más".

Mas el cuervo fijo, inmóvil, en la grave efigie aquélla,
sólo dijo esa palabra, cual si su alma fuese en ella
vinculada, ni una pluma sacudía, ni un acento
se le oía pronunciar...
Dije entonces al momento: "Ya otros antes se han marchado,
y la aurora al despuntar,
él también se irá volando cual mis sueños han volado".
Dijo el cuervo: "¡Nunca más!".

Por respuesta tan abrupta como justa sorprendido,
"no hay ya duda alguna ―dije―, lo que dice es aprendido;
aprendido de algún amo desdichado a quien la suerte
persiguiera sin cesar,
persiguiera hasta la muerte, hasta el punto de, en su duelo,
sus canciones terminar
y el clamor de su esperanza con el triste ritornelo
de: ¡Jamás, y nunca más!".

Mas el cuervo provocando mi alma triste a la sonrisa,
mi sillón rodee hasta el frente de ave y busto y de cornisa;
luego, hundiéndome en la seda, fantasía y fantasía
vine entonces a juntar,
por saber que pretendía aquel pájaro ominoso
de un pasado inmemorial,
aquel hosco, torvo, infausto, cuervo lúgubre y odioso
al graznar: "¡Nunca jamás!".

Quedé aquesto investigando frente al cuervo, en honda calma,
cuyos ojos encendidos me abrasaban pecho y alma.
Esto y más ―sobre cojines reclinado― con anhelo
me empeñaba en descifrar,
sobre el rojo terciopelo do imprimía viva huella
luminosa mi fanal,
terciopelo cuya púrpura ¡ay! Jamás volverá ella
a oprimir, ¡ah, nunca más!

Parecióme el aire, entonces, por incógnito incensario
que un querube columpiase de mi alcoba en el santuario,
perfumado. "¡Miserable ser ―me dije― Dios te ha oído,
y por medio angelical,
tregua, tregua y el olvido del recuerdo de Leonora
te ha venido hoy a brindar:
bebe, bebe ese nepente, y así todo olvida ahora!".
Dijo el cuervo: "Nunca más".

¡Oh, Profeta ―dije― o duende!, mas profeta al fin, ya seas
ave o diablo, ya te envía la tormenta, ya te veas
por los ábregos barrido a esta playa, desolado
pero intrépido, a este hogar
por los males devastado, dime, dime, te lo imploro.
¿Llegaré jamás a hallar
algún bálsamo o consuelo para el mal que triste lloro?
Dijo el cuervo: "¡Nunca más!".

"¡Oh, Profeta ―dije― o diablo! Por ese ancho, combo velo
de zafir que nos cobija, por el sumo Dios del cielo
a quien ambos adoramos, dile a esta alma dolorida,
presa infausta del pesar,
si jamás en otra vida la doncella arrobadora
a mi seno he de estrechar,
la alma virgen a quien llaman los arcángeles Leonora...".
Dijo el cuervo: "¡Nunca más!".

"¡Esa voz, oh cuervo, sea la señal de la partida
―grité alzándome―, retorna, vuelve a tu hórrida guarida,
la plutónica ribera de la noche y de la bruma...!
¡De tu horrenda falsedad
en memoria, ni una pluma dejes, negra! ¡El busto deja!
¡Deja en paz mi soledad!
¡Quita el pico de mi pecho! ¡De mi umbral tu forma aleja...!".
Dijo el cuervo: "¡Nunca más!".

Y aun el cuervo inmóvil, fijo, sigue fijo en la escultura,
sobre el busto que ornamenta de mi puerta la moldura...
Y sus ojos son los ojos de un demonio que, durmiendo,
las visiones ve del mal;
y la luz sobre él cayendo, sobre el suelo flota..., nunca
se alzará..., nunca jamás.

Bajado de:



[1] Esta versión fue grabada por Alfredo Alcón en un LP que se llamó Israfel

Pedro Antonio de Alarcón

El Capitán Veneno

1.           Un poco de historia política
La tarde del 26 de marzo de 1848 hubo tiros y cuchilladas en Madrid entre un puñado de paisanos que, al expirar, lanzaban el hasta entonces extranjero grito de ¡Viva la República!, y el Ejército de la Monarquía española (traído y creado por Ataúlfo, reconstituido por don Pelayo y reformado por Trastámara), de que a la sazón era jefe visible, en nombre de doña Isabel II, el presidente del Consejo de ministros y ministro de la Guerra, don Ramón María Narváez…
Y basa con esto de historia y de política, y pasemos a hablar de cosas menos sabidas y más amenas, a que dieron origen o coyuntura aquellos lamentables acontecimientos.
2.           Nuestra heroína
En el piso bajo de la izquierda de una humilde pero graciosa y limpia casa de la calle de Preciados, calle muy estrecha y retorcida en aquel entonces, y teatro de la refriega en tal momento, vivían solas, esto es, sin la compañía de hombre ninguno, tres buenas y piadosas mujeres, que mucho se diferenciaban entre sí en cuanto al ser físico y estado social, puesto éranse que se eran una señora mayor, viuda, guipuzcoana, de aspecto grave y distinguido; una hija suya, joven, soltera, natural de Madrid y bastante guapa, aunque de tipo diferente al de la madre (lo cual daba a entender que había salido en todo a su padre); y una doméstica, imposible de filiar o describir, sin edad, figura, ni casi sexo determinables, bautizada, hasta cierto punto, en Mondoñedo, y a la cual ya hemos hecho demasiado favor (como también se lo hizo aquel señor cura) con reconocer que pertenecía a la especie humana.
La mencionada joven parecía el símbolo o representación, viva y con faldas, del sentido común: tal equilibrio había entre su hermosura y su naturalidad, entre su elegancia y sencillez, entre su gracia y modestia. Felicísimo era que pasase inadvertida por la vía pública, sin alborotar a los galanteadores de oficio, pero imposible que nadie dejara de admirarla y prendarse de sus múltiples encantos, luego que fijase en ella la atención. No era, no (o, por mejor decir, no quería ser), una de esas beldades llamativas aparatosas, fulminantes, que atraen todas las miradas no bien se presentan en un salón, teatro o paseo y que comprometen o anulan al pobrete que las acompaña, sea novio, sea marido, sea padre, se el mismísimo preste Juan de las Indias… Era un conjunto sabio y armónico, de perfecciones físicas y morales, cuya prodigiosa regularidad no entusiasma al pronto, como no entusiasma la paz y el orden; o como acontece con los monumentos bien proporcionados, donde nada nos choca ni maravilla hasta que formamos juicio de que, si todo resulta llano, fácil y natural, consiste en que todo es igualmente bello. Dijérase que aquella diosa honrada de la clase media había estudiado su modo de vestirse, de peinarse, de mirar, de moverse, de conllevar, en fin, los tesoros de su espléndida juventud en tal forma y manera, que no se la creyese pagada de sí misma, ni presuntuosa ni incitante, sino muy diferente de las deidades por casar que hacen feria de sus hechizos y van por esas calles de Dios, diciendo a todo el mundo: Esta casa se vende…, o se alquila.
Pero no nos detengamos en flores ni dibujos, que es mucho lo que tenemos que referir, y poquísimo el tiempo que disponemos.
3.           Nuestro héroe
Los republicanos disparaban contra la tropa desde la esquina de la calle de Peregrinos, y la tropa disparaba contra los republicanos desde la Puerta del Sol, de modo y forma que las balas de una y otra procedencia pasaban por delante de las ventanas del referido piso bajo, si ya no eran que iban a dar en los hierros de sus rejas, haciéndolos vibrar con estridente ruido e hiriendo de rechazo persianas, maderas y cristales.
Igualmente profundo, aunque vario en su naturaleza y expresión, era el terror que sentían la madre… y la criada. Temía la noble viuda, primero por su hija, después por el resto del género humano, y en último término por sí propia; y además la gallega, ante todo, por su querido pellejo; en segundo lugar, por su estómago y por el de sus amas, pues la tinaja de agua estaba casi vacía y el panadero no había aparecido con el pan de la tarde, y en tercer lugar, un poquitillo por los soldados o paisanos hijos de Galicia que pudieran morir o perder algo en la contienda. Y no hablamos del terror de la hija, porque, ya lo neutralizase la curiosidad, ya no tuviese acceso en su alma, más varonil que femenina, era el caso de que la gentil doncella, desoyendo consejos y órdenes de su madre, y lamentos y aullidos de la criada, ambas escondidas en los aposentos interiores, se escurría de vez en cuando a las habitaciones que daban a la calle, y hasta abría las maderas de alguna reja, para formar exacto juicio del ser y estado de la lucha.
En una de esas asomadas, peligrosas por todo extremo, vio que las tropas habían avanzado, hasta la puerta de aquella casa, mientras que los sediciosos retrocedían hasta la Plaza de Santo Domingo, no sin continuar haciendo fuego por escalones con admirable seguridad y bravura. Y vio asimismo que a la cabeza de los soldados, y aun de los oficiales y jefes, se distinguía, por su enérgica y denodada actitud y por las ardorosas frases con que los arengaba a todos, un hombre como de cuarenta años, de porte fino y elegante, y delicada y bella, aunque dura, fisonomía; delgado y fuerte como un manojo de nervios; más bien alto que bajo, y vestido medio de paisano, medio de militar. Queremos decir que llevaba gorra de cuartel con los tres galoncitos de la insignia de capitán; levita y pantalón civiles, de paño negro; sable de oficial de infantería y canana y escopeta de cazador…, no del ejército, sino de conejos y perdices.
Mirando y admirando estaba precisamente la madrileña a tan singular personaje, cuando los republicanos hicieron una descarga sobre él, por considerarlo, sin duda, más temible que todos los otros, o suponerlo general, ministro o cosa así, y el pobre Capitán, o lo que fuera, cayó al suelo, como herido de un rayo y con la faz bañada en sangre, en tanto que los revoltosos huían alegremente, muy satisfechos de su hazaña, y que los soldados echaban a correr detrás de ellos anhelando vengar al infortunado caudillo.
Quedó, pues, la calle sola y muda, y en medio de ella, tendido y desangrándose, aquel buen caballero, que acaso no había expirado todavía, a quien manos solícitas y piadosas pudieran tal vez librar de la muerte… La joven no vaciló un punto: corrió adonde estaban su madre y la doméstica; explicóles el caso; díjoles que en la calle de Preciados no había ya tiros; tuvo que batallar, no tanto con los prudentísimos reparos de la generosa guipuzcoana, como con el miedo puramente animal de la informe gallega, y a los pocos minutos las tres mujeres transportaban en peso a su honesta casa, y colocaban en la alcoba de honor de la salita principal sobre la lujosa cama de la viuda, el insensible cuerpo de aquél que, si no fue el verdadero protagonista de la jornada del 26 de marzo, va a serlo de nuestra particular historia.  

Pedro Antonio de Alarcón
El capitán Veneno, cap. I, II, III de la parte primera “Heridas en el cuerpo”, Editorial Bruguera, 1981


Pedro A. de Alarcón nació el 10 de marzo de 1833 en Guadix (Granada) y murió en Valdemoro (Madrid) el 10 de julio de 1891. Inició estudios de clerecía, que abandonó tempranamente, llevado por una firme vocación literaria y por sus inquietudes políticas. Evolucionó hacia posiciones liberales y anticlericales, que le provocaron un duelo con Heriberto García de Quevedo, quien estuvo a punto de matarle (1855). Radicado en Segovia y en plena actividad creativa, obtuvo sus primeros éxitos, y ello le decidió a trasladarse a Madrid.  Su popularidad literaria corrió paralela a su éxito social. Pronto se difundieron sus novelas: El escándalo, El final de Norma, El capitán Veneno, El sombrero de tres picos y otras. Al estallar la primera Guerra de África, Alarcón combatió como soldado, y su experiencia quedó inmortalizada en un conjunto de escritos publicado con el título de Diario de un testigo de la guerra de África. Su carrera política también le deparó éxitos: fue elegido diputado, ministro plenipotenciario en Suecia y Noruega, y luego consejero de Estado. Su obra literaria le permitió ingresar como miembro de la Real Academia Española de la Lengua.


sábado, 10 de agosto de 2013

Leon Tolstoi


Los Tres Staretzi

Y orando, no habléis inútilmente, como los paganos, que piensan que por su parleria serán oídos. No os hagáis, pues, semejantes a ellos, porque vuestro padre sabe de que cosas tenéis necesidad, antes de que vosotros le pidáis.
San Mateo, VI, 7 y 8

El arzobispo de Arcángel navegaba hacia el monasterio de Solovski. Iban en el buque varios peregrinos que se dirigían al mismo lugar para adorar las sagradas reliquias que allí se custodian. El viento era favorable, el tiempo magnífico y el barco se deslizaba serenamente.
Algunos peregrinos se habían recostado, otros comían; otros, sentados, conversaban en pequeños grupos. El arzobispo subió al puente y comenzó a pasearse. Al acercarse a la proa vio un grupito de pasajeros y en el centro un mujik que hablaba señalando un punto en el horizonte. Los demás lo escuchaban con atención.
El arzobispo se detuvo y miró en la dirección que señalaba el mujik; pero sólo vio el mar, cuya bruñida superficie resplandecía a la luz del sol. El arzobispo se acercó al corro y prestó atención. El mujik, al verlo, se descubrió y calló. Los demás lo imitaron, descubriéndose respetuosamente.
-No os violentéis, hermanos míos -dijo el prelado-. Yo también quiero oír lo que cuenta el mujik.
-Pues bien -dijo un comerciante que parecía menos intimidado que los demás componentes del grupo-, nos contaba la historia de los tres staretzi. (Así llaman en Rusia a los religiosos de avanzada edad.) -¡Ah! -dijo el arzobispo-. ¿Y qué historia es ésa?
Y, acercándose a la borda, se sentó sobre un cajón.
-Habla -agregó, dirigiéndose al campesino-, yo también quiero oírte. ¿Qué señalabas, hijo mío?
-Aquel islote -respondió el campesino, mostrando, a su derecha, un punto del horizonte-. Justamente en ese islote los tres staretzi trabajan por la salvación de su alma.
-Pero, ¿dónde está el islote?
-Mire usted en la dirección de mi mano. ¿Ve esa nubecilla? Pues bien, algo más bajo, a la izquierda. Esa especie de faja gris.
El arzobispo miraba con atención, pero como el agua centelleaba y él no tenía costumbre, nada alcanzaba a ver.
-Pues no veo nada -dijo-. Mas, ¿quiénes son esos staretzi y cómo viven?
-Son hombres de Dios -contestó el campesino-. Hace ya mucho que oí hablar de ellos, pero hasta el verano pasado no tuve oportunidad de verlos.
El mujik reanudó su relato. Un día que había salido a pescar, un temporal lo arrastró hasta aquel islote desconocido. Echó a caminar y descubrió una minúscula cabaña, junto a la cual estaba uno de los staretzi. Poco después aparecieron los otros dos. Al ver al campesino, pusieron sus ropas a secar y lo ayudaron a reparar su barca.
-¿Y cómo son? -preguntó el arzobispo.
-Uno de ellos es encorvado, pequeño y muy viejo. Viste una raída sotana y parece tener más de cien años. Su blanca barba empieza a adquirir una tonalidad verdosa. Es sonriente y apacible como un ángel del cielo. El segundo, un poco más alto, lleva un andrajoso capote. Su luenga barba gris tiene reflejos amarillos. Es muy vigoroso: puso mi barca boca abajo como si se tratara de una cáscara de nuez, sin darme tiempo a ayudarlo. El también parece siempre contento. El tercero es muy alto: su barba es blanca como el plumaje del cisne y le llega hasta las rodillas. Es un hombre melancólico, de hirsutas cejas, que sólo cubre su desnudez con un trozo de tela hecha de fibras trenzadas, que se sujeta a la cintura.
-¿Y qué te dijeron? -preguntó el sacerdote.
-Oh, hablaban muy poco, aun entre ellos. Les bastaba una mirada para entenderse. Le pregunté al más anciano si hacía mucho tiempo que vivían allí y él no sé qué me respondió con tono de fastidio. Pero el más pequeño lo tomó de la mano, sonriendo, y el alto enmudeció.
"El viejecito dijo solamente: "Haznos el favor...
"Y sonrió."
Mientras hablaba el campesino, el barco se había acercado a un grupo de islas.
-Ahora se divisa perfectamente el islote -observó el comerciante-. Mire usted, Ilustrísima -añadió, extendiendo el brazo.
El arzobispo vio una faja gris. Era el islote. Permaneció inmóvil un largo rato, y después, pasando de proa a popa, dijo al piloto: -¿Qué islote es aquél?
-Uno de tantos. No tiene nombre.
-¿Es cierto que allí trabajan los staretzi por la salvación de su alma?
-Eso dicen, mas no sé si es cierto. Los pescadores aseguran haberlos visto. Pero a veces se habla por hablar.
-Me gustaría desembarcar en el islote para ver a los staretzi -dijo el arzobispo-. ¿Es posible?
-Con el buque, no -respondió el piloto-. Para eso hay que utilizar el bote, y sólo el capitán puede autorizarnos a lanzarlo al agua.
Se dio aviso al capitán.
-Quiero ver a los staretzi -dijo el arzobispo-. ¿Puede llevarme?
El capitán intentó disuadirlo.
-Es fácil -dijo-, pero perderemos mucho tiempo. Y casi me atrevería a decir a Su Ilustrísima que no vale la pena verlos. He oído decir que esos ancianos son unos necios, que no entienden lo que se les dice y casi no saben hablar.
-Sin embargo, quiero verlos. Pagaré lo que sea. Pero le ruego disponer que me lleven a verlos.
La cosa quedó resuelta. Se realizaron los preparativos necesarios, se cambiaron las velas, el piloto viró de bordo y el buque enfiló hacia la isla. Colocaron a proa una silla para el arzobispo, quien sentado en ella clavó la mirada en el horizonte. Los pasajeros también se reunieron para ver el islote de los staretzi. Los que tenían buena vista divisaban ya las rocas de la isla y mostraban a los demás la diminuta choza. Bien pronto uno de ellos descubrió a los tres staretzi.
El capitán trajo un anteojo, miró y lo pasó al arzobispo.
-Es cierto -dijo-. A la derecha, junto a un gran peñasco, se ven tres hombres.
El arzobispo enfocó el largavista en la dirección señalada, y vio, efectivamente, tres hombres: uno muy alto, otro más bajo y el tercero muy pequeño. Estaban de pie, junto a la orilla, tomados de la mano.
-Aquí debemos anclar el buque -dijo el capitán al arzobispo-. Su Ilustrísima debe embarcar en el bote. Nosotros lo esperaremos.
Echaron el ancla, recogieron las velas y el barco empezó a cabecear. Botaron la canoa, saltaron a ella los remeros y el arzobispo descendió por la escala.
Se sentó en un banco de popa y los marinos remaron en dirección del islote. Pronto llegaron a tiro de piedra. Se distinguía perfectamente a los tres staretzi: uno muy alto casi desnudo, salvo por un trozo de tela ceñido a la cintura y hecho de fibras entrelazadas; otro más bajo, con un capote harapiento, y por último el más viejo, encorvado y vestido con sotana. Estaban los tres tomados de la mano.
Llegó el bote a la orilla, saltó a tierra el arzobispo y bendiciendo a los staretzi, que se deshacían en reverencias, les habló así: -He sabido que trabajan aquí por la eterna salvación de vuestra alma, amados staretzi, y que rezáis a Cristo por el prójimo. Yo, indigno servidor del Altísimo, he sido llamado por su gracia para apacentar sus ovejas. Y puesto que servís al Señor, he querido visitaros para traeros la palabra divina.
Los staretzi callaron, se miraron y sonrieron.
-Decidme cómo servís a Dios -prosiguió el arzobispo.
El staretzi que estaba en el centro suspiró y miró al viejecito.
El staretzi más alto hizo un gesto de fastidio y también se volvió hacia el anciano.
Este sonrió y dijo: -Servidor de Dios, nosotros no podemos servir a nadie sino a nosotros mismos, ganando nuestro sustento.
-Pues entonces -dijo el arzobispo-, ¿cómo rezáis?
-Nuestra oración es ésta: "Tú eres tres, nosotros somos tres. Concédenos tu gracia".
Y no bien el viejecillo pronunció estas palabras los tres staretzi alzaron la mirada al cielo y repitieron: -Tú eres tres, nosotros somos tres. Concédenos tu gracia.
Sonrió el arzobispo y dijo: -Evidentemente habéis oído hablar de la Santísima Trinidad, más no es así como se debe rezar. Os he tomado afecto, venerables staretzi, porque advierto que queréis complacer a Dios. Pero ignoráis cuál es la forma de servirlo. Esa no es la manera de rezar. Oídme, que yo os la enseñaré. Lo que os diré está en las Sagradas Escrituras de Dios, que dicen cómo debemos dirigirnos a El.
Y el arzobispo les explicó cómo Cristo se reveló a los hombres y les explicó el misterio de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Después agregó: -El Hijo de Dios descendió a la Tierra para salvar al género humano, y a todos nos enseñó a rezar. Atended y repetid conmigo -y el arzobispo empezó-: -Padre nuestro...
Y el primer staretzi repitió: -Padre nuestro...
Y el segundo dijo asimismo: -Padre nuestro...
Y el tercero: -Padre nuestro...
-Que estás en los Cielos... -prosiguió el arzobispo.
Y los staretzi repitieron: -Que estás en los Cielos...
Pero el que estaba en el medio se equivocaba y decía una palabra por otra; el más alto no podía seguir porque los bigotes le tapaban la boca, y el viejecito, que no tenía dientes, pronunciaba muy mal.
El arzobispo recomenzó la oración y los staretzi volvieron a repetirla. El prelado se sentó en una piedra y los staretzi hicieron círculo alrededor de él, mirándolo fijamente y repitiendo todo lo que decía.
Todo el día, hasta la llegada de la noche, el arzobispo luchó con ellos, repitiendo la misma palabra diez, veinte, cien veces, y tras él los staretzi se atascaban, él los corregía y vuelta a empezar.
El arzobispo no se separó de los staretzi hasta que les hubo enseñado la divina oración. La repitieron con él, y después solos. El staretzi del medio la aprendió antes que los otros, y la dijo él solo. Entonces el arzobispo se la hizo repetir varias veces, y sus compañeros lo imitaron.
Empezaba a oscurecer y la luna se levantaba sobre el mar cuando el arzobispo se incorporó para volver al buque. Se despidió de los staretzi, quienes lo saludaron inclinándose hasta el suelo. El los hizo incorporarse, los besó a los tres, recomendándoles que rezaran como él les había enseñado. Después se instaló en el banco del bote que se dirigió hacia el buque.
Mientras bogaban, seguía oyendo a los staretzi que recitaban en alta voz la plegaria del Señor.
Pronto llegó el bote junto al barco. Ya no se oía la voz de los staretzi, pero aún se los veía en la orilla, los tres a la luz de la luna, el viejecito en medio, el más alto a su derecha y el otro a la izquierda.
El arzobispo llegó al buque y subió al puente. Levaron anclas, el viento hinchó las velas y la nave se puso en marcha continuando el viaje interrumpido.
El arzobispo se sentó a popa, con la mirada clavada en el islote. Aún se divisaba a los tres staretzi. Después desaparecieron y sólo se vio la isla. Y por último ésta también se desvaneció en lontananza y quedó el mar solo y cintílate bajo la luna.
Se recogieron los peregrinos y el silencio envolvió el puente. Pero el arzobispo aún no quería dormir. Solo en la popa, contemplaba el mar, en dirección del islote, y pensaba en los buenos staretzi. Recordaba la dicha que habían experimentado al aprender la plegaria y agradecía a Dios que lo hubiera señalado para ayudar a aquellos santos varones, enseñándoles la palabra divina.
Esto pensaba el arzobispo, con la mirada fija en el mar, cuando vio algo que blanqueaba y fulguraba en la estela luminosa de la luna. Será una gaviota o una vela blanca. Miró con más atención, y se dijo: sin duda es una barca de vela que nos sigue. ¡Pero cuán veloz avanza! Hace un instante estaba lejos, muy lejos, y ahora ya está cerca. Además, no se parece a ninguna de las barcas que yo he visto, y esa vela tampoco parece una vela.
No obstante, aquello los sigue y el arzobispo no atina a descubrir qué es. ¿Un buque, un ave, un pez? También parece un hombre, pero es más grande que un hombre. Y, además, un hombre no podría caminar sobre el agua.
Se levantó el arzobispo y fue adonde estaba el piloto.
-¡Mira! -le dijo-. ¿Qué es eso?
Pero en ese instante advierte que son los staretzi que se deslizan sobre el mar y se acercan a la nave. Sus níveas barbas lanzan un intenso resplandor.
El piloto deja la barra y grita: -¡Señor, los staretzi nos persiguen sobre el mar, y corren por las olas como por el suelo!
Al oír estos gritos, los pasajeros se levantaron y lanzáronse hacia la borda. Entonces todos vieron a los staretzi que se deslizaban por el mar, tomados de la mano y que los de los extremos hacían señas de que el buque se detuviera.
Aún no habían tenido tiempo de detener la marcha, cuando los tres staretzi llegaron junto al barco, y levantando los ojos dijeron: -Servidor de Dios, ya no sabemos lo que nos enseñaste. Mientras lo repetíamos lo recordábamos, pero una hora después olvidamos una palabra, y no podemos recitar la plegaria. Enséñanosla otra vez.
El arzobispo se persignó y dijo inclinándose hacia los staretzi: -Vuestra oración llegará igualmente al Señor, santos staretzi. No soy yo quien debe enseñaros. ¡Rogad por nosotros, pobres pecadores!
Y el arzobispo los saludó con veneración. Los staretzi permanecieron un instante inmóviles, después se volvieron y se alejaron sobre el mar.
Y hasta el alba se vio un gran resplandor del lado por donde habían desaparecido.



Leon Tolstoi


Revista Conozca Más, colección “Clásicos de la Ciencia Ficción y del género fantástico”