sábado, 23 de febrero de 2013

Garcilaso


Soneto I



Cuando me paro a contemplar mi estado
y a ver los pasos por dó me han traído,
hallo, según por do anduve perdido,
que a mayor mal pudiera haber llegado;

mas cuando del camino estó olvidado,
a tanto mal no sé por dó he venido;
sé que me acabo, y más he yo sentido
ver acabar conmigo mi cuidado.

Yo acabaré, que me entregué sin arte
a quien sabrá perderme y acabarme
si ella quisiere, y aún sabrá querello;

que, pues, mi voluntad puede matarme,
la suya, que no es tanto de mi parte,
pudiendo, ¿qué hará sino hacello?


Garcilaso de la Vega

Poesía Selecta, Editorial Abril, 1987

Jorge Rodríguez Sosa



Las mentiras de Pedro

Para el tiempo que llevo aquí, es bien poco lo que he podido conectarme con el mundo exterior. A veces llega alguna paloma que se posa en la ventana; o veo las mariposas y sé que es primavera.
No he vuelto a ver a Pedro.
¡Qué hombre Pedro! Todavía recuerdo como me hacía sentir… no creo que haya habido mujer más feliz que yo en ese entonces.
Bastaba su mirada para que el cielo se abriera, y ni hablar de sus besos hummmm…
Siempre he sido más bien fea; cuando fui estudiante, nunca tuve suerte con los muchachos.
Lo que más recibía eran insultos, y a veces alguna proposición deshonesta, debido sin dudas al cuerpo, que por ese entonces era bastante bonito, no como ahora.
A pesar de todo, Pedro sí se fijó en mi, y me lo hizo notar hasta el final (si es que hubo final).
Me decía cosas como: "Pimpollito mío, venga a hacerme unos mimos" o "qué lindos ojos tiene mi brujita". Y en él, bruja no sonaba a insulto, tenía más bien una dulzura infinita, porque lo decía mirándome de una forma…
¿Y en la cama?, ahí sí que era una gloria, yo no conocía mucho, pero sí había tenido otros hombres, y Pedro era el mejor.
Jamás dejó de decirme cosas bonitas o de besarme cada espacio de piel, o de amarme en mil formas diferentes. Inventó para mí, las mentiras más maravillosas, solía decirme lo bien que me veía desnuda (aunque yo me veía vieja y arrugada, o gorda), pero él parecía sincero, y yo le creía, necesitaba creerle, eran indispensables esas mentiras, que cada instante en nuestra casa, se hacían verdades tan grandes como la vida misma.
A veces, escucho a las mujeres comentar: "Yo detesto la mentira", si pudiera decirles que no saben nada, que se puede vivir feliz siendo objeto o víctima de las mentiras de que les hablo, esas mentiras me ayudaron a vivir.
No significa esto que Pedro no supiera lo fea que era (eso creo) o que desconociera mi carácter a veces agrio, no, él sabía como era, y veía que yo me daba cuenta de sus mentiras. Pero yo lo amé así, como él me amó a mí, a pesar de las mentiras, a causa de ellas…
Cuando me morí, llegó un hombre muy viejo a mi velorio. Tan viejo era que me costó reconocerlo, y acercándose hasta mi ataúd, con un largo suspiro dijo: "Estás tan linda como entonces, como cuando te conocí… acaso más delgada, pero igual de linda".
Recién entonces reconocí a Pedro. Estaba un poco más viejo, pero igual de mentiroso.

(Uruguay)
JORGE A. RODRÍGUEZ SOSA


Bajado de: redesdepapel.blogspot.com


Biografía de Jorge A. Rodríguez Sosa:


 

Nací en Carmelo en 1959.
A la edad de 9 años comencé a estudiar guitarra, a la vez, en el tiempo libre que me dejaba la escuela, comencé a trabajar por horas en un periódico que entonces se editaba, mi tarea era la de armar textos, con los antiguos tipos de plomo.

Una tarea en verdad fascinante que me abrió un mundo nuevo en cuanto a la lectura y la escritura; siempre impulsado por mis maestras, a quienes les debo su seguimiento y apoyo, pues aunque apenas alcancé el segundo año de secundaria, me dediqué a leer y a escribir, cuando me llegó el turno, con verdadera pasión.

Trabajando ocasionalmente en publicaciones de la localidad, fui desarrollando un hábito lector que se fue acentuando con los años, y que me impulsó a escribir algunas cosas, pero no fue sino hasta el año 95, en que comencé a tomar en serio la escritura, a partir del Archivo y Museo del Carmen, que forma un Taller Literario, en ese momento coordinado por la profesora Patricia Díaz, allí fue donde se confirmó mi afición por la escritura, al grado de que en 1997 sale a luz mi primer libro "La ventana" de cuentos cortos. Luego vendría la experiencia del Taller de introducción a la narrativa en Agraciada, en donde también armamos un pequeño libro. Luego la Primera antología de cuento y poesía en la ciudad de Tarariras, y ahora, al fin, mi segundo libro de cuentos ´"Cuentos del caminante" así como un poemario "De los confines del alma". Y trabajo en la preparación de un próximo libro para niños y adolescentes.

Radicado en Colonia del Sacramento Uruguay.

Bajado de: quedelibros.com



viernes, 15 de febrero de 2013

Eduardo Muslip


Hojas de la noche

 
1 de septiembre
Qué horror el lugar donde vivo. Acabo de entrar y cruzarme con la vieja del B. la saludé amablemente. Estoy harto de saludar amablemente a todas las viejas del edificio. Este lugar parece un geriátrico: son todos viejos, viejísimos. Nadie tiene menos de cincuenta años. Para colmo, siempre hay dos o más fuera de sus departamentos. Es inevitable cruzarse con alguno. Mejor dicho, con alguna: la gran mayoría son mujeres, y viudas, o solteras. Hay por lo menos dos que, según escuché tienen el marido postrado, por lo que sólo las mujeres son visibles. En el B, al lado de mi casa, hay dos viejas con mil años cada una. Escuché a una de ellas haciéndole a mi madre un tétrico relato de los problemas de su hermana: paralítica, un poco ciega y muy sorda. Además, a veces, cuando la paralítica necesita ir al baño, no hace a tiempo ―no hacen a tiempo: la otra debe ayudarla― y ensucian el living, o el dormitorio, o todo. Todos, además, conocen mi nombre, y me lo dicen en diminutivo. A mi hermana también se los dicen en diminutivo: “Laurita, cómo estás, mi vida”, y a ella eso la irrita más que a mí. Yo antes decía, a veces, “Bien ¿y usted?”, o algo por el estilo, pero más de una vez ese tipo de respuestas les dio pie para hablar de sus viejas o nuevas deficiencias, así que ahora digo “Bien, hasta luego”, mientras camino con rapidez. Lo más terrible ocurre cuando se arreglan para salir: aparecen envueltas en talco y spray para el pelo, y dejan los pasillos con un olor horripilante. Me arruinan la vida. No puede ser que el destino me haya puesto en este edificio.
[…]
5 de septiembre
Otra vez encontré a la vieja del B. siempre, siempre que salgo la encuentro caminando con sus muletas por el largo pasillo. Había desaparecido por un tiempo, la habían operado de las caderas o de las rodillas o de las columnas o de todo junto. Ahora, desde hace unos días, usa el pasillo para practicar, “rehabilitarse”. No sé cuándo habrá estado habilitada para algo más que para molestar y afear su entorno. Qué mujer horripilante. Claro, el pasillo es ideal para que practique: largo, muy largo, recto, sin escalones. Pero también es angosto, y superarla es un problema; hay que cuidase de no patearle las muletas. Me enferma verla siempre ahí, siempre, siempre que salgo la encuentro. Parece que la vieja protestó porque la mudanza en el tercero llevaba demasiado tiempo y ella debió suspender sus caminatas, que siempre eran por la mañana, a la hora en que desfilaban por el pasillo mesas, muebles y otros. Me imagino la vieja en medio del pasillo tratando de apurarse (misión imposible) seguida de cerca por un enorme modular.
La dueña le dijo a mi vieja que el departamento lo alquiló a “un matrimonio grande.
Pusieron una pizzería a dos cuadras de acá, y querían estar cerca.
Más viejos en el edifico. En fin. No hay esperanzas.

Eduardo Muslip

Fragmentos de
Hojas de la noche, Ediciones Colihue, 2006 – (Primer premio en el Concurso de Novela Juvenil convocado por Colihue en 1994

Eduardo Muslip nació en mayo de 1965. Es Licenciado en Letras (UBA, 1995) y Doctor en Lengua y Cultura Hispanoamericana (ASU, 2007). Se desempeña como profesor de lengua y literatura en el nivel secundario y de semiología y análisis del discurso en el universitario. Es narrador, crítico literario e investigador en estudios culturales. En la Universidad Nacional de General Sarmiento está trabajando los cruces culturales entre Argentina y Brasil enfatizando las representaciones sociales de lo nacional presentes en la literatura y los medios masivos.

viernes, 8 de febrero de 2013


Tres  portugueses  bajo  un  paraguas  sin contar  al  muerto


bajado de lautarofiszmanilustraciones.blogspot.com



El primer portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.

-¿Quién fue?- preguntó el comisario Jiménez.
-Yo no- dijo el primer portugués.
-Yo tampoco- dijo el segundo portugués.
-Yo menos- dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto.

Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio. Así:
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.

-¿Qué hacían en esa esquina?- preguntó el comisario Jiménez.
-Esperábamos un taxi- dijo el primer portugués.
-Llovía muchísimo- dijo el segundo portugués.
-¡Cómo llovía! Dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.

-¿Quién vio lo que pasó?- preguntó Daniel Hernández.
-Yo miraba hacia el norte- dijo el primer portugués.
-Yo miraba hacia el este- dijo el segundo portugués.
-Yo miraba hacia el sur- dijo el tercer portugués.

-¿Quién tenía el paraguas?- preguntó el comisario Jiménez.
-Yo tampoco- dijo el primer portugués.
-Yo soy bajo y gordo- dijo el segundo portugués.
-El paraguas era chico- dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.

-¿Quién oyó el tiro?- preguntó Daniel Hernández.
-Yo soy corto de vista- dijo el primer portugués.
-La noche era oscura- dijo el segundo portugués.
-Tronaba y tronaba- dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.

-¿Cuándo vieron al muerto?- preguntó el comisario Jiménez.
-Cuando acabó de llover- dijo el primer portugués.
-Cuando acabó de tronar- dijo el segundo portugués.
-Cuando acabó de morir- dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.

-¿Qué hicieron entonces?- preguntó Daniel Hernández.
-Yo me saqué el sombrero- dijo el primer portugués.
-Yo me descubrí- dijo el segundo portugués.
-Mis homenajes al muerto- dijo el tercer portugués.
Los cuatro sombreros en la mesa.

-Entonces, ¿qué hicieron?- preguntó el comisario Jiménez.
-Uno maldijo la suerte- dijo el primer portugués.
-Uno cerró el paraguas- dijo el segundo portugués.
-Uno nos trajo corriendo- dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.

-Usted lo mató- dijo Daniel Hernández.
-¿Yo, señor?- preguntó el primer portugués.
-No, señor- dijo Daniel Hernández.
-¿Yo, señor?- preguntó el segundo portugués.
-Si, señor- dijo Daniel Hernández.

-Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada- dijo Daniel Hernández.
-Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta, para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa.
El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero.
El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta se le mojó la parte de atrás del sombrero.
Su sombrero está seco en el medio; es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo al rodar por el pavimento húmedo.
El asesino utilizó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en su cartera. La detonación se confundió con los truenos (esta noche hubo una tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable.

El primer portugués se fue a su casa.
Al segundo no lo dejaron.
El tercero se llevó el paraguas.
El cuarto portugués estaba muerto. Muerto.

Walsh, Rodolfo

“Tres portugueses bajo un paraguas sin contar el muerto”, en Leoplan Nª  XXI, 498, 126/3/1955, pp. 58-59.

viernes, 1 de febrero de 2013

Pedro Casaldáliga


Identidad

Si no sabéis quién soy. Si os desconcierta
la amalgama de amores que cultivo:
una flor para el Che, toda la huerta
para el Dios de Jesús. Si me desvivo

por bendecir una alambrada abierta
y el mito de una aldea redivivo.
Si tiento a Dios por Nicaragua alerta,
por este Continente aún cautivo.

Si ofrezco el Pan y el Vino en mis altares
sobre un mantel de manos populares...
Sabed: del Pueblo vengo, al Reino voy.

¡Tenedme por latinoamericano,
tenedme simplemente por cristiano,
si me creéis y no sabéis quién soy!

Pedro Casaldáliga

El tiempo y la espera, Editorial Sal Terrae, Santander 1986



Pedro Casaldáliga Plá C.M.F. (en catalán: Pere Casaldàliga y Pla) (Balsareny (Barcelona), 16 de febrero de 1928), es un religioso, escritor y poeta español, que ha permanecido gran parte de su vida en Brasil. Ha estado siempre vinculado a la teología de la liberación y ha sido siempre un defensor de los derechos de los menos favorecidos.

Vance Aandahl


Más allá del juego

¿Se puede trazar con exactitud la línea que separa la realidad de la ficción? Es más: ¿se puede determinar con exactitud a qué lado de esa línea está la realidad?



Metido en su pantalón corto de gimnasia, seco y blanco como la tiza, Ernest se acurrucó al amparo de las gruesas y enrojecidas espaldas de Balfe y Basil Basset, y tuvo un ligero estremecimiento cuando su espinazo tocó la pared. Sabía, por partidos anteriores, que los mellizos aún no correrían a causa de su excesivo nerviosismo; durante un rato, pues, tenía seguro escondite detrás de ellos. Deslizó lentamente los dedos por sus mejillas.
Mirando por entre los fofos muslos de Balfe, divisó a los muchachos del equipo contrario alineados en la pared opuesta. Todos eran altos y delgados, y parecían ansiosos por jugar: algunos se pavoneaban, otros contorsionaban sus bocas en ávidas muecas y lanzaban gritos de intimidación de una parte a otra del gimnasio.
Acuclillándose, Ernest abrazó sus esbeltas piernas y se besó las rodillas. Fijó sus ojos en la instructora.
Miss Argentine se detuvo a mitad de camino entre los dos equipos y ajustó el bolso de lona que colgaba de su hombro como un enorme capullo. Iba andando a lo largo de la línea negra que dividía en dos mitades el gimnasio, y a cada paso extraía una pelota y se inclinaba para colocarla sobre la raya. Ernest miraba persistentemente las pelotas. Las había de baloncesto, recubiertas con goma, y balones de fútbol, de cuero áspero; de balonvolea, tersas y blancas, con efecto giratorio al ser arrojadas; peludas y grises, de tenis, que picaban al pegarle a uno; algunas blandas y lisas, y otras pequeñas y duras, de goma sólida.
Las reglas del juego eran muy sencillas; hasta Ernest las conocía. Cada equipo había de mantenerse en su propia área: a nadie se le permitía traspasar la línea central. Si uno tocaba a un contrario con una pelota, a éste se le eliminaba del juego y debía permanecer de pie contra la pared lateral; pero si el tocado atrapaba la pelota sin que tocara el suelo, entonces se apartaba al otro. Si la pelota golpeaba el piso o una pared sin haber alcanzado a nadie, no pasaba nada. Se daba término al partido cuando un equipo había eliminado por completo al otro; y raramente quedaban más de tres o cuatro en el lado ganador.
Miss Argentine puso la última pelota sobre la línea y se retiró, apoyándose de hombros en la pa-red lateral. Un silencio absoluto colmaba el gimnasio. Ella volvió la cabeza y miró al equipo de Ernest. Su rostro recordaba el color de la plata empañada, y sus ojos parecían de cinc lijado. Cuando descubrió a Ernest detrás de los gemelos Basset, una sonrisa hendió despacio el rígido plano entre su nariz y el mentón; llevó a su boca un silbato de latón verde y lo sostuvo un instante en contacto con la punta de la lengua. Y sus labios se endurecieron.
Súbitamente, el agudo sonido del silbato perforó el silencio.
Balfe y Basil, excitados, chillaban y farfullaban; Ernest se agachó bajo sus vigorosos traseros y observó el comienzo del juego. Al sonar el silbato, los muchachos de ambos equipos cargaron impetuosamente sobre la línea central. Corriendo de firme y velozmente desde la pared opuesta, Freddy Guymon y Jim Genz alcanzaron las pelotas antes de que nadie del equipo de Ernest se hubiese siquiera aproximado. Freddy golpeó a Bobby Grafigna en las rodillas con una pelota de baloncesto, y Jim a Ben Lee en el cuello con una de tenis, a Gerard Francis en el muslo con una blanda y a Rae Stalker en el pecho con otra igual. Los demás muchachos del equipo de Ernest retrocedieron precipitadamente hacia el muro.
Ululando y profiriendo mofas, el equipo adversario se volcó en multitud sobre la línea central para coger el resto de las pelotas. Saltaban, arriba y abajo, como los desnudos salvajes que Ernest invocaba en las obscuras y lluviosas forestas de su mente.
–¡Muy bien, bravo, chicos! –Jim Genz blandió un balón de fútbol en su mano derecha por sobre la cabeza–. ¡Preparados! ¡Quietos! ¡A ellos!
El aire se enturbió de pelotas. Encogiéndose, de espaldas a la pared, Ernest las espiaba sumido en un sueño de suave terror: se agrandaban más y más, como si se abalanzaran sobre él a increíbles velocidades y distinguía los cordones marrón obscuro de los balones de fútbol y las costuras blancas de los de baloncesto. Parecióle que el horror de la espera duraría por siempre. Entonces, repentinamente, comprendió que eso había terminado, y que no le habían golpeado.
Balfe se volvió con lentitud, de cara a Ernest. Se apretaba la frente con las dos manos. Dos lágrimas resbalaron de su ojo izquierdo y rodaron por su mejilla; otra lágrima, cayendo de la ventana nasal izquierda, se estrelló en sus labios; en ese momento su boca se arrugó como un pastel de hojaldre y empezó a balbucir y gemir y berrear. Había sido una de las pelotas de balonmano: eran duras como el hielo. Durante varios días llevaría en la frente un verdugón purpúreo.
–¡Corre, Balfe! ¡Corre a la pared de tu lado antes de que ella te vea! –Basil empujó frenéticamente a su hermano. Con las mejillas enrojecidas de dolor y los hombros agitados por los sollozos, Balfe fue a reunirse con los demás eliminados.
Una pelota dio contra la pared junto a la oreja de Ernest, y sus ojos dejaron a Balfe para echar una mirada por todo el gimnasio. Su propio equipo había apabullado al rival con nueve o diez pelotas, y ahora tiradores de ambos lados se arrimaban cautelosamente a las líneas laterales. Las pelotas abandonadas rebotaban y rodaban en todas direcciones. Alaridos de triunfo se mezclaban con chillidos de ira. Dos pelotas de baloncesto chocaron en el aire y dieron un brinco por encima de una cascada de pelotas de tenis. Ernest se acurrucó en un pequeño ovillo de carne, semioculto por las pantorrillas de Basil, y se hundió en un confuso ensimismamiento. En lo alto de la pared, por encima de miss Argentine, la pesada red de alambre que protegía la única ventana del gimnasio vibraba ruidosamente; y más allá de ella, distorsionada por el vidrio vibrante, en un solo movimiento de impulso ascendente, una columna de humo verde oscilaba, se encrespaba como una ola, y por fin se mezclaba con la niebla nociva que pendía, como una cortina de humo gris, sobre la ciudad. ¿Y qué color tiene el cielo del otro lado de esa sucia niebla? Los maestros de Ernest habían dicho que azul; mas ni siquiera ahora le era dado ver minúsculos ángeles con alas diamantinas buceando entre bancos de perlas en los ríos dorados del sol...
–Oooooooooo...
Basil se tambaleó y cayó sobre una rodilla. Luego se tendió sobre un costado y se apretó las ingles con ambas manos. Sus rechonchos dedos revolotearon como pájaros.
–Ooooooo...
En riesgo e inerme, Ernest titubeó sobre sus pies y se puso a moverse agitado arriba y abajo contra la pared, buscando a alguien detrás de quien esconderse. Pero ahora todos corrían, en un alocado abalanzarse por tirar una pelota, saltando hacia atrás para esquivar otra, arrojándose y precipitándose y zambulléndose en atropellada y extravagante confusión. La estridencia de las voces estallaba dolorosamente en su cabeza; su visión daba vueltas en una borrosa y extraña rueda de pirotecnia de piel y cuero, madera y yeso. Al fin, se arrebujó en un rincón, de espaldas al juego. Cerró fuertemente los ojos, apretó las puntas de sus pulgares en los oídos para amortiguar el clamor y, en un éxtasis zumbante, esperó a que una pelota diera en su espalda. Aunque deseando que fuese una pelota de balonvolea o de tenis, no una de balonmano.
Y entonces vio a un muchacho delgado corriendo desnudo hacia abajo por las cuestas herbosas, trotando pasadas las palmeras algodonosas con telas de araña, penetrando paulatinamente en una espesura de helechos esmeralda y juncos cortados y flores de loto, y tuvo conciencia de que no estaba contemplando a un muchacho: aquel chico era él mismo, que, en efecto, permanecía allí, con las piernas extendidas y los brazos en jarras, abrumado por una lujuriante exuberancia de flores de chocolate y azafrán, jadeando rápidamente bajo el pulsátil corazón caliente del sol, en un cielo tan blanco y granulado como la tibia arena bajo él, reptando entre las sombras cual rayas de cebra, en espera de los osos... y los osos vinieron, uno a uno, bamboleándose, desde sus ocultos subterráneos hacia la deslumbradora luz del sol, topándose en grupos de tres o cuatro, en atolondrado tropel hasta el río; mascaron las algas que crecían en el fondo de las aguas, cayendo después, en indolentes disputas, sobre el barro dorado: osos negros y marrones y canela y miel, regios kodiaks, y pardos y grises, inclusive una familia de grandes osos polares blancos, revelando con los golpes de sus garras una confusa inconformidad ante el vaporoso ardor de la jungla, resplandecientes sus ojos cual copos de nieve fundidos...
De repente, Ernest se dio cuenta de que se hallaba totalmente envuelto en silencio. Retiró las manos de sus oídos. El silencio persistía, se ahondaba.
Abriendo los ojos, se volvió lentamente sobre sus rodillas y echó una ojeada parpadeante a través del gimnasio. Estaban de pie contra la pared lateral: todos, todos le miraban.
Tapándose la boca con las manos, se levantó a medias y avergonzado dio un vistazo al desorden de pelotas en el piso. ¿Cómo podía haber ocurrido aquello? Sobre sus labios, sintió los dedos fríos como piedras.
Nadie se movía; nadie sonreía. Rogó con desespero desaparecer, morir.
–Miren al meón. –La voz de miss Argentine cortó el silencio igual que un vulgar trocito de hoja-lata–. No quiere jugar. Está asustado.
Nadie rió.
–Pero tiene que aprender a jugar, ¿no?
A Ernest le ardieron de odio las mejillas. Procuró alejar las manos de su boca, pero no pudo; quiso levantar la vista hacia miss Argentine, pero no pudo.
–Bueno, los demás vayan a ponerse en fila al otro extremo del gimnasio. Jugaremos un partido más. Sí, todos vosotros, en aquel extremo, pronto.
Ernest sintió náuseas. Toda la clase se alineaba en la parte más alejada del gimnasio; eran tantos que hubieron de colocarse de dos en fondo.
Se hundió sobre sus rodillas. Oía el vivaz golpe seco de los tacones de ella, que andaba de aquí para allá recogiendo las pelotas desparramadas y situándolas otra vez a lo largo de la línea central.
Comprendió entonces que aquello no podía ser real. Era sólo una pesadilla, nada más que una ilusión.
–¿Está preparado el meón? Esta vez tiene que jugar, ¿eh?
Por fin, se obligó a alzar la cabeza. De pie, ella ocupaba su puesto de costumbre contra la pared lateral. Su rostro conservaba el color de la plata empañada; y sus ojos eran aún tan deslucidos y sin vida como el cinc lijado. Las comisuras de sus labios se curvaban hacia los pómulos no en una sonrisa, no en una sonrisa ordinaria, sino más bien en un patético visaje de lujuria. Entonces elevó el silbato de latón verde hasta sus labios.
Pero Ernest ya no la miraba. Atravesó de parte a parte la grieta de la jaula metálica que era aquel rostro, y abrió un ardiente surco en el muro y fundió la gruesa red de alambre y pasó chamuscándose a través de la ventana en un silbido de vidrio humeante... y de golpe se encontró muy lejos de miss Argentine y de los horrores del gimnasio; de las espesas cortinas de nubes inficionantes, siempre inmóviles, que se cernían sobre la ciudad; lejos de las insignificantes sombras de su pesadilla.
Nunca oyó el silbato.
Estaba nadando en un mar de estrellas...


Vance Aandahl
(Profesor inglés retirado que dedica parte de su tiempo a escribir relatos de ciencia ficción)

Publicado en The magazine of Fantasy and Science Fiction, mayo de 1968, Editado por Edward L. Ferman publ. Mercury Press, Inc.