miércoles, 16 de diciembre de 2015

Mario Benedetti

Mellizos
Leandro y Vicente Acuña eran gemelos, tan pero tan iguales que ni siquiera los padres eran capaces de diferenciarlos. No era raro que uno de los dos cometiera un desaguisado y la bofetada correctiva la recibiera el otro. En la etapa estudiantil todas fueron ventajas. Se repartían cuidadosamente las materias. Si eran ocho, cada uno estudiaba cuatro y rendía dos veces el mismo examen, una como Leandro y otra como Vicente. Para ese par de aprovechados la sinonimia orgánica constituía normalmente una diversión, y cuando se encontraban a solas repasaban, a carcajada limpia, las erratas de la jornada.
Leandro era un centímetro más alto que Vicente, pero nadie andaba con un metro para comprobarlo. Por añadidura, ambos usaban boinas, una verde y otra azul, pero se las intercambiaban sin el menor escrúpulo.
El problema sobrevino cuando conocieron a las hermanas Brunet: Claudia y Mariana, también mellizas gemelas y turbadoramente idénticas. Como era previsible, los Acuña se enamoraron de las Brunet y viceversa. Dos a dos, seguro, pero quién de quién.
Claudia creyó prendarse de Leandro, pero su primer beso apasionado lo recibió Vicente. Ese error también originó el conflicto interno entre los Acuña, y no fue totalmente resuelto con el recurso del humor.
En otra ocasión, Vicente fue al cine con Mariana.
Cuando la película llegó a su fin y se encendieron las luces, ella contempló el brazo desnudo del mellizo de turno, y dijo, con un poco de asombro y otro poco de sorna: «Ayer no tenías ese lunar».
El desenlace de aquellas semejanzas encadenadas fue más bien sorpresivo. Una tarde en que Claudia viajaba en un taxi junto a su padre, al chofer le vino un repentino desmayo y el coche se estrelló contra un muro. El chofer y el padre quedaron malheridos pero sobrevivieron. Claudia, en cambio, murió en el acto.
En el concurrido velatorio, Leandro y Vicente se abrazaron con una llorosa y angustiada Mariana. De pronto ella puso distancia con el doble abrazo, y se dirigió, con paso inseguro, a la habitación donde yacía el cuerpo de la pobre Claudia. Los mellizos se mantuvieron, en respetuoso silencio, simplemente como dos más en el grupo de dolientes.
Pasados unos minutos, reapareció Mariana. Con una servilleta, suplente de pañuelo, enjugó su última edición de lágrimas. Los mellizos la miraron inquisidoramente, como preguntándole: «Y ahora ¿con quién?».
Ella entonces englobó a ambos con una declaración que era sentencia irrevocable: «Espero que comprendan que ahora sólo soy la mitad de mí misma. Gracias por haber venido. Ahora váyanse. No quiero verlos nunca más».
Se fueron, claro, cabizbajos y taciturnos. Horas más tarde, ya en su casa, Leandro tomó la palabra: «Hermanito, creo que se acabó nuestro doblaje. De ahora en adelante, tenemos que diferenciarnos. Digamos que yo me tiño de rubio y vos te dejas la barba. ¿Qué te parece?».
Vicente asintió, con gesto grave, y sólo tuvo ánimo para comentar: «Está bien. Está bien. Pero te sugiero que mañana vayamos al fotógrafo para que nos tome nuestra última imagen de mellizos».

Mario Benedetti

“El gran quizás” en El porvenir de mi pasado, Barcelona, Santillana Ediciones Generales, S.A., 2003


sábado, 1 de agosto de 2015

El candidato


Mi amigo Carlos Fader me contó esta historia que tuvo lugar en Capilla de Sitón.
Resulta que ese pequeño pueblito del departamento de Totoral se había quedado sin políticos y nadie quería ser candidato a jefe comunal.
El senador y el presidente del partido ya se habían cansado de recorrer los ranchos y recibir las negaciones. Estaban por emprender el regreso y asumir su derrota cuando encontraron, bajo la sombra de un mistol, al que a esas alturas se les antojó como el mejor candidato: el Froilán, inimputable personaje que se había convertido en un detalle más en el paisaje lugareño, un símbolo de la tranquila vida de pueblo y la supervivencia a base del descanso y trago, trago y descanso.
Lo despertaron de su siesta, lo bañaron, lo metieron dentro de un traje ajustado, le cerraron la camisa hasta el cuello y hasta le pusieron una corbata y unos zapatos lustrados con exageración.
Así transformado, lo llevaron al acto patrio de la escuela, donde lo presentaría en sociedad como el candidato “ideal” de Capilla de Sitón.
Lo sentaron en una mesa junto a las autoridades educativas y le sirvieron chocolate caliente, líquido al que miró con desconfianza hasta que el senador le ordenó:
─Hay que tomarlo, hombre. Primera lección para ser buen político: acepte de gusto todo lo que le conviden.
Froilán tomó sin respirar.
La “señorita” directora estaba en lo mejor de su discurso cuando irrumpe en el salón un cuatrero que hacía rato buscaba la Policía. Transpirado, miraba para todos lados, como buscando ruta para seguir su escape. Se entretuvo más de la cuenta, el cabo Vázquez le dio alcance y lo detuvo con un tackle.
El presidente del partido aprovechó la confusión y, mientras reducían al delincuente entre tres agentes, señaló:
─Brillante y oportuno ejemplo para nuestros educandos, un delincuente, cuatrero y pendenciero como éste, detenido frente a todos los alumnos, en tan doméstico acto público.
─Cierto, muy cierto─ se sumó el senador. Y para dar pie al nuevo candidato y completar la presencia discursiva de los políticos presentes, agregó:
─Este delincuente merece un castigo ejemplar, ¿qué sugiere usted para el caso Froilán?
El aludido se asustó al principio, abrió los ojos como el dos de oro y tomó aire para contestar. El tiempo que tardó sirvió para insertar suspenso y ansiedad en los presentes. El cuatrero miró la atención que había puesto el auditorio y tembló ante la posibilidad de un castigo insoportable. Y entonces Froilán emitió la célebre frase que aún se utiliza en la región.
─Bañenlón, peinenlón, y denle chocolate caliente.

Jorge Londero


Leer x Leer – Editorial Universitaria de Buenos Aires, 2007


Jorge Archi Londero es un escritor y periodista cordobés, nacido en 1962. Las historias de Don Boyero han aparecido sistemáticamente en los últimos años en el diario La voz del interior de Córdoba. Selecciones de estos relatos están recopilados en dos libros: Las historias de Don Boyero y Lo mejor de Don Boyero (Ediciones del Boulevard, Córdoba, 2003) de donde se tomó este cuento. 

viernes, 10 de julio de 2015

Paco Urondo entrevista a Cortázar




“Julio Cortázar: el escritor y sus armas”, por Francisco Paco Urondo

Fuente: Revista Panorama, Nº 187, noviembre de 1970.




Usted acaba de sostener que las diferencias sociales podían ser el común denominador para los países de América Latina. Antes, había hablado de un destino socialista de esos países. El hecho de ir caminando hacia el socialismo, ¿es otro punto común, otro parámetro?  
Yo no diría caminando. Diría que a esta altura de las cosas, después de lo que ha hecho Cuba y de lo que estamos viendo en Chile (y las tentativas más tímidas pero interesantes en Bolivia y en Perú), parecería que cada vez más hay, aunque parezca una paradoja, una toma de conciencia inconsciente por parte de las grandes masas que, durante mucho tiempo, aceptaron su situación sin mayores protestas, salvo los grupos de choque. Pero toda esa masa indiferente, ese campesinado, fue sometida al régimen de gamolnales, de los patrones y de los grandes capataces. Ahora tengo la impresión de que eso se está quedando rápidamente atrás, es decir que el último peoncito tiene ya en el fondo de la cabeza la noción de que algo puede pasar, de que algo va a pasar: un individuo que puede ser perfectamente incorporable a un movimiento que vaya hacia el socialismo. Y se irá en la medida en que tengamos los hombres, las vanguardias. Yo soy muy desconfiado del concepto de caudillo: cuando sale un Fidel Castro, vale la pena, pero cuando salen... bueno, para qué nombrarlos, los Somoza, los Trujillo y "compañía limitada"... Por eso no es fácil decir que estamos en camino hacia el socialismo. Yo creo que hay una cierta tendencia. Parecería que se están empezando a cumplir algunas condiciones básicas que facilitarían -que van a facilitar, de eso estoy convencido- un avance hacia la izquierda. Sería una ruptura de la alienación, del estado de enajenación de las grandes masas latinoamericanas.
Habló usted también de la desnivelación social. ¿Cree que los problemas del hombre de América estarían resueltos con una nivelación económica? 
No, no lo creo. Por empezar, creo que esa nivelación se puede lograr, pero sólo a través de la revolución, como consecuencia de una revolución; pero yo dudo mucho que se pueda lograr por una vía reformista o progresista.
¿Tiene entonces dudas sobre el proceso chileno? 
Me parece que el gobierno de Chile, tal como se autodefine, puede tomar una serie de medidas y dar una serie de pasos bastante importantes y algunos bastante radicales. Pero tendremos que ver qué pasará el día -si ese día llega- en que el gobierno intente o procure realmente dar el gran paso hacia un socialismo auténtico y no institucional. En ese momento creo que habrá toda clase de tentativas para echar abajo el gobierno, para neutralizarlo. Tentativas internas y tentativas con las complicidades externas obvias. Creo que en Chile puede darse un caso parecido al que se da en llamar el socialismo en Argelia. No conozco muy bien los problemas de Argelia, pero es obvio que el socialismo de Boumedienne es un socialismo bastante tímido.
Si se concretase la liberación económica -sea como fuere- del continente, ¿cree que allí terminaría el proceso? 
No, por supuesto. Es fundamental que la gente coma, pero de qué serviría que la gente coma y eso le dé un cierto equilibrio si es que sigue tan alienada como antes y sometida, por ejemplo, a la influencia yanqui en todos los aspectos. Viviría el mismo drama que viven las sociedades de consumo.  (...)
En estos últimos ocho largos años que pasó fuera del país, han ocurrido estas cosas, estos cambios en América Latina y en usted. Al cabo de todo eso, usted ha regresado. ¿Cómo lo ve? 
Esto hará sonreír irónicamente a todos los que reprochan mi alejamiento. Afectivamente, sigo estando tan vinculado con la Argentina como cuando me fui. De aquí se podría inferir que cuando me fui yo no estaba muy vinculado y es verdad en alguna medida; yo me creo un argentino y he tenido siempre con la Argentina una relación de tipo amoroso, esa clase de vínculo con una mujer con la cual se tienen relaciones difíciles, profundamente amorosas, pero difíciles, continuos choque, continuas repulsas. Y cuando digo la Argentina, quizá tenga que decir América Latina, y Cuba también: en mi temperamento hay un montón de cosas que se adecuan mejor con lo europeo que con lo latinoamericano. Y me complace decirlo porque no decirlo sería una cobardía; es la verdad. Me importa un bledo que a partir de aquí vuelvan a acusarme de europeo disfrazado de latinoamericano. Por ejemplo, he llegado aquí a Buenos Aires, hace dos o tres días; todo el mundo me decía que Buenos Aires estaba muy cambiado. Pero por lo poco que he andado por la calle no veo la ciudad nada cambiada: me siento como si mañana tuviera que dar examen en el Mariano Acosta, igual que cuando era estudiante. Es exactamente igual, no han pasado treinta años. A lo mejor es porque mi sentimiento del tiempo es un tanto anormal; yo vivo en un tiempo que es evidentemente distinto. Cada uno es loco a su manera, y yo tengo mi locura: mi espacio y mi tiempo son diferentes. Entonces vengo aquí a la Argentina y ya no digo ocho años: son veinte años los que están abolidos. Tengo que hacer un esfuerzo para aceptar que la confitería London ya no está como estaba, porque, en el fondo, me sigue pareciendo que está.
Cuando usted vio la esquina y las obras de refacción, recordó que ahí empezaba y terminaba su novela Los Premios. Luego dijo que lo había entristecido verla así. 
Claro, me entristeció porque es el café de mi juventud, ese café donde yo me juntaba con todas mis novias y donde me encontraba con mis amigos y donde todos los mozos eran mis amigos. Y no sé, había una cosa en ese café que me gustaba. Ese café y el Boston, que desapareció antes; bueno, y que sé yo, y algunos Paulistas. Son "los cafés" y los cafés son un poco para mí como las galerías cubiertas en mis cuentos y en mis novelas: lugares mágicos de pasaje. Uno entra en un café y es una tierra de nadie, un punto donde uno va a encontrarse con alguien o a buscar algo, y cuando se sale siempre ha sucedido algo o puede suceder algo: los cafés son para mí una especie de puente. Entonces, claro, me entristeció ver que ya no es el London.
Sí, y parece que esta vez su esquema se hubiese dado al revés: es el café el que cambió; lo de afuera está como estaba. 
Una ciudad es muchas cosas, pero la estructura general de la ciudad, es decir, la cara de la ciudad, me ha parecido la misma. Lo vi al salir del subte. Me quedé asombrado al ver la calle Florida: estaba el monumento a Sáenz Peña, la casa Etam con su cartel luminoso, tal como yo los he visto siempre, tal como estaban hace veinte años.
¿Y recordó que la palabra Etam era "mate" al revés? 
Sí, yo juego mucho con dar vuelta las palabras, porque además es un medio de conocimiento. Creo que los cabalistas tenían razón: en las palabras hay cosas muy extrañas.
Además de los cabalistas, los reos usan el "vesre". 
Y seguro, porque los reos por algo son reos; no cualquiera es reo. Es una cosa que hay que merecerla, como ser loco. Desde luego: abogado es cualquiera, pero reo no es cualquiera; es una cosa muy importante.
¿Usted se considera un reo? 
Bueno, yo soy muy bien educado, como se habrá podido dar cuenta.
¿Pero se considera un tipo auténticamente de barrio? 
¡Cómo no! Me crié en un suburbio, en Banfield, y me eduqué en el barrio de Once; viví en Villa del Parque y en Villa Devoto, que eran bastante espesos en esa época. He sido un tipo de andar por los cafés de La Paternal y de Villa Urquiza, que tienen lo suyo. Son esas las zonas de Buenos Aires que conozco mejor. Y el centro también.
¿Tipo del centro también? 
Sí, sobre todo a partir de cierta edad.
Tipo de barrio, tipo de centro; usted es tipo internacional, de mundo, si se quiere. Creo que esto tiene mucho que ver con usted y con su lenguaje, donde parecen hablar a veces esos reos y locos, por citar personajes que le resulten respetables. Me llamó la atención cómo el otro día se interesó cuando yo dije la palabra "yeite". 
Claro, porque para mí era "guille", "yeite" es una novedad. Las denominaciones del dinero, por ejemplo; la primera vez que oí la palabra "luca", no supe lo que era, porque en mi tiempo no se decía "luca".
Creo que esto también tiene que ver. Que todo tiene que ver con todo.  
Yo también.

viernes, 3 de abril de 2015

Felipe Pigna y su visita a las Malvinas

Malvinas hoy


Estuve en Malvinas hace ocho años. Las cosas han cambiado un poco, ahora no sólo nos saquean el mar argentino adyacente en busca de kril, mariscos y peces, sino que pretenden extraer nuestro petróleo.
Desde el aire, llegando, se observa aquel mapa escolar que tanto vimos. Encontrar a la hermanita perdida. Tierra lastimada. Muchos cráteres dejados por las bombas y como banda de sonido la voz chilena del comandante de Lan que nos advierte que no podemos filmar o tomar fotos porque estamos en zona militar. Aterrizamos en una base colosal que mete miedo. Es un resumen de la OTAN que nos recuerda a Irak, pero sin embargo, la recepción es cordial. Nos hablan en español y nos desean feliz estadía.
A la salida del aeropuerto de Mont Pleasant, un avión de combate, transformado en monumento nos recuerda a qué hemos venido y todo comienza a acomodarse. Parte del camino hacia Puerto Stanley para ellos, Puerto Argentino para nosotros, está minado. Cientos de las más de 20.000 minas que están sembradas en las islas se conservan la vera de la ruta.
Tras una hora de viaje, se insinúa la pequeña ciudad inglesa. A partir de ahora debemos mirar al revés, caminar al revés y manejas al revés. Hay dos o tres Land Rover por cada uno de los 2.500 habitantes. No hay una plaza central como en nuestras ciudades de herencia hispánica. Todo, o casi, transcurre a lo largo de la avenida costanera Ross Road. Allí están los dos hoteles principales, el supermercado, la estación de policía, el banco, la sede del periódico local, Penguin News, las dos iglesias, la protestante y la católica, y el embarcadero que recibe a los miles de turistas que llegan en los barcos que hacen la ruta de la Antártica, como dicen ellos.
El resto son calles paralelas a la Ross Road, donde están los pubs más populares: El Globe Tavern, amigable, y el Victory, no aconsejable para argentinos. Allí se juntan colonialistas intransigentes nostálgicos y vigentes, y su colonialismo antiargentino sube con la gradación alcohólica.
Una frase se repite en las islas: “Tendríamos que hacerle un monumento a Galtieri”. Inmediatamente explican que gracias al beodo general y su aventura político-militar, hoy gozan de un notable nivel de vida con excelentes colegios, hospitales gratuitos y servicios públicos eficientes. Insisten “tendríamos que hacerle un monumento”, guiñan un ojo invariablemente azul celeste y rematan: “Pero no se preocupen, no se lo vamos a hacer”.
Lo que no tiene un monumento pero sí una importante calle es Thatcher. La odiosa y recalcitrante “Dama de Hierro” a la que últimamente se la ve un tanto oxidada, luce su Tatcher Drive frente al mar, a metros del monumento a la Victoria, o sea a nuestra derrota. Es un importante grupo escultórico rodeado de placas de mármol que recuerdan a los británicos muertos en la guerra. Allí nunca faltan flores.
La gente es cordial en Puerto Argentino/Stanley. No hay caras raras al escuchar nuestra procedencia y se interesan en contarnos sus vínculos con la Argentina: años de estudios en Córdoba, un hijo nacido en el Hospital Británico de Buenos Aires, ciudad que admiraban y a la que todos quieren volver. Andan por ahí como nuevos ricos y, como tales, han podido decidir que hay tareas que ya no son para ellos. Para eso están los chilenos y los isleños de Santa Helena y Ascensión, dos colonias inglesas.
Para ir al cine hay que trasladarse a la base militar. Mi cabeza se entretiene en el paisaje pero mi corazón mira para los montes que rodean la ciudad. Allí están el Longdon, el Kent, la zona de hales y Tumbletown. Todos hombres de batallas. Accidentes geográficos accidentados. Tumbas de nuestros muchachos. Me duermo pensando en el otro día, en el día de estar ahí, con ellos-sin ellos, los nuestros.
El último combate es entre el 13 y el 14 de junio de 1982. a miles de kilómetros un general borracho y sus secuaces de las “tres armas”, con la calefacción de junio, deciden que no hay que rendirse hasta no perder las dos terceras partes de las tropas, unos ocho mil pibes. El decidía, los nuestros ponían el cuerpo. Pero Mario Benjamín Menéndez desobedeció, no para salvar vidas ajenas, sino, como durante toda la guerra, la propia.
A medida que subimos por la ladera del monte, el óxido delata la cercanía de las trincheras. Cuevas en la tierra dura, en las piedras donde trataban de guarecerse, del honor que se volvía mala fortuna, de la soledad, de la arbitrariedad de algunos oficiales, de los estacamientos de la turba helada, del hambre a pesar de los depósitos llenos de comida enviada por gente que todavía creía que los genocidas podían hacer algo por la patria y dejar de robar aunque fuera por un rato. Pero no. Había que guarecerse contra todo eso y ponerles el pecho a las balas inglesas, a los cuchillos gurkas y a los bombardeos. Eran pibes, pibes de 18 años con apellidos correntinos, salteños, platenses, chaqueños, argentinos de un solo apellido.
No tengo curiosidad, tengo un profundo respeto y dolor. Mi vista y mi cuerpo van hacia el pozo y ahí están las zapatillas. Flecha, una manta, un tubo de Odol gastado apretado hasta la nada. Una cantimplora y mucha vida dejada ahí, en los profundo de nuestra tierra malvinera. Y hay vainas de balas, cientos de ellas, como testigos de que ahí se peleó hasta el final. ¿Qué fue de aquellos chicos que dejaron sus señales de vida en Longdon y por todos lados? ¿Me estará leyendo alguno de ellos?
Darwin, nombre que remite a la evolución humana, es aquí el sitio de nuestro cementerio, Argentina Cemetery, el de nuestros muertos. Está en la cima de una colina. Cada tumba tiene un rosario azul invariablemente agitado por el viento. La mayoría de ellas son anónimas y sobre un mármol negro puede leerse “soldado argentino sólo conocido por Dios”. La congoja y la bronca andan juntas por Darwin, y suben desde la tierra por aquellas soledades de la isla Soledad hasta nublarnos los ojos.
Menuda y necesaria tarea la de convertir la memoria en historia, que no es olvido sino todo lo contrario. La de separar la paja del trigo. La de denunciar a los soberbios jefes de aquella dictadura asesina y decadente, a aquellos profesionales de la guerra que sólo podían guerrear con eficiencia cuando sus armas apuntaban contra su propio pueblo y homenajear a los oficiales y suboficiales dignos, que los hubo, y a aquellos chicos de la guerra que se encontraron de pronto, brutalmente, con la adultez, que no tenía aquella cara plácida, contra propios y extraños por una causa noble y justa, conducidos por innobles e injustos comandantes.
Felipe Pigna

(Página oficial en Facebook)

viernes, 20 de marzo de 2015

Francisco Urondo

Francisco Urondo

Francisco Urondo nació en Santa Fe en 1930. Poeta, periodista, académico y militante político, Paco Urondo dio su vida luchando por el ideal de una sociedad más justa. "No hubo abismos entre experiencia y poesía para Urondo." –dice Juan Gelman– "corregía mucho sus poemas, pero supo que el único modo verdadero que un poeta tiene de corregir su obra es corregirse a sí mismo, buscar los caminos que van del misterio de la lengua al misterio de la gente. Paco fue entendido en eso y sus poemas quedarán para siempre en el espacio enigmático del encuentro del lector con su palabra. Fue –es– uno de los poetas en lengua castellana que con más valor y lucidez, y menos autocomplacencia, luchó con y contra la imposibilidad de la escritura. También luchó con y contra un sistema social encarnizado en crear sufrimiento."
   Su obra poética comprende Historia antigua (1956), Breves (1959), Lugares (1961), Nombres (1963), Del otro lado (1967), Adolecer (1968) y Larga distancia (antología publicada en Madrid en 1971). Ha publicado también los libros de cuentos Todo eso (1966), Al tacto (1967); Veraneando y Sainete con variaciones (1966, teatro); Veinte años de poesía argentina (ensayo, 1968); Los pasos previos (novela, 1972), y en 1973, La patria fusilada, un libro de entrevistas sobre la masacre de Trelew del '72. Es autor en colaboración de los guiones cinematográficos de las películas Pajarito Gómez y Noche terrible, y ha adaptado para la televisión Madame Bovary de Flaubert, Rojo y Negro de Stendhal y Los Maïas de Eça de Queiroz. En 1968 fue nombrado Director General de Cultura de la Provincia de Santa Fe, y en 1973, Director del Departamento de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Como periodista colaboró en diversos medios del país y del extranjero, entre ellos, Primera Plana, Panorama, Crisis, La Opinión y Noticias.
   Murió en Buenos Aires en junio 1976, enfrentando a la genocida dictadura militar. "Empuñé un arma porque busco la palabra justa", dijo alguna vez. 

Bajado de: literatura.org/Urondo


Francisco Urondo



La verdad es la única realidad

Del otro lado de la reja está la realidad, de
este lado de la reja también está
la realidad; la única irreal
es la reja; la libertad es real aunque no se sabe bien
si pertenece al mundo de los vivos, al
mundo de los muertos, al mundo de las
fantasías o al mundo de la vigilia, al de la explotación o
       de la producción.
Los sueños, sueños son; los recuerdos, aquel
cuerpo, ese vaso de vino, el amor y
las flaquezas del amor, por supuesto, forman
parte de la realidad; un disparo
en la noche, en la frente de estos hermanos, de estos hijos,
aquellos
gritos irreales de dolor real de los torturados en
el ángelus eterno y siniestro en una brigada de policía
cualquiera
son parte de la memoria, no supone necesariamente
el presente, pero pertenecen a la realidad. La única aparente
es la reja cuadriculando, el cielo, el canto
perdido de un preso, ladrón o combatiente, la voz
fusilada, resucitada al tercer día en un vuelo inmenso
        cubriendo la Patagonia
porque las masacres, las redenciones, pertenecen a la realidad, como
la esperanza rescatada de la pólvora, de la inocencia
estival: son la realidad, como el coraje y la convalecencia
del medio, ese aire que se resiste a volver después del peligro
como los designios de todo un pueblo que marcha
        hacia la victoria
o hacia la muerte, que tropieza, que aprende, a defenderse,
        a rescatar lo suyo, su
realidad.
Aunque parezca a veces una mentira, la única
mentira no es siquiera la traición, es
simplemente una reja que no pertenece a la realidad.

Francisco Urondo
Cárcel de Villa Devoto, abril de 1973

Leer x Leer, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 2008 (Tomado de Poemas de Batalla, Seix Barral, Buenos Aires, 1998)



jueves, 12 de febrero de 2015

Entrevista a Julio Cortázar


                                             
“Julio Cortázar: el escritor y sus armas”, por Francisco Paco Urondo



Fuente: Revista Panorama, Nº 187, noviembre de 1970.
Usted acaba de sostener que las diferencias sociales podían ser el común denominador para los países de América Latina. Antes, había hablado de un destino socialista de esos países. El hecho de ir caminando hacia el socialismo, ¿es otro punto común, otro parámetro?  
Yo no diría caminando. Diría que a esta altura de las cosas, después de lo que ha hecho Cuba y de lo que estamos viendo en Chile (y las tentativas más tímidas pero interesantes en Bolivia y en Perú), parecería que cada vez más hay, aunque parezca una paradoja, una toma de conciencia inconsciente por parte de las grandes masas que, durante mucho tiempo, aceptaron su situación sin mayores protestas, salvo los grupos de choque. Pero toda esa masa indiferente, ese campesinado, fue sometida al régimen de gamolnales, de los patrones y de los grandes capataces. Ahora tengo la impresión de que eso se está quedando rápidamente atrás, es decir que el último peoncito tiene ya en el fondo de la cabeza la noción de que algo puede pasar, de que algo va a pasar: un individuo que puede ser perfectamente incorporable a un movimiento que vaya hacia el socialismo. Y se irá en la medida en que tengamos los hombres, las vanguardias. Yo soy muy desconfiado del concepto de caudillo: cuando sale un Fidel Castro, vale la pena, pero cuando salen... bueno, para qué nombrarlos, los Somoza, los Trujillo y "compañía limitada"... Por eso no es fácil decir que estamos en camino hacia el socialismo. Yo creo que hay una cierta tendencia. Parecería que se están empezando a cumplir algunas condiciones básicas que facilitarían -que van a facilitar, de eso estoy convencido- un avance hacia la izquierda. Sería una ruptura de la alienación, del estado de enajenación de las grandes masas latinoamericanas.
Habló usted también de la desnivelación social. ¿Cree que los problemas del hombre de América estarían resueltos con una nivelación económica? 
No, no lo creo. Por empezar, creo que esa nivelación se puede lograr, pero sólo a través de la revolución, como consecuencia de una revolución; pero yo dudo mucho que se pueda lograr por una vía reformista o progresista.
¿Tiene entonces dudas sobre el proceso chileno? 
Me parece que el gobierno de Chile, tal como se autodefine, puede tomar una serie de medidas y dar una serie de pasos bastante importantes y algunos bastante radicales. Pero tendremos que ver qué pasará el día -si ese día llega- en que el gobierno intente o procure realmente dar el gran paso hacia un socialismo auténtico y no institucional. En ese momento creo que habrá toda clase de tentativas para echar abajo el gobierno, para neutralizarlo. Tentativas internas y tentativas con las complicidades externas obvias. Creo que en Chile puede darse un caso parecido al que se da en llamar el socialismo en Argelia. No conozco muy bien los problemas de Argelia, pero es obvio que el socialismo de Boumedienne es un socialismo bastante tímido.
Si se concretase la liberación económica -sea como fuere- del continente, ¿cree que allí terminaría el proceso? 
No, por supuesto. Es fundamental que la gente coma, pero de qué serviría que la gente coma y eso le dé un cierto equilibrio si es que sigue tan alienada como antes y sometida, por ejemplo, a la influencia yanqui en todos los aspectos. Viviría el mismo drama que viven las sociedades de consumo.  (...)
En estos últimos ocho largos años que pasó fuera del país, han ocurrido estas cosas, estos cambios en América Latina y en usted. Al cabo de todo eso, usted ha regresado. ¿Cómo lo ve? 
Esto hará sonreír irónicamente a todos los que reprochan mi alejamiento. Afectivamente, sigo estando tan vinculado con la Argentina como cuando me fui. De aquí se podría inferir que cuando me fui yo no estaba muy vinculado y es verdad en alguna medida; yo me creo un argentino y he tenido siempre con la Argentina una relación de tipo amoroso, esa clase de vínculo con una mujer con la cual se tienen relaciones difíciles, profundamente amorosas, pero difíciles, continuos choque, continuas repulsas. Y cuando digo la Argentina, quizá tenga que decir América Latina, y Cuba también: en mi temperamento hay un montón de cosas que se adecuan mejor con lo europeo que con lo latinoamericano. Y me complace decirlo porque no decirlo sería una cobardía; es la verdad. Me importa un bledo que a partir de aquí vuelvan a acusarme de europeo disfrazado de latinoamericano. Por ejemplo, he llegado aquí a Buenos Aires, hace dos o tres días; todo el mundo me decía que Buenos Aires estaba muy cambiado. Pero por lo poco que he andado por la calle no veo la ciudad nada cambiada: me siento como si mañana tuviera que dar examen en el Mariano Acosta, igual que cuando era estudiante. Es exactamente igual, no han pasado treinta años. A lo mejor es porque mi sentimiento del tiempo es un tanto anormal; yo vivo en un tiempo que es evidentemente distinto. Cada uno es loco a su manera, y yo tengo mi locura: mi espacio y mi tiempo son diferentes. Entonces vengo aquí a la Argentina y ya no digo ocho años: son veinte años los que están abolidos. Tengo que hacer un esfuerzo para aceptar que la confitería London ya no está como estaba, porque, en el fondo, me sigue pareciendo que está.
Cuando usted vio la esquina y las obras de refacción, recordó que ahí empezaba y terminaba su novela Los Premios. Luego dijo que lo había entristecido verla así. 
Claro, me entristeció porque es el café de mi juventud, ese café donde yo me juntaba con todas mis novias y donde me encontraba con mis amigos y donde todos los mozos eran mis amigos. Y no sé, había una cosa en ese café que me gustaba. Ese café y el Boston, que desapareció antes; bueno, y que sé yo, y algunos Paulistas. Son "los cafés" y los cafés son un poco para mí como las galerías cubiertas en mis cuentos y en mis novelas: lugares mágicos de pasaje. Uno entra en un café y es una tierra de nadie, un punto donde uno va a encontrarse con alguien o a buscar algo, y cuando se sale siempre ha sucedido algo o puede suceder algo: los cafés son para mí una especie de puente. Entonces, claro, me entristeció ver que ya no es el London.
Sí, y parece que esta vez su esquema se hubiese dado al revés: es el café el que cambió; lo de afuera está como estaba. 
Una ciudad es muchas cosas, pero la estructura general de la ciudad, es decir, la cara de la ciudad, me ha parecido la misma. Lo vi al salir del subte. Me quedé asombrado al ver la calle Florida: estaba el monumento a Sáenz Peña, la casa Etam con su cartel luminoso, tal como yo los he visto siempre, tal como estaban hace veinte años.
¿Y recordó que la palabra Etam era "mate" al revés? 
Sí, yo juego mucho con dar vuelta las palabras, porque además es un medio de conocimiento. Creo que los cabalistas tenían razón: en las palabras hay cosas muy extrañas.
Además de los cabalistas, los reos usan el "vesre". 
Y seguro, porque los reos por algo son reos; no cualquiera es reo. Es una cosa que hay que merecerla, como ser loco. Desde luego: abogado es cualquiera, pero reo no es cualquiera; es una cosa muy importante.
¿Usted se considera un reo? 
Bueno, yo soy muy bien educado, como se habrá podido dar cuenta.
¿Pero se considera un tipo auténticamente de barrio? 
¡Cómo no! Me crié en un suburbio, en Banfield, y me eduqué en el barrio de Once; viví en Villa del Parque y en Villa Devoto, que eran bastante espesos en esa época. He sido un tipo de andar por los cafés de La Paternal y de Villa Urquiza, que tienen lo suyo. Son esas las zonas de Buenos Aires que conozco mejor. Y el centro también.
¿Tipo del centro también? 
Sí, sobre todo a partir de cierta edad.
Tipo de barrio, tipo de centro; usted es tipo internacional, de mundo, si se quiere. Creo que esto tiene mucho que ver con usted y con su lenguaje, donde parecen hablar a veces esos reos y locos, por citar personajes que le resulten respetables. Me llamó la atención cómo el otro día se interesó cuando yo dije la palabra "yeite". 
Claro, porque para mí era "guille", "yeite" es una novedad. Las denominaciones del dinero, por ejemplo; la primera vez que oí la palabra "luca", no supe lo que era, porque en mi tiempo no se decía "luca".
Creo que esto también tiene que ver. Que todo tiene que ver con todo.  
Yo también.

El 12 de febrero de 1984 murió Julio Cortázar. Esta es una entrevista que le hiciera Francisco “Paco” Urondo en 1970.


sábado, 7 de febrero de 2015

Julio Cortázar


¿QUÉ TAL, LÓPEZ?

Un señor encuentra a un amigo y lo saluda dándole la mano e inclinando un poco la cabeza. Así es como cree que lo saluda, pero el saludo ya está inventado y este buen señor no hace más que calzar en el saludo.

Llueve. Un señor se refugia bajo una arcada. Casi nunca estos señores saben que acaban de resbalar por un tobogán prefabricado desde la primera lluvia y la primera arcada. Un húmedo tobogán de hojas marchitas.

Y los gestos del amor, ese dulce museo, esa galería de figuras de humo. Consuélese tu vanidad: la mano de Antonio buscó lo que busca tu mano, y ni aquélla ni la tuya buscaban nada que ya no hubiera sido encontrado desde la eternidad. Pero las cosas invisibles necesitan encarnarse, las ideas caen a la tierra como palomas muertas.

Lo verdaderamente nuevo da miedo o maravilla. Estas dos sensaciones igualmente cerca del estómago acompañan siempre la presencia de Prometeo; el resto es la comodidad, lo que siempre sale más o menos bien; los verbos activos contienen el repertorio completo. 

Hamlet no duda: busca la solución auténtica y no las puertas de la casa o los caminos ya hechos -por más atajos y encrucijadas que propongan. Quiere la tangente que triza el misterio, la quinta hoja del trébol. Entre sí y no, qué infinita rosa de los vientos. Los príncipes de Dinamarca, esos halcones que eligen morirse de hambre antes de comer carne muerta. 

Cuando los zapatos aprietan, buena señal. Algo cambia ahí, algo que nos muestra, que sordamente nos pone, nos plantea. Por eso los monstruos son tan populares y los diarios se extasían con los terneros bicéfalos. ¡Qué oportunidades, qué esbozo de un gran salto hacia lo otro!

Ahí viene López.
-¡Qué tal, López?
-¿Qué tal, che?
Y así es como creen que se saludan.
Julio Cortázar


jueves, 15 de enero de 2015

May sinclair





No había nadie en el huerto. Con prudencia, sin hacer ruido con la aldaba, Harriet Leigh salió por el portón de fierro. Siguió el camino hasta el cerco, donde, bajo el saúco en flor, la esperaba el teniente de marina Jorge Waring.
Años después, cuando pensaba en Jorge Waring, Harriet volvía a sentir el dulce y cálido olor de vino de la flor de saúco y cuando olía flores de saúco, reveía a Jorge Waring, con su hermosa cara de poeta o de músico, sus ojos negros y sus cabellos pardo oliva.
Waring le había pedido que se casaran y había con­sentido. Pero su padre se oponía y ella había venido para decírselo y para despedirse de él; su barco partía al día siguiente.
—Dice que somos demasiado jóvenes.
—¿Cuánto quiere que esperemos?
—Tres años.
—¡Todavía tres años antes de casarnos! ¡Estaremos muertos!
Lo abrazó para confortarlo. Él la abrazó más fuerte y después corrió a la estación, mientras ella volvía lu­chando con sus lágrimas.
—En tres meses estará de vuelta. Habrá que esperar.
Pero no volvió. Se había muerto en un naufragio en el Mediterráneo. Harriet ya no temía una pronta muerte porque no podía seguir viviendo sin Jorge.
Harriet Leigh esperaba en la sala de su casita en Maida Vale, donde vivía desde la muerte de su padre. Estaba inquieta, no podía apartar los ojos del reloj, esperando las cuatro, la hora que había fijado Oscar Wade. Lo había rechazado el día antes y no estaba segura de que viniera.
Se preguntaba por qué lo recibía hoy, si ayer lo había rechazado definitivamente. No debería verlo, nunca. Le había explicado todo claramente. Se evocaba, tiesa en la silla, enardecida con su propia integridad, mientras él la escuchaba cabizbajo, avergonzado. De nuevo sentía el temblor de su voz, repitiendo que no podía, que debía comprenderla, que no cambiaría su decisión, que él tenía una esposa y que no debían olvidarlo.
Oscar respondió indignado:
—No necesito pensar en Muriel. Sólo vivimos juntos para guardar las apariencias.
—Y para guardar las apariencias debemos dejar de vernos. Oscar, por favor, váyase.
—¿Lo dice en serio?
—Sí. Ya no debemos vernos.
Oscar se había alejado, vencido. Lo veía cuadrando sus anchas espaldas para soportar el golpe. Le daba lástima. Había sido cruel sin necesidad. Ahora que había trazado un límite, ¿por qué no podían verse? Hasta ayer ese límite no era claro. Hoy quería pedirle que olvidara lo que le había dicho. Eran las cuatro. Las cuatro y media. Las cinco. Ya había tomado el té y renunciado a verlo, cuando llegó. Vino como otras veces: con su paso mesurado y cauto, sus anchas espaldas er­guidas con arrogancia. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y ancho, de caderas estrechas y cuello corto, cara grande y cuadrada y rasgos hermosos. El bigote, muy corto, pardo rojizo, se erizaba sobre el labio su­perior. Sus ojos pequeños brillaban, pardos, rojizos, an­siosos y animales. Le gustaba pensar en él cuando estaba lejos pero siempre tenía un sobresalto al verlo. Física­mente distaba mucho de su ideal; era tan distinto de Jorge Waring...
Se sentó frente a ella. Hubo un silencio incómodo que interrumpió Oscar Wade.
—Harriet, usted me dijo que yo podía venir. —Pa­recía que quería echarle toda la responsabilidad.— Espero que me haya perdonado.
—Sí, Oscar. Lo he perdonado.
Le dijo que se lo demostrara yendo a cenar con él. Accedió sin saber por qué.
La llevó al Restaurant "Schubler". Oscar Wade comía como un gourmet, dando importancia a cada plato. A ella le gustaba su ostentosa generosidad: no tenía nin­guna de las virtudes mezquinas.
Terminó la cena. Su congestión silenciosa decía lo que estaba pensando. Pero la acompañó hasta su casa y se despidió en el portón.
Harriet no sabía si alegrarse o entristecerse. Había gozado un momento de exaltación virtuosa, pero no hubo alegría en las semanas siguientes. Había renunciado a Oscar Wade, porque no la atraía mucho, y ahora lo deseaba con furia, con perversidad, porque había re­nunciado a él.
Cenaron juntos varias veces. Ya conocía de memoria el restaurante. Las paredes blancas con paneles de con­tornos dorados, los pilares blancos y dorados, las alfom­bras turcas, azul y carmesí, los almohadones de terciopelo carmesí, que se prendían a sus faldas, los destellos de plata y de cristalería de las mesas circulares. Y las caras de los clientes y las luces en las pantallas rojas. Y la cara de Oscar, roja por la cena. Siempre, cuando él se echaba hacia atrás en la silla, Harriet sabía en qué pen­saba. Alzaba los párpados pesados y la miraba, caviloso. Ahora sabía en qué iba a acabar todo. Pensaba en Jorge Waring y en su propia vida desilusionada. No lo había elegido a Oscar, realmente no lo había deseado, pero ya no podía dejarlo ir.
Estaba segura de lo que iba a ocurrir. Pero no sabía cuándo ni dónde. Ocurrió al final de una noche, cuando cenaron en una salita reservada. Oscar había dicho que no podía soportar el calor y el ruido del comedor. Ella subió adelante, por una empinada escalera con alfombra roja, hasta la puerta del segundo piso.
De tiempo en tiempo repitieron la furtiva aventura, en el cuarto del restaurante o en su casa, cuando no estaba la sirvienta. Pero no convenía arriesgarse.
Oscar se declaraba feliz. Harriet dudaba. Esto era el amor, lo que nunca había tenido, lo que había soñado y deseado con hambre y sed; ahora lo tenía. No estaba satisfecha. Siempre esperaba algo más, algún éxtasis que se anunciaba y no llegaba. Algo la repelía en Oscar; pero, como era su amante, no podía admitir que fuera un dejo de grosería. Para justificarse pensaba en sus buenas cualidades, su generosidad, su fuerza. Le hacía hablar de sus oficinas, de su fábrica, de sus máquinas, le pedía prestados los libros que él leía. Pero siempre que trataba de conversar con él, le hacía sentir que no era para eso que estaban juntos, que toda la conversa­ción que un hombre necesita la tiene con sus amigos.
—Lo malo es que nos veamos de un modo tan fugaz; deberíamos vivir juntos; es lo único razonable —dijo Oscar.
Tenía un plan. Su suegra vendría a vivir con Muriel en octubre. Podría ir a París y encontrarse allí con Harriet.
Alquiló cuartos en un hotel de la Rue de Rivoli. Estu­vieron dos semanas. Pasaron tres días locamente enamo­rados.
Cuando se despertaba encendía la luz y lo miraba dormir. El sueño lo volvía inocente y suave, ocultaba sus ojos, le afinaba la expresión de la boca.
Después empezó la reacción. Al final del décimo día, volviendo de Montmartre, Harriet estalló en un ataque de llanto. Cuando le preguntaron por qué, dijo, al azar, que el Hotel Saint Pierre era horrible.
Con indulgencia, Oscar explicó su estado como de fatiga causada por una agitación continua.
Trató de creer que estaba deprimida, porque su amor era más puro y espiritual que el de Oscar; pero sabía perfectamente que había llorado de aburrimiento. Estaban enamorados, y se aburrían mutuamente. En la intimidad, no podían soportarse.
Al fin de la segunda semana, empezó a dudar de haberlo querido alguna vez.
En Londres, por un tiempo, volvieron a entusiasmarse. Lejos del esfuerzo artificial que les había impuesto París, quisieron persuadirse de que el antiguo régimen de aventura furtiva era más adecuado a sus temperamentos románticos.
Pero los perseguía el temor de que los descubrieran. Durante una corta enfermedad de Muriel, pensó con terror que ésta podía morir; ya nada le impediría casarse con Oscar; él seguía jurando que si estuviera libre se casaría con ella.
Después de la enfermedad la vida de Muriel fue preciosa para los dos: les impedía una unión perma­nente.
Sobrevino la ruptura.
Oscar murió tres años después. Fue un inmenso alivio para Harriet. Ahora ya nadie sabía su secreto. Sin em­bargo, en los primeros momentos, Harriet se decía que, Oscar muerto, estaría más cerca de ella que nunca. No recordaba que en vida casi nunca había deseado tenerlo cerca. Mucho antes de que pasaran veinte años, le pareció imposible haber conocido una persona como Oscar Wade. Schubler's y el Hotel Saint Pierre ya no eran recuerdos importantes. Hubieran desentonado con la reputación de santidad que había adquirido. Ahora, a los cincuenta y dos años, era amiga y ayudante del Reve­rendo Clemente Farmer, Vicario de Santa María en Maida Vale.
Era secretaria del Hogar para Jóvenes Caídas, de Maida Vale y Kilburn. Su exaltación mayor sobrevenía cuando Clemente Farmer, el flaco y austero vicario, pa­recido a Jorge Waring, subía al pulpito y levantaba los brazos en la bendición. Pero el momento de su muerte fue el más perfecto. Estaba acostada, soñolienta, en la cama blanca, debajo del negro crucifijo con un Cristo de marfil. El sacerdote se movía tranquilamente en el cuarto, arreglando las velas, el misal del Santísimo Sa­cramento. Acercó una silla a la cama; esperó que des­pertara. Tuvo un instante de lucidez. Sintió que se estaba muriendo y que la muerte la hacía importante para Clemente Farmer.
—¿Está lista? —preguntó.
—Todavía no. Creo que estoy asustada. Tranquilí­ceme.
Clemente Farmer encendió dos velas en el altar. Tomó el crucifijo de la pared y se acercó de nuevo a la cama.
—Ahora no tendrá miedo.
—No tengo miedo del más allá. Supongo que uno se acostumbra. Pero tal vez al principio sea terrible.
—La primera etapa en la otra vida, depende, en gran parte, de lo que pensamos en nuestros últimos momentos.
—Será en mi confesión.
—¿Se siente capaz de confesarse ahora? Después le daré la extremaunción y se quedará pensando en Dios.
Recordó su pasado. Allí encontró a Oscar Wade. Va­ciló: ¿Podría confesar lo de Oscar Wade? Estuvo por hacerlo, después comprendió que no era posible. No era necesario. Veinte años de su vida habían prescindido de él. Tenía otros pecados que confesar. Hizo una cui­dadosa selección:
—Me sedujo demasiado la belleza del mundo. A veces no fui caritativa con mis pobres muchachas. En lugar de pensar en Dios, he pensado a menudo en los seres queridos. —Después recibió la extremaunción. Pidió al sacerdote que le tuviera la mano, para no sentir miedo; mucho tiempo la tuvo así hasta que él la oyó murmu­rar—. Esto es la muerte. Pero yo creía que era horrible y es la dicha, la dicha.
Harriet permaneció unas horas en el cuarto donde habían sucedido estas cosas. Su aspecto le era familiar, con algo de extraño, ahora, y de repugnante. El altar, el crucifijo, las velas encendidas, sugerían alguna horri­ble experiencia cuyos detalles no podía definir, pero que parecían tener alguna relación con el cuerpo amor­tajado en la cama, que ella no asociaba consigo misma. Cuando la enfermera vino y lo descubrió, vio que era el de una mujer de mediana edad. Su cuerpo vivo era el de una joven de treinta y dos años.
Su muerte no tenía pasado ni futuro, ningún recuerdo cortante ni coherente, ninguna idea de lo que iba a ser.
Luego, súbitamente, el cuarto empezó a alejarse de sus ojos, a partirse en zonas y haces que se dislocaban y eran arrojados a diversos planos. Se inclinaban en todas di­recciones, se cruzaban y cubrían con una mezcla trans­parente de diferentes perspectivas, como reflejos en vidrios.
La cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte, hasta perderse de vista. Ella estaba de pie ante la puerta, que era lo único que había quedado. La abrió y se encontró en la calle, cerca de un edificio gris ama­rillento, con una gran torre de techo de pizarra. Lo reconoció. Era la iglesia de Santa María, de Maida Vale. Oía los acordes del órgano. Abrió la puerta y entró.
Había vuelto a espacio y tiempo definidos, había recuperado una parte limitada de memoria coherente. Recordaba todos los detalles de la iglesia que eran, en cierto modo, permanentes y reales, ajustados a la imagen que ahora la poseía.
Sabía para qué había venido. El servicio había con­cluido. Caminó por la nave hasta el asiento habitual debajo del púlpito. Se arrodilló y se cubrió la cara con las manos. Entre sus dedos podía ver la puerta de la sacristía. La miró tranquilamente, hasta que se abrió y apareció Clemente Farmer con su sotana negra. Pasó muy cerca del banco donde estaba arrodillada, y la esperó en la puerta, porque tenía algo que decirle.
Se levantó y se aproximó a Farmer. Seguía esperándola y no se movió para darle paso. Se acercó tanto que los rasgos de él se confundieron. Entonces, se retiró un poco para verlo mejor y se halló ante la cara de Oscar Wade. Estaba quieto, horriblemente quieto, cor­tándole el paso.
Las luces de las naves laterales iban apagándose, una por una. Si no se escapaba quedaría encerrada con él en esa oscuridad. Consiguió, por fin, moverse y llegar a tientas a un altar. Cuando se dio vuelta, ya no estaba Oscar Wade.
Entonces recordó que Oscar Wade estaba muerto. Luego lo que había visto no era Oscar: era su fantasma. Había muerto. Había muerto hacía diecisiete años. Estaba libre de él para siempre...
Cuando salió al atrio de la iglesia vio que la calle había cambiado. No era la calle que recordaba. Se en­contró en una recova con muchas vidrieras; la Rue de Rivoli en París. Ahí estaba la entrada del Hotel Saint Pierre. Pasó por la puerta giratoria; cruzó el gris y sofocante vestíbulo que ya conocía; fue derecho a la gran escalera de alfombra gris; subió los peldaños innumera­bles que giraban alrededor de la jaula del ascensor hasta un descanso que conocía y un largo corredor ce­niciento alumbrado por una ventana opaca; allí sintió el horror del lugar.
Ya no se acordaba de la iglesia de Santa María. No se daba cuenta de ese curso retrógrado en el tiempo. Todo el espacio y todo el tiempo estaban ahí. Recordaba que debía caminar hacia la izquierda.
Pero había algo donde el corredor doblaba, en la ventana al final de todos los corredores. Si tomaba la derecha se salvaría; pero ahí se detenía el corredor: un muro liso. Tuvo que volver a la izquierda. Dobló por otro corredor, que era oscuro y secreto y depravado. Llegó a una puerta torcida, que dejaba pasar luz por la rendija. Distinguía, encima, el número: 107. Algo había sucedido ahí. Si entraba volvería a suceder. Atrás de la puerta estaba Oscar Wade esperándola. Oyó sus pasos mesurados, que se acercaban. Huyó, rápida y ciega, como un animal, oyendo los pies que la perseguían. La puerta giratoria la agarró y la arrojó a la calle. Lo extraño es que estaba fuera del tiempo. Borrosamente recordaba que alguna vez hubo una cosa llamada tiempo: no se lo imaginaba. Se daba cuenta de cosas que suce­dían o que estaban por suceder. Las fijaba por el lugar que ocupaban y medía su duración por el espacio. Ahora pensaba: si tan sólo pudiera retroceder al lugar donde no sucedió.
Caminaba por un camino blanco, entre campos y co­linas desdibujadas por la niebla. Cruzó el puente y vio la antigua casa gris, sobre el alto muro del jardín. Entró por el portón de hierro y se encontró en un gran salón de techo bajo, con las cortinas corridas, ante una cama. Era la cama de su padre. El cadáver extendido bajo la sábana, era el de su padre. Levantó la sábana: Vio el rostro de Oscar Wade, quieto y suavizado por la ino­cencia del sueño y de la muerte. Lo miró, fascinada, con implacable felicidad. Oscar estaba muerto. Recordó que solía dormir así, en el Hotel Saint Pierre, a su lado. Si estaba muerto, no volvería a suceder. Estaba salvada.  
La cara muerta le daba miedo. Al recubrirla, notó un ligero movimiento. Levantó la sábana y la estiró con fuerza, pero las manos empezaron a luchar y los dedos aparecieron por los bordes, tirándola hacia abajo. La boca se abrió, los ojos se abrieron: toda la cara la miró en agonía y terror.
El cuerpo se irguió, con los ojos clavados en los de ella. Los dos se quedaron inmóviles, un instante, con miedo mutuo. Pudo escaparse y correr; se detuvo en el portón sin saber qué lado tomar. A la derecha, el puente y el camino la llevarían a la Rue de Rivoli y a los abomi­nables corredores del Hotel Saint Pierre; a la izquierda, el camino cruzaba la aldea.
Si pudiera retroceder aún, estaría segura, fuera del alcance de Oscar. Junto al lecho de muerte, había sido joven pero no bastante. Tenía que volver al lugar en que había sido más joven; sabía adonde encontrarlo, cruzó la aldea corriendo, por los galpones de una granja, por el almacén, por la fonda "La Cabeza de la Reina", por el Correo, la iglesia y el cementerio, hasta el portón del sur, en los muros del parque de su niñez.
Estas cosas parecían insustanciales, tras una capa de aire que brillaba sobre ellas como vidrio. Se dislocaron, flotaron lejos de ella, y en lugar del camino real y los muros del parque, vio una calle de Londres, de sucias fachadas blancas, y en lugar del portón, la puerta gira­toria del restaurante Schubler.
Entró. La escena se impuso con la dura evidencia de la realidad. Fue hasta una mesa en un rincón, donde un hombre estaba solo. La servilleta le tapaba la boca. No estaba segura de la parte superior de la cara; la servi­lleta se deslizó. Vio que era Oscar Wade. Se dejó caer a su lado. Wade se le acercó; sintió el calor de la cara congestionada y el olor del vino.
—Yo sabía que vendrías.
Comió y bebió en silencio, postergando el abominable momento final. Al fin se levantaron y se afrontaron; el gran cuerpo de Oscar estaba ante ella, encima de ella, y casi sentía la vibración de su poder. La llevó hasta la escalera de alfombra roja y la obligó a subir. Pasó por la puerta blanca de la salita, con los mismos mue­bles, las cortinas de muselina, el espejo dorado sobre la chimenea, con los dos ángeles de porcelana, la mancha en la alfombra ante la mesa, el viejo e infame canapé, tras el biombo.
Se movieron por la salita, girando como fieras enjau­ladas, incómodos, enemigos, evitándose.
—Es inútil que te escapes. Lo que hicimos no podía terminar de otro modo.
—Pero terminó. Terminó para siempre.
—No. Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir.
—Ah, no, todo menos eso. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos?
—¿Recordar? ¿Te figuras que yo te tocaría, si pudiera evitarlo? Para eso estamos aquí. Tenemos que hacerlo.
—No. Me voy ahora mismo.
—No puedes. La puerta está con llave.
—Oscar, ¿por qué la cerraste?
—Siempre lo hicimos, ¿no recuerdas?
Ella volvió a la puerta; no pudo abrirla, la sacudió, la golpeó con las manos.
—Es inútil, Harriet. Si ahora sales, tendrás que vol­ver. Lo podrás postergar una hora o dos, pero ¿qué es eso en la inmortalidad?
—Ya hablaremos de la inmortalidad cuando estemos muertos...
Se sentían atraídos uno a otro, moviéndose despa­cio, como en figuras de una danza monstruosa, con las cabezas echadas hacia atrás, las caras apartadas de la horrible proximidad. Algo atraía los pies de ambos, de uno al otro, aunque se arrastraban en contra.
De repente, sus rodillas flaquearon, cerró los ojos y se entregó en la oscuridad y el terror.
Después retrocedió en el tiempo, hasta la entrada del parque, donde Oscar no había estado nunca, donde no podría alcanzarla. Su memoria fue limpia y joven. Ca­minaba ahora por la senda en el campo, hasta donde la esperaba Jorge Waring. Llegó. El hombre que la es­peraba era Oscar Wade.
—Te dije que era inútil escapar. Todos los caminos te traen, me encontrarás en cada vuelta, yo estoy en todos tus recuerdos.
—Mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste tomar el lugar de mi padre y de Jorge Waring? ¿Tú?
—Porque les tomé su lugar.
—Mi amor por ellos fue inocente.
—Tu amor por mí era parte de ese amor. Crees que el pasado afecta el porvenir; ¿no pensaste nunca que el porvenir afecta al pasado?
—Me iré lejos.
—Esta vez iré contigo.
El cerco, el árbol y el campo flotaron y se le perdieron de vista. Iba sola hacia la aldea, pero se daba cuenta de que Oscar Wade la acompañaba del otro lado del ca­mino. Paso a paso, como ella, árbol por árbol.
Luego bajo sus pies hubo pavimento gris y lo cubría una recova: iban juntos por la rue de Rivoli hacia el hotel. Ahora estaban sentados al borde de la cama des­hecha. Sus brazos estaban caídos y sus cabezas miraban a lados opuestos; el amor les pesaba con el inevitable aburrimiento de su inmortalidad.
—¿Hasta cuándo? —dijo ella—. La vida no continúa para siempre. Moriremos.
—¿Morir? Hemos muerto. ¿No sabes dónde estamos? Esta es la muerte. Estamos muertos, estamos en el In­fierno.
—Sí, no puede haber nada peor.
—Esto no es lo peor. Mientras nos queden fuerzas para huir, mientras podamos ocultarnos en nuestros re­cuerdos, no estaremos del todo muertos. Pero pronto habremos llegado al más lejano recuerdo y no habrá nada más allá. En el último infierno, no huiremos más, no encontraremos más caminos, más pasajes, ni más puertas abiertas. Ya no necesitaremos buscarnos. En la última muerte estaremos encerrados en esta salita, tras esa puerta con llave. Yaceremos aquí, para siempre.
—¿Por qué? ¿Por qué? —gritó ella.
—Porque eso es todo lo que nos queda.
La oscuridad borró la salita. Ahora caminaba por un jardín, entre plantas más altas que ella. Tiró de unos tallos y no tenía fuerza para romperlos. Era una criatura. Se dijo que ahora estaba salvada. Tan lejos había retro­cedido que de nuevo era chica. Llegó a un cantero de césped con un estanque circular rodeado de flores. Peces colorados nadaban en el agua. Al fondo del cantero había un huerto; allí iba a estar su madre. Había ido hasta el recuerdo más lejano; no había nada después.
Sólo el huerto, con el portón de hierro que daba al campo. Algo era diferente aquí; algo que la asustaba. Una puerta gris, en vez del portón de hierro. La empujó y estuvo en el último corredor del Hotel Saint Pierre.
May Sinclair: Uncanny Stories.



Antología de la literatura fantástica, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo; Editorial Sudamericana, 1965.




May Sinclair, escritora inglesa nacida en Cheshire, en 1870; muerta en Aylesbury, en 1946. Autora de: The Divine Fire (1904); The Three Sisters (1914), Mary Oliver (1919).