sábado, 30 de julio de 2011

Almafuerte

¡Avanti!


Si te postran diez veces, te levantas
otras diez, otras cien, otras quinientas...
No han de ser tus caídas tan violentas
ni tampoco por ley han de ser tantas

Con el hambre genial con que las plantas
asimilan el humus avarientas,
deglutiendo el rencor de las afrentas
se formaron los santos y las santas.

Obsesión casi asnal, para ser fuerte,
nada más necesita la criatura.
Y en cualquier infeliz se me figura.

Que se rompen las garras de la suerte...
¡Todos los incurables tiene cura
cinco segundos antes de la muerte!


¡Piu Avanti!

No te des por vencido, ni aun vencido,
no te sientas esclavo, ni aun esclavo;
trémulo de pavor, piénsate bravo,
y arremete feroz, ya mal herido.

Ten el tesón del clavo enmohecido,
que ya viejo y ruin vuelve a ser clavo;
no la cobarde intrepidez del pavo
que amaina su coraje al primer ruido.

Procede como Dios que nunca llora,
o como Lucifer que nunca reza,
o como el robledal, cuya grandeza

Necesita del agua y no la implora...
¡Que muerda y vocifere vengadora
ya rodando en el polvo tu cabeza!


Pedro B. Palacios

Siete sonetos medicinales
Revisa Magazine Nº 14, diciembre de 1979

Tomás de Aquino,


 Sabías qué....?
 
Tomás de Aquino, un monje italiano, llegó a París en 1244 para estudiar en la universidad. Comenzó, pero jamás terminó, el estudio de la Suma Teológica de acuerdo con el modelo ecolástico que se enseñaba en París. Con base en el sistema aristotélico de la inquisición racional, Aquino utilizó en su tratado un modelo que organizaba la obra en libros, luego en preguntas dentro de los libros y artículos dentro de las preguntas. Cada artículo incluía objeciones con contradicciones y responsos, y las respuestas a las objeciones  constituían el elemento final del modelo. La obra de Aquino es la base de las enseñanzas cristianas.


Gustave Weil



Gustav WEIL, orientalista alemán, nacido en Salzburg, en 1808; muerto en Friburgo, en 1889. Tradujo al alemán los Collares de Oro, de Samachari, y Las 1001 Noches. Publicó una biografía de Mahoma, una introducción al Corán y una historia de los pueblos islámicos.


Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme) que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió, me­nos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó, tanto que el sueño lo rindió debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño a un desconocido que le dijo:
—Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a bus­carla.
A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hom­bres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso una pan­dilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron y pidie­ron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capi­tán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo y lo llevaron a la cárcel. El juez lo hizo comparecer y le dijo:
—¿Quién eres y cuál es tu patria?
El hombre declaró:
—Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebí.
El juez le preguntó:
—¿Qué te trajo a Persia?
El hombre optó por la verdad y le dijo:
—Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que la fortuna que me prometió ha de ser esta cárcel.
El juez echó a reír.
—Hombre desatinado —le dijo—, tres veces he so­ñado con una casa en la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín y en el jardín, un reloj de sol y después del reloj de sol, una higuera, y bajo la higuera un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, has errado de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no vuelva a verte en Isfaján. Toma estas monedas y vete.
El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la higuera de su casa (que era la del sueño del juez) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto.

Gustave Weil

De la Geschichte des Abbassidenchalifats in Aegypten (1860-62) de Gustav Weil.

Texto extraído de Antología de la Literatura Fantástica de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. (1965) Editorial Sudamericana. Vigésimotercera edición, 2009

Roland Barthes

El escritor en vacaciones

Gide leía a Bossuet mientras bajaba por el Congo. Esa postura resume bastante bien el ideal de nuestros escri­tores "en vacaciones", fotografiados por Le Fígaro: jun­tar al placer banal el prestigio de una vocación que nada puede detener ni degradar. Una buena nota perio­dística, muy eficaz desde el punto de vista sociológico y que nos informa sin ocultamientos sobre la idea que nuestra burguesía se hace de sus escritores.
Lo que parece sorprender y encantar a esta bur­guesía, ante todo, es su propia amplitud de espí­ritu para reconocer que también los escritores son gentes que comúnmente se toman vacaciones. Las "va­caciones" son un hecho social reciente cuyo desarrollo mitológico, por otra parte, sería interesante indagar. Escolares en un comienzo, a partir de las licencias pa­gadas se han vuelto un hecho proletario, o al menos labo­ral. Afirmar que, en adelante, ese hecho puede concernir a los escritores, que también los especialistas del alma humana están sometidos a la situación general del tra­bajo contemporáneo, es una manera de convencer a nuestros lectores burgueses de que están adecuados a su tiempo: uno se enorgullece de reconocer la necesidad de ciertos prosaísmos, uno se acomoda a las realidades "modernas" con las lecciones de Siegfried y de Fourastié.
Por supuesto, esa proletarización del escritor es acor­dada con parsimonia y para, posteriormente, destruirla mejor. Ni bien se provee de un atributo social (las va­caciones constituyen un atributo y bien agradable, por cierto) el hombre de letras regresa al empíreo que com­parte con los profesionales de la vocación. Y la "natura­lidad" en la que se eterniza a nuestros novelistas, en realidad se instituye para traducir una contradicción sublime: una condición prosaica producida, desgracia­damente, por una época muy materialista, frente al lugar prestigioso que la sociedad burguesa concede con libe­ralidad a sus hombres de espíritu (siempre que sean inofensivos).
La prueba de la maravillosa singularidad del escri­tor es que durante esas tan comentadas vacaciones, que comparte fraternalmente con obreros y dependientes, no deja de trabajar, o al menos no deja de producir. Falso trabajador, también es un falso vacacionista. Uno es­cribe sus recuerdos, otro corrige pruebas, el tercero pre­para su próximo libro. Y el que no hace nada lo confie­sa como una conducta auténticamente paradojal, una hazaña de vanguardia, que sólo un espíritu fuerte puede permitirse mostrar. Con esta última baladronada, se hace conocer que es absolutamente "natural" que el escritor escriba siempre, en cualquier situación. En pri­mer lugar, esto reduce la producción literaria a una suerte de secreción involuntaria, por lo tanto tabú, pues escapa a los determinismos humanos; para hablar más noblemente, el escritor es víctima de un dios interior que habla en todo momento sin inquietarse, tirano, por las vacaciones de su médium. Los escritores están de va­caciones, pero su musa vela y da a luz sin interrupción.
La segunda ventaja de esta verborrea es que, por su carácter imperativo, aparece —con toda naturali­dad— como la esencia misma del escritor. Él acepta sin duda que está provisto de una existencia humana, de una vieja casa de campo, de una familia, de un short, de una hijita, etc., pero contrariamente a los otros tra­bajadores que cambian de esencia y en la playa no son más que veraneantes, el escritor conserva en todas partes su naturaleza de escritor; al tener vacaciones, muestra el signo de su humanidad; pero el dios permanece, se es escritor como Luis XIV era rey, inclusive en el inodoro. De este modo, la función del hombre de letras es a los trabajos humanos, casi lo que la ambrosía es al pan: una sustancia milagrosa, eterna, que condesciende a la forma social para que se lo capte mejor en su prestigio­sa diferencia. Todo esto introduce a la idea de un es­critor superhombre, de una especie de ser diferente que la sociedad exhibe para gozar mejor de la singularidad ficticia que ella le concede.
La imagen sencilla de "el escritor en vacaciones", pues, no es nada más que una de esas mistificaciones retorcidas que la buena sociedad opera para sojuzgar mejor a sus escritores: nada muestra mejor la singula­ridad de una "vocación" que contradecirla —pero no negarla, ni mucho menos— con el prosaísmo de su en­carnación: es un viejo recurso de todas las hagiografías. También se puede observar cómo el mito de las "va­caciones literarias" se extiende muy lejos, mucho más allá del verano; las técnicas del periodismo contem­poráneo se dedican cada vez más a ofrecer un espec­táculo prosaico del escritor. Pero sería un grave error tomar este hecho como un esfuerzo de desmistificación. Es todo lo contrario. Sin duda, a mí, simple lector, puede parecerme conmovedor y hasta sentirme halagado por participar, gracias a la confidencia, de la vida cotidiana de una raza seleccionada por el genio; sin duda sentiría deliciosamente fraternal a una humanidad en la que sé, por los diarios, que un gran escritor usa pijamas azules y que un joven novelista gusta de "las chicas bonitas, el queso reblochon y la miel de lavanda". Pero esto no impide que el saldo de la operación sea que el escritor se vuelva un poco más estrella, que abandone un poco más esta tierra por una morada celeste donde sus pijamas y sus quesos no le impiden, de ninguna manera, retomar el uso de su noble palabra demiúrgica.
Proveer públicamente al escritor de un cuerpo bien carnal, revelar que le gusta el blanco seco y el biftec jugoso, es volver para mi aún más milagrosos, de esen­cia más divina, los productos de su arte. Los detalles de su vida cotidiana, en vez de hacer más próxima y más clara la naturaleza de su inspiración, confir­man la singularidad mítica de su condición: sólo puedo atribuir a una superhumanidad la existencia de seres tan vastos como para usar pijamas azules en el mismo momento en que se manifiestan como conciencia uni­versal o, más aún, declarar el gusto por los reblochon con la misma voz con la que anuncian su próxima Fenomenología del Ego. La alianza espectacular de tanta nobleza y de tanta futilidad significa que aún creemos en la contradicción: milagrosa en su totali­dad, también es milagroso cada uno de sus términos. Esa alianza perdería todo interés, sin duda, en un mundo donde el trabajo del escritor estuviese desacralizado hasta parecer tan natural como sus funciones vestimentarias o gustativas.

Roland Barthes

Mitologías
decimosegunda edición en español, 1999
© siglo xxi editores, s. a. de c. v.

sábado, 23 de julio de 2011

Antonio Machado "El viajero"

El viajero


   Está en la sala familiar, sombría,
y entre nosotros, el querido hermano
que en el sueño infantil de un claro día
vimos partir hacia un país lejano.
   Hoy tiene ya las sienes plateadas,
un gris mechón sobre la angosta frente;
y la fría inquietud de sus miradas
revela un alma casi toda ausente.
   Deshójanse las copas otoñales
del parte mustio y viejo.
La tarde, tras los húmedos cristales,
se pinta, y en el fondo del espejo.
   El rostro del hermano se ilumina
suavemente. ¿Floridos desengaños
dorados por la tarde que declina?
¿Ansias de vida nueva en nuevos años?
  ¿Lamentará la juventud perdida?
Lejos quedó —la pobre loba— muerta.
¿La blanca juventud nunca vivida
teme, que ha de cantar ante su puerta?
   ¿Sonríe el sol de oro,
de la tierra de un sueño no encontrada;
y ve su nave hender el mar sonoro,
de viento y luz la blanca vela henchida?
   Él ha visto las hojas otoñales,
amarillas, rodar las olorosas
ramas del eucalipto, los rosales
que enseñan otra vez sus blancas rosas...
   Y este dolor que añora o desconfía
el temblor de una lágrima reprime,
y un resto de viril hipocresía
en el semblante pálido se imprime.
   Serio retrato en la pared clarea
todavía. Nosotros divagamos.
En la tristeza del hogar golpea
el tictac del reloj. Todos callamos.

Antonio Machado

Soledades (1899-1907) en Poesía Selecta, Editorial Abril, 1987


Antonio Machado (1875-1939), poeta y prosista español, perteneciente al movimiento literario conocido como generación del 98
Nació en Sevilla y vivió luego en Madrid, donde estudió. En 1893 publicó sus primeros escritos en prosa, mientras que sus primeros poemas aparecieron en 1901. Viajó a París en 1899, ciudad que volvió a visitar en 1902, año en el que conoció a Rubén Darío, del que sería gran amigo durante toda su vida. En Madrid, por esas mismas fechas conoció a Unamuno, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez y otros destacados escritores con los que mantuvo una estrecha amistad. Fue catedrático de Francés, y se casó con Leonor Izquierdo, que murió en 1912. En 1927 fue elegido miembro de la Real Academia Española. Durante las décadas de 1920 y 1930 escribió teatro en compañía de su hermano, también poeta, Manuel, estrenando varias obras entre las que destacan La Lola se va a los puertos, de 1929, y La duquesa de Benamejí, de 1931. Cuando estalló la Guerra Civil española estaba en Madrid. Posteriormente se trasladó a Valencia, y Barcelona, y en enero de 1939 se exilió al pueblo francés de Colliure, donde murió en febrero.

Jorge Luis Borges "El Sur"

El Sur

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel; en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulsos de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores; una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las mil y una noches, de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente: ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le había hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las mil y una noches sirvieron para decorar pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta-la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación, pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solfa repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente; la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las mil y una noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
«Mañana me despertaré en la estancia», pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén; la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba.)
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmann, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripa y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aun le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra; otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dahlmann, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las mil y una noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era una ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó, e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón, el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. «No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas», pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.


Jorge Luis Borges

Ficciones (1944), Buenos Aires, Alianza Editorial, 2007

Daniel Link "El juego silencioso de los cautos"

El juego de los cautos
La Literatura Policial: de Poe al caso Giubileo.

Prólogo

“El juego silencioso de los cautos”

En los últimos años, parecerían haberse renovado los asedios al policial, particularmente desde áreas de investigación ajenas al campo literario. ¿Por qué ese interés? O mejor: ¿Para qué esa preocupación? La literatura, aún con toda la eficacia que ha perdida en la batalla con los medios masivos, es una poderosa máquina que procesa o fabrica percepciones, un “perceptrón” que permitiría analizar el modo en que una sociedad, en un momento determinado, se imagina a sí misma. Lo que la literatura percibe no es tanto un estado de las cosas (hipótesis realista) sino un estado de la imaginación. Si se pudiera parafrasear a los poetas, habría que decir: “Yo percibo una forma que no encuentra mi estilo”. Si todavía se lee, si todavía existen consumos culturales tan esotéricos como los libros es precisamente porque en los libros se busca, además del placer, algo del orden del saber: saber cómo se imagina el mundo, cuáles son los deseos que pueden registrarse, qué esperanzas se sostienen y qué causas se pierden. Pero además de todo esto, la máquina literaria fabrica matrices de percepción: ángulos, puntos de vista, relaciones, grillas temáticas, principios formales. Lo que se perciba será diferente según el juego que se establezca entre cada uno de los factores que forman parte de la práctica literaria. El policial, naturalmente, es una de esas matrices perceptivas.
*
¿Qué hay en el policial para llamar la atención de historiadores, sociólogos, psicoanalistas y semiólogos? Nada: apenas una ficción. Pero una ficción que, parecería, desnuda el carácter ficcional de la verdad. Y entonces, estamos en problemas. O una ficción que parecería, preserva la ambigüedad de lo racional y de lo irracional, de lo inteligible y lo insondable a partir del juego de los signos y de sus significados. Y entonces, estamos en problemas. O una ficción que, parecería, sirve para despojar a las clases populares de sus propios héroes al instaurar la esfera autónoma (y apolítica) del delito. Y entonces, alguien está en problemas.
Convendría destacar aquí dos razones por las cuales el policial es interesante. Una de ellas es estructural: tiene que ver con la lógica de su funcionamiento y su consecuencia más importante está en las percepciones que autoriza y que bloquea. La otra responde más bien a su evolución histórica: tiene que ver con la lógica de su evolución (y su función social) y su consecuencia más importante es la progresiva generalización y abstracción de sus características.
Empecemos por la segunda. Si el policial suscita la atención de teóricos en principio ajenos a la literatura es porque se trata de un género que desborda, desde su propio comienzo, los límites literarios. Más aún, el material discursivo a partir del cual el género policial es posible precede a la literatura policial. se trata de las crónicas: El misterio de Marie Rogêt, uno de los tres cuentos de Edgar Allan Poe que codifican el modo de funcionamiento del cuento policial, no es sino una lectura pormenorizada de crónicas policiales, a partir de las cuales, se supone, el narrado “descubre” la verdad de los hechos[1].
La crónica policial precede al género policial, pero el género policial no procede de la crónica sino de la dinámica interna de la serie literaria. Esta relación complicada tal vez explique el factor expansivo del género policial y la rapidez con que consiguió imponerse en otros campos culturales (estéticos o no). El modelo de funcionamiento de la literatura policial ha llegado incluso a alcanzar estatuto epistemológico: basta pensar en el “Seminario sobre La carta robada de Jacques Lacan o las recientes intervenciones de Thomas Sebeok y Umberto Eco. Por otro lado la política, cada vez más, adopta la estructura policial: “el juego silencioso de los cautos”, que se juega a puertas cerradas y entre un limitado número de jugadores.
Hablar del género policial es, por lo tanto, hablar de bastante más que de literatura: por lo pronto de películas y de series de TV, de crónicas policiales, de noticieros y de historietas: lo policial es una categoría que atraviesa todos esos géneros. Pero también es hablar del Estado y su relación con el Crimen, de la verdad y sus regímenes de aparición, de la política y su relación con la moral, de la Ley y sus regímenes de coacción.
Habría, además, un interés “popular” por el crimen (como señalan Foucault y Barthes) que vendría a suscitar la multiplicación de “casos policiales” (el “caso policial” es un hecho discursivo: la multiplicación de la que hablamos también es de ese orden).
Si es cierto, en efecto, que el género policial se dispara hacia la epistemología, es cierto además que se derrama hacia la prensa amarilla y ese doble sentido de su multiplicación adquiere diferentes significados.
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 La otra razón que vuelve interesante el policial es estructural: el policial es un relato sobre el Crimen y la Verdad. Es en este sentido que el policial es además el modelo de funcionamiento de todo relato: articula de manera espectacular la categorías de conflicto y enigma sin las cuales ningún relato es posible. Cualquier relato, cualquier texto es una determinada ecuación de tantas acciones distribuidas de tal modo y tal enigma resuelto a partir de tantos hermeneutemas.
Se trata de un algoritmo sencillo que se ha generalizado rápidamente hasta hacer perder de vista sus propias condiciones de existencia, de las que se hace abstracción: cuando una película resulta “lenta”, cuando una novela parece “aburrida”, cuando se habla de la velocidad narrativa (más allá del género de que se trate), es porque se está pensando en esas categorías y en una distribución más o menos ideal de las cantidades que se relacionan con ellas.
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El hecho de que el policial se articule siempre a partir de una pregunta cuyo develamiento se espera, plantea consecuencias importantes tanto respecto de las operaciones de lectura como respecto de “la verdad” del discurso.
El relato clásico, parecería, tiene su condición de existencia en la cantidad de preguntas que plantea y el tiempo que tarda en resolverlas: en ese sentido el folletín y otras variedades discursivas con él relacionadas son un punto de exasperación del modelo: las respuestas se dilatan de entrega en entrega.
Pero además la verdad pertenece al mismo universo de las acciones que el relato cuenta. Ninguna verdad, parecería, puede leerse en otro nivel textual que no sea la verdad de los hechos. Así, se cancela la verdad como un cierto efecto del trabajo de la enunciación discursiva (o de la retórica textual: detrás del texto, nadie habla). Más allá de las acciones, más allá de los enigmas de la trama, no hay verdad. Se trata de una ideología del discurso que pretende para sí una cierta inocencia, que pretende que el lector no someta a prueba de verdad sino aquello que el discurso (literario o no) quiere.
La entrega a este pacto de lectura puede ser más o menos inocente cuando se trata de una variedad arquetípica del género, pero se complica fuertemente cuando se trata de géneros no evidentemente literarios (no evidentemente ficcionales): el caso del discurso histórico y de la crónica periodística, por ejemplo.
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Si hay verdad (y no importa de qué orden es esa verdad), debe alguien encargado de comprenderla y revelarla al lector. Es el caso del detective, que es un elemento estructural fundamental en la constitución del género. El detective, como señala Lacan, es el que ve lo que está allí pero nadie ve: el detective, podría decirse, es quien inviste de sentido la realidad brutal de los hechos, transformando en indicios las cosas, correlacionando información que aislada carece de valor, estableciendo series y órdenes de significados que organiza en campos: ¿cómo no iba a leer Lacan allí la presencia del psicoanalista? ¿cómo no iban a leer Eco y Sebeok, allí, al semiólogo?
Paradigmáticamente, el chevalier Dupin de Poe es el que puede ver lo que nadie. Otros escritores disimularán esa jactancia del detective mostrándolo como el que tarda en ver, pero finalmente ve, lo evidente. Es el caso del Marlowe de Chandler, y esa es una de las razones por las cuales, seguramente, se ha hecho célebre: como el hombre común, Marlowe tarda en darse cuenta. Pero finalmente sabe.
Si hay verdad, entonces, y hay alguien responsable de la aparición de es verdad, es porque el sentido es posible. O mejor aún: es porque los signos son inevitables y su significado, a veces oscuro, puede y debe ser revelado. La literatura policial instaura una paranoia de sentido que caracteriza nuestra época: los comportamientos, los gestos y las posturas del cuerpo, las palabras pronunciadas y las que se callan: todo será analizado, todo adquirirá un valor dentro de un campo estructural o de una serie. Se trata de la semiología que, como teoría de la lectura, se aproxima cada vez más a la máquina paranoica de la literatura policial.
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La otra variable que define el policial es, naturalmente, la Ley entendida en un arco que va desde las posiciones más formalistas (el caso de la novela policial inglesa) a las más sustancialistas (la novela negra norteamericana). Que haya Ley no significa que haya Justicia o Verdad. Simplemente garantiza que hay Estado, un nivel cada vez más formal en las sociedades contemporáneas. Que haya Estado es una hipótesis garantizada no tanto por la sustancia de la Ley como por su forma, por su carácter formal. En la medida en que el detective permanece al margen de las instituciones de Estado[2], y hasta se les enfrenta, su estatuto será cada vez más sustancial y menos formal. A la legalidad formal de la policía (siempre predicada por la inepcia), el detective opone la legalidad sustancial de su práctica parapolicial, sólo sujeta a los valores de su propia conciencia.
Si se analizan con cuidado los géneros periodísticos se advertirá un funcionamiento similar: el cronista es uno de esos héroes de la verdad moderna cuyo objeto es la imposición de sentido, aún (o sobre todo) cuando el sentido no sea perceptible para nadie. El caso particular de la crónica policial muestra, precisamente, todas las tensiones que la convivencia de dos sistemas de Ley y de Verdad (la de la policía, la del periodista) plantea.
Si es verdad que existe una “policía discursiva” como quiere Foucault, esa policía opera no sólo cuando decide qué cosas pueden ser dichas y cuáles no, qué cosas pueden ser verdaderas y cuáles no, sino en la imagen heroica y gloriosa de los buscadores de verdad, cuyo modelo de funcionamiento toda una sociedad acepta, ya sea en el acotado campo de la ficción literaria o en el vasto mundo de la prensa escrita.
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Verdad, Ley, detective. Conflicto y enigma... He aquí todo lo que el policial muestra. En sí, el género es un dispositivo empírico para pensar las relaciones entre el sujeto, la Ley y la Verdad que deviene modelo general de funcionamiento discursivo: de Poe (leído por Benjamín) al caso Giubileo, de Chandler (leído por Jameson) a la teoría psicoanalítica, se trata siempre de lo mismo. Una ficción, apenas. Pero cuando los límites de esa ficción se nos imponen como los umbrales de la verdad, estamos en problemas.
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Cualquier teoría (toda teoría) de los géneros discursivos plantea una esfera de mediaciones entre, digamos, la totalidad de lo social y el sentido de un texto en particular. Toda mediación supone la lectura con arreglo a un sistema de referencias que garantizarían la “objetividad” del sentido y una cierta regularidad de sus formas. Si el género es una mediación entre el texto particular y el sistema global de producción de sentido habría que determinar primer cuáles rasgos del género encarnan qué cosas de ese sistema global. En este caso, por ejemplo: manifestación de qué cosa sería una organización (mas o menos rígida) alrededor del par conflicto/enigma.
Una opción semejante tiene consecuencias teóricas y metodológicas de capital importancia para el análisis discursivo. Aquí diremos, por el contrario, que “un texto no pertenecía a ningún género. Todo texto participa de uno o varios géneros, no hay texto sin género, siempre hay género y géneros, pero esta participación no es jamás una pertenencia”.
Frecuentemente se ha entendido la producción de la industria cultural como producción masificada, serializada. Es verdad. Pero no menos cierto y paradójico es que se trata de una producción en serie de puras diferencias (y he aquí lo que distingue un régimen de producción de sentido meramente burgués de uno masmediatizado). La producción discursiva produce individualidades y no regularidades. La lectura, a posteriori, construye regularidades (en relación con determinada pedagogía). Pero se trata de otro proceso y conviene considerarlos separadamente.
El género, entonces, como una matriz de transformaciones discursivas. Los valores semánticos de esas transformaciones variarán respecto de un conjunto de variables que sobredeterminan la producción textual: la dimensión imaginaria, las circunstancia espacio-temporales, en fin: la Teoría de la Enunciación y sus parientes.

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¿De qué índole son los conflictos que cuenta el policial? Necesariamente, se trata del delito. Principalmente, se trata del crimen. Para que haya policial debe haber una muerte: no una de esas muertes cotidianas a las que cualquiera puede estar acostumbrado )si tal cosa fuera posible), sino a una muerte violenta: lo que se llama asesinato. Es curioso, para que un relato comience, para que una o dos lógicas temporales se pongan en movimiento es necesario un suceso, un conflicto extraordinario. Como si la ficción no pudiera existir sino al amparo de la diferencia (ya no ontológica sino semiótica) respecto de la vida cotidiana, como si la verdad que se pretende articular alrededor de la muerte necesitara un desencadenante casi irreal en la conciencia del lector: ¿cuántos, en efecto, de quienes consumen ávidamente relatos sobre crímenes han estado alguna vez cerca de uno?
Nada de pequeños comportamientos, nada de conflictos que cualquiera podría vivir o padecer. El policial desdeña, incluso, los delitos más o menos frecuentes, el robo de una cartera, una mujer arrojada a las vías del tren, una masacre política, el robo de un pasacasete o de un electrodoméstico. El mundo del policial es el mundo de la muerte sórdidamente estetizada (y automatizada). Es que, como seña Foucault, se trata de una literatura que separa el crimen de las clases y que separa al criminad de sus semejantes. Naturalmente: el asesino es siempre un Otro con independencia de sus condiciones de existencia. En los grandes casos policiales, inclusive, la víctima es investida de estas características. Parecería que la crónica policial debe heroificar a la víctima (y sacarlo por lo tanto, de la cotidianidad) para poder construir el caso policial.
La muerte es real. La enfermedad es imaginaria. El crimen, parecería, es del orden de lo simbólico. El carácter completamente fantasmático de las ficciones policiales, su irrealidad ejemplar y los decorativos telones psicológicos o sociológicos contra los que se recorta lo único que importa (el crimen y su develamiento) muestran hasta que punto el policial es una máquina de lectura: hay un signo privilegiado (la muere violenta de alguien) y un proceso de comprensión de ese signo. En realidad, ni siquiera hay un signo: hay un cadáver, un muerto, varios muertos, una desaparición, en fin: algo del orden de lo real que rápidamente el género semiotiza.
Así como las antiguas religiones semiotizaron la muerte con arreglo a un paradigmas más bien irracionales (“es el llamado de Dios”), el policial semiotiza la muerte con arreglo a un paradigma pseudocientífico, tal como Brecht observó tempranamente.
La única garantía que exhibe el policial es ésta: mientras hay muerte (y ese parece ser el caso) habrá relatos.
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 Todavía más sobre el crimen, se trata de un conflicto casi siempre contado a partir del eje del deseo y la pasión, aún en los casos más “duros” del género: siempre se trata de secretos, terrores, angustias no dichas, infamias indescriptiblemente toleradas, proyectos absurdos y fantasiosos. Sólo se mata por un desorden del espíritu. El crimen es excesivo: una pasión excesiva, una ambición excesiva, una inteligencia excesiva llevan a la muerte. Nunca se trata de la política, aún cuando la política aparezca como uno de esos telones sociológicos que verosimilizan la trama. Claro que si: hay novelas de espionajes y thrillers políticos. Pero los mejores ejemplos escapan por completo al género policial. el asesinato político (Kennedy, Rucci, 30.000 desaparecidos) rara vez aparecerán en las páginas policiales de los diarios, por ejemplo.
La teoría de la verdad del policial no es, en definitiva, materialista, sin psicoanalítica, como muy bien sospechó Lacan. En “La carta robada” hay un delito propiamente político. Su resolución, sin embargo, es por completo ajena a la política. La famosa carta, de cuyo contenido casi nada sabemos, es recuperada bajo el aspecto de una carta de amor: la política transformada en pasión. Ese proceso es constante en el policial.
Si algo debería quedar claro es que el policial constituye una mitología que, mutatis mutandis, oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Poe percibió algo y generó un modelo formal para contarlo: el individuo y la masa, la cuestión de la propiedad y el espacio, la justicia y la verdad, lo público y lo privado, en fin: una topología, determinados personajes, una lógica de la verdad y una lógica de las acciones. Como observa McLuhan, Poe fue el primero en el campo de la literatura: pero el mecanismo estaba ya allí como lógica de funcionamiento del mercado y, especialmente, como lógica de la producción cultural. si por algo interesa el policial es porque concentra bien un conjunto de determinaciones que afecta a toda la cultura: el estatuto del crimen resulta fundamental porque, parecería bloquea las respuestas estereotipadas que durante siglos la astucia de la razón ha acuñado. Bloquea esas respuestas o las lleva aun punto de exasperación que las exhibe como estereotipos. El “caso criminal” pone en escena las razones imaginarias que los hombres esgrimen para relacionarse, imaginariamente, con sus condiciones de existencia.
Todo esto (o nada de esto) es el policial en las perspectiva de los textos reunidos en esta antología. Se trata de posiciones más o menos clásicas y, como podrá comprobarse, en todos los casos importa menos el análisis estrictamente literario que el análisis de los procesos de producción de sentido. No se han incluido los textos técnicos sobre la literatura policial  (de Poe a Patricia Highsmith) por esa misma razón. A lo largo de esta introducción se ha hablado de policial para designar indistintamente a las variedades literarias y periodísticas del género, cosa que no sucede en la mayoría de los textos antologizados. El primer capítulo examina el régimen de producción de verdad del policial, el segundo reúne una serie de textos sobre los fundamentes históricos, sociales y políticos del género, el tercero plantea algunas cuestiones sobre los procesos específicamente discursivos y el cuarto está centrado en la crónica policial, con un extenso apéndice documental sobre el caso Giubileo. Se han introducido nota aclaratorios en los textos cada vez que fue necesario. Esas notas están debidamente identificadas con la sigla (NC). Las notas que no tengan esa identificación son notas del autor de que se trate.
Agradezco a mis compañeros de trabajo de las cátedras de Semiología en CBC y de Teoría y Análisis Literario en la Facultad de Filosofía y Letras por las valiosas y desinteresadas sugerencias y especialmente a Carlos Gamerro y Andrés Di Tella por haberme abierto sus bibliotecas.

Daniel Link
 (Escritor y profesor universitario)



El juego de los cautos La literatura policial: de Poe al caso Giubileo,
Daniel Link, compilador.
La Marca, 1992



[1] Hay que tener en cuenta que en Poe se da no sólo el momento fundacional del género sino también su clausura. En “El misterio de Marie Rogêt asistimos al proceso de develamiento del enigma, pero la solución no se nos entrega. La pregunta básica del policial no cierra nunca, como ocurre, sistemáticamente, con los grandes casos policiales.
[2] Obviamente, la relación no es tan simple. Para mayores precisiones ver Althusser, Louis. Ideología y aparatos ideológicos de Estado, un texto clásico al respecto.  Recuérdese que Althusser señala que el aparato represivo de Estado no es ni puede ser objeto de lucha, porque lo único que se puede hacer con él es abolirlo. 

lunes, 18 de julio de 2011

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ALADAS CRIATURAS



Desde el segundo piso del castillo se tiene una vista panorámica de los hornos de ladrillos, el arroyo, el camino de asfalto que nace a la derecha del castillo y lleva a los hornos, y el camino de tierra que nace a la izquierda y lleva hasta el arroyo.

En ese piso, el último, hay que tener cuidado de caminar sólo donde las vigas sostienen las tablas, porque hay algunas medio podridas que podrían hundirse. Es porque sabe que está prohibido subir sola que le transpiran las manos. Qué le hará su madre si despierta y la ve allí en el balcón,mirando hacia el camino de asfalto por donde las chicas, dos travestis del barrio, caminan desde los hornos en dirección al arroyo.

Una lechuza grande como un perro chico la mira sin pestañear desde la baranda del balcón. Sus dos pichones están parados uno a cada lado de la madre.Los travestis miran hacia arriba y la saludan con la mano. Le gritaba algo pero ella no entiende qué, y aunque entendiera no podría gritarles una respuesta, porque despertaría a su madre, que hace la siesta en lo que fue el establo y es ahora la vivienda de los caseros. Ella desliza sus dedos entre las plumas sedosas de la lechuza madre y el animal, jugando, le picotea apenas el dorso de la mano. Ella sabe que, si quisiera, la lechuza podría arrancarle un pedazo de mano, porque la vio en ocasiones destrozando ratas y dándoles pedazos a los pichones.

A causa del calor que impide pensar, que irrita y da ganas de estar inmóvil y de pronto de romper, o de gritar, en la calle están solo los travestis. Y a pesar de esa soledad y del silencio, interrumpido apenas por los ladridos de los perros allá abajo, lejos, o por el crujido de las maderas, a ella le parece que el aire tiene ojos. Unos ojos enormes, sin cuerpo, que la miran acechantes, esperando que ocurra algo malo, que se derrumbe el piso, por ejemplo, o que su madre aparezca de repente.

Los travestis, uno negro y otro morocho, flacos y altos los dos, agitan las manos y le gritan algo, la llaman tal vez. Ella les dice “las chicas”. La primera vez que la saludaron ella respondió: -Chau, chicas porque le había preguntado a su madre quiénes eran esas dos personas raras, nuevas en el barrio, y ella le había explicado que eran dos muchachos que se disfrazaban de mujeres para divertirse. Después había visto en la tele que había muchos como ellos, que se llamaban travestis. En el barrio, en cambio, les dicen “las traviesas”. Viven en una choza al lado del arroyo y todos los días van a trabajar a los hornos. Pero ella no puede imaginarlos con el torso desnudo y un trapo mojado atado a la cabeza, como su padre.
 – Pero si nozotrazemo coza de mujere, tezoro. Lavamo, zebamo mate–  le habían explicado. La cuestión fue que los travestis se enojaron. Mocosa de mierda le dijeron. Qué cómo chicos, si no veía que eran chicas. Ella les pidió disculpas, les dijo que se había equivocado, y desde entonces eran sus amigos. Mejor dicho sus amigas. Y desde que terminaron las clases se había escapado casi todas las tardes para ir a jugar a la casa de ellas, mientras su madre y su hermanito dormían la siesta y el padre trabajaba en el horno.

A sus padres les gustaba cuidar el castillo, aunque se preguntaban qué harían si los herederos lo vendían, o si se deterioraba al punto de tener que demolerlo. No conocían a los herederos, pero una vez por mes venía el administrador a traerles el dinero para la luz y la garrafa de gas. A veces alguna maestra llegaba para pedirles a sus padres que le permitiesen visitar el castillo con los alumnos, o con alguna compañera. Entonces su papá iba hasta la terminal de ómnibus a llamar al administrador por teléfono para que autorizara la visita. El administrador siempre contestaba: – Sí, para los herederos va a ser un honor – Y venía la maestra, a veces con un  grupo de alumnos pero en general con una o dos compañeras. Si venía con los chicos no podían subir a los pisos altos, porque el administrador decía que era peligroso. En cambio cuando venían solas, ella y su papá o su mamá las precedían por las escaleras señalándoles por dónde debían caminar. Esas visitas duraban mucho tiempo.

Las maestras se detenían frente a todos los cuadros que mostraban cómo era el castillo hace más de cien años, miraban las patas talladas como garras de leones de la mesa del comedor, exclamaban o suspiraban frente a la vasta cama matrimonial, se miraban sorprendidas en la luna ajada del ropero de roble como si viesen a otra, a la señorita de los retratos, la de bucles, los labios obstinados,vestido blanco con mangas abullonadas a los hombros y canesú plisado. El administrador decía que había languidecido y se había suicidado. No se sabía porqué, o era un oscuro secreto familiar. A ella la palabra “languidecer” le recordaba a las anguilas largas, flacas y resbaladizas del arroyo, también a una anguila colgada de un gancho en el galpón y a su madre quitándole la piel.  – No la piel, el cuero – decían sus padres. Pero cuando ella pensaba la frase era: “una anguila colgada de un gancho en el galpón y mamá le quita la piel”. Cuando había hecho alguna travesura y mamá la corría con el cinto gritando : – ¡Te voy a despellejar viva! – le venía el horror nunca mitigado de la escena donde su madre despellejaba una anguila. Y si bien sabía que su madre no le haría eso, dudaba y corría enloquecida esquivando cintazos como una anguila que languidece de dolor.
La señorita del retrato había languidecido y se había arrojado desde este balcón. Seguro que quiso volar y no supo cómo. Se le ocurrió que, si las anguilas supieran volar, no las despellejarían, y la sorprendió pensar en la señorita y en la anguila como si fueran lo mismo.
Cuando llegaban al segundo piso, el último, las maestras se apuraban, jadeantes, hasta el balcón. Miraban hacia el arroyo como si no vieran las casuchas de la ribera y el agua verdosa, pestilente. Parecían ver sólo campos ondulantes y montes oscuros cruzados por un arroyo ancho como un río.
Cuando va a jugar a la casa de las chicas, mira el balcón del segundo piso del castillo y trata de imaginarse a sí misma allá en lo alto, mirando a lo lejos como si esperase a alguien que no va a llegar, quieta y silenciosa como las lechuzas. Y mientras mira hacia arriba una de ellas, Ivette la negra o Fanny la morocha, le pasa la mano por el pelo y le pregunta qué está pensando. Entonces ella cierra los ojos y le dice: _ Yo una vez volé desde aquel balcón. Fue así: era de noche y todos dormían. La lechuza madre nos miró, a los pichones y mí. Después voló y miró hacia atrás. Los dos pichones la siguieron. Yo me paré en puntas de pie en la baranda, abrí los brazos y volé. _
Las manos grandes de Ivette o de Fanny resbalan hacia su nuca húmeda mientras dice: – No digas mentiras– . El otro replica: – No miente, debe haber soñado– . Ella piensa: No fue un sueño. Volé de verdad. Son estúpidas. Son hombres vestidos de mujer, les gusta jugar a la casita y que yo haga de bebé y les diga mamá mientras me acunan. No entienden. No saben lo que son, nunca van a saber. La señorita quiso volar y no sabía. Yo sí sé.
Desde el balcón ve cómo las chicas, al sol,  cansadas de gritar y hacerle señas, caminan dando la vuelta. Pasarán frente al portón de entrada, tomarán el camino de los álamos, llegarán a su choza frente al arroyo. Pondrán a descansar los pies maltratados en una palangana con agua y sal gruesa, tomarán mate amargo mientras se preguntan porqué la nena no quiso ir a jugar.
Ella, mientras tanto, oirá crujir las maderas bajo pasos amenazantes en el piso de abajo. Luego mirará a la lechuza madre y adivinará, en sus malignos ojos quietos, un urgente deseo de volar.

María Inés Mogaburu