El juego de los cautos
Prólogo
“El juego silencioso de los cautos”
En los últimos años, parecerían haberse renovado los asedios al policial, particularmente desde áreas de investigación ajenas al campo literario. ¿Por qué ese interés? O mejor: ¿Para qué esa preocupación? La literatura, aún con toda la eficacia que ha perdida en la batalla con los medios masivos, es una poderosa máquina que procesa o fabrica percepciones, un “perceptrón” que permitiría analizar el modo en que una sociedad, en un momento determinado, se imagina a sí misma. Lo que la literatura percibe no es tanto un estado de las cosas (hipótesis realista) sino un estado de la imaginación. Si se pudiera parafrasear a los poetas, habría que decir: “Yo percibo una forma que no encuentra mi estilo”. Si todavía se lee, si todavía existen consumos culturales tan esotéricos como los libros es precisamente porque en los libros se busca, además del placer, algo del orden del saber: saber cómo se imagina el mundo, cuáles son los deseos que pueden registrarse, qué esperanzas se sostienen y qué causas se pierden. Pero además de todo esto, la máquina literaria fabrica matrices de percepción: ángulos, puntos de vista, relaciones, grillas temáticas, principios formales. Lo que se perciba será diferente según el juego que se establezca entre cada uno de los factores que forman parte de la práctica literaria. El policial, naturalmente, es una de esas matrices perceptivas.
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¿Qué hay en el policial para llamar la atención de historiadores, sociólogos, psicoanalistas y semiólogos? Nada: apenas una ficción. Pero una ficción que, parecería, desnuda el carácter ficcional de la verdad. Y entonces, estamos en problemas. O una ficción que parecería, preserva la ambigüedad de lo racional y de lo irracional, de lo inteligible y lo insondable a partir del juego de los signos y de sus significados. Y entonces, estamos en problemas. O una ficción que, parecería, sirve para despojar a las clases populares de sus propios héroes al instaurar la esfera autónoma (y apolítica) del delito. Y entonces, alguien está en problemas.
Convendría destacar aquí dos razones por las cuales el policial es interesante. Una de ellas es estructural: tiene que ver con la lógica de su funcionamiento y su consecuencia más importante está en las percepciones que autoriza y que bloquea. La otra responde más bien a su evolución histórica: tiene que ver con la lógica de su evolución (y su función social) y su consecuencia más importante es la progresiva generalización y abstracción de sus características.
Empecemos por la segunda. Si el policial suscita la atención de teóricos en principio ajenos a la literatura es porque se trata de un género que desborda, desde su propio comienzo, los límites literarios. Más aún, el material discursivo a partir del cual el género policial es posible precede a la literatura policial. se trata de las crónicas: El misterio de Marie Rogêt, uno de los tres cuentos de Edgar Allan Poe que codifican el modo de funcionamiento del cuento policial, no es sino una lectura pormenorizada de crónicas policiales, a partir de las cuales, se supone, el narrado “descubre” la verdad de los hechos[1].
La crónica policial precede al género policial, pero el género policial no procede de la crónica sino de la dinámica interna de la serie literaria. Esta relación complicada tal vez explique el factor expansivo del género policial y la rapidez con que consiguió imponerse en otros campos culturales (estéticos o no). El modelo de funcionamiento de la literatura policial ha llegado incluso a alcanzar estatuto epistemológico: basta pensar en el “Seminario sobre La carta robada de Jacques Lacan o las recientes intervenciones de Thomas Sebeok y Umberto Eco. Por otro lado la política, cada vez más, adopta la estructura policial: “el juego silencioso de los cautos”, que se juega a puertas cerradas y entre un limitado número de jugadores.
Hablar del género policial es, por lo tanto, hablar de bastante más que de literatura: por lo pronto de películas y de series de TV, de crónicas policiales, de noticieros y de historietas: lo policial es una categoría que atraviesa todos esos géneros. Pero también es hablar del Estado y su relación con el Crimen, de la verdad y sus regímenes de aparición, de la política y su relación con la moral, de la Ley y sus regímenes de coacción.
Habría, además, un interés “popular” por el crimen (como señalan Foucault y Barthes) que vendría a suscitar la multiplicación de “casos policiales” (el “caso policial” es un hecho discursivo: la multiplicación de la que hablamos también es de ese orden).
Si es cierto, en efecto, que el género policial se dispara hacia la epistemología, es cierto además que se derrama hacia la prensa amarilla y ese doble sentido de su multiplicación adquiere diferentes significados.
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La otra razón que vuelve interesante el policial es estructural: el policial es un relato sobre el Crimen y la Verdad. Es en este sentido que el policial es además el modelo de funcionamiento de todo relato: articula de manera espectacular la categorías de conflicto y enigma sin las cuales ningún relato es posible. Cualquier relato, cualquier texto es una determinada ecuación de tantas acciones distribuidas de tal modo y tal enigma resuelto a partir de tantos hermeneutemas.
Se trata de un algoritmo sencillo que se ha generalizado rápidamente hasta hacer perder de vista sus propias condiciones de existencia, de las que se hace abstracción: cuando una película resulta “lenta”, cuando una novela parece “aburrida”, cuando se habla de la velocidad narrativa (más allá del género de que se trate), es porque se está pensando en esas categorías y en una distribución más o menos ideal de las cantidades que se relacionan con ellas.
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El hecho de que el policial se articule siempre a partir de una pregunta cuyo develamiento se espera, plantea consecuencias importantes tanto respecto de las operaciones de lectura como respecto de “la verdad” del discurso.
El relato clásico, parecería, tiene su condición de existencia en la cantidad de preguntas que plantea y el tiempo que tarda en resolverlas: en ese sentido el folletín y otras variedades discursivas con él relacionadas son un punto de exasperación del modelo: las respuestas se dilatan de entrega en entrega.
Pero además la verdad pertenece al mismo universo de las acciones que el relato cuenta. Ninguna verdad, parecería, puede leerse en otro nivel textual que no sea la verdad de los hechos. Así, se cancela la verdad como un cierto efecto del trabajo de la enunciación discursiva (o de la retórica textual: detrás del texto, nadie habla). Más allá de las acciones, más allá de los enigmas de la trama, no hay verdad. Se trata de una ideología del discurso que pretende para sí una cierta inocencia, que pretende que el lector no someta a prueba de verdad sino aquello que el discurso (literario o no) quiere.
La entrega a este pacto de lectura puede ser más o menos inocente cuando se trata de una variedad arquetípica del género, pero se complica fuertemente cuando se trata de géneros no evidentemente literarios (no evidentemente ficcionales): el caso del discurso histórico y de la crónica periodística, por ejemplo.
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Si hay verdad (y no importa de qué orden es esa verdad), debe alguien encargado de comprenderla y revelarla al lector. Es el caso del detective, que es un elemento estructural fundamental en la constitución del género. El detective, como señala Lacan, es el que ve lo que está allí pero nadie ve: el detective, podría decirse, es quien inviste de sentido la realidad brutal de los hechos, transformando en indicios las cosas, correlacionando información que aislada carece de valor, estableciendo series y órdenes de significados que organiza en campos: ¿cómo no iba a leer Lacan allí la presencia del psicoanalista? ¿cómo no iban a leer Eco y Sebeok, allí, al semiólogo?
Paradigmáticamente, el chevalier Dupin de Poe es el que puede ver lo que nadie. Otros escritores disimularán esa jactancia del detective mostrándolo como el que tarda en ver, pero finalmente ve, lo evidente. Es el caso del Marlowe de Chandler, y esa es una de las razones por las cuales, seguramente, se ha hecho célebre: como el hombre común, Marlowe tarda en darse cuenta. Pero finalmente sabe.
Si hay verdad, entonces, y hay alguien responsable de la aparición de es verdad, es porque el sentido es posible. O mejor aún: es porque los signos son inevitables y su significado, a veces oscuro, puede y debe ser revelado. La literatura policial instaura una paranoia de sentido que caracteriza nuestra época: los comportamientos, los gestos y las posturas del cuerpo, las palabras pronunciadas y las que se callan: todo será analizado, todo adquirirá un valor dentro de un campo estructural o de una serie. Se trata de la semiología que, como teoría de la lectura, se aproxima cada vez más a la máquina paranoica de la literatura policial.
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La otra variable que define el policial es, naturalmente, la Ley entendida en un arco que va desde las posiciones más formalistas (el caso de la novela policial inglesa) a las más sustancialistas (la novela negra norteamericana). Que haya Ley no significa que haya Justicia o Verdad. Simplemente garantiza que hay Estado, un nivel cada vez más formal en las sociedades contemporáneas. Que haya Estado es una hipótesis garantizada no tanto por la sustancia de la Ley como por su forma, por su carácter formal. En la medida en que el detective permanece al margen de las instituciones de Estado[2], y hasta se les enfrenta, su estatuto será cada vez más sustancial y menos formal. A la legalidad formal de la policía (siempre predicada por la inepcia), el detective opone la legalidad sustancial de su práctica parapolicial, sólo sujeta a los valores de su propia conciencia.
Si se analizan con cuidado los géneros periodísticos se advertirá un funcionamiento similar: el cronista es uno de esos héroes de la verdad moderna cuyo objeto es la imposición de sentido, aún (o sobre todo) cuando el sentido no sea perceptible para nadie. El caso particular de la crónica policial muestra, precisamente, todas las tensiones que la convivencia de dos sistemas de Ley y de Verdad (la de la policía, la del periodista) plantea.
Si es verdad que existe una “policía discursiva” como quiere Foucault, esa policía opera no sólo cuando decide qué cosas pueden ser dichas y cuáles no, qué cosas pueden ser verdaderas y cuáles no, sino en la imagen heroica y gloriosa de los buscadores de verdad, cuyo modelo de funcionamiento toda una sociedad acepta, ya sea en el acotado campo de la ficción literaria o en el vasto mundo de la prensa escrita.
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Verdad, Ley, detective. Conflicto y enigma... He aquí todo lo que el policial muestra. En sí, el género es un dispositivo empírico para pensar las relaciones entre el sujeto, la Ley y la Verdad que deviene modelo general de funcionamiento discursivo: de Poe (leído por Benjamín) al caso Giubileo, de Chandler (leído por Jameson) a la teoría psicoanalítica, se trata siempre de lo mismo. Una ficción, apenas. Pero cuando los límites de esa ficción se nos imponen como los umbrales de la verdad, estamos en problemas.
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Cualquier teoría (toda teoría) de los géneros discursivos plantea una esfera de mediaciones entre, digamos, la totalidad de lo social y el sentido de un texto en particular. Toda mediación supone la lectura con arreglo a un sistema de referencias que garantizarían la “objetividad” del sentido y una cierta regularidad de sus formas. Si el género es una mediación entre el texto particular y el sistema global de producción de sentido habría que determinar primer cuáles rasgos del género encarnan qué cosas de ese sistema global. En este caso, por ejemplo: manifestación de qué cosa sería una organización (mas o menos rígida) alrededor del par conflicto/enigma.
Una opción semejante tiene consecuencias teóricas y metodológicas de capital importancia para el análisis discursivo. Aquí diremos, por el contrario, que “un texto no pertenecía a ningún género. Todo texto participa de uno o varios géneros, no hay texto sin género, siempre hay género y géneros, pero esta participación no es jamás una pertenencia”.
Frecuentemente se ha entendido la producción de la industria cultural como producción masificada, serializada. Es verdad. Pero no menos cierto y paradójico es que se trata de una producción en serie de puras diferencias (y he aquí lo que distingue un régimen de producción de sentido meramente burgués de uno masmediatizado). La producción discursiva produce individualidades y no regularidades. La lectura, a posteriori, construye regularidades (en relación con determinada pedagogía). Pero se trata de otro proceso y conviene considerarlos separadamente.
El género, entonces, como una matriz de transformaciones discursivas. Los valores semánticos de esas transformaciones variarán respecto de un conjunto de variables que sobredeterminan la producción textual: la dimensión imaginaria, las circunstancia espacio-temporales, en fin: la Teoría de la Enunciación y sus parientes.
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¿De qué índole son los conflictos que cuenta el policial? Necesariamente, se trata del delito. Principalmente, se trata del crimen. Para que haya policial debe haber una muerte: no una de esas muertes cotidianas a las que cualquiera puede estar acostumbrado )si tal cosa fuera posible), sino a una muerte violenta: lo que se llama asesinato. Es curioso, para que un relato comience, para que una o dos lógicas temporales se pongan en movimiento es necesario un suceso, un conflicto extraordinario. Como si la ficción no pudiera existir sino al amparo de la diferencia (ya no ontológica sino semiótica) respecto de la vida cotidiana, como si la verdad que se pretende articular alrededor de la muerte necesitara un desencadenante casi irreal en la conciencia del lector: ¿cuántos, en efecto, de quienes consumen ávidamente relatos sobre crímenes han estado alguna vez cerca de uno?
Nada de pequeños comportamientos, nada de conflictos que cualquiera podría vivir o padecer. El policial desdeña, incluso, los delitos más o menos frecuentes, el robo de una cartera, una mujer arrojada a las vías del tren, una masacre política, el robo de un pasacasete o de un electrodoméstico. El mundo del policial es el mundo de la muerte sórdidamente estetizada (y automatizada). Es que, como seña Foucault, se trata de una literatura que separa el crimen de las clases y que separa al criminad de sus semejantes. Naturalmente: el asesino es siempre un Otro con independencia de sus condiciones de existencia. En los grandes casos policiales, inclusive, la víctima es investida de estas características. Parecería que la crónica policial debe heroificar a la víctima (y sacarlo por lo tanto, de la cotidianidad) para poder construir el caso policial.
La muerte es real. La enfermedad es imaginaria. El crimen, parecería, es del orden de lo simbólico. El carácter completamente fantasmático de las ficciones policiales, su irrealidad ejemplar y los decorativos telones psicológicos o sociológicos contra los que se recorta lo único que importa (el crimen y su develamiento) muestran hasta que punto el policial es una máquina de lectura: hay un signo privilegiado (la muere violenta de alguien) y un proceso de comprensión de ese signo. En realidad, ni siquiera hay un signo: hay un cadáver, un muerto, varios muertos, una desaparición, en fin: algo del orden de lo real que rápidamente el género semiotiza.
Así como las antiguas religiones semiotizaron la muerte con arreglo a un paradigmas más bien irracionales (“es el llamado de Dios”), el policial semiotiza la muerte con arreglo a un paradigma pseudocientífico, tal como Brecht observó tempranamente.
La única garantía que exhibe el policial es ésta: mientras hay muerte (y ese parece ser el caso) habrá relatos.
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Todavía más sobre el crimen, se trata de un conflicto casi siempre contado a partir del eje del deseo y la pasión, aún en los casos más “duros” del género: siempre se trata de secretos, terrores, angustias no dichas, infamias indescriptiblemente toleradas, proyectos absurdos y fantasiosos. Sólo se mata por un desorden del espíritu. El crimen es excesivo: una pasión excesiva, una ambición excesiva, una inteligencia excesiva llevan a la muerte. Nunca se trata de la política, aún cuando la política aparezca como uno de esos telones sociológicos que verosimilizan la trama. Claro que si: hay novelas de espionajes y thrillers políticos. Pero los mejores ejemplos escapan por completo al género policial. el asesinato político (Kennedy, Rucci, 30.000 desaparecidos) rara vez aparecerán en las páginas policiales de los diarios, por ejemplo.
La teoría de la verdad del policial no es, en definitiva, materialista, sin psicoanalítica, como muy bien sospechó Lacan. En “La carta robada” hay un delito propiamente político. Su resolución, sin embargo, es por completo ajena a la política. La famosa carta, de cuyo contenido casi nada sabemos, es recuperada bajo el aspecto de una carta de amor: la política transformada en pasión. Ese proceso es constante en el policial.
Si algo debería quedar claro es que el policial constituye una mitología que, mutatis mutandis, oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Poe percibió algo y generó un modelo formal para contarlo: el individuo y la masa, la cuestión de la propiedad y el espacio, la justicia y la verdad, lo público y lo privado, en fin: una topología, determinados personajes, una lógica de la verdad y una lógica de las acciones. Como observa McLuhan, Poe fue el primero en el campo de la literatura: pero el mecanismo estaba ya allí como lógica de funcionamiento del mercado y, especialmente, como lógica de la producción cultural. si por algo interesa el policial es porque concentra bien un conjunto de determinaciones que afecta a toda la cultura: el estatuto del crimen resulta fundamental porque, parecería bloquea las respuestas estereotipadas que durante siglos la astucia de la razón ha acuñado. Bloquea esas respuestas o las lleva aun punto de exasperación que las exhibe como estereotipos. El “caso criminal” pone en escena las razones imaginarias que los hombres esgrimen para relacionarse, imaginariamente, con sus condiciones de existencia.
Todo esto (o nada de esto) es el policial en las perspectiva de los textos reunidos en esta antología. Se trata de posiciones más o menos clásicas y, como podrá comprobarse, en todos los casos importa menos el análisis estrictamente literario que el análisis de los procesos de producción de sentido. No se han incluido los textos técnicos sobre la literatura policial (de Poe a Patricia Highsmith) por esa misma razón. A lo largo de esta introducción se ha hablado de policial para designar indistintamente a las variedades literarias y periodísticas del género, cosa que no sucede en la mayoría de los textos antologizados. El primer capítulo examina el régimen de producción de verdad del policial, el segundo reúne una serie de textos sobre los fundamentes históricos, sociales y políticos del género, el tercero plantea algunas cuestiones sobre los procesos específicamente discursivos y el cuarto está centrado en la crónica policial, con un extenso apéndice documental sobre el caso Giubileo. Se han introducido nota aclaratorios en los textos cada vez que fue necesario. Esas notas están debidamente identificadas con la sigla (NC). Las notas que no tengan esa identificación son notas del autor de que se trate.
Agradezco a mis compañeros de trabajo de las cátedras de Semiología en CBC y de Teoría y Análisis Literario en la Facultad de Filosofía y Letras por las valiosas y desinteresadas sugerencias y especialmente a Carlos Gamerro y Andrés Di Tella por haberme abierto sus bibliotecas.
Daniel Link
(Escritor y profesor universitario)
El juego de los cautos La literatura policial: de Poe al caso Giubileo,
Daniel Link, compilador.
La Marca, 1992
[1] Hay que tener en cuenta que en Poe se da no sólo el momento fundacional del género sino también su clausura. En “El misterio de Marie Rogêt asistimos al proceso de develamiento del enigma, pero la solución no se nos entrega. La pregunta básica del policial no cierra nunca, como ocurre, sistemáticamente, con los grandes casos policiales.
[2] Obviamente, la relación no es tan simple. Para mayores precisiones ver Althusser, Louis. Ideología y aparatos ideológicos de Estado, un texto clásico al respecto. Recuérdese que Althusser señala que el aparato represivo de Estado no es ni puede ser objeto de lucha, porque lo único que se puede hacer con él es abolirlo.
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