viernes, 28 de febrero de 2014

Kafka



El silencio de las sirenas

 
Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:
Para guardarse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizás alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con inocente alegría.
Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equiparse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.
Ulises, (para expresarlo de alguna manera), no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él se hallaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo mas acerca de ellas.
Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían parecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.
La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.




Franz Kafka


Texto digitalizado:
OBRAS COMPLETAS – FRANZ  KAFKA
 EDITORIAL TEOREMA –VISIÓN LIBROS
Impreso en España, 1983


Siempre habrá poesía









IV

No digáis que agotado su tesoro,
De asuntos falta, enmudeció la lira;
Podrá no haber poetas; pero siempre
Habrá poesía.

Mientras las ondas de la luz al beso
Palpiten encendidas;
Mientras el sol las desgarradas nubes
De fuego y oro vista;

Mientras el aire en su regazo lleve
Perfumes y armonías;
Mientras haya en el mundo primavera,
¡Habrá poesía!

Mientras la ciencia a descubrir no alcance
Las fuentes de la vida,
Y en el mar o en el cielo haya un abismo
Que al cálculo resista;

Mientras la humanidad siempre avanzando
No sepa a do camina:
Mientras haya un misterio para el hombre
¡Habrá poesía!

Mientras sintamos que se alegra el alma
Sin que los labios rían;
Mientras se llore sin que el llanto acuda
A nublar la pupila;

Mientras el corazón y la cabeza
Batallando prosigan;
Mientras haya esperanzas y recuerdos,
¡Habrá poesía!

Mientras haya unos ojos que reflejen
Los ojos que los miran;
Mientras responda el labio suspirando
Al labio que suspira;

Mientras sentirse puedan en un beso
Dos almas confundidas;
Mientras exista una mujer hermosa
¡Habrá poesía!





Gustavo Adolfo Becquer
Rimas, Buenos Aires, Editorial Sopena, 1963





domingo, 23 de febrero de 2014

Mariano Fiszman

Dpto. 3


Desde que murió la madre, Vidal era solo. Así decían con doña Carla: nosotros, los que somos solos. Dos veces por día, Doña Carla iba a ponerle inyecciones. Le llevaba la Crónica, le daba píldoras pisadas con las primeras pupilas, lo cambiaba, hablaban del tiempo. De mañana era como un despertador; cuando ella entraba en la casa, él abría los ojos. Pero esa mañana Vidal había soñado que tenían que volver a operarlo, y lo despertó un goteo y Doña Carla no estaba.

Fue cayendo del sueño en cámara lenta, caía sin fin a través del tul del calmante. Capas de tules que ondulaban y se hundía embolsándolo. El aire era un paracaídas de gasa. Hasta cuándo iba a caer, adónde. Abrió los ojos. La luz de un relámpago lo iluminó. Vidal reconoció su pieza, el cubo oscuro olor a gasa y desinfectante, el ruido de la lluvia sobre las chapas. El vidrio de la ventana vibraba. Hundió otra vez la cabeza en el agua del sueño y un trueno lo volvió a sacudir. Vio el cielo eléctrico. La noche anterior Doña Carla se había olvidado la persiana abierta, la iba a reprochar cuando llegara. ¿O se lo había dicho él: No me cierre? ¿Se lo dijo o le parecía ahora, un poco arrepentido, por el miedo a que la lluvia no la dejara llegar? Se acordaba de haberse dormido tarde, como siempre, con las muelas apretadas y haciendo muecas. Los párpados entreabiertos dejaban una ranura, ahí bailaba la pupila del clip del sueño. Después los truenos, la lluvia, las primeras hebras de aguas rápidas por las canaletas… no había sentido nada. Estaba como velado. Enfrente los relámpagos. En la mesita de luz, la radio ronca poca pila. Quiso girar para ver el reloj pero la piel de la espalda escarada, el brazo dormido, los puntos, la trampa de su cuerpo de pez náufrago en la orilla.

Se había ido a internar el catorce. El dieciséis lo operaron, el veintidós volvió a casa. Contó los días, las visitas de Doña Carla, la escala empezaba y terminaba en el mismo pulgar, la música de las cuentas lo tranquilizaba. Iba a ser la décima vez que la escuchaba luchar con la puerta de calle, puerta achatarrada, papa para los vientos, y acercarse por el pasillo largo cargando con el peso de su cadera y la bolsa hecha de sachets con la Crónica y medio zapallo, una botella de agua, algodón. Cuando dejaba de ojotear, venía la llave. Adentro, descalza, las plantas duras rajeadas sobre el frío de la baldosa, Vidal la oía poner a hervir a baño maría aguja y jeringa: el canto bajo metálico, el cuchareo, el cajón, la canilla, captaba cada paso de la operación con su oído de tísico o perro echado esperando verla aparecer con el estuche de acero inoxidable, la sonrisa y las cejas rojas proa al cielo raso mientras preparaba el pico, ya le había dado buenas o buenas buenas desde la escalera con su voz chillona y dulce, un saludo para la mañana y otro para la tarde, nueve visitas en total desde el día en que volvió del Policlínico en una ambulancia con la radio demasiado fuerte y el enfermero y el chofer a los gritos y para colmo fumando. Le había dado un vahído en el viaje que sintió que no podía respirar, veía todo borroso. ¡Socorro! La radio en la cabina le tapaba la voz. Después lo entraron a su casa a empujones dejándole hematomas en una mano y arañazos de bulón de la camilla en una puerta del bahut finamente enchapado en caoba, y se fueron sin parar de gritarse ni de fumar. No esperaron propina, no cerraron la puerta, no levantaron las macetas volcadas en el pasillo, como si nada de él existiese.

Solo, se acordó del sueño que había tenido durante la anestesia: alguien golpeaba la puerta y él no podía ir a atender. Estaba recién operado. Quien era. ¿Era un inspector? ¿Él o el de la puerta? No puedo ir a atender, gritaba. Tampoco quería decirle al otro que se encontraba convaleciente. El otro era un hombre. ¿Está bien?, le preguntaba. Diez puntos. El hombre golpeaba. Déle, déle, decía Vidal, puro roble. Oía los golpes cada vez más fuertes con una sonrisa canchera hasta que se le ocurría, en un desdoblamiento de sí mismo en el fuelle del sueño, que se los estaban dando los médicos para revivirlo. Quería gritar pero no le salía la voz. De pronto el hombre estaba delante suyo. Era un inspector joven, uno que había visto por el barrio antes de internarse. Lo había reconocido inmediatamente por el saco raído y con aureolas y la carpeta negra pegada al pecho, por las arrugas de la nariz asomando por la cortina de tiras plásticas del almacén.  Vine en representación del cuerpo municipal, explicaba. Era el intendente. Hablaba del cuerpo con un discurso vago, a veces elogioso y a veces amenazador. A ti, Lázaro, me dirijo, fue la única frase que le quedó del sueño, lo demás se deshizo en murmullos. Al abrir los ojos, Vidal vio las mamparas plásticas blancas que rodeaban su cama y la sombra borrosa de una enfermera pasando por atrás, el bulto de sus pies en la otra punta, las manijas, una mesita sin revistas ni flores, encima de la silla su bolso con un par de pijamas y la radio portátil.

Desde que había vuelto a su casa, dormir era una tortura. No por las molestias. Estaba débil pero no cansado, tampoco fresco ni mucho menos, más bien exhausto de no moverse, esperar a Doña Carla y más nada. El tiempo era para él un territorio despoblado y liso. Dormir, medicarse, pasar la vista por los rincones, por la sexta que mancha, tráfico de recuerdos. Aparte incómodo con esa primavera, el techo frío de mañana y muy caliente a la tarde, el rollo de cobijas, la pelusa de los plátanos venido demasiado grandes le picaba en la garganta, no estaba seguro de que no entrara pelusa por una raja o ventiluz, los últimos gobiernos municipales no podaban nunca, lo habían jubilado y al mismo tiempo dejaron de ocuparse de todas sus necesidades, lo habían abandonado a su suerte, lo único que le quedaba era una cama en el Policlínico y había tenido que estar de últimas para que se la dieran.

De tanto mirar por la ventana oscura forzando los ojos empezó a distinguir la silueta de los plátanos de Thames; con cada ráfaga agitaban sus ramas largas como cuellos de jirafas. Las vio asomarse a las ventanas abiertas, buscándolo. Motas, hojas mojadas aleteantes, ganas de estornudar: apoyó una mano sobre el vendaje con los puntos. Se había levantado viento, y aunque la lluvia era más fuerte que antes, gotas más grandes y más decididas, el viento igual la tenía de los pelos y le daba contra los vidrios, zum, contra las ramas, y a él le daban más ganas de estornudar viendo el remolino que se levantaba en la pieza cuando afuera se encendía un segundo, cegadora, la guerra de rayos sin cese.

De chico, las noches de tormenta se acostaba inquieto y la madre se quedaba horas en el borde del colchón. Sus yemas ásperas por el agua de lejía y las agujas rozaban su frente, su nariz, su cuello, sus orejas, sus labios, manos lentas como los caracoles que de noche salen de las macetas y suben por las paredes del pasillo dejando un rastro de plata, ni pastillas ni leche tibia ni tizanas, lo que le calmaba era su voz. Vidal dormido, ella se sentaba a la máquina o salía a la terraza. ¿O todavía no era a máquina, manual, que cosía su mortaja a crédito? Había sido chico tanto tiempo. Varias veces durante la noche ella volvía a subir, siempre intemperie, siempre haciéndole frente a los relámpagos, el saquito sobre los hombros, el rodete, las canas prematuras, la joroba, iba a dormir a través del sueño de su hijo hasta asegurar el nacimiento de la luz en la terraza.

Doña Carla de la madre algo tenía. Como a la madre, a ella tampoco se animaba a preguntarle algunas cosas. Sobre los hijos que no la iban a ver, de los que hablaba poco, y cómo habían llegado. Sobre otros hombres, atrevido a incluirse él como hombre entre otros. Si se habían visto en total diez veces, nueve más una antes de la operación, de esa tarde su familiaridad al entrar por primera vez a la cocina, cuando enjuagó dos tazas puso la pava y bajó la lata de Canale como si la hubiera dejado ella en ese estante de la alacena mientras Vidal espiaba todo desde el respaldo de su silla dolorida.

El día que se iba a internar pasó por lo de Doña Carla. Ella vivía en una cuadra más baja, más peligrosa. Fue con las llaves esperando que le dijera que le vaya bien, pero no la encontró. La primera mujer a la que le daba las llaves de su casa, iba a ser a través de otro, un vecino que apestaba a Uvita. Vidal lo conocía, era hijo de un antiguo bicicletero del barrio, años que comía y en especial tomaba del juicio al dueño del camión que atropelló a la bicicleta del padre por Juan B. Justo, había que darle oído por limosna. Roto el aire ritual de la entrega decidió caminar hasta la parada del 106, no taxi, se sentía chato. Lo afligía la argollita con las dos llaves sin llavero ni adornos, el juego que había sido de su madre en el bolsillo sucio del pijama del otro.
Ya era hora de oír esas llaves agujereando su puerta. A veces le parecía sentirlas. Las manos de Doña Carla no temblaban para abrir ni para inyectarlo, firmes, no como las suyas; ella usaba guantes ajustados de piel dura, con manchas, nervuda y uñas romas.

Sin poder girar la cabeza, estiró el cuello buscando la hora. Más le costaba y se esforzaba por acercarse al reloj, menos fuerte lo oía. Afuera empezaba a haber un poco de luz, la salpicadura de una gota de gris en el tacho de la noche, ahora los plátanos apenas más oscuros que el cielo. Encima de las copas se estaba armando algo. Moretones de nubes sucias, mal anuncio. Se va a descomponer el tiempo, le había dicho Doña Carla a la noche, antes de irse, con la seguridad que le daba ese crujido en esa articulación y un resto de instinto de su infancia en el campo, atender al viento, al olor del aire, al humor de los animales y de los insectos, ¿y no le había preguntado después, con dulce humildad: Le cierro? ¿Y él, que había dicho? Ahora el detalle de la persiana resultaba muy importante, lo principal de que viniera, más que verla, más que recibir la medicación. De última los agarraría el agua con ella adentro, pero necesitaba saber por qué no había cerrado, y también qué hora era. Se le estaba acalambrando la nuca ¡Hasta para enterarse de la hora la necesitaba! Lo único que podía solo era sostener la Crónica y esperar el pinchazo y mirar ese rincón de la pieza que olía a muebles apolillados, a tinta, a alcohol, a meo.

La única mano que le respondía palmeó el colchón con fastidio.

De pronto los truenos empezaron a traer una vibración nueva. Se descargaban con saña sobre el nervio de la casa. Los rayos eran espadas de mago que la atravesaban. Vidal apretó fuerte los párpados y se encogió. Su impaciencia disuelta como el berrinche de un chico viendo venir caballos desbocados, y otro trueno, y una descarga de gotas gruesas contra las chapas, menos grave que el granizo pero compacta. Lo va a romper, dijo en voz alta sin oírse. Encajó la cabeza abajo de la almohada, un vértice fibroso de fibrocemento podía atravesar su cabeza y el colchón y clavarse de punta en el piso de tablas. La ventana temblaba y se sacudía por los golpes de agua. Tuvo miedo de que se abriera sola, de no volver a verla, ¡trizas!, a través de la funda goma espuma vio la luz de un rayo rápido, una garra que iluminó todo y se escapó apurada, como si atrás viniera algo todavía peor. El viento inflamó la pieza y la presión estuvo a punto de hacerlo explotar. Se hizo el vacío. Por un segundo la quietud en el interior y la falta de peso en el aire silenciaron la tormenta. Sólo se oía el silencio, y crujir las vigas. Se ancharon antiguas grietas de la pared y escupieron un polvo de revoques. Vidal sintió que se despegaba de la cama. Se estaba elevando. Asomó la nariz de abajo de la almohada y quiso abrir los párpados, entonces le cayó encima el Trueno.

La casa corcoveó, sacudida en su cresta de estruendo.
El Trueno tapó todos los relojes, latidos, gritos, súplica, demasiado estupor para el llanto. Desmayo.

Mariano Fiszman
Capítulo inicial de Muñecas 970, El 8vo. Loco, 2009

Mariano Fiszman nació en Buenos Aires en 1965.

Muñecas 970  ─su segunda novela─ es la historia de un viaje río arriba. Comienza la noche en que el Trueno estalla sobre el barrio de Villa Crespo y el caserón habitado por Ma, Milton, los Nacaste y Vidal zarpa entre las aguas de la inundación.  Muñecas 970 propone una nueva épica, entre alucinada e imaginaria, en la que lo que se conquista es la propia libertad. 

Lucas Rozenmacher: El cuadrado en la pluma

aparición


todas las tardes,
                    el techo del living
                             recibe la cabeza del gato
                                      en el reflejo de una vieja botella
que, colgándose de la rebarba del cielo raso
                          ilumina las horas de estrellas.   
                  

Lucas Rozenmacher (2006)
El cuadrado en la pluma, Buenos Aires, Aurelia Rivera, 2006


domingo, 16 de febrero de 2014

Carlos Margiotta

El ángel de la guarda

Ahora puedo dormir de corrido toda la noche. Me acuesto como a las once y cuando me despierto son las siete de la mañana. Después de tantos años de insomnio creo haber descubierto la manera de dormir sin tomar las pastillas que usted me recetaba. ¿Se acuerda? Al principio me causaban efecto y al poco tiempo terminaban excitándome cada vez más, y entonces tenía que volver a verlo y usted me daba otras pastillas más fuertes, hasta aquel día en que tuvo que internarme por una intoxicación hepática, casi me muero. ¿Se acuerda? Bueno, yo sí, pero a pesar de todo no le guardo rencor. Entonces éramos camaradas, los dos estábamos en la misma, y además yo reconozco que era medio loquito, el colo Almada me decían.
El asunto es que venía a verlo para agradecerle la paciencia de tantos años, y para contarle cómo fue que logré dormir, por ahí le puede servir con otros pacientes y tal vez hasta pueda ayudarlo.
¿Se acuerda del ángel de la guarda? Ese que cuando éramos chicos nos decían que nos protegía. Bueno. Resulta que una noche, a la tres de la madrugada, mientras miraba las cinco ventanas iluminadas del edificio torre de enfrente de casa, encontré al mío. Esas mismas cinco ventanas que le contaba cuando venía a verlo, que creía habitadas por otros tantos insomnes como yo. Esas casas que imaginaba con seres atormentados llenos de horror y tristeza. Bueno. Le cuento. Mientras miro la torre siento que alguien se mete en mi cama y empieza a acariciarme la espalda. Al principio me asusto y no quiero darme vuelta para ver quién es, y dejo que siga con las caricias que empiezan a recorrerme todo el cuerpo.
Siento sólo la presencia de una mano sedosa, ningún ser concreto en particular, como un ángel inmaterial que me tranquiliza y me hace dormir. Cuando despierto pienso que todo ha sido era un sueño, pero... ¿qué sueño? Si hacía años que no soñaba. ¿Se acuerda que le decía? "Lo que más me jode de todo esto es que no puedo soñar".
Ese día no le di más importancia al asunto, hasta que volví a casa y llegó la hora de meterme otra vez en la cama. Esta vez no tuve que esperar tanto, el ángel como la noche anterior, comenzó otra vez a acariciarme tan dulcemente que me entregué sin resistencia, de inmediato. Y así me visitó noche tras noche, y en la medida que nos fuimos conociendo por el contacto cuerpo a cuerpo, la mano fue adquiriendo la forma de una mujer. Poco a poco fui reconociendo su cintura, sus piernas, sus caderas, y sus senos voluminosos apoyándose sobre mi espalda. Una vez quise darme vuelta para abrazarla y desapareció. ¿Se acuerda que me una vez me dijo que no pretendiera controlarlo todo, que me dejara llevar por los sentimientos y me entregara al sueño reparador? Bueno, ahora lo entiendo.
A llegar la primavera empecé a acostarme totalmente desnudo esperando el placer de esas manos eternas, acariciadoras, que fueron avanzando sobre las partes más íntimas de mi cuerpo excitándome. Mire, se lo cuento y me avergüenzo. El ángel se había convertido definitivamente en una mujer tierna y hermosa, pura y diabólica, como jamás he conocido. Le juro que no tengo recuerdos de algo parecido, nunca sentí que me hayan querido de esa forma, sin palabras de por medio, sin pedir nada a cambio. En algún momento creí que era otra alucinación. ¿Se acuerda?. Como esas que me agarraban después de una misión importante, cuando usted me daba licencia hasta que se me pasara. Pero no, es una inmensa felicidad la que me invade secuestrándome de la realidad cotidiana. Me siento poseído, esclavizado a merced de todos sus deseos que no puedo rechazar. Al mismo tiempo estoy desesperado por conocer a mi visitante nocturna y contarle mi historia, decirle que no era merecedor de su amor, que soy un tipo jodido.
Una noche de luna llena la vi, la luz se escurría entre las rendijas de la persiana del dormitorio cortando la oscuridad con líneas blancas, como un pentagrama. Estoy seguro que me creyó dormido y en un descuido se levantó de la cama, atravesó el haz luminoso totalmente desnuda. Vi su imagen de una belleza inconmensurable y celestial, caminando hacia la puerta, cuando quise alcanzarla desapareció.
Se lo cuento y se me pone la piel de gallina. ¿Se acuerda cuando la conocí a Susana y usted me aconsejó? "Cuidala, es una mina bárbara, si la maltratas las vas a perder".
Tuve miedo de que no regresara, como lo habían hecho otras mujeres, pero después de tres noches de insomnio volvió. Las reglas de nuestra relación son claras e implícitas. Los ángeles no tienen sexo, a cambio del soñar debo renunciar a toda iniciativa. Entonces que me dejaré someter pasivamente. Cada noche ingresaré a un mundo desconocido de sueños encadenados unos a otros en un perpetuo continuo de imágenes donde todo era posible, donde no había límites, donde lo deseado se realizará antes del amanecer. A veces tengo miedo de tanto placer y siento mi cuerpo estallar en mil fragmentos que no puedo juntar.
¿Se acuerda cuando usted me decía: "Déjese llevar por el sueño, no tenga miedo que no se va a morir"? Tenía razón. Ahora no le temo a la muerte, la muerte es la felicidad, es terminar con las pesadillas que me persiguieron durante treinta años. Recuerdo perfectamente cuando lo vine a ver por primera vez. Quería abrirme de todo esto y pedirle la baja. Usted me dijo que no sintiera culpas ni remordimientos, que era la guerra, que solamente se trata de cumplir órdenes.
Bueno, quería que supiera lo que he sufrido y lo que he gozado. Ahora le toca a usted, el ángel de la guarda me lo pidió y yo cumplo.

Carlos Margiotta


Redes de Papel, mayo 2013, año 18, número 202, Revista Literaria.