Dpto. 3
Desde que murió la madre, Vidal era solo. Así decían con doña
Carla: nosotros, los que somos solos. Dos veces por día, Doña Carla iba a
ponerle inyecciones. Le llevaba la Crónica,
le daba píldoras pisadas con las primeras pupilas, lo cambiaba, hablaban del
tiempo. De mañana era como un despertador; cuando ella entraba en la casa, él
abría los ojos. Pero esa mañana Vidal había soñado que tenían que volver a
operarlo, y lo despertó un goteo y Doña Carla no estaba.
Se había ido a internar el catorce. El dieciséis lo operaron,
el veintidós volvió a casa. Contó los días, las visitas de Doña Carla, la
escala empezaba y terminaba en el mismo pulgar, la música de las cuentas lo tranquilizaba.
Iba a ser la décima vez que la escuchaba luchar con la puerta de calle, puerta
achatarrada, papa para los vientos, y acercarse por el pasillo largo cargando
con el peso de su cadera y la bolsa hecha de sachets con la Crónica y medio zapallo, una botella de
agua, algodón. Cuando dejaba de ojotear, venía la llave. Adentro, descalza, las
plantas duras rajeadas sobre el frío de la baldosa, Vidal la oía poner a hervir
a baño maría aguja y jeringa: el canto bajo metálico, el cuchareo, el cajón, la
canilla, captaba cada paso de la operación con su oído de tísico o perro echado
esperando verla aparecer con el estuche de acero inoxidable, la sonrisa y las
cejas rojas proa al cielo raso mientras preparaba el pico, ya le había dado
buenas o buenas buenas desde la escalera con su voz chillona y dulce, un saludo
para la mañana y otro para la tarde, nueve visitas en total desde el día en que
volvió del Policlínico en una ambulancia con la radio demasiado fuerte y el
enfermero y el chofer a los gritos y para colmo fumando. Le había dado un
vahído en el viaje que sintió que no podía respirar, veía todo borroso.
¡Socorro! La radio en la cabina le tapaba la voz. Después lo entraron a su casa
a empujones dejándole hematomas en una mano y arañazos de bulón de la camilla
en una puerta del bahut finamente enchapado en caoba, y se fueron sin parar de
gritarse ni de fumar. No esperaron propina, no cerraron la puerta, no
levantaron las macetas volcadas en el pasillo, como si nada de él existiese.
Solo, se acordó del sueño que había tenido durante la
anestesia: alguien golpeaba la puerta y él no podía ir a atender. Estaba recién
operado. Quien era. ¿Era un inspector? ¿Él o el de la puerta? No puedo ir a
atender, gritaba. Tampoco quería decirle al otro que se encontraba convaleciente.
El otro era un hombre. ¿Está bien?, le preguntaba. Diez puntos. El hombre
golpeaba. Déle, déle, decía Vidal, puro roble. Oía los golpes cada vez más
fuertes con una sonrisa canchera hasta que se le ocurría, en un desdoblamiento
de sí mismo en el fuelle del sueño, que se los estaban dando los médicos para
revivirlo. Quería gritar pero no le salía la voz. De pronto el hombre estaba
delante suyo. Era un inspector joven, uno que había visto por el barrio antes
de internarse. Lo había reconocido inmediatamente por el saco raído y con
aureolas y la carpeta negra pegada al pecho, por las arrugas de la nariz
asomando por la cortina de tiras plásticas del almacén. Vine en representación del cuerpo municipal,
explicaba. Era el intendente. Hablaba del cuerpo con un discurso vago, a veces
elogioso y a veces amenazador. A ti, Lázaro, me dirijo, fue la única frase que
le quedó del sueño, lo demás se deshizo en murmullos. Al abrir los ojos, Vidal
vio las mamparas plásticas blancas que rodeaban su cama y la sombra borrosa de
una enfermera pasando por atrás, el bulto de sus pies en la otra punta, las
manijas, una mesita sin revistas ni flores, encima de la silla su bolso con un
par de pijamas y la radio portátil.
Desde que había vuelto a su casa, dormir era una tortura. No
por las molestias. Estaba débil pero no cansado, tampoco fresco ni mucho menos,
más bien exhausto de no moverse, esperar a Doña Carla y más nada. El tiempo era
para él un territorio despoblado y liso. Dormir, medicarse, pasar la vista por
los rincones, por la sexta que mancha, tráfico de recuerdos. Aparte incómodo
con esa primavera, el techo frío de mañana y muy caliente a la tarde, el rollo
de cobijas, la pelusa de los plátanos venido demasiado grandes le picaba en la
garganta, no estaba seguro de que no entrara pelusa por una raja o ventiluz,
los últimos gobiernos municipales no podaban nunca, lo habían jubilado y al
mismo tiempo dejaron de ocuparse de todas sus necesidades, lo habían abandonado
a su suerte, lo único que le quedaba era una cama en el Policlínico y había
tenido que estar de últimas para que se la dieran.
De tanto mirar por la ventana oscura forzando los ojos empezó
a distinguir la silueta de los plátanos de Thames; con cada ráfaga agitaban sus
ramas largas como cuellos de jirafas. Las vio asomarse a las ventanas abiertas,
buscándolo. Motas, hojas mojadas aleteantes, ganas de estornudar: apoyó una
mano sobre el vendaje con los puntos. Se había levantado viento, y aunque la
lluvia era más fuerte que antes, gotas más grandes y más decididas, el viento
igual la tenía de los pelos y le daba contra los vidrios, zum, contra las
ramas, y a él le daban más ganas de estornudar viendo el remolino que se
levantaba en la pieza cuando afuera se encendía un segundo, cegadora, la guerra
de rayos sin cese.
De chico, las noches de tormenta se acostaba inquieto y la
madre se quedaba horas en el borde del colchón. Sus yemas ásperas por el agua
de lejía y las agujas rozaban su frente, su nariz, su cuello, sus orejas, sus
labios, manos lentas como los caracoles que de noche salen de las macetas y
suben por las paredes del pasillo dejando un rastro de plata, ni pastillas ni
leche tibia ni tizanas, lo que le calmaba era su voz. Vidal dormido, ella se
sentaba a la máquina o salía a la terraza. ¿O todavía no era a máquina, manual,
que cosía su mortaja a crédito? Había sido chico tanto tiempo. Varias veces
durante la noche ella volvía a subir, siempre intemperie, siempre haciéndole
frente a los relámpagos, el saquito sobre los hombros, el rodete, las canas
prematuras, la joroba, iba a dormir a través del sueño de su hijo hasta
asegurar el nacimiento de la luz en la terraza.
Doña Carla de la madre algo tenía. Como a la madre, a ella
tampoco se animaba a preguntarle algunas cosas. Sobre los hijos que no la iban
a ver, de los que hablaba poco, y cómo habían llegado. Sobre otros hombres,
atrevido a incluirse él como hombre entre otros. Si se habían visto en total
diez veces, nueve más una antes de la operación, de esa tarde su familiaridad
al entrar por primera vez a la cocina, cuando enjuagó dos tazas puso la pava y
bajó la lata de Canale como si la hubiera dejado ella en ese estante de la
alacena mientras Vidal espiaba todo desde el respaldo de su silla dolorida.
El día que se iba a internar pasó por lo de Doña Carla. Ella
vivía en una cuadra más baja, más peligrosa. Fue con las llaves esperando que
le dijera que le vaya bien, pero no la encontró. La primera mujer a la que le
daba las llaves de su casa, iba a ser a través de otro, un vecino que apestaba
a Uvita. Vidal lo conocía, era hijo de un antiguo bicicletero del barrio, años
que comía y en especial tomaba del juicio al dueño del camión que atropelló a
la bicicleta del padre por Juan B. Justo, había que darle oído por limosna.
Roto el aire ritual de la entrega decidió caminar hasta la parada del 106, no
taxi, se sentía chato. Lo afligía la argollita con las dos llaves sin llavero
ni adornos, el juego que había sido de su madre en el bolsillo sucio del pijama
del otro.
Ya era hora de oír esas llaves agujereando su puerta. A veces
le parecía sentirlas. Las manos de Doña Carla no temblaban para abrir ni para
inyectarlo, firmes, no como las suyas; ella usaba guantes ajustados de piel
dura, con manchas, nervuda y uñas romas.
Sin poder girar la cabeza, estiró el cuello buscando la hora.
Más le costaba y se esforzaba por acercarse al reloj, menos fuerte lo oía.
Afuera empezaba a haber un poco de luz, la salpicadura de una gota de gris en
el tacho de la noche, ahora los plátanos apenas más oscuros que el cielo.
Encima de las copas se estaba armando algo. Moretones de nubes sucias, mal
anuncio. Se va a descomponer el tiempo, le había dicho Doña Carla a la noche,
antes de irse, con la seguridad que le daba ese crujido en esa articulación y
un resto de instinto de su infancia en el campo, atender al viento, al olor del
aire, al humor de los animales y de los insectos, ¿y no le había preguntado
después, con dulce humildad: Le cierro? ¿Y él, que había dicho? Ahora el
detalle de la persiana resultaba muy importante, lo principal de que viniera,
más que verla, más que recibir la medicación. De última los agarraría el agua
con ella adentro, pero necesitaba saber por qué no había cerrado, y también qué
hora era. Se le estaba acalambrando la nuca ¡Hasta para enterarse de la hora la
necesitaba! Lo único que podía solo era sostener la Crónica y esperar el pinchazo y mirar ese rincón de la pieza que
olía a muebles apolillados, a tinta, a alcohol, a meo.
La única mano que le respondía palmeó el colchón con
fastidio.
De pronto los truenos empezaron a traer una vibración nueva.
Se descargaban con saña sobre el nervio de la casa. Los rayos eran espadas de
mago que la atravesaban. Vidal apretó fuerte los párpados y se encogió. Su
impaciencia disuelta como el berrinche de un chico viendo venir caballos
desbocados, y otro trueno, y una descarga de gotas gruesas contra las chapas,
menos grave que el granizo pero compacta. Lo va a romper, dijo en voz alta sin
oírse. Encajó la cabeza abajo de la almohada, un vértice fibroso de
fibrocemento podía atravesar su cabeza y el colchón y clavarse de punta en el
piso de tablas. La ventana temblaba y se sacudía por los golpes de agua. Tuvo
miedo de que se abriera sola, de no volver a verla, ¡trizas!, a través de la
funda goma espuma vio la luz de un rayo rápido, una garra que iluminó todo y se
escapó apurada, como si atrás viniera algo todavía peor. El viento inflamó la
pieza y la presión estuvo a punto de hacerlo explotar. Se hizo el vacío. Por un
segundo la quietud en el interior y la falta de peso en el aire silenciaron la
tormenta. Sólo se oía el silencio, y crujir las vigas. Se ancharon antiguas
grietas de la pared y escupieron un polvo de revoques. Vidal sintió que se
despegaba de la cama. Se estaba elevando. Asomó la nariz de abajo de la
almohada y quiso abrir los párpados, entonces le cayó encima el Trueno.
La casa corcoveó, sacudida en su cresta de estruendo.
El Trueno tapó todos los relojes, latidos, gritos, súplica,
demasiado estupor para el llanto. Desmayo.
Mariano Fiszman
Capítulo inicial de Muñecas 970, El 8vo. Loco, 2009
Mariano Fiszman nació en Buenos Aires
en 1965.
Muñecas 970 ─su segunda novela─ es la historia de un viaje
río arriba. Comienza la noche en que el Trueno estalla sobre el barrio de Villa
Crespo y el caserón habitado por Ma, Milton, los Nacaste y Vidal zarpa entre
las aguas de la inundación. Muñecas 970 propone una nueva épica,
entre alucinada e imaginaria, en la que lo que se conquista es la propia
libertad.
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