sábado, 10 de septiembre de 2011

Góngora

I

   Ciego que apuntas y atinas,
caduco dios y rapaz,
vendado que me has vendido
y niño mayor de edad,
por el alma de tu madre
—que murió siendo inmortal,
De invidia de mi señora—,
que no me persigas más.
   Déjame en paz, amor tirano,
          déjame en paz.


   Baste el tiempo mal gastado
que he seguido a mi pesar
tus inquietas banderas,
forajido capitán.
Perdóname, Amor, aquí,
pues yo te perdono allá
cuatro escudos de paciencia,
diez de ventaja[1] en amar,
   Déjame en paz, amor tirano,
          déjame en paz.


Amadores desdichados
que seguís milicia tal,
decidme, ¿qué buena guía
podéis de un ciego sacar?
De un pájaro ¿qué firmeza?
¿Qué esperanza de un rapaz?
¿Qué galardón de un desnudo?
De un tirano ¿qué piedad?
   Déjame en paz, amor tirano,
          déjame en paz.

   Diez años desperdicié,
los mejores de mi edad,
en ser labrador de Amor
a costa de mi caudal.
Como aré y sembré, cogí;
aré un alterado mar,
sembré una estéril arena,
cogí vergüenza y afán.
   Déjame en paz, amor tirano,
          déjame en paz.

   Una torre fabriqué
del viento en la raridad,
mayor que la de Nembrot,
y de confusión igual.
Gloria llamaba a la pena,
a la cárcel, libertad,
miel dulce al amargo acíbar,
principio al fin, bien al mal.
   Déjame en paz, amor tirano,
          déjame en paz.



Luis de Góngora.



[1] Ventaja: dinero cobrado por los soldados aparte del sueldo ordinario.

Nuevos Escritores

EL ESPEJO DE AGUA

Acaso la decisión de realizar aquel viaje era sólo una excusa, un paréntesis entre dos eternidades que se otorgaba a sí mismo para suspender por un momento, las cosas que tarde o temprano debería enfrentar. Dejó a Mónica y a los chicos dormidos en la casa y subió al auto.
El día fue creciendo en la medida que avanzaba por la autopista mientras se iba llenando de vehículos que desembocaban en el camino ancho como los afluentes de un río. Necesitaba salir, romper con la atormentada rutina de los días sin sentido. ¿Hacia dónde? Hacia cualquier parte, pensó.
Cerca del mediodía, después de atravesar el segundo peaje, decidió abandonar la autopista para bajarse de la velocidad de los otros conductores y encontrar la propia. Sí, era eso, quería desviarse de las urgencias y del ruido. Tan acostumbrado estaba a responder a las exigencias de los demás que cual se sentía postergado, dependiente, siguiendo el deseo ajeno y no el propio. ¿Lo conocería?
Se aproximó a una estación de servicio cargó nafta, compró cigarrillos y preguntó por el acceso a la ruta provincial. El hombre del camión estacionado a un costado lo orientó amablemente. "Tenga cuidado, es una ruta solitaria", dijo. Tomó un café y volvió a andar. En el trayecto escuchó sonar su celular y lo apagó, no quería que nadie interrumpiera su viaje hacia quién sabe donde, o hacia sí mismo. A los pocos kilómetros el cartel indicador le anunció el cruce con la ruta que lo llevaría a una localidad cercana a Bragado.
El sol del verano estallaba en el parabrisas azotando su cara como un sopapo caliente, y los anteojos negros parecían derretirse sobre su piel mestiza. El horizonte de la llanura, el más lejano que hubiera visto, parecía huir con él varios kilómetros adelante y sintió que una inconmensurable paz lo invadía como aquellas caricias de su madre.
Más adelante, bajo la sombra de unos eucaliptos erguidos al lado de la banquina detuvo la marcha, bajó del automóvil y respiró profundamente. El aire liviano del lugar le trajo el perfume de los sembradíos y por primera vez en mucho tiempo sintió que una sonrisa de satisfacción le arrugaba los labios.
Se quedó un largo rato contemplando el campo cubierto de girasoles, escuchó los pájaros y vio a lo lejos un espejo de agua que brillaba en el fondo del paisaje como un charco. Subió al auto dirigiéndose hacia la izquierda de la ruta por donde había llegado, dispuesto a encontrar lo que suponía era una laguna, cuando el cielo comenzaba a atardecer detrás de las primeras ondulaciones del camino.
El viaje lo hizo lento obligado por las curvas y el cansancio. Quería disfrutar de aquel momento de plenitud y tuvo la sensación de estar volviendo a un lugar donde nunca había estado.
La laguna se le apareció por sorpresa a un costado donde nacía un camino de tierra, giró el volante y puso segunda marcha. El cartel de madera clavado en un árbol decía Huecufú Mapú. Unos caballos que pastoreaban al pie del alambrado le dieron paso. Después de unos pocos kilómetros llegó al borde del espejo de agua mientras el sol se desvanecía en la otra orilla con una reverencia mojada. Bajó del auto, se arremangó los pantalones, se quitó los zapatos y se puso a andar entre los juncos sobre el fondo pantanoso de la laguna, mientras hacía equilibrio con los brazos. Recordó aquella sensación resbaladiza de entonces y tuvo miedo, miedo de volver encontrarse con aquello que creía perdido para siempre.
Volvió a la costa cuando las sombras cubrían la tierra y se veían las estrellas el cielo, infinitas, eternas, (ahora lo recordaba) como las había visto de chico. Encendió un cigarrillo sin dejar de mirar la noche entre el humo y la memoria que lo asaltaba para quitarle y devolverle todo. Subió nuevamente al coche y supo que esta vez debería enfrentarse con un dolor olvidado.
Dio marcha hacia atrás y tomó el camino que bordeaba la laguna, abandonando el que lo había llevado hasta allí. Vio unas luces que brillaban en la costa de enfrente y se dirigió al lugar atraído por ellas.
Detuvo el auto lejos del poblado y se acercó a pie donde unos hombres sentados alrededor del fuego hablaban en voz baja y creyó recordar las estrofas de aquella oración del ritual sagrado tantas veces aprendida.
La pobreza del lugar se desparramó triste en su mirada y le dolieron las entrañas. Hizo un rodeo en el silencio para no ser visto, pero sus pasos se escucharon junto al canto de los grillos. Un hombre, el más anciano, se levantó del círculo buscando la oscuridad de su escondite hasta encontrarlo. ¿Hijo, por qué tardaste tanto?.

Carlos Margiotta
redesdepapel.blogspot.com

Humanismo

En filosofía, el humanismo es una actitud que hace hincapié en la dignidad y el valor de la persona. Uno de sus principios básicos es que las personas son seres racionales que poseen en sí mismas capacidad para hallar la verdad y practicar el bien. El término humanismo se usa con gran frecuencia para describir el movimiento literario y cultural que se extendió por Europa durante los siglos XIV y XV. Este renacimiento de los estudios griegos y romanos subrayaba el valor que tiene lo clásico por sí mismo, más que por su importancia en el marco del cristianismo.

El movimiento humanista comenzó en Italia, donde los escritores de finales de la edad media Dante, Giovanni Boccaccio y Francesco de Petrarca contribuyeron en gran medida al descubrimiento y a la conservación de las obras clásicas. Los ideales humanistas fueron expresados con fuerza por otro estudioso italiano, Giovanni Pico della Mirandola, en su Oración, obra que trata sobre la dignidad del ser humano. El movimiento avanzó aún más por la influencia de los estudiosos bizantinos llegados a Roma después de la caída de Constantinopla a manos de los turcos en 1453, y por la creación de la Academia platónica en Florencia. La Academia, cuyo principal pensador fue Marsilio Ficino, fue fundada por el hombre de Estado y mecenas florentino Cosme I de Medici. Deseaba revivir el platonismo y tuvo gran influencia en la literatura, la pintura y la arquitectura de la época.

La recopilación y traducción de manuscritos clásicos se generalizó, de modo muy significativo entre el alto clero y la nobleza. La invención de la imprenta de tipos móviles, a mediados del siglo XV, otorgó un nuevo impulso al humanismo mediante la difusión de ediciones de los clásicos. Aunque en Italia el humanismo se desarrolló sobre todo en campos como la literatura y el arte, en Europa central, donde fue introducido por los estudiosos alemanes Johannes Reuchlin y Philip Melanchthon, el movimiento penetró en ámbitos como la teología y la educación, con lo que se convirtió en una de las principales causas subyacentes de la Reforma.

Uno de los estudiosos más importantes en la introducción del humanismo en Francia fue Erasmo de Rotterdam, que también desempeñó un papel principal en su difusión por Inglaterra. Allí, el humanismo fue divulgado en la Universidad de Oxford por los estudiosos William Grocyn y Thomas Linacre, y en la Universidad de Cambridge por Erasmo y san Juan Fisher. Desde las universidades se extendió por toda la sociedad inglesa y allanó el camino para la edad de oro de la literatura y la cultura que llegaría con el periodo isabelino. Véase también Historia de la Educación.


Encarta, 2005.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Hector Gagliardi, Puñado de emociones


Cinco guitas

El guardapolvo planchado,
los libros debajo ‘el brazo;
mi vieja daba un vistazo
a la raya del peinado:
los zapatos bien lustrados
y, con un beso a la abuela,
me iba para la escuela
con otro pibe de al lado.

Empezaba la lección
y yo a mirar la maestra,
pero ese día en mi “testa”
no entraba la explicación,
pues del bolsillo a un rincón,
debajo de las bolitas,
¡compadreaban cinco guitas
Alegrando el corazón!...

En qué los había ganado
no lo podría decir...
tal vez en ir o venir...
o quizá de algún mandado...
o de algún vuelto olvidado
al volver del almacén...
la cosa es que, mal o bien,
esos cinco guitas habían quedado.

En qué podía gastarlos,
¡lo tenía que pensar!
No era cuestión derrochar,
ni tampoco de guardarlos,
pues si llegaba a encontrarlos
mi vieja de refilón...
¡tomaba declaración,
y eso había que aclararlo!...

Si los gastaba en masitas
o era en un turrón japonés,
me lamentaba después
por no comprarme bolitas.
Y en la alcancía maldita,
—que nunca pude romper—,
yo tenía que poner
lo que “daban las visitas”.

Las horas iban pasando
hasta sonar la campana;
mi maestra, muy ufana,
con el grado iba marchando
y yo, que iba apurando
por gastarme aquella guita
me frenaba un: ―¡Señorita!
¡este niño va empujando!

¡Felicidad de esos días
que hoy me llenan de emoción!
¡Siendo mano de ilusión
revoleaba mi alegría
porque en el alma tenía
yo también mis cinco guitas!...
Y en tres secas seguiditas
me dejaron en la vía…

Y hoy que hago una estirada
en el arco del recuerdo,
mi corazón, wing izquierdo,
me hace un gol “de cachetada”
sobre el umbral de la Nada
y a seguirla hasta la Muerte:
Cinco guitas… yo, mi Suerte,
me la juego a la tapada.

Héctor Gagliardi

Puñado de emociones, Pinceladas porteñas, Editorial Julio Korn,  

Cora Cané


Ausente con aviso

El jefe se quitó lentamente los anteojos, que colocó sobre su escritorio. Miró primero el gran reloj instalado en la pared central de la oficina; luego, la mesa de trabajo de Peláez. Un suspiro cargado de contenida ira precedió a un iracundo llamado:
¡Señor Fernández!
El señor Fernández se levantó de su asiento como movido por un resorte y desbordando sonrisas obsecuentes se inclinó ante el señor jefe. Las máquinas cesaron de teclear y un silencio expectante paralizó a los empleados. El señor jefe volvió a mirar el reloj.
¿Se ha fijado usted la hora que es, señor Fernández?
Inquieto, transpirando, el aludido tartamudeó:
Si, señor jefe... Son las ocho... cinco minutos... algunos segundos...
¡Cuántos segundos!
Estee... veinte segundos... no, veintiuno, señor jefe.
Los empleados se atrevieron a consultar sus relojes pulseras y volvieron sus miradas al señor jefe. Las ocho, cinco minutos, veintiún segundos... ¡y Peláez aún no había llegado! La señorita Meneca murmuró:
El mismo impuntual de siempre...
El señor Arístides Capicúa, que aspiraba ocupar el puesto de Peláez, sonrió siniestramente pensando que su futuro ascenso estaba próximo.
Ya serenado, el señor jefe volvió a colocarse los anteojos y ordenó:
Diez días de suspensión a Peláez, con asistencia obligatoria y sin goce de sueldo. Tome nota Fernández.
¡Enseguida señor jefe! ¿Algo más, señor jefe?
El señor jefe no se digno a contestar. Las máquinas dejaron oír nuevamente el tecleo de los dedos diligentes. La vida de la oficina volvía a su normalidad. La señorita Meneca, comiéndose a hurtadillas una medialuna, dirigió una mirada especulativa a Arístides Capicúa. Una impuntualidad más de Peláez y su despido era un hecho. El ascenso de Arístides no sería postergado. Valía la pena, entonces, comenzar a tenerlo en cuenta.
El señor Fernández, con veinticinco años de servicio en la casa y ninguna llegada tarde, le advirtió a su ayudante:
Tome nota, jovencito: hoy es Peláez. Mañana puede ser usted... Ayer llegó medio minuto tarde.
El ayudante se encogió en su silla:
El tránsito señor...
¡Usted sabrá! ¡Lo de hoy, tómelo como advertencia!
El señor jefe salió de la oficina y se dirigió a la gerencia. Los empleados aprovecharon la ausencia para darse una tregua. Y el caso de Peláez fue el tema de los comentarios.
Es un salame el tipo ese. ¡Miren que llegar tarde porque sí...!
Él dice que como vive muy lejos y tiene que tomar un colectivo hasta el tren y después el tren y después el subte...
¡Que se levante más temprano!
Seguro que siguió con el apolillo...
Después de quince años aquí, todavía no aprendió que lo que más revienta al señor jefe es la impuntualidad...
Le revienta todo...
¿Qué? ¿Tenés algo en contra del señor jefe?
¡Yo! ¡Dios me libre! ¡Es un tipo formidable! Vos, que sos amigo de él, decile lo que pienso...
El reloj marcó la media después de las ocho. Las voces se apagaron y una ráfaga de expectativa los hizo mirarse unos a otros.
No vino...
¡Miren que faltar sin aviso!
Esta vez ¡sí que se le arma!
¡Qué salame!
La señorita Meneca le sonrió con simpatía a Arístides Capicúa.
¿Querés una medialuna?
Venga. Estoy con un ragú bárbaro.
¿Sos de buen comer?
Para mi, lo primero es la comida. ¡Panza llena, corazón contento!
Ella sonrió gatuna.
Yo cocino muy bien. Hice un curso de ecónomo.
Capicúa lo miró con interés.
¿De veras piba? ¡Mirá que si un día me invitás a tu casa, me tenés que hacer un flor de menú!
¿Y quién te dijo que te voy a invitar a mi casa...? Ella se revolvía en su asiento, coqueteando. Pensó: “A este lo conquisto por el estómago”
Che, ¿no le habrá pasado algo al salame?
Está de apolillo, ¡ponéle la firma! De esta vuelta va a la calle. ¡Faltar sin aviso...!
A mi, ese tipo me pudre
Por mi, que lo echen...
Tiene un hogar, tres pibes chicos...
¿Y qué? Quien más, quien menos, todos tenemos hogar, hijos... ¿Eso es una excusa acaso para faltar al laburo sin aviso?
Últimamente estaba medio enfermo. Pensá que aparte de este laburo, tiene no sé cuántas changas. Pensá que el mayorcito de los hijos está postrado...
¡Que lo mande a Alpi!
Estos son los vivos que la lloran, para ventajear.
Además, ya no es un pibe. Creo que anda por los 52...
Pero, decime: vos ¿para qué arco pateás? Para el del señor jefe o para el de Peláez? ¡A ver si sos un infiltrado!
Pero, no... pero, atendéme... vos sabés que yo son un incondicional del señor jefe... ¡A mí qué me importa de Peláez! ¡Que reviente él y su hijo, el postrado!
¡Eh pará! No te metas con el mocoso. ¡Bastante desgracia tiene ya con el padre que le tocó en el reparto...!
Se rieron con ganas. La señorita Meneca le dio otra medialuna a Capicúa. El señor Fernández dirigió una mirada al escritorio vacío de Peláez y le sonrió perrunamente a Capicúa.
Tu ascenso es número puesto.
Quien piensa en eso...
Te lo merecés. Yo siempre dije: “Ese puesto debería ocuparlo Arístides”. Cuando asciendas, acordate de mi... Dame una manito...
¡Silencio! ¡Vuelve el señor jefe!
Las máquinas volvieron a funcionar. El señor jefe entró, miró el reloj, movió la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda y gritó:
¡Señor Fernández! ¿Qué noticias hay de Peláez?
Ninguna... señor... jefe...
Conque... ninguna, ¿eh? La expresión del señor jefe era terrible. Nadie se atrevió a tocar una sola tecla de su máquina. Todas las miradas se volvieron hacia él.
¡La sanción será ejemplar! anunció el señor jefe, deteniendo sus ojitos vivaces y amenazadores en cada uno de los empleados, como advirtiéndoles: “Que les sirva de ejemplo” Me veré en la obligación de ser drástico, en aras de la disciplina, el orden y las estructuras irreversibles de nuestra empresa...!
Qué bien habla el señor jefe... murmuró conmovido el señor Fernández.
En ese instante un inoportuno teléfono hizo vibrar los nervios de todos, con su estridente campanilla. El señor jefe atendió.
¡Hola!
Le llegó a través de la línea una voz masculina, grave, serena.
¿Habla el señor jefe?
En persona.
Buenos días, señor jefe. Habla Peláez
La expresión del señor jefe hizo temblar a todos.
¡Peláez! ¿Con que Peláez, eh? ¿Y puedo saber, señor Peláez, por qué no ha venido hoy a trabajar?
No pude, señor jefe. Créame: me fue imposible.
¿Imposible, eh? ¿Y qué excusa me va a dar? ¿Por qué, repito, no vino hoy a trabajar?
Porque he muerto hace tres horas, señor jefe.
Cora Cane
La obsesión y otros cuentos, Editorial Plus Ultra, 1979
 
Cora Cané
       
Se inició en el periodismo como colaboradora permanente de la revista El Hogar, en la que, además, publicó sus primeros versos y cuentos. Frecuentó luego las columnas de diversos medios y desde mayo de 1957 fue redactora de Clarín, encargada de la sección Clarín Porteño - Notas al amanecer. Ha sido libretista, conductora y productora de ciclos radiales y televisivos y es autora de doce libros –entre poemarios, novelas, ensayos y narraciones infantiles– y ha tenido a su cargo el ordenamiento de dos antologías de la obra de su esposo, el recordado poeta Luis Cané.
Obtuvo numerosas distinciones y en 1967 el Círculo Femenino la eligió la “Mujer del año en periodismo”. Integró la comisión directiva de la Sociedad Argentina de Escritores en dos oportunidades y fue integrante de la Academia Argentina de la Comunicación y de la Academia Porteña del Lunfardo

Todorof y la literatura fantástica

LOS GÉNEROS LITERARIOS (Parte 1)

Estudiar la literatura fantástica implica saber qué es un “género literario”. —Consideraciones generales acerca de los géneros. —Una teoría contemporánea de los géneros: la de Northrop Frye. —Su teoría de la literatura. —Sus clasificaciones en géneros. —Crítica de Frye. —Frye y sus principios estructuralistas. —Balance de los resultados positivos. —Nota final melancólica.

La expresión “literatura fantástica” se refiere a una variedad de la literatura o, como se dice corrientemente, a un género literario. El examen de obras literarias desde el punto de vista de un género es una empresa muy particular. Lo que aquí intentamos es descubrir una regla que funcione a través de varios textos y nos permita aplicarles el nombre de “obras fantásticas” y no lo que cada uno de ellos tiene de específico. El concepto de género es, pues, fundamental para la discusión que iniciaremos. Por tal motivo, es necesario empezar por aclarar y precisar este concepto, aun cuando un trabajo de esta índole nos aleje, aparentemente, de lo fantástico en sí.

La idea de género implica ante todo diversas preguntas; felizmente, algunas de ellas se disipan en cuanto se las formula de manera explícita. He aquí la primera: ¿tenemos el derecho de discutir un género sin haber estudiado (o por lo menos leído) todas las obras que lo constituyen? El universitario que nos formula esta pregunta podría agregar que los catálogos de la literatura fantástica comprenden miles de títulos. De allí, no hay más que un paso hasta la imagen del estudiante laborioso, sepultado bajo una montaña de libros que deberá leer a razón de tres por día, perseguido por la idea de que sin cesar se siguen escribiendo nuevos textos y que sin duda, nunca llegará a absorberlos todos. Pero uno de los primeros rasgos del método científico consiste en que éste no exige la observación de todas las instancias de un fenómeno para poder describirlo. Procede más bien por deducción. De hecho, se señala un número relativamente limitado de ocurrencias, se extrae de ellas una hipótesis general que se verifica luego en otras obras, corrigiéndola (o rechazándola). Cualquiera sea el número de fenómenos estudiados (en este caso, de obras), no estaremos autorizados a deducir de ellos leyes universales; lo pertinente no es la cantidad de observaciones, sino exclusivamente la coherencia lógica de la teoría. Por el contrario, una hipótesis fundamentada en la observación de un número restringido de cisnes, pero que nos permitiría afirmar que su blancura es consecuencia de tal o cual particularidad orgánica, sería perfectamente legítima. Si de los cisnes volvemos a las novelas, advertimos que esta verdad científica general se aplica no sólo al estudio de los géneros sino también al de toda la obra de un escritor, o al de una época, etc.; dejemos, pues, la exhaustividad a los que se contentan con ella.
El nivel de generalidad en el que se ubica tal o cual género suscita una segunda pregunta: ¿existen tan solo algunos géneros (épico, poético, dramático) o muchos más? El número de géneros es ¿finito o infinito? Los formalistas rusos se inclinaban hacia una solución relativista; Tomachevsky afirmaba que: “Las obras se distribuyen en clases amplias que, a su vez, se diferencian en tipos y especies”. Desde este punto de vista, al descender por la escala de los géneros, llegaremos de las clases abstractas a las distinciones históricas concretas (el poema de Byron, el cuento de Chejov, la novela de Balzac, la oda espiritual, la poesía proletaria) y aun a las obras particulares). Como veremos más adelante, esta frase suscita, por cierto, más problemas de los que resuelve, pero ya puede aceptarse la idea de que los géneros existen en niveles de generalidad diferentes y que el contenido de esta noción se define por el punto de vista que se ha elegido.
El tercer problema pertenece a la estética. Se ha dicho que es inútil hablar de los géneros (tragedia, comedia, etc.) pues la obra es esencialmente única, singular, vale por lo que tiene de inimitable, por lo que la distingue de todas las demás y no por aquello que la vuelve semejante a ellas. Una obra nos puede gustar por tal o cual razón; sin embargo, no es esto lo que la define como objeto de estudio. El móvil de una empresa de saber no tiene por qué dictar la forma que ésta habrá de tomar posteriormente. Por otra parte, no abordaremos aquí el problema estético, no porque no exista, sino que, por ser demasiado complejo supera de lejos nuestros medios actuales.
Sin embargo, esta misma objeción puede formularse en términos diferentes, a través de los cuales se vuelve mucho más difícil de refutar. El concepto de género   (o de especie)   está tomado de las ciencias naturales; por otra parte, no es casual que el pionero del análisis estructural del relato, V. Propp, utilizara analogías con la botánica o la zoología. Ahora bien, existe una diferencia cualitativa en cuanto al sentido de los términos “género” y “espécimen” según que se los aplique a los seres naturales o a las obras del espíritu. En el primer caso, la aparición de un nuevo ejemplar no modifica teóricamente las características de la especie; por consiguiente, las propiedades del primero pueden deducirse a partir de la fórmula de esta última. Si se sabe qué es la especie tigre, podemos deducir las características de cada tigre en particular; el nacimiento de un nuevo tigre no modifica la definición de la especie. La acción del organismo individual sobre la evolución de la especie es tan lenta que en la práctica puede hacerse abstracción de este elemento. Lo mismo sucede, aunque en menor grado, con los enunciados de una lengua: una frase individual no modifica la gramática, y esta debe permitir deducir las propiedades de aquélla.
Pero no sucede lo mismo en el campo del arte o de la ciencia. La evolución sigue aquí un ritmo muy diferente: toda obra modifica el conjunto de las posibilidades; cada nuevo ejemplo modifica la especie. Podría decirse que estamos frente a una lengua en la cual todo enunciado es agramatical en el momento de su enunciación. O, dicho en forma más precisa, sólo reconocemos a un texto el derecho de figurar en la historia de la literatura en la medida en que modifique la idea que teníamos hasta ese momento de una u otra actividad. Los textos que no cumplen esta condición pasan automáticamente a otra categoría: la de la llamada literatura “popular”, “de masa”, en el primer caso; la del ejercicio escolar, en el segundo. (Se impone entonces una comparación: la del producto artesanal, del ejemplar único, por una parte; y la del trabajo en cadena, del estereotipo mecánico, por otra). Para volver a nuestro tema, sólo la literatura de masa (novelas policiales, folletines, ciencia ficción, etc.) debería exigir la noción de género, que sería inaplicable a los textos específicamente literarios.
Esta posición nos obliga a explicitar nuestras propias bases teóricas. Frente a todo texto perteneciente a la “literatura”, será necesario tener en cuenta una doble exigencia. En primer lugar, no se debe ignorar que manifiesta las propiedades que comparte con el conjunto de los textos literarios, o con uno de los subconjuntos de la literatura (que recibe, precisamente, el nombre de género). Es difícil imaginar que en la actualidad sea posible defender la tesis según la cual todo, en la obra, es individual, producto inédito de una inspiración personal, hecho que no guarda ninguna relación con las obras del pasado. En segundo lugar, un texto no es tan solo el producto de una combinatoria preexistente (combinatoria constituida por las propiedades literarias virtuales), sino también una transformación de esta combinatoria.
Podemos pues decir que todo estudio de la literatura habrá de participar, quiérase o no, de este doble movimiento: de la obra hacia la literatura (o el género) y de la literatura (del género) hacia la obra; es perfectamente legítimo conceder provisoriamente un lugar de privilegio a una u otra dirección, a la diferencia o a la semejanza. Pero hay más. Pertenece a la naturaleza misma del lenguaje moverse en la abstracción y en lo “genérico”. Lo individual no puede existir en el lenguaje, y nuestra formulación de la especificidad de un texto se convierte automáticamente en la descripción de un género, cuya única particularidad consiste en que la obra en cuestión sería su primero y único ejemplo. Por el hecho mismo de estar hecha por medio de palabras, toda descripción de un texto es una descripción de género. No es esta una afirmación puramente teórica; la historia literaria nos brinda sin cesar muchos ejemplos, desde el momento en que los epígonos imitan precisamente lo que había de específico en el iniciador.
          No es posible, por consiguiente, “rechazar la noción de género”, como lo pretendía Croce, por ejemplo. Este rechazo implicaría la renuncia al lenguaje y, por definición, sería imposible de formular. Es importante, en cambio, tener conciencia del grado de abstracción que se asume y de la posición de esta abstracción frente a la evolución efectiva, que se inscribe así en un sistema de categorías que la fundamenta y, la mismo tiempo, depende de ella.
Sin embargo, hoy en día, la literatura parece abandonar la división en géneros. Maurice Blanchot escribía, hace ya diez años: “Sólo importa el libro, tal como es, fuera de los rótulos, prosa, poesía, novela, testimonio, bajo los cuales se resiste a ser ubicado y a los cuales niega el poder de fijarle un lugar y determinar su forma. Un libro ya no pertenece a un género; todo libro depende exclusivamente de la literatura, como si esta poseyese por anticipado, en su generalidad, los secretos y las fórmulas, únicos en conceder a lo que se escribe, realidad de libro”. ¿Por qué entonces volver a plantear problemas perimidos? Gérard Genette respondió acertadamente: “El discurso literario se produce y desarrolla según estructuras que ni siquiera puede transgredir por la sencilla razón de que las encuentra, aún hoy, en el campo de su lenguaje y de su escritura”. Para que haya trasgresión, es necesario que la norma sea sensible. Por otra parte, es dudoso que la literatura contemporánea carezca por completo de distinciones genéricas; lo que sucede, es que estas distinciones ya no corresponden a las nociones legadas por las teorías literarias del pasado. No estamos, por cierto, obligados a seguirlas; más aún: se vuelve evidente la necesidad de elaborar categorías abstractas susceptibles de ser aplicadas a las obras actuales. Dicho en términos más generales: no reconocer la existencia de los géneros equivale a pretender que la obra literaria no mantiene relaciones con las obras ya existentes. Los géneros son precisamente esos eslabones mediante los cuales la obra se relaciona con el universo de la literatura.
La teoría de los géneros que se analizará detalladamente es la de Northrop Frye, tal como está formulada, en especial, en Anatomy of Criticism. Esta elección no es gratuita: Frye ocupa en la actualidad un lugar de privilegio entre los críticos anglosajones y su obra es, sin duda alguna, una de las más notables en la historia de la crítica después de la última guerra. Anatomy of Criticism es a la vez una teoría de la literatura (y por consiguiente de los géneros) y una teoría de la crítica, empezaremos por la parte teórica.
He aquí sus rasgos principales:
1. Los estudios literarios deben ser llevados a cabo con la misma seriedad y el mismo rigor con que se encaran las otras ciencias.
2. Una consecuencia de este primer postulado es la necesidad de eliminar de los estudios literarios todo juicio de valor sobre las obras. Frye es bastante rígido en lo referente a este punto. Su veredicto podría ser matizado diciendo que la evaluación se llevará a cabo en el campo de la poética, pero que, por ahora, referirse a ella sería complicar inútilmente las cosas.
3. La obra literaria, así como la literatura en general, forma un sistema; en ella nada se debe al azar. O, como lo afirma Frye, “El primer postulado de ese salto inductivo que nos propone dar] es igual al de toda ciencia: es el postulado de la coherencia total”.
4. Es preciso distinguir la sincronía de la diacronía: el análisis literario exige la realización de cortes sincrónicos en la historia, y es precisamente dentro de ellos que se debe empezar a buscar el sistema
5. El texto literario no mantiene una relación de referencia con el “mundo”, como a menudo lo hacen las frases de nuestro discurso cotidiano; solo es “representativo” de sí mismo. En este sentido, la literatura se parece, más que al lenguaje corriente, a la matemática: el discurso literario no puede ser verdadero o falso, sino que no puede ser válido más que con relación a sus propias premisas
6. La literatura se crea a partir de la literatura, y no a partir de la realidad, sea esta material o psíquica; toda obra literaria es convencional.
El conjunto de estos postulados, válidos tanto para los estudios literarios como para la literatura en sí, constituyen nuestro propio punto de partida. Pero todo esto nos alejó de los géneros. Pasemos pues a la parte del libro de Frye que nos interesa de manera más directa. A lo largo de su obra (no hay que olvidar que está formada por textos que habían aparecido en forma separada), Frye propone diversas series de categorías que permiten siempre la subdivisión en géneros.
a) La primera clasificación define los “modos de la ficción”. Estos se constituyen a partir de la relación entre el héroe del libro y nosotros mismos o las leyes de la naturaleza. Dichos “modos de la ficción” son cinco:
1. El héroe tiene una superioridad (de naturaleza) sobre el lector y sobre las leyes de la naturaleza; este género es el mito.
2. El héroe tiene una superioridad (de grado) sobre el lector y las leyes de la naturaleza; es el género de la leyenda o del cuento de hadas.
3. El héroe tiene una superioridad (de grado) sobre el lector pero no sobre las leyes de la naturaleza; estamos frente al género mimético elevado.
4. El héroe está en una posición de igualdad con respecto al lector y a las leyes de la naturaleza; es el género mimético bajo.
5. El héroe es inferior al lector; es el género de la ironía.
b). Otra categoría fundamental es la de la verosimilitud: los dos polos de la literatura están constituidos entonces por el relato verosímil y el relato en el que todo está permitido
c). Una tercera categoría pone el énfasis sobre dos tendencias principales de la literatura: lo cómico, que concilia el héroe con la sociedad, y lo trágico, que lo aísla de ella.
d). Para Frye, la clasificación más importante parece ser la que define arquetipos. Estos son cuatro  y se apoyan en la oposición entre lo real y lo ideal. De este modo, el autor caracteriza el “romance”* (en lo ideal), la ironía (en lo real), la comedia (pasó de lo real a lo ideal), la tragedia (pasó de lo ideal a lo real).
e). Sigue luego la división en géneros propiamente dicha, que se basa en el tipo de auditorio que las obras deberían tener. Los géneros son los siguientes: el drama (obras representadas), la poesía lírica (obras cantadas), la poesía épica (obras recitadas), la prosa (obras leídas). A esto se agrega la aclaración siguiente: “La distinción más importante se relaciona con el hecho de que la poesía épica es episódica, en tanto que la prosa es continua”.
 f). Una última clasificación que se articula alrededor de las oposiciones intelectual/personal e introvertido/extravertido, y que se podría representar esquemáticamente de la manera siguiente:



intelectual

personal

introvertido

confesión

“romance”

extravertido

“anatomía”

novela




Son éstas algunas de las categorías (y también de los géneros) propuestas por Frye. Su audacia es evidente y elogiable; será necesario ver qué es lo que aporta.


TZVETAN TODOROV
(Fragmento)

INTRODUCCIÓN A LA LITERATURA FANTÁSTICA
Segunda edición: 1981
© Editions du Seuil
© PREMIA editora de libros, s.a. para la edición en lengua castellana.