lunes, 30 de julio de 2012

Nuestro recuerdo



 Murió el escritor Héctor Tizón

 
por Julieta Grosso

El escritor jujeño, que falleció a los 82 años, deja como legado literario una veintena de novelas y más de cincuenta cuentos atravesados por cuestiones recurrentes como el dolor del exilio, la melancolía del inmigrante y la búsqueda de un destino mejor.
"Aquí la tierra es dura y estéril; el cielo está más cerca que en ninguna otra parte y es azul y vacío. No llueve, pero cuando el cielo ruge su voz es aterradora, implacable, colérica. Sobre esta tierra, en donde es penoso respirar, la gente depende de muchos dioses", describió alguna vez Tizón al pequeño pueblo jujeño de Yala, donde nació el 21 de octubre de 1929 y donde vivió sus días finales.
Autor de obras como Fuego en Casabindo, La casa y el viento, Luz de las crueles provincias y Extraño y pálido fulgor, el escritor se desempeñó paralelamente como abogado, periodista y diplomático, distintas labores que no opacaron su voracidad literaria.
 Tizón publicó sus primeros cuentos en el periódico El Intransigente y llegó a dirigir el diario Proclama antes de emprender su exilio a España durante la última dictadura militar iniciada en 1976.
 "El exilio fue absolutamente insoportable para mí, de las tristezas más intensas que sufrí en mi vida. Cuando uno se queda sin país y sin la promesa de una tierra prometida se siente a la intemperie. La literatura, en ese sentido, me otorgó un equivalente del país que por momentos creí perder", señaló el escritor alguna vez.
 Su primer libro, A un costado de los rieles, fue publicado en México en 1960. Desde entonces se convirtió en referente de una tradición latinoamericana cuyo punto de partida acaso sea la novela Pedro Páramo, del mexicano Juan Rulfo, aunque su obra también está inspirada en gran parte por la tradición oral del pueblo que lo vio nacer.
 Entre sus obras más emblemáticas se cuentan La casa y el viento —concluido en España en 1982 y publicado en Argentina en 1984)—, El hombre que llegó a un pueblo (1988), La mujer de Strasser (1997), La belleza del mundo (2004) y el libro de memorias El resplandor de la hoguera, editado en 2008.
A mediados de la década de 1990 la legislatura jujeña lo designó Juez de Superior Tribunal de Justicia y en 1994 representó como convencional a su provincia en la Convención Nacional que, convocada en Santa Fe, sancionó la reforma constitucional de 1994.
 Tizón viajó largamente por el mundo: como diplomático de 1958 a 1962 y como exiliado de 1976 a 1982, aunque  "su lugar en el mundo", al que volvía una y otra vez, es Yala.
 Casado con la filóloga Flora Guzmán, recibió numerosos galardones, entre ellos varios premios Konex y la distinción de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia.
La narrativa de Tizón está atravesada en sus diversos registros por el tema del exilio y aborda tanto el desgarramiento por la partida del país como el desarraigo de los inmigrantes, temáticas de corte realista que eclipsan su empeño en relativizar el status de lo real.
 "En ningún campo de la vida existe la verdad, sólo puntos de vista. ¿Cuál es la verdad del amor, la verdad del odio? En todo caso se trata de una verdad muy subjetiva. No se puede ser fiel a la realidad: uno tiene que ser lejanamente infiel... Como en las parejas, cuando uno es más lejanamente infiel, más perdura el vínculo", aseguró alguna vez Tizón en entrevista con Télam.
 En ese mismo reportaje, el escritor se refirió también a sus estrategias para conciliar la tensión entre el rigor del mundo judicial y la estructura caótica de la literatura: "Al principio me costó mucho, pero con el tiempo, descubrí que la operación que hace un juez en su sentencia es muy parecida a la del escritor, ya que una buena sentencia debe reunir los mismos requisitos que la buena literatura, que no puede estar regida por palabras incorrectas".
 "Las dos disciplinas buscan la palabra justa, aunque el novelista tiene la ventaja de utilizar figuras que un juez no puede darse el lujo de utilizar", acotó en aquel momento.
 Un puñado de historias que tiene al desierto del norte como protagonista compone su último libro publicado, Memorial de la puna, integrado por un  prólogo, seis historias y un epílogo en la que una vez más el escritor describe la geografía que lo acompañó hasta su muerte: "La Puna no es sólo un desierto lunar cálido y frío, es una experiencia", describe en esa suerte de testamento literario.

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viernes, 27 de julio de 2012

Guy de Maupassant





¿Quién sabe?


I

¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Escribiré al fin lo que me ha pasado? ¿Podré? ¿Seré capaz? ¡Es tan extraño, tan inexplicable, tan incomprensible!
Si no estuviera seguro de lo que he visto, seguro de que en mis razonamientos no ha habido ningún desmayo, ningún error en mis comprobaciones, ningún hiato en la inflexible serie de mis observaciones, me creería un simple alucinado, juguete de una extraña visión. Al fin de todo, ¿quién sabe?
Estoy ahora en un sanatorio; pero he ingresado voluntariamente, por prudencia, por miedo. Una sola persona conoce mi historia. El médico de aquí. Voy a escribirla. ¿Por qué? Para librarme de ella, porque la siento como una intolerable pesadilla.
He sido siempre un solitario, un soñador, una especie de filósofo aislado, benévolo, satisfecho con poco, sin amargura para los hombres, sin rencor para el cielo.
He vivido solo, continuamente, a causa de la incomodidad que la presencia de otros me inspira. ¿Cómo explicarlo? No sé. No rehúyo la sociedad, el diálogo, las cenas con los amigos, pero al rato de estar con ellos, hasta con los más familiares, me cansan, me fatigan, me irritan, y siento un deseo creciente de que se vayan o de irme, de estar solo. Este deseo es una irresistible necesidad. Si durara la presencia de las personas con quienes estoy, si me obligaran, no ya a escuchar sino simplemente a seguir oyendo sus conversaciones, me sobrevendría, sin duda alguna, un accidente.
Me agrada de tal modo la soledad, que ni siquiera puedo soportar que otros duerman bajo mi techo; no puedo vivir en París, porque allí agonizaría indefinidamente. Muero moralmente y me martiriza también el cuerpo y los nervios esa inmensa muchedumbre que pulula, que vive a mi alrededor, hasta cuando duerme. Ah, el sueño de los otros me es todavía más penoso que su palabra. Y nunca puedo descansar cuando presiento, cuando siento, del otro lado de una pared, existencias interrumpidas por esos regulares eclipses de la razón.
Algunos están capacitados para vivir hacia afuera, otros para vivir hacia adentro; en cuanto a mí, pronto se me agota la atención exterior, y cuando alcanza a su límite, siento en todo el cuerpo y en toda la inteligencia un malestar intolerable.
De ahí mi afecto por los objetos inanimados que tienen, para mí, la importancia de seres, y la transformación de mi casa en un pequeño mundo que yo habitaba solitaria y activamente, rodeado de cosas, de muebles, de adornos familiares, amables para mí como rostros. La había llenado poco a poco y me sentía satisfecho, contento como entre los brazos de una mujer cuya caricia habitual es una serena y dulce necesidad.
Había hecho construir esa casa en un bello jardín que la alejaba de los caminos y en las afueras de una ciudad, capaz de ofrecerme la compañía que a veces necesitaba.
Los sirvientes dormían en un edificio alejado, atrás de la huerta. El oscuro amparo de las noches, en el silencio de mi casa perdida, escondida, ahogada bajo las hojas de los grandes árboles, me era tan grato y apacible, que yo solía acostarme muy tarde, para prolongar ese goce.
Aquel día, habían representado Sigurd en el teatro de la ciudad. Era la primera vez que oía ese hermoso drama musical y fantástico, y me había agradado intensamente. Volvía a pie, la cabeza llena de frases sonoras y la vista poblada de bellas imágenes. Era una noche muy oscura: me costaba distinguir el camino, y estuve a punto de caer en la zanja. Desde las barreras hasta casa hay, más o menos, un kilómetro, tal vez un poco más, unos veinte minutos de marcha, lenta. Era la una de la mañana, la una o la una y media; el cielo se aclaró un poco y apareció la luna creciente.
Divisé a lo lejos el oscuro bulto de mi jardín y no sé por qué la idea de entrar ahí me produjo un extraño malestar. Caminé más despacio. La noche era suave. El grupo de árboles parecía una tumba donde estuviera sepultada mi casa. Abrí el portón y entré a la larga avenida de sicómoros que se dirigía a la casa, arqueada como un túnel, atravesando céspedes oscuros, manchados pálidamente de flores. Cerca de la casa sentí una extraña inquietud. Me detuve. No se oía nada. El aire estaba inmóvil entre las hojas. ¿Qué me ocurre? Hace años que vivo aquí, sin que me toque la menor inquietud. No tenía miedo, nunca tuve miedo, de noche. La presencia de un vagabundo, de un ladrón, me hubiera enardecido y lo hubiera enfrentado sin vacilar. Por lo demás, estaba armado. Tenía mi revólver. No lo saqué; quería resistir a ese miedo que surgía en mí.
¿Qué era? ¿Un presentimiento? ¿El misterioso presentimiento que se apodera de los hombres que están por ver lo inexplicable? A medida que avanzaba sentía un estremecimiento y cuando estuve frente al muro, a las persianas cerradas de mi casa, sentí que tendría que esperar unos minutos antes de abrir la puerta y de entrar. Entonces, me senté en un banco debajo de las ventanas de la sala. Me quedé, un poco trémulo, la cabeza apoyada contra la pared, los ojos fijos en la sombra del follaje. Durante esos primeros momentos no observé nada insólito a mi alrededor. Me zumbaban los oídos; pero no era el habitual zumbido de las arterias: era un ruido muy particular, muy confuso, que debía de provenir del interior de la casa. A través de la pared distinguí ese ruido, más bien una inquietud que un ruido, un vago desplazarse de muchas cosas, como si arrastraran suavemente todos mis muebles. Dudé un rato de la fidelidad de mi oído; pero acercándome a una ventana llegué a la certidumbre de que algo incomprensible y anormal ocurría en casa. No tenía miedo, pero estaba —¿cómo expresarlo?— despavorido de asombro. No amartillé el revólver. Presentí que era inútil. Esperé. Esperé largamente. No podía resolverme a nada. Ansioso, con el ánimo lúcido, esperé, oyendo siempre el ruido que aumentaba con una intensidad violenta, que parecía transformarse en un sordo trueno de impaciencia, de ira, de misterioso motín. Luego, bruscamente avergonzado de mi cobardía; hice girar dos veces la llave en la cerradura y entré. Sonó el portazo como una detonación; toda mi casa respondió con un formidable tumulto. Fue tan súbito, tan terrible, tan ensordecedor, que retrocedí algunos pasos. Aun sintiéndolo inútil, saqué el revólver. Volví a esperar. Ah, muy poco. Percibí un ruido de extraordinarias pisadas en los peldaños de la escalera, en la madera, en las alfombras, pisadas, no de zapatos, no humanas, sino de muletas, muletas de madera, muletas de hierro, que vibraban como címbalos. Vi de golpe, en el umbral de la puerta, un sillón, mi gran sillón de lectura, que salía contoneándose. Se fue por el jardín. Otros lo seguían, los de la sala, luego los bajos divanes, deslizándose como cocodrilos, luego todas las sillas, con saltos de cabras, y los taburetes trotando como conejos.
¡Qué emoción! Tuve que hacerme a un lado ante ese brusco desfile de muebles. Todos iban saliendo, unos tras otros, con rapidez o lentitud, según el tamaño o el peso. Mi piano, mi gran piano de cola, pasó como un caballo desbocado, con un rumor de música en el flanco. Los objetos menudos se deslizaban sobre la granza como hormigas; los cepillos, la cristalería, las copas, donde la luz de la luna encendía fosforescencias de luciérnaga, los géneros, se arrastraban, se desplegaban como pulpos marinos. Vi mi escritorio, una curiosa pieza del siglo XVIII, que contenía todas las cartas que he recibido, toda la historia de mi corazón, la vieja historia que me ha hecho sufrir tanto. También guardaba fotografías.
Súbitamente perdí el miedo. Me arrojé sobre el escritorio. Lo agarré como se agarra a un ladrón, a una mujer que huye. Pero era incontenible su ímpetu. A pesar de mis esfuerzos y de mi enojo, no pude detener su fuga; me derribó. Luego me arrastró por la granza; los otros muebles me pisaron, me magullaron; me arrollaron como una carga de caballería a un jinete caído.
Loco de espanto, pude alcanzar los bordes del camino y guarecerme entre los árboles. Vi desaparecer los objetos mínimos, los más modestos, los más ignorados. Luego escuché a lo lejos, en mi casa, que ahora tenía una sonoridad de objeto vacío, un ensordecedor estampido de puertas que se cerraban. Las oí golpearse, de arriba abajo, hasta la última, la que yo mismo —insensato— había abierto para facilitar esta fuga.
Volví corriendo a la ciudad. En las calles, recuperé mi sangre fría. Fui a un hotel conocido. Dije que había perdido las llaves de la quinta y que avisaran a la gente de casa que yo estaba ahí.
Pasé la noche en vela. A las siete llegó mi mucamo. Aterrado, me anunció que había sucedido una gran desgracia.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté.
—Han robado todos los muebles del señor. Todo, todo, hasta los más pequeños objetos.
Esta noticia me alegró, quién sabe por qué. Me sentía seguro de mí mismo, capaz de disimular, de no revelar a nadie lo que había visto, de esconderlo, de enterrarlo en mi conciencia como un horrible secreto. Contesté:
—Entonces, serán los mismos que me robaron las llaves. Hay que avisar inmediatamente a la policía. —Esperamos, luego salimos juntos. La pesquisa duró cinco meses. No se descubrió nada. Ni el más pequeño objeto. Ni el más leve rastro de ladrones. Si hubiera dicho mi secreto... si lo hubiera dicho... me habrían encerrado, no a los ladrones, a mí, al hombre que había visto semejante cosa.
Supe callar. Pero no amueblé mi casa; era inútil; hubiera recomenzado; siempre. No quise volver a casa; no volví, no quise verla.
Fui a París, a un hotel. Consulté médicos, sobre mi estado nervioso. Me aconsejaron viajar. Seguí el consejo.

II

Empecé por una excursión a Italia. El sol me hizo bien. Durante seis meses, erré de Génova a Venecia, de Venecia a Florencia, de Florencia a Roma, de Roma a Nápoles. Luego recorrí la Sicilia, tierra admirable por su naturaleza y por sus monumentos, reliquias de los griegos y de los normandos. Pasé al África, atravesé pacíficamente ese gran desierto amarillo y tranquilo, donde erran camellos, gacelas y árabes vagabundos, ese desierto cuyo aire transparente y ligero ignora de noche y de día las obsesiones.
Regresé a Francia por Marsella, y pasé a la alegría provenzal, me entristeció la disminuida claridad del cielo. Sentí, de vuelta al continente, la impresión de un enfermo que se cree curado y a quien un dolor sordo anuncia que persiste el foco de su mal.
Luego volví a París. Al cabo de un mes, me aburría. Era otoño y quise emprender, antes del invierno, una excursión a través de Normandía, que me era desconocida.
Empecé, naturalmente, por Rouen y durante ocho días erré distraído, encantado, entusiasmado, en esa ciudad medieval, en ese sorprendente museo de monumentos góticos. Una tarde, a eso de las cuatro, al bajar por una calle inverosímil, donde corre un arroyo negro como tinta, llamado Eau de Robec, mi atención, absorta por la fisonomía extraña y antigua de las casas, se detuvo en una serie de tiendas de antigüedades que se seguían de puerta en puerta.
En el fondo de los negros comercios se amontonaban los arcones esculpidos, las porcelanas de Rouen, de Nevers, de Moustiers, las estatuas pintadas, los cristos, las vírgenes, los santos, los adornos de iglesia, las casullas, las capas pluviales, hasta vasos sagrados y un viejo tabernáculo de madera dorada, del que se había ido el Señor.
Mi ternura de coleccionista se despertó en esa ciudad de anticuario. Iba de tienda en tienda, atravesando los puentes de tablas, sobre la fétida corriente del Eau de Robec.
Uno de mis más hermosos armarios estaba al borde de una arcada abarrotada de objetos y que parecía la entrada de un cementerio de muebles antiguos. Me acerqué temblando, temblando de tal modo que no me atreví a tocarlo. Estiré la mano, vacilé. Era en verdad el mío: El armario Luis XIII, reconocible por todo aquel que lo hubiera visto una vez. Mirando un poco más lejos, hacia las más sombrías honduras de esa galería, divisé tres de mis sillones cubiertos de tapicerías neerlandesas. Luego, aun más lejos, mis dos mesas Enrique II, tan raras que de París venían a verlas. Avancé, paralítico de emoción, pero avancé, porque soy valiente, avancé tomo un caballero de las épocas tenebrosas penetrando en un antro de sortilegios. Encontré, uno a uno, todo lo que me había pertenecido: mis arañas, mis libros, mis cuadros, mis telas, mis armas, todo, salvo el escritorio lleno de cartas.
Seguí, bajando a galerías oscuras, para subir después a los pisos superiores. Estaba solo. Llamé, no me contestaron. Estaba solo; no había nadie, en esa casa vasta y tortuosa como un laberinto.
Vino la noche y tuve que sentarme, en la oscuridad, en una de mis sillas, porque no quería irme. De tiempo en tiempo, golpeaba inútilmente las manos.
Habría pasado una hora, cuando oí pasos, pasos ligeros, lentos, no sé dónde. Estuve por huir; pero, decidiéndome, volví a llamar y vi una luz en la pieza vecina.
—¿Quién está ahí? —dijo una voz.
Respondí:
—Un comprador.
Me contestaron:
—Es tarde para meterse en las tiendas.
Insistí:
—Hace una hora que espero.
—Puede volver mañana.
—Mañana no estaré en Rouen.
No me atreví a avanzar y él no se acercaba.
Veía siempre la luz de su lámpara iluminando un tapiz en el que dos ángeles volaban sobre los muertos en un campo de batalla. Ese tapiz también era mío. Dije:
—Y bien, ¿usted no viene?
Respondió:
—Lo espero.
Me levanté y fui hacia él.
En medio de una enorme pieza había un hombrecito muy pequeño y muy gordo, gordo y aborrecible.
Tenía una barba rala, despareja y amarillenta. No tenía un pelo en la cabeza. La cara era arrugada e hinchada, los ojos imperceptibles.
Discutí el precio de tres sillas que me pertenecían; las pagué inmediatamente: una suma cuantiosa. Le di el número de mi pieza en el hotel. Me las entregarían a las nueve del día siguiente. El hombre me acompañó hasta la puerta con mucha gentileza.
Luego, en la Comisaría Central, referí al comisario el robo de los muebles y mi descubrimiento reciente.
Por telégrafo pidió informes al tribunal que había fallado en el asunto del robo y me pidió que aguardara la respuesta. Una hora después, llegó la contestación, del todo satisfactoria para mí.
—Haré arrestar a ese hombre. Lo interrogaré en seguida —me dijo—. Quizá malicie algo y haga desaparecer algún objeto de su propiedad. Lo espero dentro de un par de horas, después de la cena. El hombre estará aquí; en su presencia, lo someteré a un nuevo interrogatorio.
—Perfectamente, señor. Le agradezco mucho.
Fui a cenar al hotel; comí mejor de lo que hubiera creído; a pesar de todo, estaba bastante contento; el culpable estaba en nuestro poder. A la hora convenida me encontré con el comisario.
—No dieron con el hombre. Mis agentes lo han buscado en vano.
—¡Ah!
Me sentía desfallecer.
—Pero, ¿dieron ustedes con la casa?
—Por supuesto. La tendremos bajo vigilancia, hasta que vuelva. El hombre ha desaparecido.
—¿Ha desaparecido?
—Suele pasar las noches en casa de una vecina. Mueblera, también. Una bruja, la vieja Bidoin. No lo vio esta noche; no puede darnos ningún dato. Hay que esperar hasta mañana.
Me fui. Las calles de Rouen me parecieron siniestras, inquietantes, embrujadas.
Dormí mal, con pesadillas antes de cada despertar.
Al día siguiente, no quise parecer ni inquieto ni apresurado. Esperé hasta las diez para ir a la comisaría.
El hombre no había aparecido. La tienda estaba cerrada.
El comisario me dijo:
—Hice todas las diligencias necesarias. El tribunal está enterado; iremos juntos a esa tienda. Usted me indicará lo que es suyo.
Un cupé nos llevó. Un cerrajero y los agentes abrieron la puerta. Al entrar, no vi ni el armario, ni los sillones, ni las mesas, ni nada de cuanto había amueblado mi casa.
El comisario, atónito, me miraba con desconfianza.
—Dios mío —le dije—, la desaparición de los muebles coincide extrañamente con la del mueblero.
Sonrió:
—Es verdad. Usted hizo mal en comprar y en pagar ayer muebles suyos.
—Eso le dio la alarma.
Proseguí:
—Lo inexplicable es que el lugar que ayer ocupaban mis muebles, ahora está ocupado por otros.
—Tuvo cómplices y la noche entera. Esta casa debe comunicar con la de los vecinos. No tema, señor: tomaré con empeño el asunto. No tardará en caer el malhechor, ya que vigilamos la madriguera.
Permanecí en Rouen quince días. El hombre no volvió.
El decimosexto día, a la mañana, recibí de mi jardinero, esta asombrosa carta:

"Señor, tengo el honor de informar al señor que anoche ha sucedido algo qué nadie entiende, ni siquiera la policía. Todos los muebles están de vuelta, sin que falte uno, todos, hasta el objeto más diminuto. La casa está ahora como estaba la víspera del robo. Es para volverse loco. Eso sucedió en la noche del viernes al sábado. Los caminos están deshechos, como si hubieran arrastrado todo, del portón a la casa. Así estaba el día de la desaparición.
"Esperamos al señor, de quien soy el humilde servidor.
RAUDIN, Felipe."

Mostré la carta al comisario de Rouen.
—Es una restitución habilísima —dijo—. No hagamos nada. Atraparemos al hombre uno de estos días.

III

Pero no lo atraparon. Nunca lo atraparán. Y ahora lo temo, como si fuera un animal feroz, que me persiguiera.
Aunque lo esperen en su casa, no lo encontrarán. Yo sólo puedo encontrarlo. Y no quiero.
Y si vuelve, si vuelve a su tienda, ¿quién probará que mis muebles estaban ahí? Sólo hay mi testimonio, y me doy cuenta que empiezan a no creerme.
Así, la vida era intolerable. No podía guardar el secreto de lo que había visto. No podía seguir viviendo como todos, bajo el temor de que tales cosas se repitieran.
Vine a ver al médico que dirige este sanatorio y le referí todo. Después de un largo interrogatorio me dijo:
—¿Consentiría usted, señor, en permanecer algún tiempo aquí?
—Encantado, señor.
—¿Usted dispone de medios?
—Sí, señor.
—¿Quiere usted un pabellón aislado?
—Sí, señor.
—¿Desea usted recibir amigos?
—No, señor, a nadie.
El hombre de Rouen puede atreverse, por venganza a perseguirme aquí...

IV

Hace tres meses que estoy solo. Estoy más o menos tranquilo. Sólo tengo un temor. Si el hombre de Rouen se enloqueciera, si lo trajeran aquí...
No hay seguridad, ni en las cárceles.


GUY DE MAUPASSANT: L'Inutile Beauté (1899).

Borges, Jorge Luis; Bioy Casares, Adolfo; Ocampo Silvina, Antología de la Literatura fantástica, Editorial Sudamericana, 1965





GUY DE MAUPASSANT, cuentista francés, nacido en el castillo de Miromesnil, en 1850, muerto en Auteuil, en 1893. Ha escrito varias novelas y doscientos quince cuentos. Entre sus libros, citaremos: La Maison Tellier (1881); Les Saeurs Rondoli (1884); Bel Ami (1885); Contes du Jour et de la Nuit (1885); Monsieur Parent (1888); Le Horla (1887); La Main Gauche (1889); Notre Coeur (1890); Le Lit (1895). Todos han sido traducidos.

Simplemente, Federico


Federico García Lorca.
Una noche perfumada de naranjos


Más allá de los “ismos” europeos, la Generación del 27 creó bellas fantasías verbales. Transcendió la lírica gitana de Federico García Lorca, fiel reflejo de la imaginación y del sentimiento andaluz.



En 1920 aparecen en España los primeros síntomas de una completa renovación. Escultores y poetas, músicos y pintores, se dejan sorprender por la inquietud de llevar a la práctica las teorías más revolucionarias y cultivar los estilos más variados. En literatura surge un grupo de poetas que, por participar en la conmemoración del tercer centenario de la muerte de Luis Góngora en 1927, son designados como la generación del 27. aunque con diferentes preocupaciones estéticas, eran amigos, conformaban una especie de comunidad de afanes y gustos. Alrededor de mesas más amistosas que intelectuales, se sentaban Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Federico García Lorca, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti. Todos ellos lograron que la poesía española alcanzara en este siglo un florecimiento que no había tenido desde el Siglo de Oro. De los poetas de esta generación, el más reconocido dentro y fuera de España es Federico García Lorca.
“La literatura de España necesita de vez en cuando expresarse de un modo más intenso y más puro. Y entonces se produce en el siglo XIV un Juan Ruiz de Alarcón; en el siglo XVII, un Lope de Vega; en el XX, un García Lorca.” En estos términos el estudioso Dámaso Alonso celebraba la aparición de la lírica lorquiana.

Fue en Granada, pobre Granada

En toda casa familiar existe una disciplina doméstica, entre ellas la de los horarios. La familia García Lorca no era la excepción. Al padre le gustaba ver reunidos a todos sus hijos a la mesa, a la hora de la comida. Pero el joven Federico siempre llegaba, apresurado, a lavarse la cara y a sentarse a la mesa disimuladamente. Según el humor de su padre, enfrentaría el regaño por la tardanza.
Un día sin embargo, el retraso del poeta es excesivo. La madre está alarmada; el padre, enojado. Don Federico estalla cuando el joven se sienta, y le advierte que será la última vez que llegue tarde: “Desde mañana, el que no llegue a la hora no se sienta a la mesa”, sentencia. El poeta se vuelve enojado: “Pues no me sentaré —dice—, ¡No quiero encerrarme en la casa a la hora del crepúsculo!” Se produce un silencio cargado de tensión. Todos callados, sin levantar los ojos del plato, se preguntan qué hará don Federico. De pronto la cocinera pregunta inocentemente: ¿De qué quiere la tortilla el señorito Federico? Antes que el lírico soñador conteste, don Federico grita furioso: “¡De crisantemos!... ¡De violetas!... ¡De crepúsculo!”.
Asombro general. Nadie sabe qué hacer. Súbitamente, el poeta alza los brazos al techo y lanza una estrepitosa carcajada. Su madre no puede aguantar la risa; los hermanos se contagian, y has el propia padre termina riéndose.
A Lorca le gusta Caminar por el barrio del Albaicín, recitarles a los amigos sus poemas, escuchar las leyendas que referían cómo los señores árabes habían escondido sus riquezas en la Sierra Nevada. También se deleitaba con la historia de la mano y la llave grabados en los arcos de la gran puerta de entra al Alcázar de la Alhambra: “cuando la mano alcance a tocar la llave, se encontrará el tesoro del rey moro.”  Amaba de Granada su melancolía, su fisonomía árabe. “Granada huele a misterio —decía—, a cosa de que no puede ser, sin embargo, es.”
Paso a paso, el poeta fue obteniendo una cierta independencia. Don Federico sólo le exigió que ingresara a la facultad de leyes para ser abogado, aunque el título después no le sirviera para nada. Por fortuna para los dos, la familia gozaba de cierto desahogo financiero, lo que permitió al padre despreocuparse del porvenir de su hijo. Don Federico, al inicio de la carrera poética de Lorca, se reía cordialmente de la utilidad de versificar: “¡Madre mía! ¡Vivir haciendo versos!”
Pero a los pocos años el poeta demostraría su utilidad. Un día en Buenos Aires, después de cobrar una importante suma por derechos de autor, Lorca le envió un giro telegráfico de 50.000 pesetas a su padre, “para hacerlo rabiar —comentaba riendo— y que vea que haciendo versos se gana más que vendiendo granos y tierra”.
A los 30 años el autor de Yerma era célebre en toda España, y jamás ningún poeta español conoció un ascenso tan rápido, como tampoco ningún dramaturgo sintió vibrar a su público con mayor pasión. Porque Lorca sumaba a sus múltiples dotes para la poesía, la música, el dibujo y el teatro, un extraordinario poder de seducción personal.
¿Qué poeta puede hoy hablar de las cosas sencillas de la vida: la luna, los olivos, los toros? Lorca lo expresó todo ya en sus romances. Porque ninguno ha sabido, como él, llegar a los últimos estratos del pueblo. Por eso sus poemas y melodías han ingresado en el inmenso tesoro de la poesía popular y andan hoy de boca en boca con igual fuerza de supervivencia que los romances viejos. Las Canciones y las breves composiciones del Poema del Cante Jondo bien poco se diferencian de las improvisaciones que desde hace siglos tienen por escenario las tabernas, las callejuelas y los encalados patios de Andalucía. Las flores de azahar y la tierra rojiza, las noches cálidas, las guitarras, los cuchillos que brillan a la luz de la Luna, la llamarada de pasión, son imágenes arrancadas del alma del pueblo y vueltas a la poesía por Lorca.
Se complacía en recitar sus versos: “Verde que te quiero verde viento, verdes ramas.” Después, tras un silencio, distanciando las cosas hacía la lejanía susurraba: “El barco sobre la mar y el caballo en la montaña.” También en versos quedó inmortalizado su trágico fin:

Muerto cayó Federico
sangre en la frente y plomo en las entrañas
Que fue en Granada el crimen.
Sabed, ¡pobre Granada!, en su Granada

Antonio Machado
 

Escenas inolvidables del siglo XX, Readers Digest


Biografía:

Federico García Lorca (1898-1936), poeta y dramaturgo español; es el escritor de esta nacionalidad más famoso del siglo XX y uno de sus artistas supremos. Su asesinato durante los primeros días de la Guerra Civil española hizo de él una víctima especialmente notable del franquismo, lo que contribuyó a que se conociera su obra. Sin embargo, sesenta años después del crimen, su valoración y su prestigio universal permanecen inalterados.

Nació en Fuente Vaqueros (Granada), en el seno de una familia de posición económica desahogada. Estudió bachillerato y música en su ciudad natal y, entre 1919 y 1928, vivió en la Residencia de Estudiantes, de Madrid, un centro importante de intercambios culturales donde se hizo amigo del pintor Salvador Dalí, del cineasta Luis Buñuel y del también poeta Rafael Alberti, entre otros, a quienes cautivó con sus múltiples talentos. Viajó a Nueva York y Cuba en 1929-30. Volvió a España y escribió obras teatrales que le hicieron muy famoso. Fue director del teatro universitario La Barraca, conferenciante, compositor de canciones y tuvo mucho éxito en Argentina y Uruguay, países a los que viajó en 1933-34. Sus posiciones antifascistas y su fama le convirtieron en una víctima fatal de la Guerra Civil española, en Granada, donde le fusilaron.

sábado, 21 de julio de 2012

Enrique González Tuñón


Tiendas de ultramarinos

 

Ese olor de las tiendas de ultramarinos. ¿Recuerda usted? En pleno centro, a veces. O mejor, en la calle Pedro de Mendoza, o en Junín y Corrientes. Olor de vodka y salmón en lata; de arreos de pesca y arenque ahumado. Ese olor.

Ese olor a color de mapa
Ese olor a ruido de motor de remolcador.
Ese olor a Hotel de Inmigrantes.
Ese olor a colonia extranjera. Ese olor.

Ese olor fresco del alambre y la cuerda; ese olor húmedo, espeso, de mostrador y trastienda; de comida dulce; de dulce agrio; de ropa comprada en puertos; ese olor ultramarino. Ese olor.

Ese olor a comida en las calles Veinticinco de Mayo, Reconquista o Leandro Alem. Olor a agencia de colocaciones, también. Y a calentador a kerosene. A tufo de calentador. A violín sacado del baúl lleno de polvo. A armónica. A afiches de la guerra ítalo-turca o anglo-boers. Ese olor.

Ese olor a tricomía de Trípoli. De familia real española. Ese olor.
Ese olor ultramarino.
Ese olor azul de mapa y ojo de buey.

El personaje de Proust por el aroma de una taza de té, reconstruye todo un tiempo perdido, pasado. Huela, huela usted cuando pase por una tienda de ultramarinos. Huele a Cementerio ¿verdad? A 1910. La infanta Isabel. El Presidente Montt. Roque Sáenz Peña. Las primeras huelgas y manifestaciones. El abigarramiento en el Hotel de Inmigrantes, las terceras, la carta de España, la Exposición, las tiendas de ultramarinos.

Huela, huela usted cuando pase por una tienda de ultramarinos. ¿Huele a retrato antiguo, verdad? A postal en colores. La Plaza del Congreso. El monumento de los Españoles. Un niño con sombrerito de paja que cruza la calle. Un fiacre. Un tranvía a caballos. El mayoral.

Huela, huela usted cuando pase por una tienda de ultramarinos. Huele a heliotropo, brocamelia y alelí. Huele a Parece que Fue Ayer. A trencito del Parque Japonés. A cuello Mey. A bigotera y cosmético. A 1914. Huele a progroms. A guerra europea.

Los diarios nos recuerdan cada día ese olor, esos olores.
Lituania, Letonia, Estonia, Finlandia, Polonia... Kovno, Vilma, Helsingfors, Riga...
Inmediatamente se desparrama un olor a arenque ahumado, a pepinos en vinagre, a salmón en lata, a pescado en barrica, a esturión, a bacalao, a arreos de pesca, a... un olor ultramarino. (Todo esto puede ser un poco literario, pero ustedes comprenderán).

En seguida, el paisaje. Ahora hay sobresalto en el mar, en las rías y en los ríos; en los prados y en las colinas.

¿Qué será de esos paisajes reproducidos en los atriles de algunos pianos automáticos?
¿Qué será de la rueda del molino mal pintado?
Vemos a una mujer gorda cortando pescado sobre una tabla. (La gorda de la pescadería).

A un grupo de hombres del norte cuchicheando a la puerta del café maloliente. A un vendedor de diarios cuyos títulos no podremos deletrear nunca. A un sacerdote de una religión extranjera –y extraña–.  A un retrato de novios, en el fondo de la sala, sobre unos tarros de compota de penetrante olor (ultramarino). A alguien que cruza la calzada llevando a un niño en la mano. A un niño agitando desde la borda de un barco de carga su gorra de pana (ultramarina). Y, finalmente, a una pandilla de chiquillos rubios, rotosos, sucios, que hablan ya el lenguaje de la calle, el lenguaje argentino, mientras la más vieja de las mujeres, la más vieja, mueve melancólicamente la cabeza y habla todavía del barco como el gringuito cautivo de “Martín Fierro”.

Y, sobre la mesa, el diario, y en el diario los telegramas fechados en esos lugares (ultramarinos) que, sin duda, no conoceremos nunca. Y entonces, al puchero cotidiano se mezcla un súbito y profundo olor (ultramarino) de arenque ahumado, de salmón en lata, de pepino en vinagre, de pescado en barrica.

Es curioso.
Y triste, bien triste, muy triste. (Ultramarino).

 
Enrique González Tuñón

Del libro En la calle de los sueños perdidos, Buenos Aires, Litterae Sociedad Editorial Americana, 1941
Imagen bajada de: Wikipedia

Allan Poe


A Helena









Helena, tu belleza es para mí
Como aquellas nicenas naves de antaño
Que suavemente, sobre el fragante mar
Llevaban al peregrino cansado de viajar
A su primitiva orilla.

Sobre los desesperados mares habituados a rugir
Tu pelo de Jacinto y rostro clásico,
Tus aires de Náyade, me han traído a mis lares:
A la gloria que fue Grecia
Y a la grandeza llamada Roma

Erguida en tu brillante nicho
Como la estatua que tu finges ser,
La lámpara de ágata en tu mano
¡Oh Psiquis!, de las regiones que son la Tierra Santa




E. Allan Poe

Obras Inmortales, E.D.A.F., 1974
imagen bajada de: es.wikipedia.org/wiki/Helena

jueves, 19 de julio de 2012

Lo imperdible


SEMINARIO ABIERTO DE ESTUDIOS INDOAMERICANOS


Con el objetivo de promover el diálogo intercultural, la coexistencia pacífica y la integración de las diversas matrices culturales originarias, el Ciclo Reencuentros con Pueblos Originarios invita cordialmente al 4º encuentro del Seminario Abierto de Estudios Indoamericanos: "Literatura Originaria" a realizarse este Viernes 27 de julio a las 18 hs en el campus de la Universidad Nacional de General Sarmiento:. J. M. Gutierrez 1150. Los Polvorines.
En esta oportundiad, contaremos con la participación de la profesora Susana Ferrero, integrantes del Grupo de Literatura Originaria de la Cátedra abierta de Estudios Americanistas de la UBA, el Profesor de quechua Héctor Sánchez Guzmán, entre otros.
Lugar: SUM de la Biblioteca UNGS.


Como siempre, la entrada es libre y gratuita.

Están todos invitados!!

AGENDA
  • Miércoles 15 de agosto, 18hs: Ciclo de Cine "En busca del Ayni"
  • Viernes 24 de agosto, 18hs: Seminario Abierto de Estudios Indoamericanos "Sistemas educativos de los Pueblos Originarios Indoamericanos".
  • Miércoles 12 de setiembre, 18hs : Ciclo de Cine (a confirmar)
  • Viernes 28 de setiembre, 18hs: Seminario Abierto de Estudios Indoamericanos "Recuperación de la historia de líderes indígenas"
  • Miércoles 10 de octubre, 18hs: Ciclo de Cine (a confirmar)
  • Viernes 26 de octubre, 18 hs: Seminario Abierto de Estudios Indoamericanos "La mujer originaria. Salud, alimentación  y protección de la vida".
  • Miércoles 14 de noviembre, 18hs: Ciclo de Cine (a confirmar)
  • Viernes 23 de noviembre, 18 hs.: Seminario Abierto de Estudios Indoamericanos  "Madre tierra, madre eterna. Sabiduría ancestral. Cultivo, plantas  y semillas"
  • Miércoles 12 de diciembre, 18hs: Ciclo de Cine (a confirmar)
  • Viernes 14 de diciembre, 16 hs: Seminario Abierto de Estudios Indoamericanos "Vida y situación actual de los pueblos originarios". Cierre y festejo.

Ciclo Reencuentros con Pueblos Originarios
Centro de las Artes- Centro Cultural UNGS
www.ciclopueblosoriginarios.wordpress.com
Facebook: Ciclo Reencuentros con Pueblos Originarios
pueblosoriginarios@ungs.edu.ar  // imaclenm@ungs.edu.ar // balor@ungs.edu.ar


sábado, 14 de julio de 2012

Lo dijo Vargas Llosa


Un mundo sin novelas


La literatura es mucho más que un pasatiempo. Entre otras cosas, contribuye a crear ciudadanos libres y críticos.


Muchas veces me ha ocurrido que un señor se me acerque con un libro mío en las manos y me pida una firma, precisando: “es para mi mujer, o mi hijita, o mi madre. Es una gran lectora”. Yo le pregunto “ Y a usted, ¿no le gusta leer?”. La respuesta rara vez falla: “Si, claro, pero soy una persona muy ocupada”. Ese señor, esos miles de miles de señores iguales aél, tienen tantas cosas importantes, tantas obligaciones y responsabilidades, que no pueden perder su tiempo con una novela.

Para ellos, la literatura es un entretenimiento que pueden permitirse quienes disponen de mucho tiempo libre. Me propongo formular aquí algunas razones contra esta idea, y a favor de considerarla, además de un de los más enriquecedores quehaceres del espíritu, una actividad irremlazable para la formación del ciudadano en una sociedad moderna y democrática, y que, por lo mismo, debería inculcarse en las familias dese la infancia y formar parte de todos los programas de educación.

Vivimos en una era de especialización debido al prodigioso desarrollo de la ciencia y la técnica, y a su fragmentación en inumerables avenidas y compartimientos.  La especialización trae muchos beneficios, pues permite profundizar en la exploración y la experimentación, y es el motor del progreso. Pero tambíen va eliminando esos denomidadores comunes de la cultura gracias a los cuales podemos coexistir, comunicarnos y sentirnos solidarios. Conduce al cuarteamiento del conjunto de seres humanos en guetos de especialistas a los que un lenguaje, unos códigos y una información sectorizada confinan en aquel particularismo contra el que nos alertaba el refrán: no concentrarse tanto en la hoja como para olvidar que es parte de un árbol, y éste, de un bosque. De tener conciencia cabal de la existencia del bosque depende en buena medida el sentimiento de pertenencia que mantiene unido al todo social. Ciencia y técnica, pues, no pueden cumplir esa función integradora.

La literatura, en cambio, es un denominador común de la experiencia humana. Los lectores de Cervantes o de Shakespeare, de Dante o de Tolstoi, nos entendemos y nos sentimos miembros de la misma especie porque en sus obras aprendimos aquello que compartimos como seres humanos, sin importar las ocupaciones, los designios vitales, las geografías, las circunstancias y los tiempos históricos.

Y nada defiende mejor contra la estupidez de los prejuicios, del racismo, de la xenofobia, del sectarismo religioso o político, o de los nacionalismos excluyentes, como esta comprobación incesante que aparece siempre en la gran literatura: la igualdad esencial de todos los hombres. Nada enseña mejor que las buenas novelas a ver, en las diferencias étnicas y culturales, la riqueza del patrimonio humano y a valorarlas como una manifestación de su múltiple creatividad.

Leer buena literatura es también aprender qué y cómo somos en nuestra integridad humana, en nuestra presencia pública y en el secreto de nuestra conciencia. Este conocimiento sólo se encuentra en la novela. Ni siquiera las otras ramas de las humanidades, como la filosofía, la historia o las artes, han podido preservar esa visión integradora de un discurso asequible al profano, pues han sucumbido también al mandato de la especialización.

Ese sentimiento de pertenencia a la colectividad humana a través del tiempo y el espacio es el más alto logro de la cultura y nada contribuye tanto a renovarlo en cada generación como la literatura.

Ahora bien, ¿qué ha dado a la humanidad la literatura? Uno de sus primeros efectos benéficos ocurre en el plano del lenguaje. Una comunidad sin literatura escrita se expresa con menos  presición, riqueza de matices, claridad, corrección, profundiad y rigor que otra que ha cultivado los textos literarios. Una humanidad sin novelas se parecería mucho a una comunidad de tartamudos y de afásicos. Esto vale también para los individuos. Una persona que no lee, o lee poco, o lee sólo basura, puede hablar mucho, pero dirá siempre pocas cosas, porque dispone de un repertorio mínimo de vocablos para expresarse. No es una limitación sólo verbal; es, al mismo tiempo, una limitación intelectual, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque los conceptos mediante los cuales nos apropiamos de la realidad no están disociados de las palabras a través de los cuales los reconoce y define la conciencia.

Ninguna disciplina puede sustituir a la literatura en la formación del lenguaje. Los manuales científicos y los tratados técnicos no enseñan a expresarse con propiedad. Al contrario, a menudo están muy mal escritos, porque sus autores, a veces indiscutibles eminencias en su profesión, no saben comunicar sus tesoros conceptuales.

Otra razón para dar a la novela una plaza importante en la vida de las naciones es que, sin ella, el espíritu crítico, motor del cambio histórico y el mejor valedor de la libertad sufriría una merma irremediable. Porque toda buena literatura es un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos. En ella alienta un predisposición sediciosa, insumisa, revoltosa, inconformista.

La literatura es un refugio para aquel al que sobra o falta algo para no ser infeliz. Salir a cabalgar junto al escuálido Rocinante y su desbaratado jinete por los descampados de La Mancha, recorrer los mares en pos de la ballena blanca con el capitán Ahab o convertirnos en insecto con Gregorio Samsa es una manera astuta de desagraviarnos de las imposiciones de esa vida injusta que nos obliga a ser siempre los mismos, cuando qusiéramos ser muchos.

La novela sólo apacigua momentáneamente esa insastifacción vital, pero en ese milaroso intervalo, en esa suspensión provisional de la vida somos otros. Más intensos, más ricos, más complejos, más felices, más lúcidos. La literatura nos permite vivir en un mundo cuyas leyes transgreden las leyes inflexibles por las que transcurre la vida real, emancipados de la cárcel del espacio y del tiempo en la impunidad para el exceso y dueños de una soberanía sin límites. ¿Cómo no quedar defraudados luego de leer La Guerra y la Paz o En busca del tiempo perdido, al volver a este mundo de pequeñeces, de limitaciones y servidumbres, de fronteras y prohibiciones que nos acechan por doquier y que cada paso corrompen nuestras ilusiones?

Es decir, la vida soñada de la novela es más bella, diversa, comprensible y perfecta que la real. Ésa es, acaso, la mejor contribución de la literatura al progreso: recordarnos que el mundo está mal hecho y que podría estar mejor, más cerca de lo que nuestra imaginación es capaz de inventar.

Una sociedad democrática y libre necesita ciudadanos responsables, crítcos, independientes, difíciles de manipular, en permanente movilización espiritual, conscientes de la necesidad de someter continuamente a examen el mundo para tratar de acercarlo a aquel en que quisiéramos vivir.

Sin esa insatisfacción y rebeldía viviríamos todavía en estado primitivo, no habrá nacido el individuo, ni la ciencia ni la tecnología hubieran despegado, ni los derechos humanos serían reconocidos, ni la libertad exitiría. Todos ellos son critaturas nacidas a partir de actos de sumisión contra la vida. Para este espíritu que desacata la vida real como es, y con la insensatez de un Alonso Quijano (cuya locura nació de leer novelas de caballerías) busca materializar el sueño, lo imposible, la literatura ha servido de formidable combustible.

Hagamos un esfuerzo de reconstrucción histórica fantástica, imaginando una humanidad que no hubiera léido novelas. En aquella civilización, en la que prevalecerían acaso sobre las palabras los gruñidos simiescos, no existirían ciertos adjetivos formados a partir de la creaciones literarias: guijotesco, kafkiano, orwliano, sádico, masoquista y muchos otros. Habría locos, víctimas de paranoias y delirios de persecución, y bípedos que gozarían recibiendo o infligiendo dolor, ciertamente. Pero no habríamos aprendido a ver detrás de esas conductas aspectos esenciales de la condición humana, algo que sólo el talento creativo de Cervantes, Kafka, Sade o Sacher-Masoch nos reveló. Cuando apareció el Quijote, los primeros lectores se mofaban de ese iluso extravagante. Ahora sabemos que todos los disparates que hace son una manera de protestar  contra las miserias de este mundo y de intentar cambiarlo. Las nociones misma de ideal y de idealismo no serían lo que son sin haberse encarnado en aquel personaje con la fuerza persuasiva que le dio Cervantes.

El adjetivo kafkiano viene a nuestra mente cada vez que nos sentimos amenazados, como individuos inermes, por esas maquinarias opresoras y destructivas que tanto dolor y abusos e injusticias han causado en el mundo moderno: los regímenes autoritarios, los partidos verticales, las iglesias intolerantes, las burocracias asfixiantes. Sin los cuentos y novelas de ese atomentado judío de Praga que vivió siempre al acecho, no hubiéramos sido capaces de entender con la lucidez que hoy es posible hacerlo el sentimiento de importencia del individuo aislado, o de las minorías discriminadas y perseguidas, ante los poderes que pueden pulverizarlos sin que los verdugos tengan siquiera que mostrar la cara.

El adjetivo orwelliano, primo hermano de kafkiano, alude a la angustia opresiva y a la sensación de absurdidad extrema que generan la dictaduras totalitarias del siglo veinte, las más refinadas, crueles y absolutas de la historia, en su control de los actos, las psicologías y hasta los sueños de los miembros de una sociedad. En Animal Farm y 1984 , George Orwell describió, con tintes pesadillescos, una humanidad sometida al control de Big Brother, amo absoluto que, mediante la eficiente combinación de terror y moderna tecnología, ha eliminado la libertad, la espontaneidad y la igualdad y convertido la sociedad en una colmena de autómatas.

Es verdad que la profecía siniestra de 1984 no se materializó y el comunismo tatalitario desapareció en la Unión Soviética y comenzó a deteriorarse luego en China y en esos anacronismos que son Cuba y Corea del Norte. Pero el vocablo orwelliano sigue vigente, como recordatorio de una experiencia político-social devastadora sufrida por la civilzación, y que los textos de Orwell nos ayudaron a entender.

De donde resulta que las invenciones de los grandes creadores literarios nos abren los ojos sobre aspectos desconocidos y secretos de la condición humana. A veces el semblante que se delinea en el espejo que las novelas nos ofrecen de nosotros mismos es el de un monstruo. Ocurre cuando leemos las horripilantes carnicerías sexuales fantaseadas por el divino marqués, o las tétricas dilaceraciones y sacrificios que pueblan los libros malditos de Sacher-Masoch. Y, sin embargo lo peor de esas páginas no es la sangre, la humillación y las torturas; es descubrir que esa violencia y desmesura no nos son ajenas, que esos monstruos ávidos de transgresión y exceso se agazapan en lo más íntimo de nuestro ser y que aguardan un ocasión propicia para imponer su ley.


Bárbaro, huérfano de sensibilidad y torpe de habla, ignorante y ventral, el mundo sin novelas de esa pesadilla tendría como su rasgo principal, el conformismo. También en ese sentido sería un mundo animal. Los isntintos básicos decidirián las rutinas cotidianas de una vida lastradas por la lucha por la supervivencia, el miedo a los desconocido, la satisfacción de las necesidades físicas, la monotonía aplastadora y el pesimismo, la sensación de que la vida es lo que tenía que ser y que nada ni nadie podrá cambiarlo.

Cuando uno imagina un mundo así, tiende a identificarlo de inmediato con lo primitivo y el taparrabos, con las pequeñas comunidades mágico-religiosas que viven al margen de la modernidad en América Latina, Oceanía y África.

La verdad es que el formidable desarrollo de los medios audiovisuales, que, de un lado, ha revolucionado las comunicaciones y, de otro, monopoliza cada vez más el tiempo que dedicamos al ocio y a la diversión, arrebatándoselo a la lectura, permite concebir, como posible escenario del futuro mediato, una sociedad modernísima, erizada de ordenadores, pantallas y parlantes y sin libros. Ese mundo cibernético, me temo, sería profundamente incivilizado, sin espíritu, una resignada humanidad de robots.

Desde luego, es más que improbable que esta perspectiva se llegue jamás a concretar. No hay un destino preestablecido que haya decidido por nosotros lo que vamos a ser. Depende de nuestra visión y voluntad que esta macabra utopía se realice o eclipse. Si queremos evitar que se realice, hay que actuar. Hay que leer buenos libros, e incitar a leer a los que vienen detrás.

Por Mario Vargas Llosa



Este es, condensado, el discurso que pronunció Vargas Llosa en febrero de 2000 en el Círculo de Bellas artes de Madrid, como parte del simposio “la educación y los valores”, que oarganizaron Fundación  Argentaria y el Ministerio de Educación, Cultura, de España.