viernes, 29 de marzo de 2013

Poesía de pueblos originarios


Soy el sueño de mi abuelo…




Soy el sueño de mi abuelo
que se durmió pensando
que algún día regresaría
 a esta tierra amada.
He corrido a recoger el sueño
de mi pueblo
para que sea el aire respirable
de este mundo.

             Leonel Lienlaf

Leonel Iván Lienlaf Lienlaf es escritor, cineasta y músico mapuche-chileno nacido el 23 de junio de 1969 en la comunidad de Alepue, Región de los Ríos, Chile.

Hablando con la gente de arriba 

Roberto J. Payró - ¿Es tiempo pasado?


Pago Chico


I – La escena y los actores

Fortín en tiempo de la guerra de indios. Pago Chico había ido cristalizando a su alrededor una población heterogénea y curiosa, compuesta de mujeres de soldados ─chinas─, acopiadores de quillangos y plumas de avestruz, compradores de sueldos, mercanchifles, pulperos, indios mansos, indiecitos cautivos ─presa preferida de cuanta enfermedad endémica o epidémica vagase por allí.
El fortín y su arrabal, análogo al de los castillos feudales, permanecieron largos año estacionarios, sin otro aumento de población que el vegetativo ─casi nulo porque la mortalidad infantil equilibraba casi a los nacimientos, pero cuyos claros venían a llenar los nuevos contingentes de tropas enviados por el gobierno.
Más cuando los indios quedaron reducidos a su mínima expresión ─”civilizados a balazos”─ la comarca comenzó a poblarse de “puestos” y “estancias” que muy luego crecieron y se desarrollaron, fomentando de rechazo la población y el comercio de Pago Chico, núcleo de toda aquella vida incipiente y vigorosa.
Cuando ese núcleo adquirió cierta importancia, el gobierno provincial de Buenos Aires, que contaba para sus manejos políticos y de otra especie con la fidelidad incondicional de los habitantes, erigió en “partido” el pequeño territorio, dándole por cabecera el antiguo fuerte, a punto ya de convertirse en pueblo. El gobierno adquiría con esto una nueva unidad electoral que oponer a los partidos centrales, más poblados, más poderosos y más capaces de ponérsele frente a frente para fiscalizarlo y encarrilarlo.
Como por entonces no existían ni embrión las autonomías comunales, el gobierno de la provincia nombraba miembros de la municipalidad, comandantes militares, jueces de paz y comisarios de policía, encargados de suministrarle los legisladores a su imagen y semejanza que habían de mantenerlo en el poder.
La vida política de Pago Chico sólo se manifestó pues, durante muchos años, por la ciega obediencia al gobierno, del que era uno de los inconmovibles bourgs purris, baluarte en que se estrellaba todo conato de oposición. Los “partidos”, incondicionalmente oficiales, eran el gran cimiento de la situación, y entre ellos Pago Chico aparecía como una de las herramientas más dóciles y eficaces. Recibía en cambio algunos subsidios para el sostenimiento de sus autoridades, y de vez en cuando gruesas sumas destinadas a obras públicas y de fomento, que las mismas autoridades se repartían en santa paz, cubriendo las apariencias con algún conato de construcción, v.g. la del puente sobre el río Chico, que aún está en veremos, el ensanche de la iglesia, siempre en las mismas, la terminación de la Municipalidad, o la mejora de los caminos, las acequias o los mataderos…
Oposición no existía sino tan embrionaria que su exteriorización más grande eran los chismes y las hablillas, las protestas de algún desdeñado o perseguido y los anónimos al gobernador de la provincia o a los periódicos de la capital, ora reveladores de verdaderos abusos, ora simples especies calumniosas y envenenadas.
El programa político de los descontentos era el rudimentario “quítate para que yo me ponga”, de manera que la oposición no salía nunca de su estado de nebulosa, por poco que, cuando amenazaba consolidarse, los más ardientes recibieran un mendrugo inspirador del quietismo y la tolerancia
Bermúdez, por ejemplo, indignado ante la negativa de una concesión que pidiera a la Municipalidad, proclamó urbi et orbe que iba a revelar los latrocinios del puente sobre el chico, denunciando a la prensa bonaerense la verdadera inversión de los fondos, robados por los municipales como en una carretera. Hizo, en efecto, una exposición circunstanciada de las defraudaciones, a la que agregó cálculos de precios de materiales, la descripción de lo hecho y un cúmulo de comprobantes… Firmó el terrible documento, consiguió que otros vecinos, expectables lo refrendaran, robusteciendo la denuncia, leyó el factum ante un grupo numeroso en el café y confitería de Cármine, agitó los ánimos, despertó el patriotismo pagochiquense, convulsionó el pueblo, pronto ya a la revolución y el sacrificio…
─Usted es un sonso, amigo Bermúdez─ le dijo en esta emergencia el escribano Ferreiro, deteniéndolo en la calle.
─¿Por qué?─ preguntó el prohombre opositor muy sorprendido…
─Porque ha obligado al intendente a romper el contrato por diez años del peaje del puente.
─¿Y a mí qué?
─Que la Municipalidad se lo concedía a usted por una bicoca… ¡Un regalito de tres a cuatro mil pesos al año!...
Bermúdez se puso verde, luego amarillo, después rojo como un tomate, en seguida pálido otra vez, y tomando el brazo del ladino Ferreiro con la mano trémula de emoción y avaricia:
─¿Y eso no se puede arreglar? ─preguntó.
Se arregló y admirablemente. Bermúdez dio vuelta el poncho. Los parroquianos del café de Cármine le sacaron el cuero; pero nuestro hombre, desollado y todo, siguió tan campante enriqueciéndose y figurando cada vez más…
Ese café de Cármine y otros puntos de cita no podían, entre tanto, dejar de convertirse en centros de difamación, y lo fueron con tal eficacia que al cabo de pocos años el pueblo se halló dividido en varios bandos que se odiaban, y cuya lucha iba a dar origen a una oposición organizada.
Entre estos bandos destacábase el de don Ignacio Peña (don Inacio, allí) y su acólito el boticario Silvestre Espíndola, enemigo personal este último del intendente y su camarilla, porque el médico municipal, doctor Carbonero, habilitó al italiano Barrucchi para que abriese otra farmacia contando con la clientela obligatoria de sus enfermos, los pedidos de la Municipalidad para el hospital y los de la comisaría para su botiquín, pues Carbonero acumulaba también las funciones de médico de policía y director del hospital.
Esto ahondaba la división, porque los otros dos facultativos, el doctor Fillipini, italiano, y el doctor don Francisco de Pérez y Cueto, español sin cargo ni prebenda alguna, eran naturalmente opositores a todo trance.
Añádase a esto la competencia comercial, creadora de enconos por sí misma, y exacerbada aún por el favoritismo de las autoridades, que para algunos llegaban a extremos inconcebibles: los celos de las mujeres; las envidias de los hombres; la sempiterna vida en común; la falta casi total de horizontes, y se tendrá idea de aquél terreno preparado ya para convertirse en teatro de una lucha homérica.
El primer síntoma de guerra fue una disputa ocurrida en el Club del Progreso entre el intendente municipal don Domingo Luna y el juez de paz don Pedro Machado, a raíz de un envite en que el juez cantó treinta y dos y se fue a baraja sin mostrarlas, apuntándose los tantos después de no querer el rabón. Casi hubo cachetadas, y quizá hubiera sido mejor, porque la venganza de Machado, a quien el intendente llamara “tramposo” con todas sus letras, fue terrible: fundó un periódico, El Justiciero, para atacar a su enemigo y sacarle los cueritos al sol. “Los cueritos al sol” dicen en la campaña, porque allí se acostumbra que los niños duerman sobre pieles de cordero, y cuando éstas se sacan a la luz… ¡ya se adivina el resto!
Hizo Machado llevar una imprentita de Buenos Aires, y como era completamente analfabeto, la puso en manos de Fernández, que ya había dragoneado de periodista en otro pueblo, encargándole que pusiese “overo” al intendente, sin asco y sin lástima.
El Justiciero debía aparecer dos veces por semana: jueves y domingos. Apareció, sin embargo, un solo jueves, pues el deux ex machina pagochiquense, el escribano Ferreiro, se encargó de poner paz entre los príncipes cristianos.
─Mire, Don Pedro ─declaró al belicoso juez de paz─; esto va a ser como pelea de comadres de barrio. “¡Usted es esto!” “¡Y qué más!” Cuanto pueda decirle a Luna, él se lo puede decir a usté, porque todos hemos hecho y estamos haciendo lo mismo. Tráguese la rabia y cállese la boca, porque lo más que sacará será lo que el negro del sermón; los pies fríos y la cabeza caliente. Sigamos como hasta ahora, que así va lindo no más. Si no, vamos a tener que enojarnos con usté, se va a enojar el gobierno, ya no le caerá ni un negocio para hacer boca, y en cambio Luna se encargará de decirle cuántas son cinco, y él y usté, usté y él serán la risa de todo el mundo.
Como don Pedro no cediera a las primeras de cambio, Ferreiro se entretuvo en enumerarle todos los negocios dudosos y hasta escandalosos en que había tenido participación, las arbitrariedades por él cometidas en el desempeño de su cargo…
─Pior ha hecho él ─gritaba Machado, como lo pronosticaba el escribano, que le tapó la boca con esto:
─Habrá hecho peor, no digo que no. Pero él no está en posesión de un campo sin título de propiedad, ni de seis o siete lotes urbanos, que la intendencia puede reivindicar de un momento a otro…
El Justiciero no reapareció hasta meses más tarde, cuando La Pampa de Viera arrojó e aquel terreno abonado la semilla de la oposición, provocando por parte del oficialismo una defensa desesperada que tuvo la virtud de acabar con las rencillas de Machado, Luna y demás “dueños del pueblo”.
Este Viera, hijo de Pago Chico ─joven de veintidós años que había vivido algún tiempo en Buenos Aires, codeándose, gracias a su pequeña fortuna, con la juventud frecuentadora de cervecerías, teatros y comités─ era un bien intencionado y un cándido, con escasa ilustración y más escasa experiencia, a quien el surgimiento de la Unión Cívica infundió ideas redentoras. A raíz de aquel vasto movimiento de opinión volvió al Pago resuelto a reformar el mundo, y para hacerlo compró también una imprentita, gastándose la mitad de su capital, y fundó La Pampa, dispuesto a sostenerla con la otra mitad.
Ya lo veremos en acción. Entre tanto pasemos a otra cosa, para dar una idea general de aquel pueblo privilegiado.
Las reuniones más chic y mejor concurridas eran las que Gancedo celebraba frecuentemente en su casa, para ir creándole una popularidad que pudiera llevarlo a la diputación, sin darse cuenta de que en Ferreiro tenía un rival tanto más peligroso cuanto más discreto y solapado.
Las tertulias de Gancedo eran todo lo amantes y agradables que podían serlo en Pago Chico. Precedíalas siempre “una comida íntima”, según el dueño de casa, “un banquete” según los invitados no venenosos. Llenábase de gente el vasto comedor, y como la ciencia culinaria pagochiquense estaba todavía en pañales, el menú se componía generalmente de jamón, pavo, fiambre, conservas de toda especie y empanadas criollas, de tal modo que la mesa parecía la de un lunch de viajeros en una parada del camino.
Terminada la comida y apurada las últimas botellas de buen vino de postre, comenzaba a llegar el resto de los invitados, las niñas con sus mamás, los jóvenes solteros; el pianista Mussio aporreaba el teclado sin darse tregua, y los valses, las polkas y lanceros se sucedían hasta muy cerca del amanecer.
Las demás reuniones eran muy parciales y escasas, excepto las masculinas del Club del Progreso y la confitería del Cármine ─los dos puntos de reunión que se disputaban opositores y oficialistas, quedando el uno y el otro tan pronto en manos de éstos, tan pronto en manos de aquéllos, como en las figuras de una contradanza.
Pero, eso sí, sólo tratándose de un caso de enemistad declarada y odio manifiesto, ningún pagochiquense distinguido faltaba al bautizo, la boda, el velorio y el entierro de otro distinguido pagochiquense. Era de regla olvidar aparentemente las pequeñas rencillas en estas solemnidades.
Pero si escaseaban las fiestas y las tertulias de música y de baile, abundaban en cambio las “tenidas” de murmuración y desollamiento. Los hombres las celebraban en el club y el café; las mujeres en sus casas y las ajenas. Como hormigas iban y venían de sala en sala, despellejando aquí a las que acababan de dejar allá, mientras eran despellejadas a su vez por aquéllas y por otras, en una madeja de chismes, embustes, habladurías y calumnias que no hubiera desenredado el mismo Job con toda la paciencia que se le atribuye aún, pese a las protestas, clamores y vociferaciones que llenan su libro del Viejo Testamento. Tales misteriosos cuchicheos empañaron más de una fama limpia y pura, y pronto no quedó en Pago Chico, sino para los interesados, ni hombre decente ni mujer honrada.
─Si uno fuera a creer tanta inmundicia ─decía Silvestre─, tendría vergüenza de mirarse al espejo sin testigos.
Y lo más curioso es que Silvestre solía ser el vehículo por excelencia de la difamación.
La Pampa atacó el mal en varios artículos violentos contra los calumniadores. Todo el mundo los leyó, comentó, aprobó, aplaudió, ensalzó; pero todo el mundo siguió impertérrito haciendo lo mismo, y hasta puede que exagerando la nota. De aquella célebre campaña periodística sólo quedó el dicho de “Pago Chico, infierno grande”, epígrafe de uno de los artículos de Viera, y el buen efecto causado por este párrafo, glosa de la frase silvestrina:
“Si cuanto se dice fuera cierto, habría que cercar de murallas el pueblo y convertirlo en una cárcel que fuera al propio tiempo manicomio y reclusión de mujeres perdidas”.
El comercio tenía bastante importancia, sobre todo desde que llegó el ferrocarril, pues entonces comenzaron a establecerse “barracas” para el acopio de frutos del país ─lanas, cueros, etc.─. estos establecimientos fueron pronto los más importantes y prósperos, llegando a efectuar ciertas operaciones bancarias ─depósitos en cuenta corriente y a plazo fijo, descuentos, giros─ que antes hacían difícilmente las principales casas de comercio.
Entre estas últimas, las más notables eran las de Gorordo, que reunía en un inmenso edificio de un solo piso con techo de hierro galvanizado, los ramos de tienda, mercería, almacén, despacho de bebidas, corralón de madera, hierro y tejas, mueblería, armería, hojalatería, ferretería, pinturería, ropería, librería, papelería y droguería, amén de otras especialidades.
Aún quedaban otros establecimientos análogos, restos de la época en la que era necesario acapararlo todo para realizar alguna ganancia, y en que todos estos comercios se complementaban todavía con la compra-venta de frutos del país. Pero iban perdiendo terreno ante la especialización, pues año tras año surgieron tiendas y mercerías, almacenes de comestibles, boticas, mueblerías, platerías, sastrerías, zapaterías de diverso orden, hoteles, fondas y bodegones, hasta un conato de librería y una cigarrería pequeña; casas entre las que sobresalía como una perla de incomparable oriente la
Sapatería e spacio di bebida
Di Romolo e Remo
Di Giuseppe Cardinale

Pago Chico tuvo, por consiguiente, sus Bon Marché y sus Printemps antes que en París, o al mismo tiempo, para perderlos luego y verlos sin duda reaparecer cuando se complete el ciclo de su evolución progresiva.
La primera industria mecánica que nace en un pueblo de provincia y la primera que nació en Pago Chico, es la fabricación de carros. En un principio los carros se compran en otra parte, pero inmediatamente se nota la necesidad de una herrería y carpintería para componerlos. Establecida ésta, por poco que la población adelante, el taller prospere y el obrero no sea muy torpe, la simple herrería se convierte en fábrica y la industria ha nacido sin esfuerzo.
A la fábrica de rodados habría que agregar en Pago Chico el floreciente molino y fideería de Guerrini, construcción chata y mezquina, emplazada a orillas del arroyo presuntuosamente llamado Río Chico, cuya escasa corriente bastaba apenas para mover una pequeña rueda que molía el grano con lentitud y como desgranada. Las tormentas y la humedad, azotando y carcomiendo sus paredes de ladrillo sin revoque, les habían dado una pátina verdinegra, triste pero característica. Había que agregar también fuera de los hornos de ladrillos y las licorerías falsificadoras de toda clase de bebidas, la talabartería de Tortorano que, realizando buenos negocios, sin embargo, debía luchar con la competencia de los trenzadores criollos, que en los ranchos de las afueras hacían primorosos maneadores, lazos, bozales, maneas, prendas de gran lujo disputadas por los paisanos y los mismos “paquetones” del pueblo, y en las que un solo botón llevaba a veces más de un día de trabajo. Tortorano tenía que limitarse a vender arreos ordinarios, pero cobrándolos a peso de oro ya vengaba del arte purísimo que convertía los “tientos”, el simple cuero sobado, en bridas moriscas, suaves como la seda, en cabezadas caprichosas y elegantes, sutiles trabajos en que el gusto y la paciencia realzaban diez y más veces el valor de la materia prima. Y, a la larga, Tortorano venció: hizo que los trenzadores trabajaran exclusivamente para él, almacenó sus obras sin venderlas, imponiendo los artículos de su fabricación, y cuando logró que se olvidara a la moda de los aperos criollos, dejó sin trabajo a los trenzadores, que debieron levantar campamento para no morirse de hambre.
Como industria, no podemos olvidar tampoco al de Tripudio, que con los desmirriados racimos de las parras de su quinta y otros ingredientes menos inofensivos, fabricaba un chacolí con “gusto a olor de ratón”, que luego expendía con el ingenioso título de “Vino Cható”.
Completaban la población trabajadora de Pago Chico, varios ejemplares de hojalateros, sombrereros, modistas, tipógrafos, pintores, blanqueadores y empapeladores, planchadoras, panaderos, lavanderas, cigarreras, carniceros con tienda abierta y verduleros que también vendían carbón, leña, maíz y afrecho.
… Y como esto basta y sobra para dominar el escenario y tener siquiera barruntos de algunos pocos actores, pasemos sin más preámbulos a relatar y puntualizar varios episodios de la sabrosa historia pagochiquense, preñada de hechos trascendentales, rica en filosófica enseñanza, espejos de pueblos, regla de gobiernos, pauta de administraciones progresistas, norma de libertad, faro de filantropía, trasunto ejemplar de patriotismo…
─¡Flor y truco! Y si hay más flor, ¡contra flor al resto! ─agregaría Silvestre, afirmando con esta salva de veintiún cañonazos los colores de Pago Chico.

Roberto J. Payró
Pago Chico, Editorial Abril, 1983

Roberto Jorge Payró nació en Mercedes, Provincia de Buenos Aires el 19 de abril de 1867 y falleció en Lomas de Zamora el 5 de abril de 1928. Fue un escritor y periodista argentino. Ha sido considerado como "el primer corresponsal de guerra argentino". Algunas de sus obras más destacadas son: Sobre las ruinas de 1904, El casamiento de Laucha de 1906, Pago Chico de 1908, El capitán Vergara de 1925.

viernes, 22 de marzo de 2013

Pinceladas porteñas


Bolita de ojito




Te conocí de pasada
en aquella librería,
cuando del “cole” volvía
con toda la purreteada.
Y por gustarme de entrada,
ya te dejé en la vidriera
la impresión tibia y sincera
de mi nariz achatada…

Por vos, bolita coqueta,
esa tarde ya “cobré”
porque el café derramé,
distraído, en la carpeta,
pero ese mes la libreta
por derecha trajo un diez
y fue la primera vez
que te lavé en la pileta…!

¡Cuántas medias destrozaba
por tirarte arrodillado!
¡Las veces que habré limpiado
el camino en que pasabas!
Con mi aliento de empañaba
al preparar un “birulo”
y me fijaba si alguno,
por las dudas, “la rezaba”…

Cien hoyos te fabriqué
con tapas de naranjín;
con el taco del botín
¡las quemas que te salvé!
¡Cuántas veces les grité
“se las mido cuando quiera”!
Y en un descuido cualquiera
te arrimaba con el pie…

Te escondía en un momento
en la funda de la almohada,
cuando mi vieja, enojada,
las iba de “allanamiento”…
Y yo, gozando por dentro,
me dejaba revisar,
y cuando me iba a acostar
te mordía de contento…

La vida nos separó,
bolita blanca de “ojito”
ya no soy el mocosito
que una tarde te compró.
Hoy la suerte me tiró
para el hoyo del Destino,
y un “mal repe” en el camino
más “cachuzo” me dejó…

Ya no me queda más nada
del “sin vista y sin corona”:
me ha ido “como la mona”
por las calles asfaltadas…
Y si la Muerte, emperrada,
me la midiera con luz,
yo me juego hasta la cruz…
¡Total… ya no hay más salvada”


Héctor Gagliardi
Puñado de emociones (Pinceladas porteñas), Editorial Julio Korn

  

Para tener en cuenta


Expresiones de las que usted, joven escritor, debe huir como de la peste


La alegría reinaba en su rostro, el dolor estaba pintado en su cara, el rubor coloreaba sus mejillas, su boca era encantadora, respiraba honradez.

La tea de la discordia, la voz del honor, la hidra de la anarquía, el Sol del Progreso, el campo de las conjeturas, el arsenal de las leyes, la balanza de la justicia, la aurora de las libertades, las tinieblas de la ignorancia, la espada de la Ley, la tiranía de las pasiones, la moderna Babilonia, una verdadera Torre de Babel, la pérfida de Albión, el Oso Moscovita, el Tío Sam.

Redoblar sus transportes, abrir su corazón, sentir un nudo en la garganta, parársele los pelos de punta, aspirar embelesado, impresionar gratamente, sembrar cizaña.
La madre naturaleza, el rey de los astros, el astro rey, la luna plateada, los pétalos aterciopelados, el vistoso colorido, el jardín engalanado.

El conflicto bélico, el carro de Marte, la nueva tesitura internacional.

El fino ensayista, un fino poeta, un espíritu ático.

Ernesto Sábato
Páginas Vivas, Editorial Kapelusz, 1974

lunes, 18 de marzo de 2013

Juan José Saer


El entenado
 
De esas costas vacías me quedó sobe todo la abundancia de cielo. Más de una vez me sentí diminuto bajo ese azul dilatado: en la playa amarilla, éramos como hormigas en el centro de un desierto. Y si ahora que soy un viejo paso a mis días en las ciudades, es porque en ellas la vida es horizontal, porque las ciudades disimulan el cielo. Allá de noche, en cambio, dormíamos, a la intemperie, casi aplastados por las estrellas. Estaban como al alcance de la mano y eran grandes, innumerables, sin mucha negrura entre una y otra, casi chisporroteantes, como si el cielo hubiese sido la pared acribillada de un volcán en actividad que dejase entrever por sus orificios la incandescencia interna.
La orfandad me empujó a los puertos. El olor del mar y del cáñamo humedecido, las velas lentas y rígidas que se alejan y se aproximan, las conversaciones de viejos marineros, perfume múltiple de especias y amontonamiento de mercaderías, prostitutas, alcohol y capitanes, sonido y movimiento: todo eso me acunó, fue mi casa, me dio una educación y me ayudó a crecer, ocupando el lugar, hasta donde llega mi memoria, de un padre y una madre. Mandadero de putas y marinos, changador, durmiendo de tanto en tanto en casa de unos parientes pero la mayor parte del tiempo sobre las bolsas de los depósitos, fui dejando atrás, poco a poco, mi infancia, hasta que un día una de las putas pagó mis servicios con un acoplamiento gratuito ―el primero, en mi caso― y un marino, de vuelta de un mandado, premió mi diligencia con un trago de alcohol, y de ese modo me hice, como se dice, hombre.
Ya los puertos no me bastaban: me vino hambre de alta mar. La infancia atribuye a su propia ignorancia y torpeza la incomodidad del mundo; le parece que lejos, en la orilla opuesta del océano y de la experiencia, la fruta es más sabrosa y más real, el sol más amarillo y benévolo, las palabras y los actos de los hombres más inteligibles, justos y definidos. Entusiasmado por estas convicciones ―que eran también consecuencia de la miseria― me puse en campaña para embarcarme como grumete, sin preocuparme demasiado por el destino exacto que elegiría: lo importante era alejarme del lugar en donde estaba, hacia un punto cualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte circular.
En esos tiempos, como desde hacía unos veinte años se había descubierto que se podía llegar a ellas por el poniente, la moda eran las Indias; de allá volvían los barcos cargados de especias o maltrechos y andrajosos, después de haber derivado por mares desconocidos; en los puertos no se hablaba de otra cosa y el tema daba a veces un aire demencial a las miradas y a las conversaciones. Lo desconocido es una abstracción; lo conocido, un desierto; pero lo conocido a medias, lo vislumbrado, es el lugar perfecto para hacer ondular deseo y alucinación. En boca de los marinos todo se mezclaba; los chinos, los indios, un nuevo mundo, las piedras preciosas, las especias, el oro, la codicio y la fábula. Se hablaba de ciudades pavimentadas de oro, del paraíso sobre la tierra, de monstruos marinos que surgían súbitos del agua y que los marineros confundían con islas, hasta tal punto que desembarcaban sobre su lomo y acampaban entre las anfractuosidades de su piel pétrea y escamosa. Yo escuchaba esos rumores con asombro y palpitaciones; creyéndome, como todas las criaturas, destinado a toda gloria y al abrigo de toda catástrofe, a cada nueva relación que escuchaba, ya fuese dichosa o terrorífica, mis ganas de embarcarme se hacían cada vez más grandes. Por fin la ocasión se presentó: un capitán, piloto mayor del reino, organizaba una expedición a las Malucas, y conseguí que me conchabaran en ella.
[…]

…Cuando, desde el gran río, los soldados, con sus armas de fuego, avanzaban, no era la muerte lo que traían, sino lo innominado, el único lugar firme se fue anegando con la crecida de lo negro. Dispersos, los indios ya no podían estar del lado nítido del mundo. No creo que muchos hayan escapado, ni siquiera que hayan tenido la intención de hacerlo; a los que, solitarios, hubiesen logrado sobrevivir tierra adentro, ningún mundo les hubiese quedado.
Sin embargo, al mismo tiempo que caían, arrastraban con ellos a los que los exterminaban. Como ellos eran el único sostén de lo exterior, lo exterior desaparecía con ellos, arrumbado, por la destrucción de lo que lo concebía, en la inexistencia. Lo que los soldados que los asesinaban nunca podrían llegar a entender era que, al mismo tiempo que sus víctimas, también ellos abandonaban este mundo.  Puede decirse que, desde que los indios fueron destruidos, el universo entero se ha quedado derivando en la nada. Si ese universo tan poco seguro tenía, para existir, algún fundamento, ese fundamento eran, justamente, los indios, que, entre tanta incertidumbre, eran lo que se asemejaba más a lo cierto. Llamarlos salvajes es prueba de ignorancia; no se puede llamar salvajes a seres que soportan tal responsabilidad. La lucecita tenue que llevaban adentro, y que lograban mantener encendida a duras penas, iluminaba, a pesar de su fragilidad, con sus reflejos cambiantes, ese círculo incierto y oscuro que era lo externo y que empezaba ya en sus propios cuerpos. El cielo vasto no los cobijaba sino que, por el contrario, dependía de ellos para poder desplegar, sobre esa tierra desnuda, su firmeza enjoyada.

Juan José Saer
 
Fragmentos de:
Juan José Saer, El entenado, Folios Ediciones, 1983 

viernes, 8 de marzo de 2013

Niu Chiao


Historia de Zorros

Wang vio dos zorros parados en las patas traseras y apoyados contra un árbol. Uno de ellos tenía una hoja de papel en la mano y se reían como compartiendo una broma.
Trató de espantarlos, pero se mantuvieron firmes y él disparó contra el del papel; lo hirió en el ojo y se llevó el papel. En la posada, refirió su aventura a los otros huéspedes. Mientras estaba hablando, entró un señor, que tenía un ojo lastimado. Escuchó con interés el cuento de Wang y pidió que le mostraran el papel. Wang ya iba a mostrárselo, cuando el posadero notó que el recién venido tenía cola. ¡Es un zorro!, exclamó y en el acto el señor se convirtió en un zorro y huyó.
Los zorros intentaron repetidas veces recuperar el papel, que estaba cubierto de caracteres ininteligibles; pero fracasaron. Wang resolvió volver a su casa. En el camino se encontró con toda su familia, que se dirigía a la capital. Declararon que él les había ordenado ese viaje, y su madre le mostró la carta en que le pedía que vendiera todas las propiedades y se juntara con él en la capital. Wang examinó la carta y vio que era una hoja en blanco. Aunque ya no tenían techo que los cobijara, Wang ordenó: Regresemos.
Un día apareció un hermano menor que todos habían tenido por muerto. Preguntó por las desgracias de la familia y Wang le refirió toda la historia. Ah, dijo el hermano, cuando Wang llegó a su aventura con los zorros, ahí está la raíz de todo el mal. Wang mostró el documento. Arrancándoselo, su hermano lo guardó con apuro. Al fin he recobrado lo que buscaba, exclamó y, convirtiéndose en zorro, se fue.
Niu Chiao.

NIU CHIAO, letrado y poeta chino, del siglo IX. Su obra abarca treinta libros.

Texto extraído de Antología de la Literatura Fantástica de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. (1965) Editorial Sudamericana. Vigesimotercera edición, 2009

Leopoldo Lugones


El carpintero
 
El maestro carpintero
de la boina colorada
va desde la madrugada
taladrando su madero.

No corre en el bosque un soplo.
Todo es silencio y aroma.
Sólo él monda la carcoma
con su revibrante escoplo.

Y a ratos, con brusco ardor,
bajo la honda paz celeste,
lanza intrépido y agreste
el canto de su labor.

  

Leopoldo Lugones

El libro del Idioma, Kapelusz, 1927

viernes, 1 de marzo de 2013

Kafka





CAMINO A CASA

Después de una tempestad, se ve el poder de persuasión del aire. Mis méritos se me hacen evidentes y me dominan, aunque no les ofrezco ninguna resistencia.
Camino, y mi compás es el compás de este lado de la calle, de la calle, de todo el barrio. Por derecho, soy responsable de todas las llamadas a las puertas, de todos los golpes en las mesas, de todos los brindis, de todas las parejas de amantes en sus lechos, en los andamiajes de las construcciones, en las calles oscuras, apretados contra los muros de las casas, en los divanes de los prostíbulos.
Comparo mi pasado con mi futuro, pero ambos me parecen admirables, no puedo otorgar la palma a ninguno de los dos, y sólo protesto ante la justicia de la Providencia, que me ha favorecido tanto.
Pero cuando entro en mi habitación, me siento un poco pensativo, aunque al subir las escaleras no me he encontrado con nada que justifique ese sentimiento. No me sirve de mucho abrir de par en par la ventana, y oír que todavía están tocando música en un jardín.


Franz Kafka
 

Texto digitalizado:
OBRAS COMPLETAS – FRANZ  KAFKA  EDITORIAL TEOREMA, 1983