viernes, 28 de septiembre de 2012

Jorge Luis Borges


Milonga de Jacinto Chiclana


Me acuerdo. Fue en Balvanera,
en una noche lejana
que alguien dejó caer el nombre
de un tal Jacinto Chiclana.

Algo se dijo también
de una esquina y de un cuchillo;
los años nos dejan ver
el entrevero y el brillo.

Quién sabe por qué razón
me anda buscando ese nombre;
me gustaría saber
cómo habrá sido aquel hombre.

Alto lo veo y cabal,
con el alma comedida,
capaz de no alzar la voz
y de jugarse la vida.

Nadie con paso más firme
habrá pisado la tierra;
nadie habrá querido como él
en el amor y en la guerra.

Sobre la huerta y el patio
las torres de Balbanera
y aquella muerte casual
en una esquina cualquiera.

No veo los rasgos. Veo,
bajo el farol amarillo,
el choque de hombres o sombras
y esa víbora, el cuchillo.

Acaso en aquel momento
en que le entraba la herida,
pensó que aun varón le cuadra
no demorar la partida.

Sólo Dios puede saber
la laya fiel de aquel hombre;
señores, yo estoy cantando
lo que se cifra en el nombre.

Entre las cosas hay una
de la que no se arrepiente
nadie en la tierra. Esa cosa
de haber sido valiente.

Siempre el coraje es mejor,
la esperanza nunca es vana;
vaya pues esta milonga
para Jacinto Chiclana.

Jorge Luis Borges

Nueva antología personal, Editorial Bruguera, 1983

viernes, 21 de septiembre de 2012

Mario Benedetti


Vaya uno a saber
 

Amiga
la calle de sol tempranero
se transforma de pronto
en atajo bordeado de muros vegetales
el rascacielos da la visión despiadada
de un acantilado de poder
los colectivos pasan raudos
como benignos rinocerontes
y en un remoto bastidor de cielo
las nubes son sencillamente nubes

la muchacha cargada de paquetes
es una hormiga demasiado obvia
y en consecuencia la descarto
pero el lisiado de noble rostro
ése sí avanza como un cangrejo
la monjita joven de mejillas ardientes
crece como un hongo sin permiso
el hollín va siendo lentamente rocío
y el olor a petróleo se convierte en jazmín

y todo eso por qué
sencillamente porque
en la primera línea
pensé en vos
amiga

Mario Benedetti


Poemas de otros, ALFA ARGENTINA 1975

Mario Benedetti


HERIDOS Y CONTUSOS (Hechos políticos)

  —Graciela —dijo la niña, con un vaso en la mano—. ¿Querés limonada?  Vestía una blusa blanca, pantalones vaqueros, sandalias. Los cabellos negros, largos aunque no demasiado, sujetos en la nuca con una cinta amarilla. La piel muy blanca. Nueve años; diez, quizá.  —Ya te he dicho que no me llames Graciela.  —¿Por qué? ¿No es tu nombre?  —Claro que es mi nombre. Pero prefiero que me digas mamá.  —Está bien, pero no entiendo. Vos no me decís hija, sino Beatriz.  —Es otra cosa.  —Bueno, ¿querés limonada?  —Si, gracias.  Graciela aparenta treinta y dos o treinta y cinco años, y tal vez los tenga. —Lleva una pollera gris y una camisa roja. Pelo castaño, ojos grandes y expresivos. Labios cálidos, casi sin pintura. Mientras hablaba con su hija, se había quitado los anteojos, pero ahora se los coloca de nuevo para seguir leyendo.  Beatriz deja el vaso con limonada en una mesita que tiene dos ceniceros, y sale de la habitación. Pero al cabo de cinco minutos vuelve a entrar.  —Ayer en la clase me peleé con Lucila.  —Ah.  —¿No te interesa?  —Siempre te peleás con Lucila. Debe ser una forma que ustedes dos tienen de quererse. Porque son amigas, ¿no?  —Somos.  —¿Y entonces?  —Otras veces nos peleamos casi como un juego, pero ayer fue en serio.  —Ah sí.  —Habló de papá.  Graciela se quita otra vez los anteojos. Ahora muestra interés. Bebe de una sola vez la limonada.  —Dijo que si papá está preso debe ser un delincuente.  —¿Y vos qué respondiste?  —Yo le dije que no. Que era un preso político. Pero después pensé que no sabía bien qué era eso. Siempre lo oigo, pero no sé bien qué es.  —¿Y por eso te peleaste?  —Por eso, y además porque me dijo que en su casa el padre dice que los exiliados políticos vienen a quitarle trabajo a la gente del país.  —¿Y vos qué respondiste?  —Ahí no supe qué decirle, y entonces le di un golpe.  —Así el papá podrá decir ahora que los hijos de los exiliados castigan a su nena.  —En realidad no fue un golpe, sino un golpecito. Pero ella reaccionó como si la hubiera lastimado.  Graciela se agacha para arreglarse una media, y quizá también para tomarse una tregua o reflexionar.  —Está mal que la hayas golpeado.  —Me imagino que sí. Pero, ¿qué iba a hacer?  —También es cierto que su padre no debería decir esas cosas. El sobre todo tendría que comprendernos mejor.  —¿Por qué él sobre todo?  —Porque es un hombre con cultura política.  —¿Vos sos una mujer con cultura política?  Graciela ríe, se afloja un poco, y le acaricia el pelo.  —Un poco sí. Pero me falta mucho.  —¿Te falta para qué?  —Para ser como tu padre, por ejemplo.  —¿El está preso por culpa de su cultura política?  —No exactamente por eso. Más bien por hechos políticos.  —¿Querés decir que mató a alguien?  —No, Beatriz, no mató a nadie. Hay otros hechos políticos.  Beatriz se contiene. Parece a punto de llorar, y sin embargo está sonriendo.  —Andá, traeme más limonada.  —Sí, Graciela.


DON RAFAEL (Dios mediante)


  Cerrar los ojos. Cómo quisiera cerrar los ojos y empezar de nuevo y abrirlos después con la tardía lucidez que traen los años pero con la vitalidad que ya no tengo. Dios da pan al que no tiene dientes, pero antes, mucho antes, le dio hambruna al que los tenía. Linda trampa la de Dios. Después de todo, los refranes populares son algo así como un curriculum divino. Se armó la de Dios es Cristo: virulencia y furia. Dios los cría y ellos se juntan: conspiración y acoso. Dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César: repartija y prorrateo. Como Dios manda: prepotencia e imperio. Dios pasó de largo: indiferencia y menosprecio. A Dios rogando y con el mazo dando: parapoliciales, paramilitares, escuadrones de la muerte, etc. Cuando Dios quiera: poder omnímodo. Dios nos libre y nos guarde: neocolonialismo. Dios castiga sin palo ni piedra: tortura subliminal. Vaya con Dios: malas compañías.  Cerrar los ojos pero no para mis corrientes pesadillas sino para tocar el fondo de las cosas. Allí están las imágenes, las elocuentes, las sólo para mí. Cada una como la revelación que no entendí ni atendí. Y no se puede volver atrás. Se puede recoger lo aprendido pero de poco sirve.  Cerrar los ojos y al abrirlos encontrarla. ¿A cuál de ellas? Una es un rostro. Otra es un vientre. Otra más una mirada. ¿Cuántas más? En el amor no hay posturas ridículas ni cursis ni obscenas. En el no amor todo es ridículo y cursi y obsceno. También la norma, también la tradición.  De pronto el pasado se vuelve fastuoso, no sé por qué. Mi cuerpo que tuve, el aire que respiré, el sol que me alumbró, los alumnos que escuché, el pubis que convencí, un crepúsculo, una axila, un pino cabeceante.  El pasado se vuelve fastuoso y sin embargo es apenas una desilusión óptica. Porque el pobre, mezquino presente gana una sola y decisiva batalla: existe. Estoy donde estoy. ¿Qué es este exilio sino otro comienzo? Todo comienzo es joven. Y yo, viejo recomenzante, rejuvenezco. Escala de viudo, de veterano profesor, de archivo de palabras. Estoy condenado a rejuvenecer. Último engorde, dicen los cretinos. Y yo estoy flaco, coño. En mi tierra decía carajo, pero también estaba flaco. Del carajo al coño, patria grande esta América. Y un hijo preso. Tristemente preso, porque se siente dinámico y optimista y vital y no tiene demasiadas razones para ese singular estado de ánimo. Se bambolean mis sentimientos, vaya vaya. Estoy donde estoy y él está donde está. Pobre hijo. Si pudiera canjearme con él. Pero no me aceptan. No soy lo suficientemente odioso. No quise derribarlos, desarmarlos, vencerlos. Él sí lo quiso y fracasó. Si yo pudiera entrar allí para que él saliera, tal vez no lo pasaría tan mal. A los sesenta y siete, no iban a torturarme, yo digo. Bueno, nunca se sabe. Y cerraría allí también los ojos y así me libraría de los barrotes. Y acaso podría tocar el fondo de las cosas. Pero no. Estoy donde estoy y él está donde está. Cerrar los ojos y ver a mi hijo pero abrirlos y verla a ella. ¿A cuál? Probablemente a la del barco. O a la del árbol. O a la del pájaro. Dios las cría y ellas se separan. Si yo fuera Dios ordenaría terminantemente que compareciera la del árbol. Pero no soy, y comparece Lydia. 

BEATRIZ (Una palabra enorme)

  Libertad es una palabra enorme. Por ejemplo, cuando terminan las clases, se dice que una está en libertad. Mientras dura la libertad, una pasea, una juega, una no tiene por qué estudiar. Se dice que un país es libre cuando una mujer cualquiera o un hombre cualquiero hace lo que se le antoja. Pero hasta los países libres tienen cosas muy prohibidas. Por ejemplo matar. Eso sí, se pueden matar mosquitos y cucarachas, y también vacas para hacer churrascos. Por ejemplo está prohibido robar, aunque no es grave que una se quede con algún vuelto cuando Graciela, que es mi mami, me encarga alguna compra. Por ejemplo está prohibido llegar tarde a la escuela, aunque en ese caso hay que hacer una cartita, mejor dicho la tiene que hacer Graciela, justificando por qué. Así dice la maestra: justificando.  Libertad quiere decir muchas cosas. Por ejemplo, sí una no está presa, se dice que está en libertad. Pero mi papá está preso y sin embargo está en Libertad, porque así se llama la cárcel donde está hace ya muchos años. A eso el tío Rolando lo llama qué sarcasmo. Un día le conté a mi amiga Angélica que la cárcel en que está mi papá se llama Libertad y que el tío Rolando había dicho qué sarcasmo y a mi amiga Angélica le gustó tanto la palabra que cuando su padrino le regaló un perrito le puso de nombre Sarcasmo. Mi papá es un preso pero no porque haya matado o robado o llegado tarde a la escuela. Graciela dice que mi papá está en Libertad, o sea está preso, por sus ideas. Parece que mi papá era famoso por sus ideas. Yo también a veces tengo ideas, pero todavía no soy famosa. Por eso no estoy en Libertad, o sea que no estoy presa.  Si yo estuviera presa, me gustaría que dos de mis muñecas, la Toti y la Mónica, fueran también presas políticas. Porque a mí me gusta dormirme abrazada por lo menos a la Toti. A la Mónica no tanto, porque es muy gruñona. Yo nunca le pego, sobre todo para darle ese buen ejemplo a Graciela.  Ella me ha pegado pocas veces, pero cuando lo hace yo quisiera tener muchísima libertad. Cuando me pega o me rezonga yo le digo Ella, porque a ella no le gusta que la llame así. Es claro que tengo que estar muy alunada para llamarla Ella. Si por ejemplo viene mi abuelo y me pregunta dónde está tu madre, y yo le contesto Ella está en la cocina, ya todo el mundo sabe que estoy alunada, porque si no estoy alunada digo solamente Graciela está en la cocina. Mi abuelo siempre dice que yo salí la más alunada de la familia y eso a mí me deja muy contenta. A Graciela tampoco le gusta demasiado que yo la llame Graciela, pero yo la llamo así porque es un nombre lindo. Sólo cuando la quiero muchísimo, cuando la adoro y la beso y la estrujo y ella me dice ay chiquilina no me estrujes así, entonces sí la llamo mamá o mami, y Graciela se conmueve y se pone muy tiernita y me acaricia el pelo, y eso no sería así ni sería tan bueno si yo le dijera mamá o mami por cualquier pavada.  O sea que la libertad es una palabra enorme. Graciela dice que ser un preso político como mí papá no es ninguna vergüenza. Que es casi un orgullo. ¿Por qué casi? Es orgullo o es vergüenza. ¿Le gustaría que yo dijera que es casi vergüenza? Yo estoy orgullosa, no casi orgullosa, de mi papá, porque tuvo muchísimas ideas, tantas y tantísimas que lo metieron preso por ellas. Yo creo que ahora mi papá seguirá teniendo ideas, tremendas ideas, pero es casi seguro que no se las dice a nadie, porque si las dice, cuando salga de Libertad para vivir en libertad, lo pueden meter otra vez en Libertad. ¿Ven como es enorme? 

Mario Benedetti

Fragmentos de: Primavera con una esquina rota, Ediorial Sudamericana

sábado, 15 de septiembre de 2012

Una crítica de arte muy particular


Riverismo
Ramón Gómez de la Serna
I
    

El primer mexicano caracterizado que llegó a Pombo fue Diego María Rivera. ¡Qué tío!
Yo le había conocido hacía años (en la exposición que prepararon en 1907 los discípulos de Chicharro, que fue donde presentó sus primeras cosas), pero cuando llegó a Pombo estaba en la hora de plenitud de su erupción, plenamente monumental como portador de México a la espalda, todo él como un mapa de bulto y en una escala aproximada a la realidad.
Diego María Rivera, el íntegro, el ciclópeo, fue en Pombo algo colosal, que daba de todo explicaciones definitivas e inolvidables. Se sentaba como sobre un pedestal ancho y fuerte y emergía como la figura de un Buda auténtico, vivo, con esa gordura suntuosa de Buda. Siempre con un bastón grande como un árbol -el árbol que le daba sombra cuando era Buda y estaba a la orilla de un camino del bosque mirándose el ombligo-, Diego se apoyaba de vez en cuando en él como un hombre que ve el espectáculo como con algo con que protestar ruidosamente.
En sus ojos, un poco estrábicos, había un punto de dolor de su hígado, ese hígado por el que hacía pasar constantemente un manantial de agua mineral. El estrabismo de sus ojos quizá procedía de la terrible mirada de uno de sus antepasados de raza brutal, de aquella raza tan llena de instintos, que los instintos desviaban sus ojos y los abortaban y los desorbitaban al dar salida a los deseos espantosos.
Su risa era la auténtica risa siniestra. Daba pánico haberla provocado aun cuando fuese para bien y representase algo así como un aplauso y una hilaridad de sus multitudes interiores, las multitudes que llenaban su alma. Es que era la misma para la alegría que para la cólera y había en ella algo así como el silbido de su tremendo bastón zarandeado en el aire. ¡Qué risa! También silbaban en ella los latigazos de la gran serpiente. Por su risa se veía que podía llegar al homicidio, impulsado y frenético por ella. Se comprendía que cuando estuvo en Toledo surgiese en el pueblo levítico la leyenda de que Diego se alimentaba con huesos de niños y hasta llegasen a apedrearle un día.
¡Qué largas y tremendas noches aquellas en que apareció don Diego María Rivera, gran volumen del que las ideas salían con volumen, sobre todo las que se referían a su arte, al arte de la pintura, tan convincentes cuando atacaban a la perspectiva falsa y a la pintura superficial! ¡Qué certidumbre la del cubismo saliendo de su peñón interior! Nos contaba también cosas de México, de las arañas con largos cabellos, de la entrada en los cuerpos de las más sutiles tenias, larvadas solitarias a las que hay que sacar gracias a la música con paciencia extrema, pues ha de salir entero su largo cordón parasitario, ya que al romperse vuelven a desarrollarse de nuevo. Con él siempre aparecía Angelina.
Angelina Beloff, incógnita, silenciosa, bajo un delicado velo casi siempre -un velo que iba muy bien a su espíritu-, Angelina Beloff era la delicadeza trabajando la materia más dura y viril, en contraste con la labor de acuarelistas de casi todas las pintoras. Ante ella se hace necesario fijar bien este contraste de su obra con su ser dulce y débil, de voz delicada -a la que da un tono herido el que la emanación de los ácidos que trabajan las planchas del aguafuerte la ha atacado la garganta-, de ojos azules, de perfil fino y suavemente aguileño, toda ella delgada y vestida de azul -jersey azul en la casa y en la calle traje azul de líneas resueltas-, tan azul todo en ella, tan envolventemente azul, que por eso, además de por su perfil, se la podría llamar el pájaro azul.
Ella me dio la clave de su legitimidad un día en que parecía hablarme desde sus tierras nevadas, alboreantes y lejanas. Recuerdo que en medio de la seguridad de estar en Madrid surgió en mí una turbación como de estar entre dos paisajes distintos, entre dos temperaturas, frente a cúpulas de dos ciudades distintas y bajo un cielo con dos colores diversos, cosido el uno al otro como las franjas dispares de una bandera. Ella había hablado mucho de allí; de que allí «son tan diferentes las estaciones, que parece que uno vive más, porque cada estación tiene su vida propia y diametralmente opuesta»; de aquellos días de allí «en que no hay sol, pero todo es claro»; de «aquellos edificios en gran número del tiempo de Catalina la Grande, de un estilo severo que va tan bien a aquel clima y aquella luz; unos pintados de rojo y otros de blanco y amarillo»; de «el almirantazgo» «con su flecha alta y fina, sobre la que en la luz del alba brilla el navío de oro»; aquellas «noches blancas, en que cuando apenas queda un crepúsculo azul en el poniente, el claro de la nueva aurora aparece en el oriente», y muchas más notas sueltas, hasta que me dijo legitimándose:
-¡Quién sabe si no es a esas noches blancas del Norte, noches de poco calor y de mucho claroscuro a las que yo debo mi predilección por el aguafuerte, predilección acentuada por los paisajes severos de Finlandia, en donde pasaba los veranos y donde una amiga mía pintora, llena de una gran sensibilidad para los colores, decía que no hallaba colores, que lo hallaba todo gris!
Diego está tan lleno de sí, tan lleno de ambiente, de dimensiones, de valuaciones, de matices y de saciedad, que se basta a sí mismo. Por eso Diego María Rivera anda como ebrio, siendo abstemio en verdad, embriagado por las cosas que además hacen a sus ojos un poco estrábicos de tanto como las mira, de tanto como las penetra en toda su sinuosidad, en sus conjunciones, en su espiralidad...
Cuando pinta Diego parece un magnífico y firme marinero sobre un barco, olvidado de todo, dentro de una soledad marina, removiendo así su sensatez, oscilando a uno y otro lado; una oscilación con que parece pesar, balancear y contrabalancear sus juicios; un vaivén que, aun cuando después de dejar el trabajo anda por la tierra firme, no deja de tener. Por su rostro es también un marino norteamericano, o si no holandés, pareciendo hasta su pipa vacía algo así como una inhaladora formidable, por la que le entran en el espíritu saludables y espiritosas ráfagas. ¡Marinero solitario y seguro rodeado como de un elemento fluido, extraño, ubérrimo, lleno de plásticos oleajes!
En la figura de Diego hay una flojedad rara y suntuosa, como si todo pesase sobre él; como si pudiendo con todo, lo llevase todo colgado tranquilamente a sus hombros; como si llevase insistiendo sobre él las más grandes ideas; como si reposase sobre él la responsabilidad de la creación; como si en el fondo de su alma y en el fondo profundo de sus grandes bolsillos llevase cosas materialmente muy grandes, monstruosas, compactas y macizas.
II
Yo tengo en mi despacho mi retrato cubista, pintado por Diego María Rivera, y cada vez noto que me parezco más a él, y sin embargo me parezco menos cada vez a una mascarilla que me hicieron sobre mi mismo rostro, enterrado en yeso como un muerto, durante un cuarto de hora.
¡Éstas son las paradojas del arte burlándose de la propia realidad! ¡Viva el novirretratismo!
Así, por causa de este retrato, no me escribirán esas señoritas banales que escriben al escritor por sus retratos ofreciéndoles ¡una unión para toda la vida! Este retrato cubista es para provocar sentimientos más profundos y menos comprometedores y amenazantes.
Ahí está mi anatomía completa. Heme ahí después de la autopsia que se puede sufrir antes de morir o suicidarse, la autopsia maravillosa y aclaratriz.
Descargada de www.painting-palace.com
El retrato que me hizo Diego es un retrato verdadero, aunque no sea un retrato con el que concursar en los certámenes de belleza. Con ese retrato me siento seguro y desahogado.
La pintura cubista, que ante todo ama el espacio, no me ha embotellado y me ha dejado libre y desenvuelto.
Cuando el gran mexicano pintó mis ojos, por ejemplo, no contempló estos ojos castaños que tengo, y cuya apariencia normal es para los «ritratistas», pero no para un gran pintor como él, sino que los observó como un técnico, como un «óptico» y se dio cuenta de los ojos que necesitaba en el retrato, y que eran complementarios y aclaratorios de los otros. En el ojo redondo está sintetizado el momento de deslumbramiento, y en el ojo entornado y largo, el momento de comprensión.
Así como en los ojos, el pintor se guió en todos los demás detalles por un sentimiento científico de pintor más que por un ingenuo fiarse de las apariencias. Siempre el óptico prodigioso.
Así como el paisajista frente al cartógrafo empequeñece el mundo, completa el paisaje que es sucesión de paisajes, camino de largos y variados paisajes, así los pintores cubistas son los cartógrafos de cada individuo que es en sí un mapa con esos colores con contorno de puzzle que tan simpáticos nos fueron siempre en los mapas.
Para hacernos encarnar con nuestra carne no necesitamos del retrato. Lo necesario es dar nuestra línea más pensativa y más fija.
Tenía algo de proxenetismo la creación del antiguo retrato buido, galante y superficial.
Era absurdo e incapaz que el retrato de un señor que por comodidad lee de perfil no se presentase en toda su capacidad, con los ojos levantados sobre la lectura según la franqueza de su naturalidad.
Wilde ha preestablecido esta salida del arte en este diálogo:
«-Pero ¿qué me dice usted de los retratos modernos ejecutados por pintores ingleses? Se parecen indudablemente a las personas que representan.
»-Sí, es verdad; se parecen de tal modo a los modelos que dentro de cien años nadie creerá en ellos».
Hombres que aparecen con su máscara ideal, la máscara del porvenir que ha de preservarles en esas variaciones de medio que son causa del ahogo en la anticuación.
Bajo el aspecto cubista se está dotado de la escafandra para pasar por las diferencias de tipo y de patillas de las épocas intermedias.
Sólo vestidos de buzos inmortales se podrá penetrar en el aire renovador de la inmortalidad. Todos morirán antes de entrar en el espacio enrarecido si no llevan la escafandra especial de los cuadros cubistas.
Para el pintor cubista el carácter no depende del modelado. Está por encima de los accidentes, y tras eso va el pintor, teniendo en cuenta, más que la figuración de ningún plano, las cantidades, las calidades, lo que le interesa, lo que él siente, el tacto de las cosas, los contrastes de la luz y sombra, el que si hubiera pintado toda la corbata roja le hubiera quitado potencia e interés, y por eso busca el complemento, que es el negro absoluto, y el que para fijar la nariz le basta con la cifra lineal, y el que para hacer la boca le basta con un cruce proporcionado, y el que para sugerir el perfil le es suficiente con un leve claroscuro.
Ellos no hacen obras en que lo menos importante del parecido, lo que hasta desconocemos de nosotros mismos dado con esa profusión, lo que pasamos por alto de las cosas es lo que triunfa opacamente en ellas, cubriendo la vía clara. Ellos no nos abotargan de materia sobrante, de materia estúpida y pegajosa, de todo eso que es vegetación impersonal y que no encubre del todo los retratos usuales porque nos miramos a los ojos y al rictus reconocible. Sin embargo, ¡qué gran desazón sentimos algunas veces queriéndonos quitar la careta sofocante, encarada como todas! Los cubistas llenos de sensatez evitan a sus modelos esa falsa semejanza, sin transpiración y sin ideas, que les haría parecerse demasiado a la especie vergonzosa. Ellos saben que las cabezas son iguales a las cabezas porque hay demasiados elementos deleznables que las asemejan y tienden a prescindir de ellos e intentan el frente, el perfil y la espalda. Afirman la idea del cráneo, y en vez de dar la superficialidad consagran con su reciedumbre y su rotundidad el carácter. Intentan dar la cifra del parecido, la cifra personal e intransferible, siendo, quizá, el retrato lo más hermético de su arte, porque quizá no se debe conocer a quien no se ha revelado antes ante nosotros, por más que este apotegma vaya contra la vanidad del retratado y sobre todo contra los hombres que tienen muchas condecoraciones y una banda de moiré. Sus retratos no se encaran sin distinción ninguna con todo el mundo; están llenos de delicadeza y de reservas, no dando gusto a la muchedumbre que quiere retratos animales de cuya representación y cuya semejanza se pagan algo todos. ¡Sus retratos no serán nunca, además, como esos retratos anónimos cuyo personaje se desconoce y que se quedan idiotizados, mirones, absurdos, teniendo la fácil y grave mirada que quieren los turistas, o los dilettantis suaves y melindrosos!
El hacer caso de la perspectiva clásica es como si en toda cultura hubiese que dar la sensación por delante, y ante todo y sobre todo de cuando no se sabía cómo se presentaba lo que se trataba de definir, cuando la ignorancia era mayor, cuando sólo era un supuesto falso.
Esa consideración palpable, amplia, completa de mi humanidad, dando vueltas alrededor de su eje, es lo que más me complace en este cuadro desgarrado y mapamundial. Si algo hay en nosotros que se pueda llamar alegoría, eso está en estos retratos cubistas. Como un cuadro no es un espacio puro, sino un espacio convencional, establece alguna confusión el que para mostrar las cosas que hay detrás o a un lado se tengan que mostrar buscando en el cuadro los sitios que queden al margen del centro, ocupando un lugar que no es el lugar puro en que debieran estar, sino el que les permite ocupar la imposibilidad de dar al cuadro un valor plástico de otro modo.
Yo, ¡qué queréis!, estoy muy satisfecho de ese retrato, que tiene la condición de que es de perfil y de frente al mismo tiempo, y tengo el gusto de explicarlo con un puntero, como quien explica Geografía, pues somos verdaderos mapas más que trozos de paisaje.
En ese retrato hay más cantidad de elementos que en otros muchos, aunque haya menos uniformes y menos condecoraciones.
Al hacerme ese retrato Diego María Rivera no me sometió a la tortura de la inmovilidad o a la mirada mística hacia el vacío durante más de quince días, como sucede con los demás pintores, ni me puso ese aparato que tanto se parece al garrote vil y que en las fotografías colocan detrás de la nuca. Yo escribí una novela mientras me retrataba, fumé, me eché hacia delante, me eché hacia atrás, me fui un rato de paseo y siempre el gran pintor pintaba mi parecido; tanto, que cuando volvía del paseo -y no es broma- me parecía mucho más que antes de salir.
El pintor tampoco se estaba inmóvil. A veces pintaba de espaldas a mí y, sin darme importancia, mirando con más interés el paisaje del balcón que a mí, o leía un libro como si copiase párrafos de sus páginas con colores de su paleta. Todo el cuadro estaba rebatido sobre el horizonte, hacia la distancia, sin limitar el espacio, sin que el pintor se hiciese el sueco ante ningún problema y sin que dejase de ser peripatético. Él no me podía tratar como a una momia inmóvil ni como quien por verme de frente pudiese hacerse el ignorante de que me conocía de perfil.
Este retrato es el más estupendo retrato mío. Sus colores me animan, y todo él me aparta de lo que de estampa podría haber en mi rostro. Mi retrato cubista no figurará nunca en ese concurso de presumidos a que asiste todo retrato. Con este retrato acabó en mí el poco aire de irresistible que pudiera haber tenido. Este retrato aspira más a la verdad pura y lironda que cualquier otro.
El gran pintor, que tantos triunfos ha tenido en París, donde tuvo su puesto a la derecha de Picasso por derecho consumado y depurado, llegaba por las tardes a mi casa con su pipa apagada como si sólo le sirviese para respirar, o como si fuese la cachimba de brea así como hay el puro y el pitillo embreados.
-¡Hola! -me decía a través del teléfono-trompetilla de su pipa.
-¡Hola! -le contestaba yo, y se ponía a trabajar en un ángulo de la habitación pensando como yo en la realidad, con el mismo encogimiento de hombros para toda otra aspiración. Los dos contestes y tranquilos pensábamos en nuestra realidad tan nuevecita y tan particular, que llega a parecer entonces una pura idealidad.
Me ponía a solas con mis pensamientos, permitiéndome los bostezos de sentirme solo. No estaban excluidos tampoco esos pequeños gestos de delirio, esos cambios de miradas con los objetos, las cosas y las paredes que se tienen en la soledad con un vivo juego de ojos y de torcimientos de cabeza.
No me martirizó con esa mirada inquisitiva y abrumadora de los pintores fotográficos, la misma -aunque ¡mucho más continuada!- que nos lanza la policía cuando escribe en nuestro pasaporte eso de:
Cejas, al pelo.
Nariz, dorso convexo.
Ojos, castaños.
Pelo, oscuro.
Boca, regular.
Color, sano.
Señales particulares, patillas y barbilla cuadrada.
Es absurdo tratar la oreja como un parecido. La oreja se desprende, es una forma que hay que simplificar como arabesco y agujero.
El pensamiento vive en los ojos y toda la figura coincide en el entrecejo.
¡Y cuántas cosas observaba y apuntaba Rivera, de esas que halla más que con fijeza en el modelo, intensidad del talento que descifra! Así apuntó mi ojo redondo, con pestañas en forma de estrellificación de la luz; mi ceja en forma de tilde rabiosa, exaltada, zigzagueante de una ñ (quizá la ñ de pestañas); mi otro ojo apaisado, entornado, rasgado, ojo con el que nivelo -como con un nivel de agua- lo que el otro ve con locura, deslumbramiento, embriaguez y remoción (de mi otra ceja no hablemos, porque está caída y disimulada, ya que lo digno es no tener más que una ceja elevada y disparatada como los Augustos de circo); mi nariz tonta, y mi boca que aunque es un poco tumefacta se salva a su tumefacción gracias a ese gesto que ha recogido Rivera, y que es como una X de aspas curvas. ¡Cuántas cosas resueltas!
Todo es acierto en este retrato, hasta la posición de la mano que tiene la pipa, al fumar, en sus tres momentos: primero el de llevarse la pipa a la boca, segundo el de tenerla en la boca y tercero el de reposar la pipa en el cuenco de las manos, los tres instantáneos, seguidos, casi simultáneos, y con amalgama que él consiguió casi sin el punto muerto del guión entre el uno y el otro, porque era el primer pintor que se daba cuenta de que el arte de pintar es un acto de movimiento.
La pesadez de una parte de mi cuerpo necesitó un color más oscuro y con cierta espesura, así como la levitación de la otra parte es difuminación y color vivo, más vivo de lo que en la apariencia es. Los colores no son mezclas estúpidas y naturalistas, no. Así como una sensación que es ruda e inexplicable en el espectador vulgar, en el literato es una descomposición en palabras distintas y cambiantes, y se vuelve lenta y descifradora alargando y desarrollando el concepto, así sólo es digna de recogerse una apariencia en un concepto artístico cuando la desglosa de un modo extraordinario, sabio, fecundo, desentrañado y auténtico. Dar la autenticidad manifiesta sin la divulgación de los secretos íntimos y profundos de la cosa, es hacer algo inferior que lo exige la declaración excepcional que merece los honores de la publicidad.
En el retrato de Rivera estoy rotativo.
Cuando lo acabó Diego se expuso el lienzo en el escaparate de un sitio céntrico, y tanto público acudió a verle, tan amenazadora era su actitud frente a la luna del escaparate, tan estorbante era aquella muchedumbre para la circulación de la calle, que el gobernador ofició conminatoriamente al dueño de la tienda para que lo retirase del escaparate.
Entre los comentarios que hacía el público abundaba el de que aquél era el historial de un crimen, crimen que había yo cometido matando a mi víctima -cuya cabeza quedaba a mi espalda- con la browning que tenía a mi lado, y degollándola después con esa gran espada con cabellera en el colodrillo del puño, que también se ve en el cuadro.
III
Después, en el París de la guerra les volví a ver, a él y a Angelina, que seguía actuando a su lado como la intercesora que recomienda al Buda poderoso piedad para los hombres, siendo la fuente de dulzura que él se bebía tan incontinentemente como las aguas minerales.
Allí, en París, le temían todos. Yo le vi en una ocasión reñir seriamente con Modigliani borracho, reñir temblando de risa, pero todo su rostro lleno de una amargura terrible que entrecruzaba más sus ojos y aspeaba toda su cara con rictus resueltos.
Fue en el pequeño bar en que consistía la Rotonda en aquel tiempo. Algunos cocheros que oían la discusión volvían la cabeza para dejar de mover el azúcar de su café. Modigliani quería excitar a Diego, que tenía en la mano su bastón que era como el árbol que no pudieron abarcar seis soldados de Hernán Cortés.
La joven blonda, con tipo prerrafaelista, que acompañaba a Modigliani, estaba peinada con dos tortillons sobre las sienes como dos girasoles o dos auriculares para oír mejor la discusión.
Picasso en medio de la disputa tenía la actitud de un señor que espera un tren, el hongo metido hasta los hombros y apoyado en su bastón como si fuese un paciente pescador de caña.
Bajo la guerra en París, Diego pintaba como quien gana batallas, como quien se dedica con encarnizamiento a un problema tan agudo como el de la guerra.
Estar en aquel estudio con grandes cortinas negras me pareció estar en otra clase de trincheras que las trincheras del frente.
Allí se contaban de él leyendas fantásticas: que tenía la facultad de dar de mamar con sus pechos búdicos (o de gran murciélago humano) a los niños; que estaba cubierto de pelo, cosa que debía ser verdad porque en la pared de su estudio, en efecto, dibujado por la rusa, Marionne, que le acompañaba en el trabajo vestida con traje de hombre y con botas de domadoras de tigres, estaba su retrato, desnudo, con las piernas cruzadas y acorazado de pelos anillados. ¡Qué seria obscenidad la de aquel dibujo encarnizado y verdadero!
Diego vivía entonces entre colores y botellas de Vichy que echaba en su hígado voraz, el reloj malo de todos los que problematizan la vida.
En la noche seguía buscando invenciones a la luz de una vela, mientras París iluminaba sus faroles bajo esas pantallas de ala ancha de los quinqués de las conspiraciones de conventículo.
Diego, frente a todos los eslavismos de la pintura que le rodeaban, pensaba ya en su tierra de promisión, en su México cuajado de luz y color.
Su pensamiento llegaba al perihelio en aquellas obras de la época enconada. Su pensamiento rodeaba, valuaba y centraba la tela, alcanzando esa justificación extraordinaria que sólo consigue lo que se nos da un poco en jeroglífico y en simpatía de descomposición y reformación. Todo se nos debe dar así, además de dársenos tanto en concepción, como en composición y como en capricho; todo en un juego directo, mostrando la lejanía irreparable que indica «la perspectiva del espíritu».
Daba los opuestos irrefutables, impresionistas por el contrario de los que creyeron que había que dar los dos componentes e hicieron puntitos de color bastardeando así la materia.
El pintor cubista en vez de trazar los colores con pigmentos ha necesitado del contraste de valores gracias al blanco y el negro y del contraste de colores gracias a todo el resto de la paleta.
Donde coinciden los planos resulta la materialidad cual se la ve, entrando en el teorema el peso de las cosas.
El mismo suelo no puede tener ese segundo término vago que se le da en los cuadros hipócritas; el suelo sale a flote en el cuadro y más si es ajedrezado. El papel de la pared es despreciado en su conjunto y se diría que, como en casa del papelista sólo enseñan una muestra, en el cuadro cubista sólo se ve en detalle un pedazo.
En medio del relámpago que provoca el cubismo se entrevén las sitibundeces de lo pasado.
Se pueden lanzar todas las extrañezas sobre el otro arte y se puede exclamar: «¡Valiente cosa pintarse a sí mismo como quien se afeita!».
Sabiendo que con sólo una mirada no se abraza sino un aspecto de las cosas, ¿por qué ha de ser el cuadro que es producto de una larga meditación sólo una mirada sin parpadeo?
Recuerdo de aquella hora de Rivera como si hubiese tratado a un verdadero inventor que aplicase sus descubrimientos a los cuadros.
Sobre la pintura de los que retrataba ponía una nariz de caucho, manejando con gran puntería y acierto lo que más sobresale del ser humano y que daba plasticidad al cuadro sin imitar la nariz más que en su geometría para que no pareciese nariz de carnaval superpuesta a la tela.
Resultaba aquel retrato como reloj de sol de la expresión humana, el gnomon estilizado del producirse.
IV
A veces pregunto a los que vienen de México.
-¿Aún fuma Diego en su pipa sin tabaco?
-Aún -me responden.
Diego va encontrando su raza como en la excavación de su mente, arquetipándola con respecto a sí mismo.
Subido en altos andamiajes, un día se cae de uno de ellos como si ése fuese el bautizo de aviador que recibe el pintor importante.
En el México renovado por la revolución se agrupan con Rivera artistas como Orozco, Sigueiro, Carlos Mérida y Jean Charlot.
Ese alto sentido moral de trabajo y arte que caracteriza a Rivera le ponen en lo alto del Gólgota, defendiéndose a tiros de ser mártir.
Viste Diego el traje mundial del trabajador, el overall, y en esa humildad de traje de mecánico se resiste al oro norteamericano y ha pegado su pintura a los muros para que no la puedan desprender de ellos los dólares.
Diego trabaja de doce hasta veinticuatro horas seguidas. Su menú se compone de plátanos, tlacoyos, mangos, peras, manzanas y un vaso de agua. Compra su cocina fructariana en los pintorescos mercados mexicanos.
El total de su vida tiene un aire heroico.
Se cuentan de él sucedidos valientes.
-¿A qué debemos el honor de verle por la Academia de Bellas Artes?
-Vengo a m... -respondió el pintor.
Alguien vengativamente le acusa de incendiario en una ocasión.
Diego desprecia a los burgueses y a los políticos de mediocre ideología.
-El día en que los pendejos estén de acuerdo -suele decir- se acabó el mundo.
Se habla mucho de la terrible pistola que Rivera lleva al cinto y que él dice que le sirve para orientar a la crítica. Con esa pistola amenazó un día a un poeta que tardaba en leerle sus poesías. «O me lee, o disparo».
Conoce todas las gamas desde los más delicados colores a los que llamean violentamente en los cráteres.
Con todas las gamas ha pintado los frescos del zodíaco mexicano en pulquerías, juguetes de los niños, cancioneros ambulantes, cacharros de la época precolombina, industrias del país.
Adquiere cada vez más a la vista de todos aquella figura colosal que yo encontré en él desde el primer momento. Lo que ha fundado en México es un nuevo renacimiento que se da la mano con el sano nacimiento del arte azteca. Ha hecho en realidad lo que en pintura se puede asemejar a la pirámide escultórica.
Es un amigo de los indios, de los agrarios, del pueblo de perfiles acusados y por eso en las estaciones de su país se indigna con los «coches especiales» que usan los paniaguados.
Toda su obra está llena de figuras representativas que cantan los corridos burlones, revolucionarios; esas estrofas octosílabas que nacen de la improvisación de los corros, en medio de una melodía «corrida» que sostiene la guitarra sin eclipsar al rapsoda.
            Dan la una, dan las dos                   
            y el rico siempre pensando               
            cómo le hará a su dinero                  
            para que vaya doblando.                  
V
Ahora, como final de esta silueta, un breve resumen itinerario cronológico.
Diego nace en México en la ciudad de Guanajuato en 1886 y se establece con sus padres en la capital de México en 1891. En 1897 comienza a tomar lección de dibujo siguiendo su aprendizaje hasta que en 1907 va a España donde, estudia y trabaja mucho asistiendo al taller de Eduardo Chicharro.
En 1908 y 1910 viaja por Francia, Bélgica, Holanda e Inglaterra y en octubre de 1910 vuelve a México, donde permanece hasta junio de 1911 asistiendo al movimiento zapatista.
En 1911 vuelve a París donde recibe influencia de Seurat y de Cézanne, apareciendo en 1914 unido al grupo cubista, aunque siempre hay en sus cuadros influencias exóticas mexicanas.
En 1921 viaja por Italia y se dedica a copiar los primitivos cristianos, volviendo a México en septiembre del mismo año. Decora por entonces el anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria, y del 1923 al 1926 acaba los decorados murales de la Secretaría de Educación Pública y Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, obra monumental que comprende ciento sesenta y ocho frescos.
Después hace un viaje a Europa. Ya no pasa por España, cuya temporada toledana fue en él ejemplarizadora de heroicidades montuosas, de planos a lo Greco, de alpinismos espirituales.
En ese viaje a Europa pasa por la Rusia de los Soviets donde quieren contratarle para que ornamente los muros de la nueva República.
Rivera sale encantado del color rojo que tiene todo en Moscú y encuentra un peregrino parecido entre la capital rusa y Sevilla.
Apenas toca dos días en París y vuelve a su México prodigioso, a pintar auroras, frutas, mujeres y hombres.
Madrid, enero 1931.
 Sur, Otoño 1931, Año I, Buenos Aires. http://www.cervantesvirtual.com                             

viernes, 7 de septiembre de 2012

Cortázar


No se culpe a nadie

   El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahi arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridiculo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fria, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

Julio Cortázar

Los Relatos, Círculo de Lectores, 1974

François Rabelais


Cómo descendimos en la Isla de las Herramientas

 

Levantamos nuestro velamen y en menos de dos días arribamos a la Isla de las Herramientas.
Era esta una isla desierta y de nadie habitada. Había muchos árboles de los que pendían hoces, picos, serruchos, sierras, cinceles, martillos, tijeras, tenazas, palas, virolas y berbiquíes.
De otros pendían dagas, puñales, espadas, cortaplumas, cuchillos, punzones, cimitarras, estoques, flechas, mandobles y navajas.
El que necesitaba cualquiera de estos objetos no tenía más que sacudir el árbol: caían enseguida como ciruelas, y al llegar a cierra encontraban una especie de yerba que se llamaba vaina y en ella se envainaban. Cuando caían era preciso precaverse para que no cayeran sobre la cabeza, los pies u otra parte del cuerpo. Caían de punta, para envainarse, con gran riesgo de herir a la gente.
Debajo de otros árboles vi ciertas especies de yerbas que crecían como picas, lanzas, jabalinas, alabardas, partesanas, rejones y asadores; crecían tanto que envolvían al árbol del que tomaban los hierros y las hojas convenientes para cada uno...

FRANÇOIS RABELAIS


Del quinto y último libro de Pantagruel (1564), de FRANÇOIS RABELAIS.
Texto extraído de Antología de la Literatura Fantástica de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. (1965) Editorial Sudamericana. Vigésimotercera edición, 2009





FRANÇOIS RABELAIS, escritor satírico francés. Nacido en Chinon, circa 1494; muerto en París, en 1553. Fue ecle¬siástico; ejerció la medicina en diversas ciudades del sur de Francia. Viajó por Francia y por Italia. Famoso por Pantagruel y Gargantúa (1532-1564); publicó también: Topographiae Antiquae Romae Epistola (1534); Supplicatio pro Apostasia (1535); La Sciomachie (1549).

jueves, 6 de septiembre de 2012

Nuestro recuerdo


Horacio Vázquez-Rial



El periodista, novelista e historiador hispano-argentino fue reconocido con varios premios literarios a lo largo de su carrera y participó activamente en la política española

Horacio Vázquez-Rial: «La izquierda ha dejado de serlo hace rato, si es que lo fue alguna vez»

El escritor, periodista e historiador hispano-argentino Horacio Vázquez-Rial ha muerto a los 65 años a causa de un cáncer de pulmón que padecía desde 2011. Vivía en Barcelona desde hace tres décadas y fue en en España donde desarrolló la mayor parte de su carrera como escritor.

Vázquez-Rial nació en Buenos Aires en 1947. Inició estudios de Medicina que, sin embargo, abandonó para comenzar la carrera de Historia Medieval. Ya en España, se doctoró en Geografía Humana por la Universidad de Barcelona, donde ejerció además como profesor.

Sin embargo, y aunque la docencia ocupara gran parte de su tiempo, la disciplina donde más destacó fue la literatura. En 1986, fue finalista del Premio Nadal por «La historia del triste». Además, en 2003 fue galardonado con el premio Fernando Quiñones por «El camino del norte» y en 2006 recibió el prestigioso premio La Otra Orilla por «El camino del Norte».

Siempre muy activo en política, en su juventud defendió posturas de corte trotskista, aunque con el tiempo fue moderando su posición hasta convertirse en un crítico de las políticas impulsadas por la izquierda española. Horacio Vázquez-Rial fue uno de los impulsores de la asociación Ciutadans de Catalunya (Ciudadanos de Cataluña) y uno de los firmantes de su manifiesto, «Por la creación de un nuevo partido político en Cataluña», germen de lo que luego sería el Partido de la Ciudadanía.


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