sábado, 27 de agosto de 2011

Carlos Guido y Spano


Nenia 


(Canción Fúnebre)
En idioma guaraní,
una joven paraguaya
tiernas endechas ensaya
cantando en el arpa así,
en idioma guaraní:

¡Llora, llora urutaú
en las ramas del yatay,
ya no existe el
 Paraguay
donde nací como tú ­
¡llora, llora urutaú!

¡En el dulce Lambaré
feliz era en mi cabaña;
vino la guerra y su saña
no ha dejado nada en pie
en el dulce Lambaré!

¡Padre, madre, hermanos! ¡Ay!
Todo en el mundo he perdido;
en mi corazón
 partido
sólo amargas penas hay ­
¡Padre, madre, hermanos! ¡Ay!

De un verde ubirapitá
mi novio que combatió
como un héroe en el Timbó,
al pie sepultado está
¡de un verde ubirapitá!

Rasgado el blanco tipoy
tengo en señal de mi duelo,
y en aquel sagrado suelo
de rodillas siempre estoy,
rasgado en blando tipoy.

Lo mataron los cambá
no pudiéndolo rendir;
él fue el último en salir
de Curuzú y Humaitá ­
¡Lo mataron los cambá!

¡Por qué, cielos, no morí
cuando me estrechó triunfante
entre sus brazos mi amante
después de Curupaití!
¡Por qué,
 cielos, no morí!…

¡Llora, llora, urutaú
en las ramas del yatay;
ya no existe el
 Paraguay
donde nací como tú.
¡Llora, llora, urutaú!


Carlos Guido y Spano

(1827-1916) Hijo ilustre del General Guido y de doña Pilar Spano, distinguida dama chilena, se conjugaron felizmente en don Carlos Guido y Spano el austero talento del padre y la gracia poética de la madre. La elevación espiritual de ese ejemplar arraigó en el hijo tanto más hondamente cuanto que éste sentía verdadera devoción por sus padres. Había nacido en Buenos Aires el 19 de enero de 1827 y aquí mismo transcurrió su infancia y cursó los primeros estudios, hasta que en 1840 su padre, que desempeñaba la embajada de Río de Janeiro, lo llevó a su lado junto con el resto de la familia. Allí empezó a despertar en él, en plena adolescencia, la afición a las letras, las artes y todo lo bello. Contaba 19 años cuando hace un romántico y breve retorno a la patria. En 1848, enviado a París porque su hermano Daniel se encontraba allí enfermo, tuvo la gran pena de conocer a su arribo, la noticia de la muerte de éste. Y en 1852 regresa al país para ser testigo de la revolución de Septiembre. Se mantiene al margen de los acontecimientos políticos, dedicándose por entero a la labor literaria hasta que toma parte de la defensa de Buenos Aires como ayudante del general Pacheco en la revolución de Lagos. Pero casi enseguida debe partir hacia Montevideo siguiendo a su padre que había sido desterrado. Ya restablecida la paz cuando el doctor Derqui ocupa la presidencia, lo nombra subsecretario del departamento de Relaciones Exteriores. Nuestro poeta renuncia al cargo en octubre de 1861 y nuevamente va a refugiarse en Montevideo. Sobreviene para él una época de mezquina lucha por la vida que pone a prueba su natural optimismo y despreocupación de las cosas materiales. Debe volver incluso a Brasil, patria de sus primeros sueños juveniles, en misión comercial. Retorna allí al grupo de sus viejas amistades, pero el artista de alma, un si es no es bohemia, no está hecho para esta clase de empresas, y helo otra vez en patria, entre sus libros y versos, en medio de penurias económicas con la sola compensación de los afectos familiares. En poco tiempo pierde a sus padres. Asola la ciudad la fiebre amarilla de 1871, y con infinita abnegación y simpatía humana Guido y Spano se alista como primer soldado en la cruzada defensiva. Pierde también a la esposa. Tantos dolores acumulados parecen deprimirlo profundamente. Pero logra recomponerse y en 1872, siendo ministro de Avellaneda, le confía la Secretaría del Departamento Nacional de Agricultura de reciente creación. Desarrolla allí una proficua labor de dos años y ha de dejar el puesto para correr a la defensa del gobierno en la abortada revolución del 74´. Algún tiempo después pasa a la dirección del Archivo General de la Provincia y desempeña también la vocalía del Consejo Nacional de Educación. Al fin, acogido a los beneficios de la jubilación, se retira a la vida privada. Pero se afirma cada día su fama literaria y crece su popularidad alimentada por su natural hidalguía, generosidad y exquisitas dotes de conservador. Murió ya muy anciano el 25 de julio de 1916, habiendo conservado hasta los últimos tiempos toda la frescura y juventud de su espíritu, rodeado de jóvenes y viejos que lo visitan y consultan como al más respetado patriarca de las letras. Grandes homenajes oficiales y populares se rinden en su tumba. 

Edgar Allan Poe - Narraciones

LA VERDAD SOBRE EL CASO DE M. VALDEMAR

EDGAR ALLAN POE, escritor norteamericano. Nacido en Boston, en 1809; muerto en un hospital de Nueva York, en 1849. Inventó el género policial; renovó el género fantástico; ha influido en escritores tan diversos como Baudelaire y Chesterton, Conan Doyle y Paul Valéry. Es autor de: The Narrative of Arthur Gordon Pym (1838); Tales, of the Grotesque and the Arabesque (1839); Tales (1845); The Raven and other Poems (1845); Eureka (1848). Estas obras han sido traducidas a casi todos los idiomas.


No me sorprende que el caso extraordinario de M. Valdemar haya provocado discusión. Lo contrario hubiera sido un milagro, en tales circunstancias. Nuestra resolución de no divulgar el asunto hasta completar su examen ha dado lugar a rumores exagerados o fragmentarios y ha suscitado, naturalmente, mucha incredulidad.
Es necesario, ahora, que yo exponga los hechos hasta donde los entiendo. Brevemente, son estos:
Hace tres años que estudio los problemas del hipnotismo; hace nueve meses pensé que en los experimentos realizados hasta ahora, había una omisión evidente e inexplicable: Nadie había sido hipnotizado in articulo mortis. Faltaba saber, primero, si en ese estado el paciente era susceptible a la influencia hipnótica; segundo, si, en caso afirmativo, ese estado restringía o favorecía la sensibilidad hipnótica; tercero, hasta qué grado y por cuánto tiempo el hipnotismo podría detener el proceso de la muerte. Este último punto atrajo, particularmente, mi curiosidad.
En busca de un sujeto para el experimento, pensé en mi amigo M. Ernest Valdemar, el conocido compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el pseudónimo Issachar Marx) de las versiones polacas de Wallenstein y de Gargantúa.
M. Valdemar, que residía en Harlem (New York) desde 1839, es (o era) notorio por su extremada flacura —las piernas se parecían mucho a las de John Randolph— y por la blancura de las patillas, en oposición al pelo renegrido que muchos tomaban por una peluca. Era, por su temperamento nervioso, un sujeto excelente para los ejercicios hipnóticos. Dos o tres veces yo había logrado fácilmente hacerlo dormir; pero no conseguí otros resultados que su temperamento me había inducido a esperar. Su voluntad nunca estuvo plenamente sometida y, en lo que se refiere a clarividencia, no logré nada. Atribuí siempre mi fracaso al estado precario de su salud. Meses antes de que yo lo conociera, los médicos lo habían encontrado tísico. Solía hablar con toda serenidad de su próximo fin, como de algo que no podía evitarse ni lamentarse.
Cuando se me ocurrieron las ideas que he mencionado, era muy natural que pensara en M. Valdemar. Conocía demasiado bien la firme filosofía del hombre, para temer escrúpulos de su parte; y no tenía parientes en América que pudieran intervenir. Le hablé francamente del asunto; a mi sorpresa, manifestó vivo interés. Digo a mi sorpresa, pues, aunque se había sometido espontáneamente a mis experiencias, estas nunca lo habían interesado. La naturaleza del mal permitía calcular con cierta precisión la fecha de la muerte; convinimos que me avisaría veinticuatro horas antes del período que fijaran los médicos.
Hace ya siete meses que recibí, de puño y letra de M. Valdemar, el siguiente mensaje:
"Mi querido Poe:
"Puede venir ahora. D. y F. consideran que no pasaré de mañana a la medianoche; me parece que su cálculo es justo.
VALDEMAR."

Quince minutos después estaba en el dormitorio del moribundo. Hacía diez días que no lo visitaba y su espantosa alteración me aterró. La cara parecía de plomo; los ojos eran opacos y la extenuación era tan extrema que los pómulos habían roto la piel. La expectoración era abundante; el pulso, débil. Conservaba, sin embargo, su integridad mental y cierto vigor físico. Hablaba claramente; sin ayuda ingirió un calmante y, cuando entré, se hallaba escribiendo unas notas en su libreta. Estaba sentado en la cama, sostenido por almohadones. Lo cuidaban los doctores D. y F.
Después de estrechar la mano de Valdemar, hablé con los médicos; me detallaron el estado del enfermo. Hacía dieciocho meses que el pulmón izquierdo se hallaba en un estado semióseo o cartilaginoso. La región superior del pulmón derecho estaba, en parte, osificada; la región inferior era una masa de tubérculos purulentos que se interpenetraban. Había algunas perforaciones profundas y, en cierto punto, estaban adheridas las costillas. Estos fenómenos del lóbulo derecho eran de aparición relativamente reciente. La osificación había progresado con insólita rapidez. Un mes antes no se notaba ningún síntoma y hacía pocos días que habían descubierto la adherencia. Además de la tisis, los médicos temían un aneurisma de la aorta; los síntomas óseos no permitían un diagnóstico exacto. Ambos médicos opinaban que M. Valdemar moriría en la medianoche del día siguiente (domingo). Eran las siete de la tarde del sábado.
Al dejar al enfermo para conversar conmigo, los doctores D. y F. le dieron el último adiós. No habían tenido el propósito de volver; pero, a mi ruego, prometieron hacerlo el domingo, antes de medianoche.
Cuando se fueron, hablé abiertamente con M. Valdemar de su próximo fin, y en particular del experimento. Se mostró dispuesto, casi impaciente, y me conminó a ensayarlo enseguida. Lo atendían un enfermero y una enfermera, temiendo un accidente súbito; pero no me atreví a ejecutar un experimento tan grave sin testigos más responsables que esas personas. Debí renunciar a la operación hasta las ocho de la tarde siguiente, cuando llegó un estudiante de medicina, el señor Teodoro L. Yo había tenido el propósito de esperar a los médicos; pero las solicitaciones de M. Valdemar y mi convicción de que no había tiempo que perder, me hicieron proceder inmediatamente.
El señor L. accedió a tomar notas de cuanto sucediera; este informe compendia, o transcribe literalmente, esas notas.
Poco antes de las ocho, tomé la mano del enfermo y le pedí que formulara, lo más claramente posible, su voluntad de que lo hipnotizaran en ese estado. Respondió débilmente: Sí, quiero que me hipnoticen. Enseguida agregó: Temo que hayan esperado demasiado.
Mientras hablaba inicié los pases que en ocasiones anteriores había ejecutado con éxito. El primer toque lateral de la mano sobre la frente fue notoriamente eficaz; pero, a pesar de todas mis tentativas, no hubo adelanto alguno hasta las diez, cuando llegaron los doctores D. y F. Brevemente les expliqué mi proyecto. No se opusieron, y como declararon que el paciente ya estaba en agonía, procedí sin demora, cambiando, sin embargo, los pases laterales por verticales y concentrando mi mirada en el ojo derecho de Valdemar.
El pulso era imperceptible; la respiración, estertórea, con intervalos de treinta segundos. Esa condición duró un cuarto de hora. Después, el pecho del moribundo exhaló un suspiro muy natural, pero profundísimo. Cesó la respiración estertórea; no disminuyeron los intervalos. Las piernas y los brazos del paciente estaban helados. A las once menos diez, advertí signos inequívocos de la influencia magnética. La oscilación vidriosa del ojo se transformó en esa expresión de penoso examen interno, que es privativo del sonámbulo. Bastaron unos toques laterales para que temblaran los párpados como en el sueño incipiente; pocos más, para que se cerraran los ojos. Esto no me satisfizo. Repetí vigorosamente los pases y empeñé toda mi voluntad, hasta paralizar los miembros del enfermo, después de colocarlos en una posición cómoda. Las piernas estaban bien estiradas; los brazos, algo extendidos hacia afuera; la cabeza, ligeramente elevada.
Ya era la medianoche; pedí a los presentes que examinaran a M. Valdemar. Después de revisarlo, reconocieron que se hallaba en un estado excepcionalmente perfecto de trance magnético. Los dos médicos manifestaron gran interés. El doctor D. resolvió quedarse toda la noche; el doctor F. prometió regresar al alba. El señor L. y los enfermeros se quedaron.
Dejamos tranquilo a M. Valdemar hasta las tres de la mañana. Al acercarme lo hallé en la misma condición que al irse el doctor F.; la posición era la misma; el pulso, tenue; la respiración, suave (sólo perceptible por la aplicación de un espejo a los labios). Los ojos estaban cerrados con naturalidad; los miembros estaban rígidos y fríos como el mármol. Con todo, la apariencia general no era la de un cadáver.
Me acerqué a M. Valdemar y traté que su brazo derecho siguiera el movimiento del mío, que evolucionaba suavemente sobre su cuerpo. Con M. Valdemar siempre había fracasado ese experimento, y ahora no esperaba mejor resultado. Pero, a mi asombro, su brazo fue siguiendo, aunque débilmente, las evoluciones del mío. Resolví aventurar algunas palabras:
—Monsieur Valdemar —pregunté—, ¿duerme usted?
No contestó, pero percibí un temblor en los labios y repetí la interrogación una y otra vez. A la tercera, una vibración ligerísima recorrió todo el cuerpo; los párpados se abrieron hasta revelar una estría blanca; los labios se movieron con lentitud y dieron paso a estas palabras apenas perceptibles:
—Sí, ahora duermo. No me despierte, déjeme morir así.
Palpé los miembros y comprobé que no habían perdido la rigidez. Como antes, el brazo derecho seguía la dirección de mi mano. Volví a interrogar al sonámbulo:
—¿Sigue con el dolor en el pecho, monsieur Valdemar?
La contestación fue inmediata, apenas murmurada:
—¿Dolor? no, estoy muriéndome.
No me pareció razonable seguir molestándolo y nada más se hizo o se dijo hasta que llegó el doctor F. al amanecer, y demostró un asombro sin límites al encontrar con vida al paciente. Le tomó el pulso, le aplicó un espejo a los labios, y luego me pidió que lo interrogara.
—¿Sigue durmiendo usted, M. Valdemar?
Pasaron algunos minutos sin que respondiera; durante el intervalo, el sonámbulo parecía reunir sus fuerzas para hablar. A la cuarta repetición, dijo, débilmente, casi imperceptiblemente:
—Sí, duermo: estoy muriéndome.
Los médicos aconsejaron que no se molestara a M. Valdemar hasta que sobreviniera la muerte, hecho que, según ellos, tardaría pocos minutos. Resolví, sin embargo, hablarle una vez más y repetí mi pregunta.
Mientras hablaba hubo un cambio marcado en el rostro del sonámbulo. Los ojos giraron lentamente en las órbitas, las pupilas desaparecieron hacia arriba; la piel tomó un color cadavérico, menos parecido al pergamino que al papel blanco; y las manchas febriles que había en el centro de las mejillas, de pronto se apagaron. Uso esta palabra, porque su desaparición me recordó la brusca extinción de una vela. Al mismo tiempo, el labio superior se apartó de los dientes, que antes había tapado; la mandíbula cayó con un golpe seco, dejando bien abierta la boca y descubriendo la lengua ennegrecida e hinchada. Ninguno de nosotros ignoraba los horrores del lecho de muerte; pero el aspecto de M. Valdemar era tan atroz, que todos retrocedimos.
Ahora llego a la parte increíble de mi relato. Sin embargo, prosigo. Ya no quedaba en M. Valdemar el más leve signo de vida; creyéndolo muerto, íbamos a confiarlo a los enfermeros, cuando observamos en la lengua un fuerte movimiento vibratorio. Esto duró un minuto, quizá. Luego, de las mandíbulas dilatadas e inmóviles, surgió una voz, una voz que sería una locura intentar describir. Es verdad que hay dos o tres adjetivos parcialmente aplicables: Podría decirse, por ejemplo, que el sonido era áspero, y roto, y hueco; pero el horroroso conjunto es indescriptible, por la simple razón de que en los oídos humanos no ha rechinado nunca un acento igual.
Dos particularidades, sin embargo, me parecieron (y aún me parecen) típicas de la entonación; las enuncio porque pueden comunicar de algún modo su peculiaridad inhumana. En primer lugar, la voz parecía venir de muy lejos, o de una caverna profunda en el interior de la tierra. En segundo lugar, impresionaba al oído (temo, en verdad, que es imposible hacerme entender) como las materias gelatinosas o glutinosas impresionan al tacto.
He hablado de sonido y de voz. Quiero decir que el sonido era de nítida, de terrible silabación. M. Valdemar habló, en evidente respuesta a la pregunta que yo le había formulado, minutos antes. Le había preguntado, se recordará, si dormía. Ahora dijo:
—Sí; no, he estado durmiendo, y ahora, ahora estoy muerto.
Ninguno de los presentes negó, o trató de ocultar el inefable, tembloroso horror que esas pocas palabras, y esa voz, fueron capaces de infundir. El señor L. (el estudiante) se desmayó. Los enfermeros dejaron inmediatamente la pieza y no se logró que volvieran. No trataré de comunicar al lector lo que en ese momento sentí. Durante una hora nos dedicamos, en silencio, a reanimar a L. Cuando volvió en sí, reanudamos la investigación del estado de M. Valdemar.
Ese estado era el mismo, salvo que el espejo no se empañaba al ser aplicado a los labios. Falló una tentativa de sacarle sangre del brazo. Mencionaré, también, que ese miembro ya no estaba sujeto a mi voluntad. Ensayé inútilmente que siguiera la dirección de mi mano. La única indicación del influjo magnético era el movimiento vibratorio de la lengua, cada vez que lo interrogábamos. Parecía esforzarse por contestar, pero su volición era insuficiente. Si le hablaban los otros, parecía del todo insensible, aunque traté de colocarlos en relación magnética con él. Creo haber referido lo necesario para que se comprenda el estado del sonámbulo en esa época. Conseguimos otros enfermeros, y a las diez salí de la casa con los dos médicos y con el señor L. Volvimos a la tarde. El estado de M. Valdemar era el mismo. Discutimos la posibilidad y conveniencia de despertarlo; pero no tardamos en rechazar ese propósito. Era innegable que el proceso magnético había detenido la muerte: lo que en general se llama muerte. Nos pareció evidente que despertar a M. Valdemar sería apresurar su instantánea, o por lo menos inmediata, extinción.
Desde esa tarde hasta el final de la semana pasada —un intervalo de cerca de siete meses— seguimos visitando diariamente a M. Valdemar acompañados por médicos, o por otros amigos. Durante ese largo intervalo el estado del sonámbulo no cambió. La vigilancia de los enfermeros era continua.
El viernes último resolvimos hacer lo posible para despertarlo. Recurrí a los pases acostumbrados. Estos, durante un tiempo, fueron inútiles.
El primer síntoma de la vuelta a la vida, fue un parcial descenso del iris. Inmediatamente después, desbordó por las mejillas un líquido seroso y amarillento, de olor acre y muy repulsivo.
Me sugirieron que tratara de influir en el brazo del paciente. Hice la tentativa y fallé. El doctor F. me aconsejó que lo interrogara. Lo hice, de esta manera:
—Monsieur Valdemar, ¿puede explicarme qué sensaciones y deseos tiene ahora?
Reaparecieron las manchas febriles de las mejillas; tembló la lengua, o más bien giró con violencia en la boca (aunque perduró la rigidez de los labios y de las mandíbulas) y, finalmente, irrumpió la voz horrorosa que ya he descrito:
—Por el amor de Dios, pronto-pronto-hágame morir; o, pronto, despiérteme. ¡Le digo que estoy muerto!
Perdí el aplomo y durante un momento no supe qué hacer. Primero traté de apaciguar al sonámbulo; pero mi descompuesta voluntad me hizo fracasar; entonces, intenté despertarlo. Ví que esa tentativa sería feliz y creo que todos se prepararon para asistir al despertar.
Para lo que de veras ocurrió, es imposible que un ser humano se  preparara.
Mientras ejecuté los pases magnéticos entre gritos de ¡Muerto! ¡Muerto! que explotaban de la lengua y no de los labios de Valdemar, todo su cuerpo se encogió —en el término de un minuto o aun menos—, se desmenuzó y se pudrió debajo de mis manos. Sobre la cama, frente a todos nosotros, quedó una masa casi líquida, de inmunda, de abominable putrefacción.



EDGAR ALLAN POE: Tales (1845).


Texto extraído de Antología de la Literatura Fantástica de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. (1965) Editorial Sudamericana. Vigesimotercera edición, 2009

Bajtín: Sobre el autor y el personaje


Yo – Tú – Él

La teoría de este siglo abundó en nomenclaturas y caracterizaciones del narrador, fascinada por su descubrimiento semiótico: el narrador de un texto es un ser de papel, diferente del autor empírico. Como dijimos muchas veces (y volveremos a decir) este y otros conceptos ya están presentes en la obra de Bajtín desde el comienzo. Pero si las escuelas más específicamente lingüísticas de la teoría literaria se limitaron a señalar la distinción, Bajtín ya había ido más allá de ella: su teoría de las relaciones entre los que llamarían “los sujetos del texto” (autor textual, lector textual y personaje) es además una reflexión sobre el amor, la mirada y la responsabilidad entre los seres humanos.
El estructuralismo de los años ’60 proclamaba con fruición teórica la diferencia entre el narrador de un texto y el autor empírico:

“Ahora bien, al menos desde nuestro punto de vista, narrador y personajes son esencialmente “seres de papel”; el autor (material) de un relato no puede confundirse para nada con el narrador de ese relato; los signos del narrador son inmanentes la relato y, por lo tanto, perfectamente accesibles a un análisis semiológico.” [Barthes, 1977]

¿Cuáles son los signos que permiten el “análisis semiológico” y denuncian la existencia de ese “ser de papel”? Uno, fundamentalmente: el pronombre yo.

“El proceso narrativo posee por lo menos tres protagonistas: el personaje (él), el narrador (yo) y el lector (); en otros términos: la persona de quien se habla, la persona que habla, la persona a quién se habla.” [Todorov, Ducrot, trad. Esp. 1974]

El narrador estructuralista, como vemos, es únicamente una categoría lingüística, un pronombre personal. Está definido a partir de un brillante planteo previo, de 1966, hecho por el lingüista francés Emile Benveniste [trad. Esp. 1971], quien estudia los pronombres personales y los llama “las personas del coloquio”. Estas son: yo, , más el misterioso él, la llama “no persona”, veremos en seguida por qué (los plurales son sólo combinaciones de estas tres instancias); se definen exclusivamente por el acto de la comunicación, es decir, así:
Yo soy quien hablo (o escribo); si luego habla otro, ese otro es yo. El pronombre tiene siempre el mismo significado: “el que está diciendo esto”.
eres quien escuchas (o lees); si luego escucho yo, yo soy tu . El pronombre tiene siempre el mismo significado: “el que está escuchando esto”.
Él es de quien yo te hablo (o escribo); está ausente, por definición, de este circuito comunicativo; no importa si físicamente está al lado nuestro: para representarlo como él yo lo vuelvo ajeno a esta corriente entre tú y yo, lo vuelvo el objeto de representación, lo vuelvo no persona del coloquio. El pronombre tiene siempre el mismo significado: “quién no habla ni escucha”, quien no está.
Yo y tienen simetría: están ambos implicados en la comunicación y son ambos necesariamente humanos, desde el momento en que uno es capaz de hablar y el otro de escuchar —entender, decodificar, responder— (por cierto puedo usar la segunda persona para hablarles a un animal o a un objeto inanimado, pero al hacerlo los estoy humanizando, actúo —al colocarlos en el lugar del tú— como si pudieran escuchar y responder). En cambio él es un misterioso lugar vacío, ése que además de representar con mi discurso señalo claramente su ausencia. No es una persona en el sentido estricto (puedo usar el pronombre, por supuesto, para designar un ser humano, pero al mismo tiempo que lo designo lo construyo como alguien que no puede hablar ni escuchar). Él está en un nivel diferente respecto de su interlocutor, suele utilizar la tercera persona para colocarse como el ausente, aquél que habla desde afuera del terrenal circuito comunicativo (“Su Majestad ordena...” “El rey ha hablado...”); por eso el periodismo del deporte o el espectáculo utiliza muchas veces la tercera persona al dirigirse a un famoso, resaltando precisamente su carácter de objeto de referencia de un público masivo que ni lo conoce ni puede dirigirse a él (decirle ): “¿Qué piensa Goycochea de su actuación en el partido?” El periodista es generalmente secundado por el personaje en cuestión, que gozosamente se sube al extraño privilegio de ser un inalcanzable, un objeto de representación de la conciencia colectiva (¡Goycochea piensa que...”).
Pero hay almo más: yo es el centro, el punto de referencia desde el cual nuestro narcisismo lingüístico mide el tiempo y el espacio. Así está organizados todos los pronombres. Yo, el lugar donde estoy cuando hablo y el momento en el que hablo: esos son los factores que integran el punto cero de toda medición. El pronombre ahora siempre quiere decir “el momento en que yo (quien habla) estoy diciendo esto”; antes, “el momento anterior a ahora”; después, “el momento que seguirá a ahora”: aquí, “el lugar exacto en que estoy mientras digo esto”; allá, “el lugar que está lejos de donde estoy diciendo esto”, etcétera.
Entonces, no sólo el yo está atrapado en sus coordenadas témporo-espaciales, sino que todo el sistema lingüístico está organizado desde esa prisión; es un sistema egocéntrico. Tiempos verbales, pronombres de lugar y de tiempo, las expresiones de tiempo y espacio en pleno se miden desde el yo.
Es decir que cuando, al hablar postulo un , como un simétrico a mí, uno que escucha y por lo tanto puede responder (y ser así, él mismo, un yo), estoy postulando un igual, una subjetividad atrapada, como yo, en sus coordenadas témporo-espaciales, uno que es semejante a mí a quien yo obligo, cuando hablo, a mirar el mundo desde mi centro (para tú, “ahora” es cuando yo —no tú— hablo, etc.) y que se opone, conmigo, a él, ausente, el que no puede hablar.
¿Qué tiene que ver todo esto con Bajtín? En seguida veremos cómo define, cómo supone Bajtín al otro, la gran obsesión de su obra. En seguida veremos qué relación hay entre este otro y el personaje literario.
Insiste Benveniste:

“Pero de la 3º persona, un predicado es enunciado, sí, sólo que fuera del yo-tu; de esta suerte tal forma queda exceptuada de la relación por la que “yo” y “tú” se especifican”. [Benveniste, ib. Bastardilla de E.D.]

El planteo de la moderna semiótica literaria sobre narrador, lector y personaje no sale, en el fondo, de acá, y se limita a establecer que yo, tú, él, al aparecer en el texto literario, son una creación ficcional. Las preguntas por el proceso que lleva a esta creación literaria, por el significado estético de su resultado, por la reformulación que sufren los significados de estos pronombres personales al ser “de papel”, no fue en general demasiado formulada.
¿Qué modos de mirar (hablar y de escribir, de escuchar  de leer) construyen desde el yo autor textual, rey egocéntrico de toda representación, ese él personaje que es la “no persona”? ¿Qué tensión se establece cuando ese él representa a un ser humano, precisamente a una persona?
Esta fue la pregunta que formuló y respondió Mijail Bajtín (por cierto, no en estos términos ); lo hizo sin otro apoyo lingüístico que el propio, signado por sus intereses y su vocabulario filosóficos, 44 años antes de las investigaciones de Benveniste.
En un trabajo que nunca terminó, de 1920 (trabajo que llegó con baches, contradicciones y sin corregir a manos de sus compiladores y se publicó póstumamente), Bajtín se pregunta pro la relación que se establece entre autor y personaje de la literatura. Supone dos sujetos que están en un mismo nivel y un tercero que no está en un mismo plano: se trata del autor y del lector por un lado, y del héroe, por el otro. Si bien no se centra en es estudio del lector (a quien dará gran importancia como sujeto que sobreentiende, en trabajos posteriores), sus reflexiones muestran que ya supone al autor y al lector como dos entidades separadas de las personas empíricas, dos entidades correlativas, unidas fundamentalmente por un punto de vista común.
El autor “mira”/narra desde cierta perspectiva, el lector es ese que desde el otro extremo del circuito es obligado a “mirar”/leer desde la misma perspectiva. Esta concepción subyace en el fragmento que cito:

“Nos queda tocar brevemente el problema de la correlación entre el espectador (lector) y el autor (...). El autor posee autoridad y el lector lo necesita no como (...) un héroe, ni como un determinismo del ser, sino como un principio al que hay que seguir (...) La individualidad del autor (...) es una activa individualidad de visión y estructuración y no una individualidad visible y estructurada (...) El autor no puede ni debe ser definido por nosotros como personaje, porque nosotros estamos en él, vivenciamos su visión activa” (Bajtín, 1982)

En curiosos anacronismo, Bajtín parece profundizar lo que Benveniste observa en el campo lingüístico: esa correlación y semejanza del yo y el , las vez centrada —apunta Bajtín— en la mutua y simultánea vivencia de cómo mira el yo. El yo mo es “una individualidad visible”, igual que un personaje. Es una actividad, una manera de narrar, de estructurar el texto.
Es decir: “yo enuncio” implica “yo represento/estructuro algo desde mi punto de vista, desde mi lugar y mi momento”; “ escuchas” implica “tú compartes conmigo mi punto de vista, mi lugar y mi momento, ves algo que yo represento/estructuro, tal cual lo represento/estructuro”.

Elsa Drucaroff, Mijail Bajtín. La guerra de las culturas, Editorial Almagesto, Colección Perfiles

sábado, 13 de agosto de 2011

Mario Benedetti


Hombre que mira el cielo
Mario Benedetti




Mientras pasa la estrella fugaz
acopio en este deseo instantáneo
montones de deseos hondos y prioritarios
por ejemplo que el dolor no me apague la rabia
que la alegría no desarme mi amor
que los asesinos del pueblo se traguen
sus molares caninos e incisivos
y se muerdan juiciosamente el hígado
que los barrotes de las celdas
se vuelvan de azúcar o se curven de piedad
y mis hermanos puedan hacer de nuevo
el amor y la revolución
que cuando enfrentemos el implacable espejo
no maldigamos ni nos maldigamos
que los justos avancen
aunque estén imperfectos y heridos
que avancen porfiados como castores
solidarios como abejas
aguerridos como jaguares
y empuñen todos sus noes
para instalar la gran afirmación
que la muerte pierda su asquerosa puntualidad
que cuando el corazón se salga del pecho
pueda encontrar el camino de regreso
que la muerte pierda su asquerosa
y brutal puntualidad
pero si llega puntual no nos agarre
muertos de vergüenza
que el aire vuelva a ser respirable y de todos
y que vos muchachita sigas alegre y dolorida
poniendo en tus ojos el alma
y tu mano en mi mano

y nada más
porque el cielo ya está de nuevo torvo
y sin estrellas
con helicóptero y sin dios




Poemas de otros, Editorial Alfa Argentina, 1974

Federico Jeanmaire - Más liviano que el aire (Fragmentos)



 La culpa la tiene el mate?


Una anciana de 93 años mantiene encerrado en el baño de su casa a un adolescente que la abordó en la calle para robarle. Instalada del otro lado de la puerta, esta ex maestra solterona insiste en contarle la historia de su madre bajo la promesa de liberarlo en cuanto termine el relato, y pretende también enderezar y educar a un chico que considera la encarnación de los males que jaquean al país.

Me tuve que ir. Si me quedaba un segundo más lo mataba, Santi. Créame que, aunque a esta altura de las circunstancias de a ratos ya me cae hasta simpático, lo mataba.
Sí. De verdad.
Se comportó como un perfecto idiota.
Que a usted su madre no lo quiera no le da ningún derecho a pensar que todas las madres son iguales a la suya. Ningún derecho a reírse de lo que mi madre le dijo sobre mí a aquel hombre esa mañana nefasta en Longchamps. Sé que puede resultar difícil de entender para usted. Me refiero a que, con la historia familiar que carga a sus espaldas, le parezca del todo imposible que las madres amen a sus hijos. Pero es así. Eso ocurre. Hay madres y madres. Y mi madre me amaba, por eso le dijo lo que le dijo a aquel hombre en ese momento tan crucial.
No inventé nada.
Estoy convencida de que, en esos últimos momentos de vida, dentro de las entrañas de mi madre luchaban a brazo partido, por un lado, el impostergable deseo de volar y, por el otro lado, el horrendo temor de perder la vida y, de esa manera, dejarme a mí sola en el mundo. Sola para siempre.
Su madre no lo quiere, muchacho, no se engañe. Lo tuvo porque lo tuvo. Igual a como tuvo a los otros. A todos esos hermanos con los que dice que vive en la casilla. Lo tuvo sin darse cuenta. Sin pensar en lo que estaba haciendo cuando abría las piernas. No por amor, sino de casualidad.
Discúlpeme, pero si su madre lo quisiera, no lo dejaría andar por las calles robándoles a las viejas indefensas.
Usted debería estar en la escuela, ahora mismo, y no encerrado en ese baño como está. Cuánto antes se dé cuenta de que su madre no lo quiere ni lo quiso nunca, mejor. Aunque le cueste escuchar la verdad, dentro de algún tiempo me lo va a agradecer. Créame. Yo sé lo que le digo.
No, no. Está muy equivocado, Santi. Su madre y su padre son unos vagos. Deberían buscar un trabajo, ganar algún dinero dignamente y, con ese dinero, mandarlo a usted a la escuela.
Sí que trabajé. Por supuesto que trabajé. Aunque no lo necesitaba, tenia dinero suficiente como para vivir con comodidad. Pero no se trata de que una también debe ayudar a los que más nos necesitan.
Fui maestra normal.
Hasta que me echaron los peronistas. Después no pude trabajar más.
Me echaron porque en mis clases yo decía la verdad. La verdad sobre los gauchos, por ejemplo. O sobre los peronistas que son casi la misma porquería.
Decían que yo no respetaba los lineamientos educativos impartidos desde el ministerio, que era un peligro para los alumnos. Tantas mentiras, decían.
Y también he ayudado cada vez que me lo han pedido en la iglesia. He acompañado enfermos, he hecho tortas, muchas cosas. Siempre he colaborado con el prójimo. Pero creo que lo que usted pretende es sacarme del tema de sus padres. Y no lo va a lograr. Ellos, en vez de holgazanear todo el santo día, lo que deberían hacer es darle lo que necesita cualquier chico de catorce años. Lo que pasa es que éste es un país de vagos. Está lleno de gente como usted o como sus padres, gente que prefiere robarles por las calles a las viejas, antes que ir a trabajar. Nadie respeta nada, acá. En el fondo, seguimos siendo gauchos. Todos gauchos. Cada uno hace lo que le parece, lo que se le antoja, lo que le viene en ganas. Nadie piensa en los demás. Nunca, Es un desastre cómo está este país, muchacho. La verdad. Todos gauchos: cada uno monta sobre su caballo, se cubre un poco los hombros con el poncho que tiene más a mano y ya está, allá va, a lo que sea, a lo que se le ocurra, a lo que se le antoje. No se respeta ningún alambrado, en este país. Nada.
Usted no tiene la culpa, muchacho. No se ponga así. No quise decir eso. La culpa la tienen los mayores. Sus abuelos, sus tíos, sus padres, por ejemplo.
No, yo no. ¿Qué cuerno tengo que ver yo con lo que le sucede a usted?
Si, está bien, yo soy mayor. Pero casi ni lo conozco. Es más, si no hubiera pretendido robarme esta mañana en la puerta del edificio, jamás me hubiera enterado de que usted existía.
Así son las cosas. Yo no tengo nada que ver con lo que le sucede. Todo lo que le pasa, Santi, es por culpa de que somos un país de gauchos, créame. Todavía hoy. Igual a como fue siempre.
¿Y eso?
Si no los ha visto es porque no se ha fijado. Andará distraído. Seguramente, no ha mirado con atención a su alrededor. Le juro que están por todos lados.
No me están inventando nada, no sea grosero. No se trate de que anden por la calle, con unas boleadoras o con un poncho o con unas bombachas o con una rastra de monedas de plata en la cintura. No me entiende. Cambiaron las vestimentas, nomás. Se trata de algo mucho más profundo: una forma de ser contagiosa que se transmite de generación en generación. Supongo yo que a través del mate, entre sorbo y sorbo, se pasa esa enfermedad. Por eso odio tanto el mate. Y la yerba. Me parece que son los culpables de todos nuestros males patrios. De todos.
No se haga el estúpido. Usted no es ningún estúpido, Santi. Es lo mismo, se lo acabo de decir: gauchos, abuelos, padres, chiripá, mate, tíos, yerba.
Sí, odio el mate. Por eso yo tomo té. El té no contagia. Cada uno lo toma en su respectiva taza y listo, no anda infectando a nadie de costumbres horribles. Pero el mate no. El mate anda de mano en mano, un rato larguísimo con la misma yerba, incluso. Es una porquería. ¿A usted le gusta?
Ve. Eso es lo que yo digo. Si en su casa toman mate, ya están todos contagiados. Son todos gauchos. Y por eso, con toda seguridad, es que sale a la calle a hacer las cosas que sale a hacer. ¿También es peronista?
Menos mal. Pero es un gaucho, ya está contagiado. Aunque nunca haya visto una vaca, si me disculpa.
Por favor, Santi, no diga barbaridades.
Tiene que prometerme que cuando salga de ese baño va empezar a ir a la escuela. No puede ser que no sepa casi nada de los gauchos.
Está bien, yo le explico. Pero esto deberían enseñárselo las maestras y no yo, que le quede bien claro.
El gaucho era el habitante original de la pampa. Una mezcla explosiva de español con indio. Un tipo que tenía muy poco: un caballo, un recado de cuero de oveja, una única muda de ropa y un cuchillo grande que se llamaba facón. Poco más. Eso le alcanzaba para andar por donde se le ocurría andar. Como sus padres, apenas si trabajaba. Sólo lo hacía cuando se quedaba sin dinero para tomar alcohol o para jugar a los naipes. Si tenía hambre, carneaba la primera vaca que encontraba por el camino sin importarle quién era su dueño, comía un poco y dejaba el resto ahí tirado, pudriéndose o engordando aguiluchos. Si tenía sed, tomaba agua de cualquier charco. Si tenía ganas de estar con una mujer, se robaba una india. Si se enojaba con alguien, lo mataba. Así era la vida del gaucho. Eso lo hacía libre, aparentemente. No había nada más importante que la libertad, para el tipo. Esa libertad. Por supuesto no aceptaba ninguna norma, ninguna ley. Sólo era fiel a sí mismo: a las propias leyes que se iba inventando según su propio gusto y conveniencia. Un despropósito de vida, la que llevaba. Y ése, el gaucho primordial, el fanfarrón, el prepotente, es el que desapareció. Sin embargo, aunque ahora la gente se vista de otro modo y no ande a caballo por las calles, a mí me parece que ni sus ideas ni su manera de encarar el mundo ni su forma de ser tan antisocial han desaparecido. Tampoco ni su fanfarronería ni su prepotencia. No sólo no han desaparecido, sino que han infectado a casi todos los que vivimos en esta zona del universo. Y la culpa de esa infección, como ya le dije, para mí la tiene el mate.
No, no estoy loca. No se lo voy a permitir.
Yo le expliqué lo que me pidió que le explicara. Si ahora usted no quiere entenderlo, o reconocerlo, es problema suyo y no mío. Peor para usted.
Basta. Me cansó.
Sí, me cansó.
No, no se haga el zonzo que no tiene nada de zonzo. No lo voy a dejar salir de ahí sólo porque me cansó o me dijo que estaba loca. No soy tan débil, muchacho. Todavía me queda bastante para contarle de la historia de mi madre. Si quiere, aproveche y reflexione acerca de lo que le expliqué sobre los gauchos que yo, mientras tanto, me voy a tomar una taza de té y descanso.
Sí, otro té. Así es como me he conservado sana a lo largo de toda la vida.

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[…]

Me sorprende, muchacho.
Al final usted no sabe nada de nada. Acaso se piensa que los maricones son un invento de estos días. No, querido, faltaba más. Siempre hubo maricones. Y siempre los va a haber. Por los siglos de los siglos.
Claro, hijo. Fíjese en los gauchos, si no. Toda la vida solos, ahí, arriba de sus caballos. ¿Usted se cree que de las pulperías no salían abrazados? Vamos, eran todos maricones, por eso ahora estamos como estamos. Si no había casi mujeres en la soledad de la pampa. Todos gauchos. Varones. Ninguna mujer en los alrededores. Y siempre solos, de un lado para el otro. Estoy segura de que se emborrachaban y dormían entre ellos. Es como si lo estuviera viendo.
Está bien, disculpe, no le hablo más de los gauchos, ya sé que el tema no le interesa. Aunque debería interesarle, me parece.


Federico Jeanmaire


(Fragmentos) Más liviano que el aire, 2009, Buenos Aires, Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, 2009

  



SAKI (H.H.Munro)


SREDNI VASHTAR


SAKI (H. H. Munro), escritor inglés, nació en Akyab (Birmania); murió en 1916, en el ataque de Beaumont Hamel. Su obra comprende: The Rise of the Russian Empire (1900); Not So Stories (1902); When William Came (1913); Beasts and Super-Beasts (1914); The Stories of Saki (1930).


Conradín tenía diez años y, según la opinión del médico, no iba a vivir cinco años más. El médico era suave, ineficaz, y no se lo tomaba en cuenta, pero su opinión estaba respaldada por la señora de Ropp, a quien debía tomarse en cuenta. La señora de Ropp, prima de Conradín, era su tutora, y representaba para él esos tres quintos del mundo que son necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con los anteriores, estaban concentrados en su imaginación. Conradín suponía que de un día para otro iba a sucumbir a la dominante presión de las cosas necesarias: la enfermedad, las prohibiciones propias de los mimos y el interminable aburrimiento. Su imaginación, estimulada por la soledad, le impedía sucumbir.
La señora de Ropp, ni en los momentos de mayor franqueza, se confesaba que no quería a Conradín, aunque hubiera podido darse cuenta de que al contrariarlo "por su bien" cumplía con un deber que no era particularmente penoso. Conradín la odiaba con una desesperada sinceridad, que sabía disimular perfectamente. Las pocas diversiones que inventaba acrecían con la perspectiva de molestar a su tutora. La señora de Ropp estaba excluida del dominio de su imaginación como un objeto sucio, que no podía tener entrada.
En el triste jardín, vigilado por tantas ventanas listas a entreabrirse para recordarle la obligación de tomar una medicina o para decirle que no hiciera esto o aquello, encontraba poco encanto. Los escasos árboles frutales le estaban celosamente vedados; sin embargo, hubiera sido difícil descubrir un comprador que ofreciera diez chelines por su producción de todo el año. En un rincón, casi completamente escondida por un arbusto, había una casilla de herramientas abandonada; bajo su techo, Conradín halló un refugio, algo que participaba de los variados aspectos de un cuarto de juguetes y de una catedral. La había poblado de fantasmas familiares, algunos sacados de la historia, otros de su propia imaginación; pero la casilla ostentaba también dos huéspedes de carne y hueso. En un rincón vivía una gallina del Houdán, de áspero plumaje, a la que el chico dedicaba un cariño que casi no tenía otra salida. Más atrás, en la penumbra, había un cajón. Estaba dividido en dos compartimientos, uno de ellos con travesaños de fierro en el frente. Era la morada de un gran hurón de los pantanos; el muchacho de la carnicería se lo había dado de contrabando, con jaula y todo, por unas pocas monedas de plata. Conradín tenía mucho miedo de ese animal flexible y de garras afiladas, pero era su más preciado tesoro. Su presencia en la casilla era para Conradín una secreta y terrible felicidad; debía mantenerlo escondido de La Mujer (así denominaba a su prima). Un día, quién sabe cómo, urdió para la bestia un nombre maravilloso, y desde ese momento el hurón de los pantanos fue un dios y una religión.
A la religión condescendía La Mujer una vez por semana, en una iglesia de los alrededores; la acompañaba Conradín. Pero todos los jueves, en el musgoso y oscuro silencio de la casilla de herramientas, el niño oficiaba con místico y elaborado ceremonial ante el cajón de madera, santuario de Sredni Vashtar, el Gran Hurón. Adornaba su altar con flores coloradas y frutas escarlatas, pues era un dios que favorecía el impaciente lado feroz de las cosas (la religión de La Mujer, según Conradín, estaba dirigida en sentido opuesto). En las grandes fiestas; echaba ante el cajón nuez moscada en polvo. Necesitaba robar la nuez moscada: eso daba mayor valor a su ofrenda. Las fiestas eran variables y tenían por objeto celebrar algún acontecimiento pasajero. En ocasión de un agudo dolor de muelas que por tres días padeció la señora de Ropp, Conradín prolongó los festivales durante todo ese tiempo y casi llegó a persuadirse de que Sredni Vashtar era personalmente responsable del dolor.
La gallina del Houdán jamás intervino en el culto de Sredni Vashtar. Conradín había decidido que era Anabaptista. No pretendía tener el más remoto conocimiento de lo que era un Anabaptista, pero tenía una íntima esperanza de que fuera algo audaz y no muy respetable. Para Conradín, la señora de Ropp encarnaba la odiosa imagen de toda respetabilidad.
Después de un tiempo, las permanencias de Conradín en la casilla empezaron a llamar la atención de su tutora. “No puede ser bueno para él pasarse el día allí, cuando hace frío”, decidió prontamente, y una mañana, a la hora del desayuno, anunció que la gallina del Houdán había sido vendida la noche anterior. Con sus ojos miopes escrutó a Conradín, esperando un ataque de rabia y de tristeza que estaba lista a reprimir con la fuerza de excelentes preceptos. Pero Conradín no dijo nada; no había nada que decir. Algo, en esa cara impávida y blanca, la tranquilizó. Esa tarde, a la hora del té, hubo tostadas: atención generalmente excluida con el pretexto de que "eran malas para Conradín", y también porque hacerlas daba trabajo.
—Creí que te gustaban las tostadas —exclamó con resentimiento la señora de Ropp, al observar que no las comía.
—A veces —dijo Conradín.
Esa tarde, en la casilla de las herramientas, hubo un cambio en el culto al dios del cajón. Hasta entonces, Conradín no había hecho más que cantar sus oraciones: ahora pidió un favor.
—Hazme un favor, Sredni Vashtar.
El favor no estaba especificado. Sredni Vashtar, que era un dios, no podía ignorarlo. Conradín miró hacia el otro rincón vacío y, conteniendo un sollozo, regresó al mundo que detestaba.
Todas las noches, en la bienvenida oscuridad de su dormitorio, todas las tardes en la penumbra de la casilla, proseguía la amarga letanía de Conradín:
—Hazme un favor, Sredni Vashtar.
La señora de Ropp advirtió que no cesaban las visitas a la casilla; una tarde llevó a cabo una inspección más completa.
—¿Qué guardas en ese cajón cerrado con llave? —le preguntó—. Han de ser conejitos de la India. Los haré llevar.
Conradín apretó los labios, pero la mujer registró su dormitorio hasta descubrir la llave escondida, y en seguida bajó a la casilla a coronar su descubrimiento. Era una tarde lluviosa, y a Conradín le habían prohibido salir al jardín. Desde la última ventana del comedor podía verse la casilla; en esa ventana se instaló Conradín. Vio entrar a La Mujer y la imaginó abriendo la puerta del cajón sagrado y examinando con ojos miopes la espesa cama de paja donde estaba oculto su Dios. Tal vez, con impaciencia torpe, estuviera tanteando la paja con el paraguas. Fervorosamente, Conradín articuló su última plegaria. Pero al rezar sentía la incredulidad. Sabía que La Mujer iba a aparecer de un momento a otro, con la sonrisa fruncida que él tanto detestaba; dentro de una o dos horas, el jardinero se llevaría a su prodigioso Dios, no ya un dios sino un simple hurón de color pardo, en un cajón.
Y sabía que La Mujer triunfaría siempre, como había triunfado hasta ahora, y que sus persecuciones y su tiranía irían debilitándolo poco a poco hasta que a él ya nada le importara, hasta que aconteciera lo previsto por el doctor. Y como un desafío, en el despecho de la derrota, empezó a gritar el himno a su ídolo amenazado:

Sredni Vashtar acometió:
Sus pensamientos eran pensamientos rojos, sus dientes eran blancos.
Sus enemigos pidieron paz, pero Él les trajo muerte.
Sredni Vashtar, el hermoso.

De golpe dejó de cantar y se acercó a la ventana. La puerta de la casilla seguía abierta. Los minutos pasaban. Los minutos eran largos, pero pasaban. Miraba los gorriones que volaban y corrían por el césped. Los contó y los volvió a contar, sin perder de vista la puerta. Una criada de expresión agria entró en la pieza y puso la mesa para el té. Conradín, seguía esperando, vigilando. Gradualmente, la esperanza se deslizaba en su corazón; el triunfo empezó a brillar en sus ojos, hasta ahora sólo conocedores de la melancólica paciencia de la derrota. Con una exultación furtiva, volvió a gritar el pean de victoria y devastación. Sus ojos fueron recompensados. Por la puerta salió una larga bestia amarilla y parda, baja, con ojos deslumbrados por la luz del atardecer y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y del cuello. Conradín cayó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió a una de  las acequias del jardín, bebió, atravesó un puente de tablas y se perdió entre los arbustos. Ese fue el tránsito de Sredni Vashtar.
—Está servido el té —dijo la criada de expresión agria—. ¿Adónde fue la señora?
—A la casilla —dijo Conradín.
Y mientras la criada salió a buscar a la señora, Conradín sacó de un cajón del aparador el tenedor de las tostadas y se puso a tostar el pan.
Y mientras lo tostaba y le ponía mucha manteca y lo saboreaba con lentitud, escuchaba los ruidos y silencios que caían en rápidos espasmos del otro lado de la puerta del comedor. Los chillidos tontos de la criada, el correspondiente coro de las cocinas, los correteos, los correteos, las urgentes embajadas para pedir auxilio y, después de una pausa, los sagrados sollozos y el deslizado andar de quienes llevan una carga pesada.
—¿Quién se lo dirá al pobre chico? Yo no me atrevo —dijo una voz chillona.
Y mientras discutían el asunto entre ellas, Conradín se preparó otra tostada.

SAKI: The Toys of Peace (1919).



sábado, 6 de agosto de 2011

Alberto Cortez

Soy un ser humano
Alberto Cortez


Más allá de cualquier ideología...
más allá de lo sabio y lo profano,
soy parte del espacio, soy la vida
por el hecho de ser un ser humano.

Yo soy el constructor de mis virtudes
como lo soy, a la vez, de mis defectos;
torrente inagotable de inquietudes...
genial contradicción de Lo Perfecto.

Yo puse las espinas en la frente
los clavos en los pies y en ambas manos...
después rompí a llorar amargamente
la muerte irreparable de mi hermano.

Por mí se hace polémica la duda...
¿Quién soy?, ¿adónde voy?, ¿de dónde vengo?...
a través de los tiempos, tan aguda,
que con ella renazco y me sostengo.

Soy el que abrió la caja de Pandora
que guardaba los males del planeta.
No escapó la esperanza... ¡En buena hora!
por ella sobrevivo y soy poeta.

Yo soy quien ha creado las prisiones,
la lucha fratricida y la injusticia,
más también he inventado las canciones
y el encanto sutil de una caricia.

En nombre de mi Dios, soy asesino,
embustero, fanático y tirano;
desafiando las leyes del destino
tengo sangre de siglos en las manos.

Más también en su nombre soy la rienda
que consigue domar a tanto potro...
Sería, sin un orden, la merienda
de comernos los unos a los otros.

Soy el poder, que condena los instintos
naturales del hombre, mi censura
reptando por oscuros laberintos
impone la moral de su estatura.

Yo soy un individuo entre la masa...
La coincidencia, es sólo un accidente...
Busco esposa, doy hijos, tengo casa,
soy la opción de un cerebro inteligente.

¿Qué vale más, inquietud de mi existencia,
cuando llegue el final y quede inerte?
¿El arte, por fijar mi trascendencia
o el eterno misterio de la muerte?.

Por todo, más allá de ideologías...
más allá de lo sabio y lo profano...
soy parte del espacio, soy la vida
por el hecho de ser un ser humano

Gustavo A. Bécquer "Rimas"



I










Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una aurora,
y estas páginas son de ese himno
cadencias que el aire dilata en las sombras.

Yo quisiera escribirlo, del hombre
domando el rebelde, mezquino idioma,
con palabras que fuesen a un tiempo
suspiros y risas, colores y notas.

Pero en vano es luchar; que no hay cifra
capaz de encerrarlo, y apenas ¡oh hermosa!
Si, teniendo en mis manos las tuyas,
pudiera, al oído, cantártelo a solas.


Gustavo A. Bécquer

Rimas, Editorial Sopena Argentina S.A., 1963

Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo: sobre Esteban Echeverría

Echeverría en París


La historia de Esteban Echeverría bien podría comenzar con un viaje. A los veinte años, en 1825, zarpa hacia Europa y llega a París en el invierno de 1826. Es un rioplatense joven, completamente desconocido, sin formación académica ni gran fortuna, que lee francés pero lo habla con dificultad, Echeverría realiza el recorrido inverso al de Rene de Chateaubriand, y va del "desierto" a la "civilización". No es extraño que se conozca bien poco de los cinco años que vive en París, adonde llega con un par de libros: la Retórica de Blair, anatema de los románticos, la Lira Argentina (esa colección de poemas neoclásicos que podían recordarle la patria pero ciertamente no la nueva literatura) y un mapa de su país.
El amigo y exégeta Juan María Gutiérrez, medio siglo después, tiene muy poco para informar sobre la experiencia francesa de Echeverría y, en su piadosa biografía-prólogo a la edición de las Obras completas,  menciona unos cuadernos con resúmenes de lecturas sobre filosofía y política: Leroux, Cousin, De Gerando, Guizot, Chateaubriand, Pascal, Montesquieu. En uno de los fragmentos autobiográficos, Echeverría testimonia su entusiasmo por Shakespeare, Schiller, Goethe y Byron. En esta miscelánea hay más huecos y más ausencias que las previsibles, así como en los testimonios de Echeverría hay un silencio curioso sobre los años vividos en Francia. En verdad, no hay una sola línea sobre el impacto del choque cultural ni sobre la dificultad o el placer del aprendizaje europeo. Comparada con la de Sarmiento, la experiencia de Echeverría en París es casi muda, y cuando se refiere a ella produce una síntesis convencional:

Allí sentí la necesidad de rehacer mis estudios, o más bien de empezar a estudiar de nuevo. Filosofía, historia, geografía, ciencias matemáticas, físicas y química, me ocuparon sucesivamente hasta el año 1829, en que me fui a dar un paseo a Londres, regresando mes y medio después a París a continuar mis estudios de Economía política y Derecho, a que pensaba dedicarme exclusivamente.

Otras lecturas más literarias le "revelan un mundo nuevo" y comienza a escribir poesía. Eso es todo. A su regreso a Buenos Aires, en la relación con los amigos y seguidores, no es más comunicativo.
Sin embargo, el viaje es un misterio transparente. Está en el clima de época y Chateaubriand ya había escrito sobre el impulso al descubrimiento del mundo, esa tensión hacia lo distinto que también condujo a Lamartine a Oriente. Pero París no es el rincón exótico o idealizado de los Natchez, ni es Palestina. El oriente de un americano se ubica en Francia, adonde tarde o temprano, después de Echeverría, viajaron todos los hombres de la generación del 37. Francia es una necesidad cuando ellos juzgan la pobreza de la tradición colonial y española: el impulso hacia el descubrimiento se suma al programa de la independencia cultural respecto de España. Para los hombres del 37, el viaje a Europa era un peregrinaje patriótico; lejos de la frivolidad que iba a adquirir en las últimas décadas del siglo XIX, se parece mucho a una exploración cultural y a una educación del espíritu público. De algún modo, se trata, también de un viaje en el tiempo: se viaja hacia lo que América deberá llegar a ser en el futuro, hacia el modelo (aunque, luego, como en el caso de Sarmiento, se descubra la verdad en los Estados Unidos) que permite la definitiva independencia cultural de España. El viaje es, además, un acto colectivo, porque deberá servir a la nación y desbordar las dimensiones individuales del aprendizaje: es una educación en lo público, adquirida con vistas al porvenir. Perfecciona y realiza la tensión utópica de los organizadores de las nuevas naciones.
Echeverría lee en Byron, quizás antes de su llegada a París o quizás allí mismo, esta dinámica del héroe contemporáneo, su deseo de dejarse llevar por las olas como por un destino desconocido, su instinto y su gusto por lo diferente
En efecto, Echeverría en París lee y escucha. Víctor Hugo publica Cromwell, con su célebre prefacio, a fines de 1827; triunfa el romanticismo, que propone una nueva lectura de Shakespeare (y Echeverría lee Shakespeare en París); sobre la obra de Madame de Staël, de circulación abundante, se construye una nueva versión de la tradición literaria europea. Además, son los años de furor del eclecticismo, una forma laica de espiritualismo que, según Paul Bénichou, proporciona "una doctrina metafísica de lo bello y una doctrina política de la libertad".  Los grandes maestros Cousin y Jouffroy tienen, como anota Stendhal, "una influencia sin límites sobre la juventud" y las conferencias de la Sorbona, en 1828, electrizan a los jóvenes, reavivando la hoguera encendida por los cursos ya legendarios de 1818 y 1820.
Nada de este clima electrizado pasa a los recuerdos escritos de Echeverría y Juan María Gutiérrez tampoco menciona que estuviera en sus pudorosos relatos de la vida en París. Sin embargo, el sentido común forjado en los medios intelectuales franceses impregna algunas de las certezas sobre las que Echeverría realizará su tarea en Buenos Aires y Montevideo pocos años más tarde. Estaba en el aire de París el nuevo culto del sentimiento estético apoyado en la también novedosa legitimidad absoluta de la función intelectual y la aceptación del principado del escritor sobre la vida de las sociedades afectadas por las olas de la revolución primero y del romanticismo después. Echeverría vivió cinco años en este clima, de donde extrajo el núcleo de lecturas e ideas que se advierten en sus escritos sobre literatura y, también, la noción del significado social del arte, que enaltece la misión del poeta aun en regiones donde el Estado y la sociedad misma son tareas, en el mejor de los pronósticos, inconclusas.
La vocación pública del romanticismo liberal asegura a los poetas las credenciales que les abren no sólo el espacio de élite de los salones sino los periódicos políticos, la circulación callejera, la audiencia popular que, si en el Río de la Plata es sólo una hipótesis programática, de todos modos cumple su función de instancia a construir porque en ella se construirá también el reconocimiento de la función social de la poesía y del poeta. Este clima es el que produce la "nueva síntesis cultural", como la llama Gusdorf,  sobre cuyo modelo Echeverría ensayó su imagen pública.
Lamartine, en las Meditaciones, ya había definido un punto de partida que, según Sainte-Beuve fue, para sus contemporáneos, una revelación. Cuando Echeverría llegaba a París, las Meditaciones entraban en su edición número quince. En esa poesía y en los comentarios que suscitaba, Echeverría pudo confirmarse en la idea de que, como lo frasearía Lamartine años más tarde, “la poesía será razón cantada...; será filosófica, religiosa, política, social (...). Junto a este destino filosófico, racional, político, social de la poesía futura, ella tiene que cumplir un nuevo destino: debe seguir la tendencia de las instituciones y de la prensa; debe hacerse pueblo y devenir popular como la religión, la razón y la filosofía”.
En realidad, la idea desarrollada por Lamartine en su artículo para la Revue des deux Mondes, tiene un aire de familia con el pensamiento de Madame de Staël sobre "La literatura en su relación con la libertad". Si la poesía, razona Staël, por el placer que produce puede moldear a los individuos según los deseos de los tiranos, su nobleza de expresión puesta al servicio del pensamiento independiente tiene la capacidad de hacer temblar a las dictaduras. Con todos los peligros latentes en un discurso que puede dejarse arrastrar sólo por la fuerza de la imaginación, la poesía, sin embargo, está en condiciones de convertirse en una fuerza mayor en la construcción de la sociedad republicana. La tarea de los hombres de letras se legitima moral y políticamente porque es indispensable para la producción de una opinión pública. Echeverría no necesitaba más: impregnado en el clima de época, ha leído también en Chateaubriand que, después de las grandes conmociones sociales y políticas (y la Revolución de Mayo significaba para un rioplatense un giro que podía pensarse en términos de la revolución francesa), el escritor tiene no sólo el derecho sino también el deber de hundir su literatura en la problemática moral de su época. Esta certidumbre, compartida por el arco que va de los monárquicos a los liberales franceses, proporciona otra sobre la dimensión social de la literatura.


Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo (1983)

(Fragmento)

Ensayos Argentinos. De Sarmiento a la vanguardia, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina S.A. / Ariel, 1997