sábado, 13 de agosto de 2011

Federico Jeanmaire - Más liviano que el aire (Fragmentos)



 La culpa la tiene el mate?


Una anciana de 93 años mantiene encerrado en el baño de su casa a un adolescente que la abordó en la calle para robarle. Instalada del otro lado de la puerta, esta ex maestra solterona insiste en contarle la historia de su madre bajo la promesa de liberarlo en cuanto termine el relato, y pretende también enderezar y educar a un chico que considera la encarnación de los males que jaquean al país.

Me tuve que ir. Si me quedaba un segundo más lo mataba, Santi. Créame que, aunque a esta altura de las circunstancias de a ratos ya me cae hasta simpático, lo mataba.
Sí. De verdad.
Se comportó como un perfecto idiota.
Que a usted su madre no lo quiera no le da ningún derecho a pensar que todas las madres son iguales a la suya. Ningún derecho a reírse de lo que mi madre le dijo sobre mí a aquel hombre esa mañana nefasta en Longchamps. Sé que puede resultar difícil de entender para usted. Me refiero a que, con la historia familiar que carga a sus espaldas, le parezca del todo imposible que las madres amen a sus hijos. Pero es así. Eso ocurre. Hay madres y madres. Y mi madre me amaba, por eso le dijo lo que le dijo a aquel hombre en ese momento tan crucial.
No inventé nada.
Estoy convencida de que, en esos últimos momentos de vida, dentro de las entrañas de mi madre luchaban a brazo partido, por un lado, el impostergable deseo de volar y, por el otro lado, el horrendo temor de perder la vida y, de esa manera, dejarme a mí sola en el mundo. Sola para siempre.
Su madre no lo quiere, muchacho, no se engañe. Lo tuvo porque lo tuvo. Igual a como tuvo a los otros. A todos esos hermanos con los que dice que vive en la casilla. Lo tuvo sin darse cuenta. Sin pensar en lo que estaba haciendo cuando abría las piernas. No por amor, sino de casualidad.
Discúlpeme, pero si su madre lo quisiera, no lo dejaría andar por las calles robándoles a las viejas indefensas.
Usted debería estar en la escuela, ahora mismo, y no encerrado en ese baño como está. Cuánto antes se dé cuenta de que su madre no lo quiere ni lo quiso nunca, mejor. Aunque le cueste escuchar la verdad, dentro de algún tiempo me lo va a agradecer. Créame. Yo sé lo que le digo.
No, no. Está muy equivocado, Santi. Su madre y su padre son unos vagos. Deberían buscar un trabajo, ganar algún dinero dignamente y, con ese dinero, mandarlo a usted a la escuela.
Sí que trabajé. Por supuesto que trabajé. Aunque no lo necesitaba, tenia dinero suficiente como para vivir con comodidad. Pero no se trata de que una también debe ayudar a los que más nos necesitan.
Fui maestra normal.
Hasta que me echaron los peronistas. Después no pude trabajar más.
Me echaron porque en mis clases yo decía la verdad. La verdad sobre los gauchos, por ejemplo. O sobre los peronistas que son casi la misma porquería.
Decían que yo no respetaba los lineamientos educativos impartidos desde el ministerio, que era un peligro para los alumnos. Tantas mentiras, decían.
Y también he ayudado cada vez que me lo han pedido en la iglesia. He acompañado enfermos, he hecho tortas, muchas cosas. Siempre he colaborado con el prójimo. Pero creo que lo que usted pretende es sacarme del tema de sus padres. Y no lo va a lograr. Ellos, en vez de holgazanear todo el santo día, lo que deberían hacer es darle lo que necesita cualquier chico de catorce años. Lo que pasa es que éste es un país de vagos. Está lleno de gente como usted o como sus padres, gente que prefiere robarles por las calles a las viejas, antes que ir a trabajar. Nadie respeta nada, acá. En el fondo, seguimos siendo gauchos. Todos gauchos. Cada uno hace lo que le parece, lo que se le antoja, lo que le viene en ganas. Nadie piensa en los demás. Nunca, Es un desastre cómo está este país, muchacho. La verdad. Todos gauchos: cada uno monta sobre su caballo, se cubre un poco los hombros con el poncho que tiene más a mano y ya está, allá va, a lo que sea, a lo que se le ocurra, a lo que se le antoje. No se respeta ningún alambrado, en este país. Nada.
Usted no tiene la culpa, muchacho. No se ponga así. No quise decir eso. La culpa la tienen los mayores. Sus abuelos, sus tíos, sus padres, por ejemplo.
No, yo no. ¿Qué cuerno tengo que ver yo con lo que le sucede a usted?
Si, está bien, yo soy mayor. Pero casi ni lo conozco. Es más, si no hubiera pretendido robarme esta mañana en la puerta del edificio, jamás me hubiera enterado de que usted existía.
Así son las cosas. Yo no tengo nada que ver con lo que le sucede. Todo lo que le pasa, Santi, es por culpa de que somos un país de gauchos, créame. Todavía hoy. Igual a como fue siempre.
¿Y eso?
Si no los ha visto es porque no se ha fijado. Andará distraído. Seguramente, no ha mirado con atención a su alrededor. Le juro que están por todos lados.
No me están inventando nada, no sea grosero. No se trate de que anden por la calle, con unas boleadoras o con un poncho o con unas bombachas o con una rastra de monedas de plata en la cintura. No me entiende. Cambiaron las vestimentas, nomás. Se trata de algo mucho más profundo: una forma de ser contagiosa que se transmite de generación en generación. Supongo yo que a través del mate, entre sorbo y sorbo, se pasa esa enfermedad. Por eso odio tanto el mate. Y la yerba. Me parece que son los culpables de todos nuestros males patrios. De todos.
No se haga el estúpido. Usted no es ningún estúpido, Santi. Es lo mismo, se lo acabo de decir: gauchos, abuelos, padres, chiripá, mate, tíos, yerba.
Sí, odio el mate. Por eso yo tomo té. El té no contagia. Cada uno lo toma en su respectiva taza y listo, no anda infectando a nadie de costumbres horribles. Pero el mate no. El mate anda de mano en mano, un rato larguísimo con la misma yerba, incluso. Es una porquería. ¿A usted le gusta?
Ve. Eso es lo que yo digo. Si en su casa toman mate, ya están todos contagiados. Son todos gauchos. Y por eso, con toda seguridad, es que sale a la calle a hacer las cosas que sale a hacer. ¿También es peronista?
Menos mal. Pero es un gaucho, ya está contagiado. Aunque nunca haya visto una vaca, si me disculpa.
Por favor, Santi, no diga barbaridades.
Tiene que prometerme que cuando salga de ese baño va empezar a ir a la escuela. No puede ser que no sepa casi nada de los gauchos.
Está bien, yo le explico. Pero esto deberían enseñárselo las maestras y no yo, que le quede bien claro.
El gaucho era el habitante original de la pampa. Una mezcla explosiva de español con indio. Un tipo que tenía muy poco: un caballo, un recado de cuero de oveja, una única muda de ropa y un cuchillo grande que se llamaba facón. Poco más. Eso le alcanzaba para andar por donde se le ocurría andar. Como sus padres, apenas si trabajaba. Sólo lo hacía cuando se quedaba sin dinero para tomar alcohol o para jugar a los naipes. Si tenía hambre, carneaba la primera vaca que encontraba por el camino sin importarle quién era su dueño, comía un poco y dejaba el resto ahí tirado, pudriéndose o engordando aguiluchos. Si tenía sed, tomaba agua de cualquier charco. Si tenía ganas de estar con una mujer, se robaba una india. Si se enojaba con alguien, lo mataba. Así era la vida del gaucho. Eso lo hacía libre, aparentemente. No había nada más importante que la libertad, para el tipo. Esa libertad. Por supuesto no aceptaba ninguna norma, ninguna ley. Sólo era fiel a sí mismo: a las propias leyes que se iba inventando según su propio gusto y conveniencia. Un despropósito de vida, la que llevaba. Y ése, el gaucho primordial, el fanfarrón, el prepotente, es el que desapareció. Sin embargo, aunque ahora la gente se vista de otro modo y no ande a caballo por las calles, a mí me parece que ni sus ideas ni su manera de encarar el mundo ni su forma de ser tan antisocial han desaparecido. Tampoco ni su fanfarronería ni su prepotencia. No sólo no han desaparecido, sino que han infectado a casi todos los que vivimos en esta zona del universo. Y la culpa de esa infección, como ya le dije, para mí la tiene el mate.
No, no estoy loca. No se lo voy a permitir.
Yo le expliqué lo que me pidió que le explicara. Si ahora usted no quiere entenderlo, o reconocerlo, es problema suyo y no mío. Peor para usted.
Basta. Me cansó.
Sí, me cansó.
No, no se haga el zonzo que no tiene nada de zonzo. No lo voy a dejar salir de ahí sólo porque me cansó o me dijo que estaba loca. No soy tan débil, muchacho. Todavía me queda bastante para contarle de la historia de mi madre. Si quiere, aproveche y reflexione acerca de lo que le expliqué sobre los gauchos que yo, mientras tanto, me voy a tomar una taza de té y descanso.
Sí, otro té. Así es como me he conservado sana a lo largo de toda la vida.

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[…]

Me sorprende, muchacho.
Al final usted no sabe nada de nada. Acaso se piensa que los maricones son un invento de estos días. No, querido, faltaba más. Siempre hubo maricones. Y siempre los va a haber. Por los siglos de los siglos.
Claro, hijo. Fíjese en los gauchos, si no. Toda la vida solos, ahí, arriba de sus caballos. ¿Usted se cree que de las pulperías no salían abrazados? Vamos, eran todos maricones, por eso ahora estamos como estamos. Si no había casi mujeres en la soledad de la pampa. Todos gauchos. Varones. Ninguna mujer en los alrededores. Y siempre solos, de un lado para el otro. Estoy segura de que se emborrachaban y dormían entre ellos. Es como si lo estuviera viendo.
Está bien, disculpe, no le hablo más de los gauchos, ya sé que el tema no le interesa. Aunque debería interesarle, me parece.


Federico Jeanmaire


(Fragmentos) Más liviano que el aire, 2009, Buenos Aires, Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, 2009

  



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