sábado, 30 de junio de 2012

Inolvidable Borges


Hombre de la esquina rosada
 
A Enrique Amorim

A mi, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí; y eso que éstos no eran sus barrios porque el sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí, a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ese nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao pal cuchillo y era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más rumboso a la timba, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena cuidada; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos del lugar le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición de Rosendo.
  Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, déle guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende temprano en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gaona y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban musicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.
  La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversión estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.
  Para nosotros no era todavía Francisco ReaI, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
  Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros -puro italianaje mirón- se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ése planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ese viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas:
  ¬Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero, y de malo, y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mi, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
  Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillo en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del mulato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.
  En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.
  ¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzó lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jué a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dio con estas palabras:
  ¬Rosendo, creo que lo estarás precisando.
  A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frio.
  ¬De asco no te carneo dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:
  ¬Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
  Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailáramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y gritó:
  ¬¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida !
  Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango.
  Debí ponerme colorao de vergüenza. Di unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y juí orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿para quién? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentré a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dio coraje de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jué casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio.
  ¬Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo ¬me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más.
  Me quedé mirando esas cosas de toda la vida ¬cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos ¬y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿Qué iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo. ¿Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualquier cuneta.
  Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
  Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La música parecía dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía.
  Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.
  Ajuera oímos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole:
  ¬Entrá, m'hija ¬y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.
  ¬¡Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! ¬se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola alguno.
  ¬La está mandando un ánima ¬dijo el Inglés.
  ¬Un muerto, amigo ¬dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dio unos pasos marcado ¬alto, sin ver ¬y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecia un lengue punzó que antes no le observé, porque lo tapó la chalina. Para la primer cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar al fin. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿;Ouién le iba a creer?
  El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dio la vuelta redonda y volvió a mi mano, antes que falleciera. "Tápenme la cara", dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
  ¬Para morir no se precisa más que estar vivo ¬dijo una del montón, y otra, pensativa también:
  ¬Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.
  Entonces los norteros jueron diciéndose un cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después.
  ¬Lo mató la mujer.
  Uno le gritó en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyindo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna:
  ¬Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Que pulso ni que corazón va a tener para clavar una puñalada?
  Añadí, medio desganado de guapo:
  ¬¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?
  El cuero no le pidió biaba a ninguno.
  En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir.
  Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano.
  Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó en seguida. De juro que me apuré a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.

Jorge Luis Borges

Nueva antología personal, (1968) Emecé Editores S.A., 2ª edición, Octubre, 1983.

Versos románticos


El dolor de la sombra
 

Lo amable de un amor pronto se apura
y con una sola cuerda me lamento,
que el amor huraño es el que dura
a través del tiempo.

Mi dolor te digo sin comento,
y es la causa de mi canto monocorde,
no te sonará a música el sentimiento
de un solo acorde.

En la sombra se agacha mi tristeza
con vergüenza de lo torpe de su aliño,
que es sabido que no admiten a la mesa
a un desharrapado niño.

Mi verdadero dolor muere a la noche
para volver a ser en nuevo día,
sonámbulo de pena, a troche y moche,
mi violón solloza en elegía


Nicolás Olivari
Poesías 1920-1930, Malas Palabras Buks, 2005

sábado, 23 de junio de 2012

Galeano y la Memoria




CIERRO LOS OJOS Y ESTOY EN MEDIO DEL MAR

 

Perdí varias cosas en Buenos Aires. Por el apuro o la mala suerte, nadie sabe adonde fueron a parar. Salí con un poco de ropa y un puñado de papeles.
No me quejo. Con tantas personas perdidas, llorar por las cosas sería como faltarle el respeto al dolor.
Vida gitana. Las cosas me acompañan y se van. Las ten­go de noche, las pierdo de día. No estoy preso de las co­sas; ellas no deciden nada.
Cuando me separé de Graciela, dejé la casa de Monte­video intacta. Allí quedaron los caracoles cubanos y las es­padas chinas, los tapices de Guatemala, los discos y los libros y todo lo demás. Llevarme algo hubiera sido una estafa. Todo eso era de ella, tiempo compartido, tiempo que agradezco; y me lancé al camino, hacia lo no sabido, limpio y sin carga.
La memoria guardará lo que valga la pena. La memo­ria sabe de mí más que yo; y ella no pierde lo que merece ser salvado.
Fiebre de mis adentros: las ciudades y la gente, despren­didos de la memoria, navegan hacia mí: tierra donde nací, hijos que hice, hombres y mujeres que me aumentaron el alma.
 

Eduardo Galeano




Texto digitalizado de:
Días y Noches de Amor y de Guerra
Eduardo Galeano
Edición Original: Editorial Laia, Barcelona
Primera Edición en Biblioteca Era: 1983
Segunda edición (Corregida): 2000

sábado, 16 de junio de 2012

Jorge Manrique


La lírica de otros tiempos:



A la fortuna

   Fortuna, no me amenaces,
ni menos me muestres gesto
mucho duro,
que tus guerras y tus paces
conozco bien, y por esto
no me curo;
antes tomo más denuedo,
pues tanto almacén de males
has gastado,
aunque tú me pones miedo
diciendo que los mortales
has guardado.

   Y ¿qué más puede pasar
dolor mortal ni pasión
de ningún arte,
que herir y atravesar
por medio mi corazón
de cada parte?
Pues una cosa diría,
y entiendo que la jurase
sin mentir:
que por otro no acertase
a me herir.

   ¿Piensas tú que no soy muerto
por no ser todas de muerte
mis heridas?
Pues sabe que puede, cierto,
acabar lo menos fuerte
muchas vidas;
mas está en mi fe mi vida,
y mi fe está en el vivir
de quien me pena;
así que de mi herida
yo nunca puedo morir
sino de ajena.

   Y puesto esto visto tienes,
que jamás podrás conmigo
por herirme,
torna ahora a darme bienes,
porque tengas por amigo
hombre tan firme;
mas no es tal tu calidad
para que hagas mi ruego,
ni podrás,
que hay muy gran contrariedad
porque tu te mudas luego;
yo, jamás.

    Y pues ser buenos amigos
por tu mala condición
no podemos,
tornemos como enemigos
a esta nuestra cuestión,
y porfiemos;
en la cual, si no me vences,
yo quedo por vencedor
conocido;
pues dígote que comiences
y no debo haber temor
pues te convido.

   Que ya las armas probé
para mejor defenderme
y más guardarme,
y la fe sola hallé,
que de ti pude valerme
y defensarme;
más esta sola sabrás
que no sólo me es defensa,
mas victoria:
así que tu llevarás
de este debate la ofensa;
yo la gloria.

   De los daños que me has hecho
tanto tiempo guerreando
contra mi,
me queda sólo un provecho,
porque soy más esforzado
contra ti;
y conozco bien tus mañas,
y en pensando tú la cosa,
ya la entiendo,
y veo cómo me engañas;
más mi fe es tan porfiosa,
que lo atiendo.

   Y entiendo bien tus maneras
y tus halagos traidores,
nunca buenos,
que nunca son verdaderas
y en este caso de amores,
mucho menos;
ni tampoco muy agudas
ni de gran poder ni fuerza,
pues sabemos
que te envuelves y te mudas;
más Amor nos manda y fuerza
que esperemos.

   Que tus engaños no engañan
sino al que amor desigual
tiene y prende;
que al mudable nunca dañan,
porque toman el bien, y el mal
no lo atiende.
Éstos me vengan de ti;
pero no es para alegrarme
tal venganza,
que pues tú heriste a mí,
yo tenía de vengarme
por mi lanza.

   Más venganza que no puede
─sin la firmeza quebrar─
ser tomada,
más contento soy que quede
mi herida sin vengar
que no vengada;
mas, con todo, he gran placer
porque tornan tus bonanzas
y no esperan,
ni duran en su querer
a que vuelvan tus mudanzas
y que mueran

                          CABO

   Desde aquí te desafío
a fuego, sangre y a hierro,
en esta guerra;
pues en tus bienes no fío,
no quiero esperar más yerro
de quien yerra:
que quien tantas veces miente,
aunque ya diga verdad,
no es de creer;
pues airado mi placiente,
tu gesto mi voluntad
no quiere ver.


Jorge Manrique

Poesía Selecta, Editorial Abril, 1987

viernes, 8 de junio de 2012





El Encuentro

(Cuento de la dinastía T'ang)


Ch'ienniang era la hija del señor Chang Yi, funcio­nario de Hunan. Tenía un primo llamado Wang Chu, que era un joven inteligente y bien parecido. Se habían, criado juntos y, como el señor Chang Yi quería mucho al joven, dijo que lo aceptaría como yerno. Ambos oyeron la promesa y como ella era hija única y siempre estaban juntos, el amor creció día a día. Ya no eran niños y llegaron a tener relaciones íntimas. Desgraciadamente, el padre era el único en no advertirlo. Un día un joven funcionario le pidió la mano de su hija. El padre, descuidando u olvidando su antigua promesa, con­sintió. Ch'ienniang, desgarrada por el amor y por la piedad filial, estuvo a punto de morir de pena, y el joven estaba tan despechado que resolvió irse del país para no ver a su novia casada con otro. Inventó un pretexto y comunicó a su tío que tenía que irse a la capital. Como el tío no logró disuadirlo, le dio dinero y regalos y le ofreció una fiesta de despedida. Wang Chu, desesperado, no cesó de cavilar durante la fiesta y se dijo que era mejor partir y no perseverar en un amor sin ninguna esperanza.

Wang Chu se embarcó una tarde y había navegado unas pocas millas cuando cayó la noche. Le dijo al ma­rinero que amarrara la embarcación y que descansaran. No pudo conciliar el sueño y hacia la medianoche oyó pasos que se acercaban. Se incorporó y preguntó: "¿Quién anda a estas horas de la noche?" "Soy yo, soy Ch'ienniang", fue la respuesta. Sorprendido y feliz, la hizo entrar en la embarcación. Ella le dijo que había esperado ser su mujer, que su padre había sido injusto con él y que no podía resignarse a la separación. También había temido que Wang Chu, solitario y en tierras desconocidas, se viera arrastrado al suicidio. Por eso había desafiado la reprobación de la gente y la cólera de los padres y había venido para seguirlo a donde fuera. Am­bos, muy dichosos, prosiguieron el viaje a Szechuen.
Pasaron cinco años de felicidad y ella le dio dos hijos. Pero no llegaban noticias de la familia y Ch'ien­niang pensaba diariamente en su padre. Esta era la única nube en su felicidad. Ignoraba si sus padres vi­vían o no y una noche le confesó a Wang Chu su congoja: como era hija única se sentía culpable de una grave impiedad filial. "Tienes un buen corazón de hija y yo estoy contigo", respondió él. "Cinco años han pa­sado y ya no estarán enojados con nosotros. Volvamos a casa." Ch'ienniang se regocijó y se aprestaron para regresar con los niños.

Cuando la embarcación llegó a la ciudad natal, Wang Chu le dijo a Ch'ienniang: "No sé en qué estado de ánimo encontraremos a tus padres. Déjame ir solo a averiguarlo." Al avistar la casa, sintió que el corazón le latía. Wang Chu vio a su suegro, se arrodilló, hizo una reverencia y pidió perdón. Chiang Yi lo miró asom­brado y le dijo: "¿De qué hablas? Hace cinco años que Ch'ienniang está en cama y sin conciencia. No se ha levantado una sola vez."

"No estoy mintiendo", dijo Wang Chu. "Está bien y nos espera a bordo."

Chiang Yi no sabía qué pensar y mandó dos doncellas a ver a Ch'ienniang. A bordo la encontraron sentada, bien ataviada y contenta; hasta les mandó cariños a sus padres. Maravilladas, las doncellas volvieron y aumentó la perplejidad de Chang Yi. Entretanto, la enferma había oído las noticias y parecía ya libre de su mal y había luz en sus ojos. Se levantó de la cama y se vistió ante el espejo. Sonriendo y sin decir una palabra, se dirigió a la embarcación. La que estaba a bordo iba hacia la casa y se encontraron en la orilla. Se abrazaron y los dos cuerpos se confundieron y sólo quedó una Ch'ienniang, joven y bella como siempre. Sus padres se regocijaron, pero ordenaron a los sirvientes que guar­daran silencio, para evitar comentarios.

Por más de cuarenta años, Wang Chu y Ch'ienniang vivieron juntos y felices.



Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo; Antología de la Literatura Fantástica, Buenos Aires, Debolsillo, 2009

sábado, 2 de junio de 2012

Pablo Neruda, Amor América


Amor América  (1400)

Antes de la peluca y la casaca
fueron los ríos, ríos arteriales:
fueron las cordilleras, en cuya onda raída
el cóndor o la nieve parecían inmóviles:
fue la humedad y la espesura, el trueno
sin nombre todavía, las pampas
      planetarias.

El hombre tierra fue, vasija, párpado
del barro trémulo, forma de la arcilla,
fue cántaro Caribe, piedra chibcha,
copa imperial o sílice araucana.
Tierno y sangriento fue, pero
     en la empuñadura
de su arma de cristal humedecido,
las iniciales de la tierra estaban
escritas.

              Nadie pudo
recordarlas después: el viento
las olvidó, el idioma del agua
fue enterrado, las claves se perdieron
o se inundaron en silencio o sangre.

No se perdió la vida, hermanos pastorales.
Pero como una rosa salvaje
cayó una gota roja en la espesura,
y se apagó una lámpara de tierra.
Yo estoy aquí para contar la historia.
Desde la paz del búfalo
hasta las azotadas arenas
de la tierra final, en las espumas
acumuladas de la luz antártica,
y por las madrigueras despeñadas
de la sombría paz venezolana,
te buqué, padre mío,
joven guerrero de tiniebla y cobre,
o tú, planta nupcial, cabellera indomable,
madre caimán, metálica paloma.

Yo, incásico del légamo,
toqué la piedra y dije:
Quién
me espera? Y apreté la mano
sobre un puñado de cristal vacío.
Pero anduve entre flores zapotecas
y dulce era la luz como un venado,
y en la sombra como un párpado verde.

Tierra mía sin nombre, sin América,
estambre equinoccial, lanza de púrpura,
tu aroma me trepó por las raíces
hasta la copa que bebía, hasta las más
      delgada
palabra aún no nacida de mi boca.

Pablo Neruda

Canto General,
Editorial Bruguera, 1986