viernes, 21 de diciembre de 2012

Mario Benedetti


EL PORVENIR DE MI PASADO

Eso fui. Una suerte de botella echada al mar. Botella sin mensaje. Menos nada. Nada menos. O tal vez una primavera que avanzaba a destiempo. O un suplicante desde el Más Acá. Ateo de aburridos sermones y supuestos martirios.
Eso fui y muchas cosas más. Un niño que se prometía amaneceres con torres de sol. Y aunque el cielo viniera encapotado, seguía mirando hacia delante, hacia después, a renglón seguido. Eso fui, ya menos niño, esperando la cita reveladora, el parto de las nuevas imágenes, las flechas que transcurren y se pierden, más bien se borran en lo que vendrá. Luego la adolescencia convulsiva, burbuja de esperanzas, hiedra trepadora que quisiera alcanzar la cresta y aún no puede, viento que nos lleva desnudos desde el suelo y quién sabe hasta (y hacia) dónde.
Eso fui. Trabajé como una mula, pero solamente allí, en eso que era presente y desapareció como un despegue, convirtiéndose mágicamente en huella. Aprendí definitivamente los colores, me adueñé del insomnio, lo llené de memoria y puse amor en cada parpadeo.
Eso fui en los umbrales del futuro, inventándolo todo, lustrando los deseos, creyendo que servían, y claro que servían, y me puse a soñar lo que se sueña cuando el olor a lluvia nos limpia la conciencia.
Eso fui, castigado y sin clemencia, laureado y sin excusas, de peor a mejor y viceversa. Desierto sin oasis. Albufera.
Y pensar que todo estaba allí, lo que vendría, lo que se negaba a concurrir, los angustiosos lapsos de la espera, el desengaño en cuotas, la alegría ficticia, el regocijo a prueba, lo que iba a ser verdad, la riqueza virtual de mi pretérito.
Resumiendo: el porvenir de mi pasado tiene mucho a gozar, a sufrir, a corregir, a mejorar, a olvidar, a descifrar, y sobre todo a guardarlo en el alma como reducto de última confianza.

Mario Benedetti

El porvenir de mi pasado, Barcelona, Santillana Ediciones Generales, S.A., 2003

domingo, 2 de diciembre de 2012

José Edmundo Clemente


Mapa idiomático de Buenos Aires

 
A Agustín Jacobs,
que también es Buenos Aires

Para comprender mejor a Buenos Aires debemos imaginar primero una larga calle cruzando vertebralmente al país; una calle sentimental que empiece en la vocación porteña de todo provinciano y acabe aquí, en cualquier esquina de barrio, distante y sin embargo entrañable. Porque eso es Buenos Aires; esperanza prolongada, continuo llegar. Puerto. No en balde su geografía municipal dibuja el contorno de una mano generosa, abierta como bienvenida de amigo. Hombre de Buenos Aires no es quien nace en ella, sino quien responde con gratitud a ese afecto cabal. De extremo a extremo. En el atardecer lento de los suburbios, en las desveladas calles del centro; en las preocupadas mañanas del trabajo cotidiano, en la indolencia dulce del domingo.
Tal vez Buenos Aires sea apenas una conversación, una simple ilusión verbal. De ahí la dificultad de mostrarla a los turistas apresurados. ¿Qué zona la representa de golpe? Ninguna. Cada barrio trasunta sólo un pedazo de su rostro. Menos todavía, la orgullosa verticalidad de los edificios modernos. Quizás la imperceptible alma de Buenos Aires quede reducida a un conjunto de aceras caminadas, de amistades compartidas, de simple desgano cariñoso; esa perduración del recuerdo que ninguna reglamentación modificará jamás. Por ello, nunca preocupa a los habitantes de la ciudad el continuo cambio de nombres de las calles ni los frecuentes monumentos a próceres desconocidos; obsecuencia administrativa de los intendentes de turno. Simple providencia ―suerte― electoral.
Definir el alma de Buenos Aires como perduración de recuerdos callejeros, parecerá retórica literaria sin testimonio justificador. Valdría lo mismo decir que el alma de Buenos Aires reside en la clásica mesa de café, donde el silencio compartido también es una conservación; en la pasión nacional por los colores de un club favorito. O en el tango, mito universal de Buenos Aires hecho a la medida de sus calles y de sus pasiones. Música que convirtiera a la ciudad grande en capital del sentimiento argentino.
Afirmar el tango como centro emotivo de la nación, igualmente levantará polémica; no pretendo asumirla. Dejo para otro la erudición sobre los orígenes y alcances del tango. La erudición es el curanderismo de la cultura. Me basta con la evidencia de su canto representando nítidamente a Buenos Aires; con saber que es una nostalgia argentina cuando estamos lejos del país, que es nuestra propia nostalgia cuando estamos lejos de una alegría. Que la voz homérica de Carlos Gardel trasciende el disputado lugar de su nacimiento para quedar en el “Buenos Aires querido” de toda su vida. Ese Buenos Aires defendido a gritos y puños por Celedonio Flores, Enrique Santos Discépolo, Julián Centeya y Homero Manzi. O por Fray Mocho, Evaristo Carriego, Leopoldo Lugones y Jorge Luis Borges.
La doble lista de escritores no señala categorías ni distingos; en la calle todos somos iguales. Quiere marcar diferencias de modos idiomáticos. El lenguaje de las ciudades cosmopolitas y multitudinarias posee formas de cuidado académico o de intenso sentimentalismo; ambas de pareja validez literaria, aunque de preferencias distintas en el afecto de la comunidad. Afecto que comienza en el gesto ―simplificación de la palabra―, se prolonga al lenguaje espontáneo ―simplificación del gesto―, para concluir en el localismo que refleja la intimidad de Buenos Aires, en los niveles de la frecuentación ciudadana y de la valoración subjetiva de cada uno. Vivir Buenos Aires sin participar de la calidez pintoresca de los modismos suburbanos, sería compartirlo del otro lado del cristal.
Insisto en mi temática callejera, porque ella facilitará el resumen en pocas cuadras de mi tema “el idioma de Buenos Aires”; desde luego, con un mapa igualmente metafórico y arbitrario. Siempre la metáfora es arbitraria, porque pretende ser original. La vereda Norte de la moderna Santa Fe y su frente, la tradicional Avenida de Mayo; el ribereño paseo Alem y la tranquila avenida Callao, sirven de márgenes municipales a este reducido escenario, cortado en dos planos por el eje trasnochador de la famosa calle Corrientes.
Acerquémonos ahora a esta pantalla idiomática a fin de visualizar con nitidez su trama; comencemos por el Sur. La Avenida de Mayo conserva, aunque venido a menos, el rancio prestigio de vía colonial. Teatros de zarzuelas y cines hispánicos, acentúan esa sensación tranquila de alameda madrileña de fin de siglo. Impresión agrandada en las mesas de la reunión parroquial distribuidas en las amplias aceras, donde persisten tenaces voces de antigua cepa y donde el y el ti son notas agudas, extrañas al oído porteño. Claro; decir que la Avenida pertenece solamente a los españoles, es cometer una injusticia con los provincianos que habitualmente la recorren, siguiendo el rumbo atávico de sus mayores. Una fila melancólica de hoteles modestos recibe a los hombres de tierra adentro que hacen su relación inicial con la Capital. En la Avenida de Mayo, provincianos y españoles simbolizan el drama de la colonización de América; los descendientes de los conquistadores codo a codo con los descendientes de los conquistados. Las palabras que vienen de España a continuar la hegemonía magistral y las originarias del interior que llegan con igual pureza de sangre, pero con la piel de un sol diferente.
En el bordo opuesto de la cartografía lingüística, la avenida Santa Fe; es decir, París. A veces, Roma; a veces, Londres. Siempre Europa. Cita de la elegancia y de la moda, de las voces extranjerizantes; del aristocrático saber vivir; brújula dispuesta, Santa Fe posee el aire optimista de los que viajan o de los que sueñan con viajar. Preferidas de las clases dirigentes y de los recién venidos a la riqueza y al poder; frívola, potente, juvenil. Si hiciéramos una biología de las calles de Buenos Aires, indudablemente a Santa Fe le correspondería la edad alegre de la adolescencia despreocupada, así como a la Avenida de Mayo, la del hombre maduro y sereno; del hombre que ya alcanzó su porvenir o del que nunca lo ambicionó. No es casual que provincianos y españoles aburguesados ―o resignados, es lo mismo― encuentre aquí una compartida afinidad; tampoco, que en un comercio situado en la punta Norte de este cuadro se originaran los llamativos petiteros y que hoy se proponga un diccionario eliminatorio en pro de un lenguaje “de la gente bien y que se yo…” que el humorista Landrú ridiculiza con estilo ocurrente.
En la mitad de las fronteras antagónicas, la calle Corrientes, calle de los barrios, por antonomasia. Las esquinas porteñas se juntan en Corrientes sin distingos de zonas ni distancias de suburbios. Desde la creciente judería acriollada de Villa Crespo, las intencionadas leyendas de cuchillos y de cárcel del venturoso Palermo, los colorinches de casas baratas y genovesismo saineteros de la Boca; a San Telmo, con su heráldica perdida y conventillos vigentes; Monserrat y el Abasto, con su memoria de ocio y tangos viejos; el Once, trajinado por los mil gritos del comercio pichinchero; Flores y los versos cursis de escolares enamorados; Liniers, con el cercano Oeste de voces campesinas y pampa fresca, todos los barrios vuelcan en Corrientes un solo lenguaje, el de Buenos Aires, libre de glosadores teatrales y otros aficionados de la fatuidad. Las palabras, nacidas en los sitios apartados, empiezan a repetirse con inocente orgullo argentino, bajo la luna eléctrica y andariega de Corrientes; de Callao al Bajo, Corrientes vale entera por la cuadra idiomática de Buenos Aires. Como si el mínimo plano rectangular se hundiera en el medio y formara una vertiente común. En Corrientes, el legendario hombre de esquina, de esquina rosada, se transforma para siempre en el mitológico hombre de Corrientes y Esmeralda.
Hacia el Bajo, una hilera de barcos descarga vocablos que amplían los matices verbales de esta pantalla simplificada; o embalan a los que viajarán incluso a la misma España, según lo testimonia la frecuencia de argentinismos en el diccionario real. Antes, la vieja Recova era el lugar favorito de los esquivadores de la ley; entre copas de cervezas y vasos de vino, se pronunciaban todas las formas de la delincuencia extranjera y del lunfardo criollo. Hoy los cafetines del Bajo son un recuerdo venido a menos y el malandrinaje internacional oculta su jerga presidiaria en los sótanos del mapa idiomático propuesto, sin otra astucia que el antifaz profesional.
Claro que las calles son apenas un lado de la ciudad; su geografía. El otro sería el tiempo. Vivir es responder al paciente diálogo de cada instante; quedarse en el transcurrir dramático de ese diálogo. Los cuatro costados del relevamiento espacial coinciden textualmente, no sé si por casualidad o por causalidad, con los relieves mayores de la historia de Buenos Aires. Por el Este, llega en 1536 don Pedro de Mendoza y pronuncia el nombre bautismal, recordado vívidamente por Ulrico Schmidel: “…y allí levantamos una ciudad que se llamó Buenos Aires”. Varios siglos después, con la fiebre grande, el Sur “se muda al Norte” y sus consecuencias en la fisonomía demográfica son semejantes al de una tercera fundación. Nunca se ha reparado la importancia que tuvo para la clase media argentina el éxodo que obligara a la alta sociedad a abandonar precipitadamente los imponentes caserones enrejados. Los apellidos patricios se descolocan y una nueva burguesía justifica su preponderancia. Desde entonces, el abolengo de Buenos Aires no es de cuna sino de calles; se vive, o no, en el Barrio Norte.
Más cerca nuestro, hacia 1930, una revolución de cuartel viene del Oeste e inicia una nueva costumbre institucional. Quince levantamientos militares testimonian esa peligrosa rutina. Pero Buenos Aires pareciera ignorar la continua vacilación casera y prosigue su firme vocación de gran capital de habla española y de progreso ambicioso. Crece con el entusiasmo de los fuertes y las gruesas lanzas de cemento ya no tapan el río; ese río como un cielo donde veía la esperanza de los que llegaban.
Aquí termina esta geografía verbal. Queda el porvenir. Pero ello no es hazaña de nadie. El porvenir queda a pesar nuestro y de los doctores en ciencias económicas; técnicos en pobreza y burocracia estadística. No fue mi intención hacer una prolija tesis lingüística que aspire a la consideración de una formalidad rectoral, labor de investigación y de crítica que dejo para otro. Los críticos son los marchands de la cultura; se quedan con lo mejor. Me basta con recuperar el testimonio de un Buenos Aires cotidiano que yo he compartido, con igual despreocupación callejera. Solamente lo cotidiano nos da la profunda dimensión del tiempo; ese morir repetido de todos los días cuyo nombre es la vida. Una de las tantas calles de la eternidad.
José Edmundo Clemente

En:
Jorge Luis Borges, José Edmundo Clemente, El lenguaje de Buenos Aires, Buenos Aires, Emecé Editores S.A., 1963,1996

Biografía


JOSÉ EDMUNDO cLEMENTE
 
José Edmundo Clemente nació en Salta el 16 de noviembre de 1918. Durante dieciocho años compartió con Jorge Luis Borges la dirección de la Biblioteca Nacional. Fundó la Escuela Nacional de Bibliotecarios en 1957. En 1963 fue nombrado director general de Cultura de la Nación y, en 1982, subsecretario de Cultura de la provincia de Buenos aires. Es miembro de número de la Academia Argentina de Letras. Sus obras son: Estética del lector, Los temas esenciales de la literatura, Estética del contemplador, Tiempo dl hombre, Historia de la soledad, Descubrimiento de la metáfora, Guía de lecturas informales y Geografía de la metáfora.