viernes, 29 de abril de 2011

Lucas Rozenmacher "Choque"

choque
Lucas Rozenmacher


la esquina de dos ochavas
recibió el sonoro encuentro
del auto rojo
y la mujer de blanco.
el impacto dejó cruzadas,
una trompa intacta
y una vieja machucada.
ratos de espera,
llegada de ambulancia,
y,
luego:
autos pasando.



http://planetatertulia.blogspot.com/2007/09/poemas-por-lucas-rozenmacher-en-la.html



Lucas Rozenmacher "Sirena"


Sirena
Lucas Rozenmacher

La sirena va copando en pocos cuadros la escena.
El departamento se llena de un agudo sonido
y deja imaginar el circular dibujo de su luz enrojecida.
Desde lejos, se va dando progresividad a su escudo
hasta que se convierte en dueña del mundo por tres segundos,
diluyéndose
y
d
e
s
a
p
a
r
e
c
i
e
n
d

Alejandra Pizarnik "Mendiga voz"




visual-makeup.blogspot.es
Mendiga voz

Y aún me atrevo a amar
el sonido de la voz en una hora muerta,
el color del tiempo en un muro abandonado.

En mi mirada lo he perdido todo.
Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay


Alejandra Pizarnik



Alejandra Pizarnik "La última inocencia"

La enamorada

Esta lúgubre manía de vivir
esta recóndita humorada de vivir
te arrastra alejandra no lo niegues.
Hoy te miraste en el espejo
y te fue triste estabas sola
la luz rugía el aire cantaba
pero tu amado no volvió
enviarás mensajes sonreirás
tremolarás tus manos así volverá
tu amado tan amado
oyes la demente sirena que lo robó
el barco con barbas de espuma
donde murieron las risas
recuerdas el último abrazo
oh nada de angustias
ríe en el pañuelo llora a carcajadas
pero cierra las puertas de tu rostro
para que no digan luego
que aquella mujer enamorada fuiste tú
te remuerden los días
te culpan las noches
te duele la vida tanto tanto
desesperada ¿adónde vas?
desesperada ¡nada más!

(Alejandra Pizarnik, La última inocencia, 1956)



Néstor Perlongher " Poema Opus jopus

En el condón del jopo, engominado, arisco, mecha o franja de sombras
en la metáfora que avanza, sobra, sobre el condón del jopo la mirada
que acecha despeinarlo, rodar la redecilla en las guedejas:
un público pudor, irresistible, tieso en la goma del spray: la goma
libidinizada, esa saeta de la mata en el enroque de la fima, el gime, el
fimoteo: denuedo de las uñas en el mechón de grima. Guedeja en muslos
enroscada, húmedo pelo, espesor de las cejas en lo ebúrneo cobrizo, un
jaloneo de papilas en los estrechos del olor, jugoso, el ronroneo de los
labios ante las curvas, su salitre, el tartaleo de la transpiración, sudores
finos, atascaban al muslo en ese rulo. Jadean las harás sus aros de
peltre, jaleo lúcido, luminiscente en el rebote de las ligas en la película
infusa, taza de té en los bordes del revoque. La trama, en ese punto,
en la lisura de ese cascabel, serpeante, de esa rima dejado en los ja-
bones de los pies, melecas, masca en el erizar de los penachos la pro-
mesa de un guante.

Nestor Perlongher
Publicado por gRaFo en 16:40 
Etiquetas: Nestor Perlongher

miércoles, 27 de abril de 2011

Juan Gelman - Biografía

Juan Gelman
Biografía






Este poeta excepcional nació en Buenos Aires —en el histórico barrio de Villa Crespo— en 1930. Su primera obra publicada, Violín y otras cuestiones, prologada entusiastamente por otro grande de la poesía, Raúl González Tuñon, recibió inmediatamente el elogio de la crítica. Considerado por muchos como uno de los más grandes poetas contemporáneos, su obra delata una ambiciosa búsqueda de un lenguaje trascendente, ya sea a través del "realismo crítico" y el intimismo, primeramente, y luego con la apertura hacia otras modalidades, la singularidad de un estilo, de una manera de ver el mundo, la conjugación de una aventura verbal que no descarta el compromiso social y político, como una forma de templar la poesía con las grandes cuestiones de nuestro tiempo.
   Fue obligado a un exilio de doce años por la violencia política estatal, que además le arrancó un hijo y a su nuera, embarazada, quienes pasaron a formar parte de la dolorosa multitud de "desaparecidos". 
   En 1997 recibió el Premio Nacional de Poesía. Su obra ha sido traducida a diez idiomas.
   Reside actualmente en México, aunque "Volver, vuelvo todos los años, pero no para quedarme. La pregunta para mí no es por qué no vivo en la Argentina sino por qué vivo en México. Y la respuesta es muy simple: Porque estoy enamorado de mi mujer, eso es todo". Perdonando tamaño romanticismo, la ciudad de Buenos Aires lo honró recientemente con el título de ciudadano ilustre.





http://www.literatura.org

Juan Gelman "Pedro el albañil"

 
 PEDRO EL ALBAÑIL

Aquí amarán, aquí odiarán, decía Pedro, albañil,
cantando,   levantando  las  paredes,
se le  habían endurecido las manos en el oficio
pero  en   las  palmas  todavía se  le  alzaban dulzuras
y  tristezas
que  iban a   dar  al muro, al techo
y después, con el tiempo, ardían sordamente
o entraban a los ojos de las mujeres dulces en
las   habitaciones
y  ellas  entristecían  como quien   se   descubre  una
nueva  soledad.

Pedro,   desde  el   andamio,
solía   cantar  el   Quinto   Regimiento,
les hablaba a los compañeros sobre Guadalajara,
Irún,
se callaba de  pronto a solas con su  España.

De  noche ponía sus manos a dormir
y él se volvía al frente envuelto en sus balazos,
remataba a sus muertos para que no haya olvido,
la cuchara de nuevo se le llenaba de rabia.

Y la mañana que se fue del andamio parecía
que una pregunta aún le brillaba en el fondo,
los compañeros lo rodeaban esperando en silencio
hasta que uno vino y dijo;   "Levanten al difunto".

JUAN  GELMAN



Digitalizado de:
Gotán
Ediciones LA ROSA BLINDADA Buenos Aires
Colección de Poesía LA ROSA BLINDADA
Dirigida por José Luis MANGIERI
2ª EDICIÓN
1ª edición:  diciembre de 1962






Juan Gelman "Condecoraciones"


CONDECORACIONES
Juan Gelman


Condecoraron al señor general,
condecoraron al señor almirante,
al brigadier,  a  mi vecino
el sargento de policía,

y alguna vez condecorarán al poeta
por usar palabras como fuego,
como sol, como esperanza,
entre   tanta   miseria   humana,
tanto dolor
sin ir más lejos.








Digitalizado de:
Gotán
Ediciones LA ROSA BLINDADA Buenos Aires
Colección de Poesía LA ROSA BLINDADA
Dirigida por José Luis MANGIERI
2ª EDICIÓN
1ª edición:  diciembre de 1962

Juan Gelman "Mi Buenos Aires querido"

 MI BUENOS AIRES QUERIDO


Sentado al borde de una silla desfondada,
mareado,  enfermo,  casi vivo,
escribo versos previamente llorados
por la ciudad donde nací

Hay que atraparlos, también aquí
nacieron   hijos   dulces   míos
que entre tanto castigo te endulzan bellamente.
Hay que aprender a resistir.

Ni a irse ni a quedarse,
a resistir,
aunque es  seguro
que habrá más penas y olvido.



JUAN  GELMAN



Digitalizado de:
Gotán
Ediciones LA ROSA BLINDADA Buenos Aires
Colección de Poesía LA ROSA BLINDADA
Dirigida por José Luis MANGIERI
2ª EDICIÓN
1ª edición:  diciembre de 1962

viernes, 22 de abril de 2011

Roberto Arlt - "Yo no tengo la culpa"



YO NO TENGO LA CULPA
Roberto Arlt


Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se me hacen algunos elogios. Pues bien, hoy he recibido una carta en la que no se me elogia. Su autora, que debe ser una respetable anciana, me dice:
"Usted era muy pibe cuando yo conocía a sus padres, y ya sé quién es usted a través de su Arlt".
Es decir, que supone que yo no soy Roberto Arlt. Cosa que me está alarmando, o haciendo pensar en la necesidad de buscar un pseudónimo, pues ya el otro día recibí una carta de un lector de Martínez, que me preguntaba:
"Dígame, ¿usted no es el señor Roberto Giusti, el concejal del Partido Socialista Independiente?"
Ahora bien, con el debido respeto por el concejal independiente, manifiesto que no; que yo no soy ni puedo ser Roberto Giusti, a lo más soy su tocayo, y más aún: si yo fuera concejal de un partido, de ningún modo escribiría notas, sino que me dedicaría a dormir truculentas siestas y a "acomodarme" con todos los que tuvieran necesidad de un voto para hacer aprobar una ordenanza que les diera millones.
Y otras personas también ya me han preguntado: "¿Dígame, ese Arlt no es pseudónimo?".
Y ustedes comprenden que no es cosa agradable andar demostrándole a la gente que una vocal y tres consonantes pueden ser un apellido.
Yo no tengo la culpa que un señor ancestral, nacido vaya a saber en qué remota aldea de Germanía o Prusia, se llamara Arlt. No, yo no tengo la culpa.
Tampoco puedo argüir que soy pariente de William Hart, como me preguntaba una lectora que le daba por la fotogenia y sus astros; mas tampoco me agrada que le pongan sambenitos a mi apellido, y le anden buscando tres pies. ¿No es, acaso, un apellido elegante, sustancioso, digno de un conde o de un barón? ¿No es un apellido digno de figurar en chapita de bronce en una locomotora o en una de esas máquinas raras, que ostentan el agregado de "Máquina polifacética de Arlt"?
Bien: me agradaría a mí llamarme Ramón González o Justo Pérez. Nadie dudaría, entonces, de mi origen humano. Y no me preguntarían si soy Roberto Giusti, o ninguna lectora me escribiría, con mefistofélica sonrisa de máquina de escribir: "Ya sé quién es usted a través de su Arlt". Ya en la escuela, donde para dicha mía me expulsaban a cada momento, mi apellido comenzaba por darle dolor de cabeza a las directoras y maestras. Cuando mi madre me llevaba a inscribir a un grado, la directora, torciendo la nariz, levantaba la cabeza, y decía:
–¿Cómo se escribe "eso"?
Mi madre, sin indignarse, volvía a dictar mi apellido. Entonces la directora, humanizándose, pues se encontraba ante un enigma, exclamaba:
–¡Qué apellido más raro! ¿De qué país es?
–Alemán.
–¡Ah! Muy bien, muy bien. Yo soy gran admiradora del kaiser –agregaba la señorita. (¿Por qué todas las directoras serán "señoritas"?) En el grado comenzaba nuevamente el vía crucis. El maestro, examinándome, de mal talante, al llegar en la lista a mi nombre, decía: –Oiga usted, ¿cómo se pronuncia "eso"? ("Eso" era mi apellido.) Entonces, satisfecho de ponerlo en un apuro al pedagogo, le dictaba:
–Arlt, cargando la voz en la ele.
Y mi apellido, una vez aprendido, tuvo la virtud de quedarse en la memoria de todos los que lo pronunciaron, porque no ocurría barbaridad en el grado que inmediatamente no dijera el maestro:
–Debe ser Arlt.
Como ven ustedes, le había gustado el apellido y su musicalidad.
Y a consecuencia de la musicalidad y poesía de mi apellido, me echaban de los grados con una frecuencia alarmante. Y si mi madre iba a reclamar, antes de hablar, el director le decía:
–Usted es la madre de Arlt. No; no señora. Su chico es insoportable.
Y yo no era insoportable. Lo juro. El insoportable era el apellido. Y a consecuencia de él, mi progenitor me zurró numerosas veces la badana.
Está escrito en la Cábala: "Tanto es arriba como abajo". Y yo creo que los cabalistas tuvieron razón. Tanto es antes como ahora. Y los líos que suscitaba mi apellido, cuando yo era un párvulo angelical, se producen ahora que tengo barbas y "veintiocho septiembres", como dice la que sabe quién soy yo "a través de su Arlt".
Y a mí, me revienta esto.
Me revienta porque tengo el mal gusto de estar encantadísimo con ser Roberto Arlt. Cierto es que preferiría llamarme Pierpont Morgan o Henry Ford o Edison o cualquier otro "eso", de esos; pero en la material imposibilidad de transformarme a mi gusto, opto por acostumbrarme a mi apellido y cavilar, a veces, quién fue el primer Arlt de una aldea de Germanía o de Prusia, y me digo: ¡Qué barbaridad habrá hecho ese antepasado ancestral para que lo llamaran Arlt! O, ¿quién fue el ciudadano, burgomaestre, alcalde o portaestandarte de una corporación burguesa, que se le ocurrió designarlo con estas inexpresivas cuatro letras a un señor que debía gastar barbas hasta la cintura y un rostro surcado de arrugas gruesas como culebras?
Mas en la imposibilidad de aclarar estos misterios, he acabado por resignarme y aceptar que yo soy Arlt, de aquí hasta que me muera; cosa desagradable, pero irremediable. Y siendo Arlt no puedo ser Roberto Giusti, como me preguntaba un lector de Martínez, ni tampoco un anciano, como supone la simpática lectora que a los veinte años conoció a mis padres, cuando yo "era muy pibe". Esto me tienta a decirle: "Dios le dé cien años más, señora; pero yo no soy el que usted supone".
En cuanto a llamarme así, insisto: Yo no tengo la culpa.



Adolfo Bioy Casares - Biografía



Adolfo Bioy Casares (1914-1999), escritor argentino, autor de una extensa obra en la que se superponen realidad y fantasía. Fue considerado por Jorge Luis Borges como uno de los más notables escritores argentinos de ficción.
Nacido en Buenos Aires, se inició desde muy joven con una serie de relatos impregnados de surrealismo. A los 11 años escribió su primera novela, Iris y Margarita, dedicada a una prima de la que estaba profundamente enamorado; tres años después escribiría Vanidad o una aventura terrorífica, un cuento fantástico. En 1935 fundó la revista Destiempo junto con Jorge Luis Borges, a quien había conocido en 1932 en la casa de la escritora Victoria Ocampo, con cuya hermana, Silvina, se casaría en 1940. En colaboración con Borges escribió varios volúmenes de literatura fantástica y policiaca, que mezclan observaciones irónicas sobre la sociedad argentina, firmados con diversos seudónimos, como Horacio Bustos Domecq, Suárez Lynch, Lynch Davis y Gervasio Montenegro. Su principal personaje es el detective Isidro Parodi: Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), Dos fantasías memorables y Un modelo para la muerte (ambos publicados en 1946), Crónicas de H. Bustos Domecq (1967) y Nuevos cuentos de H. Bustos Domecq (1977).
Tanto en novelas como en cuentos y guiones de películas, Bioy abordó mitos clásicos revividos en la modernidad, aspectos paranormales de la vida y la psicología del amor. Entre sus títulos destacan las novelas La invención de Morel (1940), Plan de evasión (1945), El sueño de los héroes (1954), Diario de la guerra del cerdo (1969, llevada al cine por Leopoldo Torre Nilsson en 1975), Dormir al sol (1973), La aventura de un fotógrafo en La Plata (1985) y Un campeón desparejo (1993), y sus colecciones de cuentos El perjurio de la nieve (1944), La trama celeste (1948), Historia prodigiosa (1956), Guirnalda con amores (1959), El héroe de las mujeres (1978), Historias desaforadas (1986) y Una muñeca rusa (1991). Publicó parcialmente sus Memorias (el primer volumen en 1994) y el guión de dos películas escritas con Borges: Los orilleros y El paraíso de los creyentes. En 1990 se le concedió el Premio Cervantes. Bioy Casares murió a los 84 años; sus restos fueron enterrados en el cementerio bonaerense de la Recoleta. En 2001 se publicaron parte de sus diarios íntimos bajo el título Descando de caminantes.

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Adolfo Bioy Casares "La salvación"

La salvación

Adolfo Bioy Casares




Ésta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. 
El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra menazadora. Comprendió la causa. "¿Cómo un ser tan ínfimo" -sin duda estaba pensando el tirano- "es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?" Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. "Por humildes que sean" -dijo indicando al pájaro- "hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros".

Digitalizado de:
ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/bioy/salvacio.htm

Mario Benedetti "No"


NO


Se sabía condenada, y más aún cuando sentía en sus brazos desnudos aquellas manos como garras que la empujaban hacia adelante. La venda que le cegaba los ojos no le impedía ver en los treinta y ocho años de su vida. La infancia no importaba, era una bruma, con vaharadas de gritos y cantos inútiles, borrosos y borrados. La adolescencia sí valía, era por lo menos una huella de algo, una involuntaria vigilancia de los seres que llegaban y desaparecían. Ella había empe­zado verdaderamente a existir en una juventud un poco tardía, cuando la sorpresa del amor la hizo valerse por sí misma y fue consciente de los deseos, hasta allí ignorados, de su cuerpo.
Metida en el vaivén de su memoria, había aflojado el ritmo de sus pasos, pero las garras que la condu­cían la proyectaban otra vez hacia adelante.
¿Dónde había quedado? Ah, en las vísperas de Hilario. Mucho antes de conocerlo, ella se había in­corporado a un grupo político, tal vez no demasiado revolucionario, pero bastante combativo. Ella no ha­bía empuñado armas, no había disparado un solo tiro, no tenía muertes en su haber. Sólo cumplía ta­reas importantes pero secundarias: llevaba mensajes decisivos, transmitía órdenes de los jefes, desde su aparente inocencia estudiantil averiguaba planes, pro­gramas de aniquilamiento, futuras redadas. En fin, vida de compañeros. Ahí conoció a Hilario y por primera vez se enamoró y sucumbió ante su poder de seducción. Noche a noche le fue entregando su cuer­po, su futuro, su vida. Hilario sabía de memoria su piel de estreno, su boca, sus pechos, su sexo.
Las manos como garras la oprimieron aún más. Tuvo la sensación de que al menos uno de sus bra­zos, el izquierdo, había empezado a sangrar, pero a esa altura qué importaba una primera sangre.
La dura revelación había ocurrido en una noche de sábado. En el vaivén erótico de Hilario ella intuyó de pronto un riesgo, una escondida amenaza. El inte­rrumpió de pronto su rutinaria oscilación, se incor­poró en el lecho y le preguntó qué le pasaba. Nada, dijo ella, sólo que estoy cansada. Él escupió sobre la almohada, se vistió de prisa y se fue sin besarla ni si­quiera mirarla. Ella quedó asombrada y exhausta. En ese instante supo que su amor era su delator.
Esta vez las garras la obligaron a detenerse. No le quitaron la venda pero le soltaron los brazos, a esta altura entumecidos, rígidos, maltrechos. Sus pies descalzos pisaron por última vez las piedras ásperas, hirientes.
El disparo sonó en sus oídos antes que en su pe­cho. Sólo dijo: No.
 Mario Benedetti


Texto digitalizado:

El porvenir de mi pasado.
Ó Mario Benedetti, 2003
Ó Santillana Ediciones Generales, S.A., 2003
Impreso en Barcelona (España)

Enrique Anderson Imbert "Obituario"

Obituario de Enrique Anderson Imbert, literato argentino
Juan I. Irigaray
© 2000 by El Mundo (11 de diciembre de 2000). 

Enrique Anderson Imbert, literato argentino, nació en Córdoba el 12 de febrero de 1910 y falleció el 6 de diciembre del 2000 en Buenos Aires.
Más reconocido en el extranjero que en su país natal, el intelectual argentino Enrique Anderson Imbert –fallecido el pasado miércoles a los 90 años– cosechó elogios por sus novelas y cuentos, pero también y sobre todo por sus aportaciones a la crítica literaria, actividad en la que se destacó como polemista con un libro que denostaba la obra de Borges.
De su estilo se dijo siempre que brotaba de una imaginación frondosa y a la vez acotada al europeísmo del Río de la Plata. Estructuras montadas sobre bases casi matemáticas y la pluma propia de quien da prioridad al raciocinio.
Había nacido en Córdoba (Argentina) el 12 de febrero de 1910. Con sólo 16 años afloró su vocación literaria. El joven Anderson comenzó a publicar artículos en la revista literaria del diario bonaerense La Nación y llegó a ser director de la página literaria del periódico socialista La Vanguardia.
Cuando apenas había cumplido 24 años, obtuvo un premio municipal por su novela Vigilia. Tres años después, los ensayos de La flecha en el aire refirmaron la doble vertiente de creación y erudición en su labor intelectual.
Con la llegada al poder en 1946 del general Perón, obtuvo una beca Guggenheim que le permitió estudiar en la Universidad de Columbia y acceder a distintos puestos docentes en EEUU. En 1965, la Universidad de Harvard creó para él la Cátedra de Literatura Hispanoamericana.
Como crítico, su obra más polémica fue Antiborges, que publicó junto a Pedro Orgambide y Raúl Scalabrini. En ella pronosticaba un futuro obscuro para la obra del escritor argentino, una profecía que nunca se cumplió.
En 1994 fue candidato al Premio Cervantes, pero fue superado en votos por el escritor peruano Mario Vargas Llosa.
Jubilado desde 1980 de sus clases en EEUU, regresó a su patria en los últimos años y se instaló en Buenos Aires, donde ha fallecido.


Enrique Anderson Imbert "La montaña"

La montaña

Enrique Anderson Imbert


El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.
–¡Papá, papá! –llamó a punto de llorar.
Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía.
–¡Papá, papá!
El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.

sábado, 16 de abril de 2011

Enrique González Tuñón "El hombre de los patines"

El hombre de los patines
(Cuento para niños de 6 a 80 años)

predicadordepeskadas.blogspot.com

En un pueblo extraviado en la inmensidad de un lejano país, había una vez un hombre cuya excepcional estatura distraía la atención de la gente.
Era muy alto, tan alto como el poste telegráfico, que en aquel entonces no existía, temeroso, sin duda, de exponer su propia estatura al ridículo.
Dios, inclinándose un poquito, podía hablarle al oído y reprenderlo tirándole de las orejas, que más bien parecían dos grandes manijas.
Este hombre que nunca fue niño, siendo muy niño ya descollaba por su altura y todos le hablaban como si fuera una persona mayor. Por eso se veía obligado a encarar la vida desde el punto de vista de una persona mayor.
En la escuela, su descomunal figura cerraba la fila de colegiales. Su estatura lo colocaba en condiciones inferiores con respecto a los demás niños, y por ella lo creían capacitado para resolver los más difíciles problemas.
Si se equivocaba lo que sucedía con frecuencia, como no tenía la atenuante de la pequeñez, sus compañeros le decía, mofándose:
¡No tiene vergüenza!...¡Tan grande!...
Y se desternillaban de risa ante la confusión y el azoramiento y la sonrisa estúpida del pobre muchacho alto.
Pero un día desapareció. Abandonó la casa paterna y se dio a caminar por esas calles de Dios.
Caminó leguas y más leguas... Conoció las callejuelas que miran con ojos oblicuos en los barrios chinos, cobijadores de fumadores de opio; bebió “Old Tom Gin” en las tabernas londinenses; recorrió la Bohemia en compañía de unos saltimbanquis húngaros, y más tarde trabajó en los grandes cafetales del Brasil.
Y se fue gastando... gastando...
Como la roca que se despeña y rueda y se convierte en canto rodado, el hombre de mi cuento, canto rodado también, se fue gastando hasta volverse pequeñito, pequeñito...
¿Como el enano de la calle Florida, abuelo?
No, más pequeño. Como el Pulgarcito que se cayó en la olla...
Abuelito, yo conozco uno que se está gastando también. Ya no tiene piernas. En los muñones lleva un par de patines atados con pedazos de piolín... ¡Cuánto habrá caminado!
Calla... No comprendes. El hombre de los patines perdió sus piernas por casualidad. En el preciso instante en que cruzaba una bocacalle, estornudó, y un automóvil que estaba en acecho, aprovechándose del estornudo, le devoró las piernas.
En cambio, el otro, el hombre alto como un poste telegráfico, tan alto que Dios inclinándose un poquito, podía hablarle al oído y hasta tirarle de las orejas, que más bien parecían dos grandes manijas, ese hombre se gastó caminando.
Después...
El niño se quedó dormido.

Enrique González Tuñón

Enrique González Tuñon, Narrativa 1920 – 1930, Ediciones el 8vo. Loco, 2006

Enrique González Tuñón - Biografía"

Enrique González Tuñón


Nació en Buenos Aires el 10 de marzo de 1901 y murió en Cosquín, Córdoba, el 9 de mayo de 1943. Comenzó su carrera literaria con Tangos (1926), volumen en el que reunió una selección de trabajos periodísticos publicados originalmente en el diario Crítica (1913-1963), de Natalio Botana. En 1927 Gleizer editó su segundo libro, El alma de las cosas inanimadas y, al año siguiente, La rueda del molino mal pintado. González Tuñón se desempeñó primero y sobe todo como periodista, ámbito en el que se destacó al punto de ser considerado renovador del estilo periodístico nacional. De esta manera, la mayor parte de su obra literaria proviene de sus intervenciones en publicaciones periódicas. Además, fue guionista de cine (Mañana me suicido, 1942; Pasión imposible, 1943), escribió tangos (entre los que se cuenta Pa’l cambalache, escrito junto a Rafael Rossi y grabado en 1929 por Carlos Gardel), piezas teatrales, sainetes y folletines


Enrique González Tuñon, Narrativa 1920 – 1930, Ediciones el 8vo. Loco, 2006

viernes, 15 de abril de 2011

Abelardo Castillo - "Mis vecinos golpean"

Mis vecinos golpean
Abelardo Castillo

Mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que acaso me aman, no saben por qué, a veces, me sobresalto sin motivo aparente e interrumpo de pronto una frase ingeniosa o la narración de una historia y giro los ojos hacia los rincones, como quien escu­cha. Ellos ignoran que se trata de los ruidos, ciertos ruidos (como de alguien que golpea, como de alguien que llama con golpes sor­dos), cuyo origen está al otro lado de las paredes de mi cuarto.
A veces, el sonido cesa de inmediato, y entonces no es más que un alerta, o una súplica velada quizá, que puede confundirse con cualquiera de los sonidos que se oyen en las casas muy antiguas. Yo suspiro aliviado y, después de un momento, reanudo la conversa­ción, puedo bromear o hablar con inteligencia, hasta con calma, esa especie de calma que son capaces de aparentar las personas excesi­vamente nerviosas, aunque sepan que ahí, del otro lado, están los que en cualquier momento pueden volver a llamar. Pero otras veces los golpes se repiten con insistencia, y me veo obligado a levantar el tono de la voz, o a reír con fuerza, o a gritar como un loco. Mis amigos, que ignoran por completo lo que ocurre en la gran casa vecina, aseguran entonces que debo cuidar mis nervios y optan por no llevarme la contraria; lo hacen con buena intención, lo sé, pero esto da lugar a situaciones aún más terribles, pues, en mi afán de hacer que no oigan el tumulto, comienzo a vociferar por cualquier motivo, insensatamente, hasta que ellos menean la cabeza con un gesto que significa: ya es demasiado tarde. Y me dejan solo.
No recuerdo con exactitud cuándo empecé a oír los golpes: sin embargo, tengo razones para creer que el llamado se repitió du­rante mucho tiempo antes de que yo llegara a advertirlo. Mi madre, estoy seguro, también los oía; más de una vez, siendo niño, la he visto mirar furtivamente a su alrededor, o con el oído atento, pe­gado a la pared. Por aquel entonces yo no podía relacionar sus actitudes con ellos, pero, de algún modo, siempre intuí que el mis­terioso edificio (el blanco y enorme edificio rodeado de jardines hondos y circundado por un alto paredón) contra cuya medianera está levantada nuestra propia casa ocultaba algún grave secreto. Recuerdo que una medianoche mi madre se despertó dando un gri­to. Tenía los ojos muy abiertos y se me antojaba imposible que nadie en el mundo pudiese abrir de tal manera los ojos. Torcía la boca con un gesto extraño, un gesto que, en cierto modo, se parecía a una sonrisa pero era mucho más amplio que una sonrisa vulgar: se extendía a ambos lados de la cara como las muecas de esas máscaras que yo había visto en carnaval. Sonriendo y mirándome así, me dijo, como quien cuenta un secreto:
–¿Has oído?
–No, madre –respondí, y la contemplaba extasiado, pues nunca había visto un gesto tan extraordinario y divertido como este que ahora tenía su cara.
–Son ellos –murmuró, moviendo rápidamente los ojos hacia todas partes, como si temiera que alguien que no fuese yo pudiera escuchar nuestra conversación–. Ellos quieren que vaya.
Nos reímos mucho aquella noche, y yo me dormí luego, apaciblemente entre sus brazos. A la mañana, mi madre no recor­daba nada o no quería hacer notar que recordaba, y a partir de en­tonces se volvió cada día más reconcentrada y empezó a adelgazar. Usaba, lo recuerdo, un largo camisón blanco que la hacía parecer mu­cho más alta de lo que en realidad era, y se deslizaba, lentamente, junto a las paredes. Estoy seguro, sí, de que ella sabía quiénes viven del otro lado, y hasta es probable que también lo supieran mis pa­rientes que –muy de tarde en tarde y, a medida que pasaba el tiempo, cada día con menos frecuencia– solían visitarnos; pues, en más de una ocasión, los he oído reconvenir a mi madre:
–Pero, Catalina, mujer, no tenías otro sitio donde insta­larte que al lado de un...
Y callaban o bajaban el tono. Aunque, alguna vez, yo creí entender la palabra que ellos no se atrevían a pronunciar en voz alta. Luego agregaban que aquel sitio no era el más indicado para ella, ni siquiera para el niño, para mí, tan delicados, e indudablemente se referían a nuestro temperamento y al de toda mi familia, excitable y tan extraño.
Un día por fin se la llevaron. Ella no parecía del todo con­forme pues gesticulaba y, según me parece ahora, hasta gritó. Pero yo era muy pequeño entonces y evoco confusamente aquellos años, tanto, que no podría asegurar que fueran nuestros familiares quie­nes la arrastraban aquel día hacia la calle. De cualquier modo, mi primera comunicación directa con ellos, los que viven del otro lado, se remonta a una época muy posterior a mi infancia.
Algo, alguna cosa triste u horrible, debió de haberme pasa­do aquella noche porque al llegar a mi casa y encerrarme en mi cuarto, apoyé la cabeza contra la pared. Al hacerlo, sentí un ruido atroz, un crujido, como si en realidad en vez de arrimarme a la pa­red me hubiera arrojado contra ella. Y, ahora que lo pienso, eso fue lo que ocurrió, porque un momento después yo estaba tendido en el piso y me dolía espantosamente el cráneo. Entonces, oí un sonido análogo –o mejor: idéntico– al que había hecho mi cabeza un segundo antes.
No sé si debo contar lo que pasó de inmediato. Sin embar­go, no es demasiado increíble: a todo el mundo le ha sucedido que oyendo un golpe a través del tabique de su habitación sienta la incontrolable necesidad de responder; no debe asombrar entonces que del otro lado llegara una especie de respuesta, y que, acto segui­do, yo mismo repitiera el experimento. Aquella noche me divertí bastante. Creo que reía a carcajadas y daba toda clase de alaridos al imaginar, pared por medio, a un hombre acostado en el suelo dando topetazos contra el zócalo.
Como digo, éste fue el origen de mi comunicación con los habitantes de la casa vecina (escribo "los habitantes" porque con el tiempo he advertido claramente que del otro lado hay, con toda seguridad, más de una persona, y hasta sospecho que se turnan para golpear), casa que mis parientes nunca mencionaron en voz alta, porque no se atrevían, pero que mi prima Laura nombró claramente una tarde, cuando, señalándome con su dedo malvado, dijo:
–Este vive al lado de un matrimonio.
Sólo que ella dijo otra cosa, una palabra que en mis oídos de niño sonaba como matrimonio y que alcanzó a pronunciar un segundo antes de que alguien le tapara la boca con la mano.
Por eso mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que tal vez me aman realmente, ignoran el motivo de mis repenti­nos sobresaltos cuando ellos, los que viven pared por medio, me advierten que no se han olvidado de mí.
A veces, como he dicho, es un llamado sordo, rápido –una especie de tanteo o de insinuación velada–, que cesa de inmediato y que puede no volver a repetirse en horas, o en días, o aun en se­manas. Pero en otras ocasiones, en los últimos tiempos sobre todo, se transforma en un tumulto imperioso, violento, que surge desde el zócalo a unos treinta centímetros del suelo –lo que no deja lugar a dudas acerca de la posición en que golpean, ya que no ignoro el instrumento que utilizan para tentarme– y siento que debo con­testar, que es inhumano no hacerlo pues entre los que llaman puede haber algún ser querido, pero no quiero oírlos y hablo en voz alta, y río a todo pulmón, y vocifero de tal modo que mis buenos ami­gos menean la cabeza con un gesto triste y acaban por dejarme solo, sin comprender que no debieran dejarme solo, aquí, en mi cuarto fronterizo al gran edificio blanco, la gran casona blanca de ellos, oculta entre jardines hondos y custodiada por una alta pared.



  Cuentos Completos – Los mundos reales, 1997, Aguilar, Altea, Faurus, Alfaguara S A

domingo, 10 de abril de 2011

Enrique Anderson Imbert - "El suicida"

El suicida
Enrique Anderson Imbert

soyseries.com
Al pie de la Biblia abierta –donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo– alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revolver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien –¿pero quién, cuándo?– alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.


Enrique Anderson Imbert - Biografía

La astucia del gato de Cheshire


© 2001 by La Nación (31 de Enero de 2001). En El Broli Argentino.

El humor y la irreverencia eran los recursos preferidos por Enrique Anderson Imbert, el escritor argentino recientemente fallecido, para quebrar la presunta seguridad de la vida diaria y revelar lo que sucede del otro lado del espejo.
Enrique Anderson Imbert fue el autor de una pionera Historia de la Literatura Hispanoamericana que se convirtió en una obra básica de consulta. Fue un brillante catedrático, practicó una erudición que no excluía la amenidad ni la inteligencia, dejó escritos numerosos volúmenes de ensayo y de teoría y crítica literarias. Sin embargo, prefiero recordarlo como el tejedor de una vasta obra de ficción, y sobre todo, como el que inscribió indeleblemente en el aire silencioso de la lectura, la sonrisa de El Gato de Cheshire.
enriqueandersonimbert.blogspot.com
Así, El Gato de Cheshire (1965), se llama uno de sus libros, en homenaje al felino de Alice in Wonderland, que tenía la inquietante costumbre de corporizarse y descorporizarse, pero hacía esto último al revés: empezaba por la punta de la cola y dejaba flotando el fantasma de su sonrisa. Los textos de esta obra –ni cuentos, ni poemas, ni ensayos, sino cruce deslumbrante de géneros en una forma breve– son como esa sonrisa. Con lenguaje de la filosofía idealista (Benedetto Croce) Anderson los considera aspiraciones a la "intuición pura". Más allá de la terminología que se elija, estas "sonrisas sin gato" logran sin duda, desde su gesto perturbador y subversivo, el máximo impacto poético: "desautomatizar la percepción", como dijo Shklovski, dislocar los esquemas rutinarios y utilitarios que nos instalan en lo que llamamos, confiadamente, la realidad. Quizá en ninguna otra obra de Anderson esta voluntad de ruptura y creativa transgresión es tan intensa, deliberada y sistemática, y abarca un registro tan amplio: desde la erosión de las fronteras genéricas hasta la contra escritura de los mitos, las filosofías y las teologías que han articulado el Universo imaginario y especulativo de nuestra cultura. Quizá por eso este libro de irreverente originalidad puede ser entendido como summa o cifra de todos los otros, como lugar privilegiado desde el cual leer la ficción andersoniana.
Una ficción traspasada por la quiebra del pacto realista, por negociaciones con lo maravilloso y con lo fantástico que desacomodan continuamente las presuntas seguridades de la vida ordinaria, y que fluctúa, por lo tanto, entre la experiencia de la libertad y del horror. La "realidad en sí" –para Anderson o para Kant– es incognoscible. Y las formas de la sensibilidad, las categorías de la razón, no son sino ilusiones que en cualquier momento pueden rasgarse o desvanecerse para dejarnos indefensos ante el incomprensible Caos: la otra cara de un Orden que sólo nosotros hemos construido. La quiebra recurrente de las supuestas leyes de la Naturaleza sume a sus personajes en el terror y el vértigo, pero asimismo en la alegría ante esa desaparición de los límites que permite a cada uno ser (como los duendes irlandeses que pueblan tantas de estas ficciones) un árbitro o un mago en el gran juego del mundo, en la fantasmagoría de los seres efímeros que –siguiendo las estrategias de la metáfora– se levantan, se intercambian, se transforman y se disipan sobre el Caos. Así, un olmo que sueña volar se ve recompensado por el nacimiento de un ala, o un hombre puede abrir el agua como se abren las páginas de un libro.
Juego arriesgado, audaz exploración de la Nada que acecha más allá, la narrativa de Anderson corroe las certezas establecidas, no sólo mediante las magias de la transformación, mediante el escándalo y el prodigio, sino por la ironía y el humor. Un humor que puede ser metafísico y macabro y que no instala otra vez sobre la Tierra firme al hombre desplazado y sacudido. Lo mantiene en el aire, como un acróbata sobre el abismo. Este humor agudo, irónico y paradójico, ataca particularmente la figura de Dios. No con el afán de negar (de una manera fácilmente ingeniosa) la trascendencia, sino con el fin de situarla más allá del alcance de lo racional, y de someter a crítica los juicios y dogmas acerca de ella, los arquetipos o hipóstasis de lo sagrado que las filosofías y teologías han propuesto, y la arrogancia demasiado humana de pretender que el patético homo sapiens pueda ser el objeto privilegiado o exclusivo de la atención divina.
Anderson, poeta en prosa y escritor de relatos fantásticos, no ha desdeñado del todo los cuentos "realistas" en el sentido más tradicional del término, o sea, aquellos que parecen describir la relación cotidiana con el entorno social, sin que aparezcan ingredientes sobrenaturales. Pero aún en ellos el narrador utiliza la ironía para "desestabilizar" al lector, para advertirle sobre el artificio que sustenta al relato. Con este fin, apela a observaciones sobre los mecanismos de fabricación del cuento dentro del cuento mismo (Un navajazo en Madrid, en El estafador se jubila), o imbrica la anécdota "real" en una situación tópica y típica ya estructurada por un mito o un relato tradicional. O bien, en los cuentos aparentemente más prosaicos, el desenlace es tan insólito que descoloca al lector y rompe las expectativas verosímiles (Dos pájaros de un tiro en La sandía y otros cuentos, Sabor a pintura de labios en El grimorio, y tantos otros).
Este cuestionamiento del realismo y en general, de todas las convenciones estéticas, obedece a una medular preocupación por el estatuto de la ficción, que se traduce muchas veces en práctica metaliteraria (literatura sobre la literatura) dentro del propio discurso ficcional. Tal práctica se configura de diversas maneras: observaciones sobre la problemática de la literatura, citas y alusiones eruditas, cuentos sobre el acto mismo de escribir, reescritura de textos del pasado, duplicaciones interiores del relato, cuentos circulares que narran su propio proceso de composición, exhibiciones del procedimiento narrativo, parodias de género que socavan hábilmente códigos como los de la novela policial, la novela gótica, el cuento de fantasmas, el relato fantástico, el discurso estructuralista, la anti-novela.
cachetesinflados.blogspot.com
Pero su mayor hallazgo es acaso la imagen de un libro mágico que se escribe a sí mismo en el momento de su lectura; un libro Infinito y circular donde cada lector lee también su propia historia. La escritura prodigiosa que constituye el "grimorio" (esto es, el "libro mágico" que da título al cuento y al volumen de relatos homónimo) es un símbolo del propio ejercicio literario. La literatura es de algún modo ese libro incesante que a nadie le será dado comprender por entero, ni concluir, que no proporcionará a su lector-autor el buscado saber total, sino más bien, como le ocurre al profesor Rabinovich, su incauto adquirente, la extenuación en el deseo Infinito.
La sonrisa de El Gato de Cheshire seguirá recordándonos los límites de ese conocimiento y a la vez, las aproximaciones radiantes de la poesía hacia aquello que el texto no revela, hacia la intocada realidad que el lenguaje decepciona y traiciona, que es misterio:
–Oye la canción del viento en las casuarinas: parece la canción del mar.
–Sí. Esa canción la oigo. Pero quisiera oír la otra, la que las casuarinas se cantan unas a otras y nosotros no podemos oír.

Quizá Enrique Anderson, poco amigo de Dios y de los dioses, pero íntimo de los fantasmas y de los duendes, la esté escuchando ahora del otro lado del espejo.

Claves
Formación: Enrique Anderson Imbert nació en Córdoba en 1910. Se recibió de doctor en filosofía y letras en la UBA y pronto tuvo una cátedra en la Universidad Nacional de Tucumán.
Juventud: brillante profesor de literatura y escritor, Anderson Imbert, a los 24 años, ganó un premio municipal por su novela Vigilia.
Exilio: en 1945, el gobierno de Perón le quitó la cátedra que dictaba en Tucumán. El escritor se exilió en los Estados Unidos y enseñó en las universidades de Michigan y de Harvard.
Obras: entre sus ensayos se destacan: Historia de la literatura hispanoamericana, ¿Qué es la prosa?, La originalidad de Rubén Darío, La crítica literaria y sus métodos, Teoría y técnica del cuento. Sus libros de ficción comprenden, entre otros: Vigilia, El grimorio, El mentir de las estrellas, En el telar del tiempo, El gato de Cheshire, Victoria, y El tamaño de las brujas.