viernes, 26 de julio de 2013

Mario Benedetti

Viudeces

Me voy en busca del gran quizás
(últimas palabras pronunciadas
 por Rabelais, antes de morir)



Eugenia, Iris, Lucía y Nieves eran amigas desde Primaria. Salvo cuando alguna estaba de viaje, se reunían cada dos viernes para intercambiar chismes y nostalgias. Las cuatro estaban casadas, pero no tenían hijos. Gracias a las lucrativas profesiones de sus maridos (un abogado, dos contadores, un arquitecto), gozaban de un buen nivel de vida y lo aprovechaban para manejarse en un plausible estrato cultural.
Fue en uno de esos viernes que Iris aguardó a sus amigas con un planteo original.
-¿Saben qué estuve pensando? Que nuestros queridos maridos nos llevan algunos años, así que lo más probable es que se mueran antes que nosotras. Ojalá que no, pero es bastante probable. Mientras tanto ¿qué podemos hacer? Pensando y pensando, de insomnio en insomnio, llegué a la conclusión de que en ese caso infortunado, nosotras, cuatro viudas todavía presentables, podríamos alquilar (o adquirir) una casa bien confortable, con un dormitorio para cada una, con una sola mucama y una sola cocinera (¿para qué más?). Y un solo automóvil, a financiar colectivamente. ¿Qué les parece? Ya hablé con el Flaco y me dio su visto bueno.
Las otras tres se miraron casi estupefactas, pero al cabo de una media hora esbozaron una sonrisa no exenta de esperanza.
Seis meses después de ese viernes tan peculiar, una de las cuatro, la pelirroja Lucía, sucumbió como consecuencia de un infarto totalmente inesperado. Para las otras tres fue un golpe sobrecogedor, algo así como si la infancia se les hubiera quebrado para siempre. También a Edmundo, el viudo de Lucía, le costó sobreponerse.
Sin embargo no había pasado un año desde aquella desgracia, cuando citó a su hogar de viudo a los otros tres maridos y les expuso su planteo:
-¿Saben qué estuve pensando? Que así como yo quedé viudo, eso también les puede ocurrir a ustedes. No es un pronóstico, entiéndanme bien, es sólo una posibilidad, un juego del azar. Y si eso ocurriera ¿qué harían? Pensando y pensando llegué a la conclusión de que en ese triste caso, nosotros, cuatro viudos con cierto margen de supervivencia, podríamos alquilar (o comprar) una casa bien cómoda, con cuatro dormitorios independientes, con una mucama, una cocinera y un solo coche de segunda mano pero en buen estado, que usaríamos y financiaríamos entre los cuatro. ¿Qué les parece?
Los otros tres quedaron con la boca abierta. Al fin uno estornudó, otro bostezó y el tercero se pellizcó una oreja. De pronto, y sin que ninguno lo advirtiera, en las tres miradas de hombres mayores, algo cansados, nació una expectativa.

Mario Benedetti

 
“El gran quizás” en El porvenir de mi pasado, Barcelona, Santillana Ediciones Generales, S.A., 2003


viernes, 12 de julio de 2013

Nicolás Olivari

No llores

No llores… que quieres, más fuerte que el fuerte
deseo tranquilo de estar a tu lado,
es mi ansia bohemia, me empuja la suerte,
de un sitio hacia otro, viajero ignorado…

Y no vale tu suave candor noviecita
ni la dulce cadena de tu cándido amar,
que quieres, es tan infinita
esta ansia bohemia de andar y de andar…

Un día, quién sabe?, el ansia se halle sin nuevo horizonte
y viajero ignorado, me canse de andar y andar
entonces, quién sabe?, tú serás mi norte,
si es que no es tarde ya.


Nicolás Olivari (1924)

Versos Románicos, “La amada infiel” en Poesías 1920-1930, Buenos Aires, Malas Palabras Buks, 2005

  


Horacio Quiroga

El vampiro


—Sí—dijo el abogado Rhode—. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por aquí, de vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de algunas fantasías, fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el cadáver recién enterrado de una mujer.
El individuo tenía las manos destrozadas porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el borde de la fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como complemento macabro, un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos. Como ven, nada faltaba al cuadro.
En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que habérmelas con un fúnebre loco. Al principio se obstinó en no responderme, aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza a mis razonamientos. Por fin pareció hallar en mí al hombre digno de oírle. La boca le temblaba por la ansiedad de comunicarse.
—¡Ah! ¡Usted me entiende!—exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre. Y continuó con un vértigo de que apenas puede dar idea lo que recuerdo:
—¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Qué cómo fue eso del ga... de la gata? ¡Yo! ¡Solamente yo!
—Óigame: Cuando yo llegué.. . allá, mi mujer...
—¿Dónde allá?—le interrumpí.
—Allá... ¿La gata o no? ¿Entonces?... Cuando yo llegué mi mujer corrió como una loca a abrazarme. Y en seguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces sobre mí, mirándome con ojos de locos.
¡Mi casa! ¡Se había quemado, derrumbado, hundido con todo lo que tenía dentro! ¡Ésa, ésa era mi casa! ¡Pero ella no, mi mujer mía!
Entonces un miserable devorado por la locura me sacudió el hombro, gritándome:
—¿Qué hace? ¡Conteste!
Y yo le contesté:
—¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado!
Entonces se levantó un clamor:
—¡No es ella! ¡Ésa no es!
Sentí que mis ojos, al bajarse a mirar lo que yo tenía entre mis brazos, querían saltarse de las órbitas ¿No era ésa María, la María de mí, y desmayada? Un golpe de sangre me encendió los ojos y de mis brazos cayó una mujer que no era María. Entonces salté sobre una barrica y dominé a todos los trabajadores. Y grité con la voz ronca:
—¡Por qué! ¡Por qué!
Ni uno solo estaba peinado porque el viento les echaba a todos el pelo de costado. Y los ojos de fuera mirándome.
Entonces comencé a oír de todas partes:
—Murió.
—Murió aplastada.
—Murió.
—Gritó.
—Gritó una sola vez.
—Yo sentí que gritaba.
—Yo también.
—Murió.
—La mujer de él murió aplastada.
—¡Por todos los santos!—grité yo entonces retorciéndome las manos—. ¡Salvémosla, compañeros! ¡Es un deber nuestro salvarla!
Y corrimos todos. Todos corrimos con silenciosa furia a los escombros. Los ladrillos volaban, los marcos caían desescuadrados y la remoción avanzaba a saltos.
A las cuatro yo solo trabajaba. No me quedaba una uña sana, ni en mis dedos había otra cosa que escarbar. ¡Pero en mi pecho! ¡Angustia y furor de tremebunda desgracia que temblaste en mi pecho al buscar a mi María!
No quedaba sino el piano por remover. Había allí un silencio de epidemia, una enagua caída y ratas muertas. Bajo el piano tumbado, sobre el piso granate de sangre y carbón, estaba aplastada la sirvienta.
Yo la saqué al patio, donde no quedaban sino cuatro paredes silenciosas, viscosas de alquitrán y agua. El suelo resbaladizo reflejaba el cielo oscuro. Entonces cogí a la sirvienta y comencé a arrastrarla alrededor del patio.
Eran míos esos pasos. ¡Y qué pasos! ¡Un paso, otro paso otro paso!
En el hueco de una puerta—carbón y agujero, nada más—estaba acurrucada la gata de casa, que había escapado al desastre, aunque estropeada. La cuarta vez que la sirvienta y yo pasamos frente a ella, la gata lanzó un aullido de cólera.
¡Ah! ¿No era yo, entonces?, grité desesperado. ¿No fui yo el que buscó entre los escombros, la ruina y la mortaja de los marcos, un solo pedazo de mi María!
La sexta vez que pasamos delante de la gata, el animal se erizó. La séptima vez se levantó, llevando a la rastra las patas de atrás. Y nos siguió entonces así, esforzándose por mojar la lengua en el pelo engrasado de la sirvienta —¡de ella, de María, no maldito rebuscador de cadáveres!
—¡Rebuscador de cadáveres!—repetí yo mirándolo—. ¡Pero entonces eso fue en el cementerio!
El vampiro se aplastó entonces el pelo mientras me miraba con sus inmensos ojos de loco.
—¡Conque sabías entonces! —articuló—. ¡Conque todos lo saben y me dejan hablar una hora! ¡Ah! —rugió en un sollozo echando la cabeza atrás y deslizándose por la pared hasta caer sentado—: ¡Pero quién me dice al miserable yo, aquí, por qué en mi casa me arranqué las uñas para no salvar del alquitrán ni el pelo colgante de mi María!
No necesitaba más, como ustedes comprenden —concluyó el abogado—, para orientarme totalmente respecto del individuo. Fue internado en seguida. Hace ya dos años de esto, y anoche ha salido, perfectamente curado...
—¿Anoche? —exclamó un hombre joven de riguroso luto—. ¿Y de noche se da de alta a los locos?
—¿Por qué no? El individuo está curado, tan sano como usted y como yo. Por lo demás, si reincide, lo que es de regla en estos vampiros, a estas horas debe de estar ya en funciones. Pero estos no son asuntos míos. Buenas noches, señores.

Horacio Quiroga

Clásicos de la Ciencia Ficción y del Género Fantástico, Edición Nº 108, de la revista Conozca Más.



Horacio Quiroga (1878-1937) Nació en Uruguay pero escribió casi toda su obra en la Argentina. Es el indiscutido maestro rioplatense del cuento de terror y misterio. 

lunes, 1 de julio de 2013

Mempo Giardinelli

El oso marrón

Mi papá me contó una vez esta historia, que yo repito como me la acuerdo.
Digamos que el tipo de llama Pat y es un granjero de New Hampshire, en los Estados Unidos, al que le gusta cazar osos. Desde hace años está empecinado en encontrar y abatir a un enorme oso marrón al que en la comarca todos llaman Sixteen Tons, que quiere decir Dieciséis Toneladas.
Lo ha buscado y esperado innumerables fines de semana, lo ha perseguido con perros, rastreado durante infinitos días con sus infinitas noches, y, en cada regreso frustrado, porque nunca ha dado con él, no ha hecho más que renovar su ansia de matarlo.
Saber dónde, de qué, y cómo se alimenta Sixteen Tons, qué costumbres tiene, por qué senderos anda. Pero jamás se topa con él, que evidentemente es un oso más astuto que Pat y que todos los cazadores de la región.
Durante los últimos tres años, obsesionado, el cabezadura de Pat no ha hecho otra cosa que soñar su encuentro con el inmenso animal. Se ha comprado un rifle de alta precisión y mira telescópica, ha planificado paso por paso la cacería por los bosques de New Hampshire y hasta ha soñado el instante del disparo que liquida al gigantesco oso marrón, pero siempre algo le salió mal.
En la cuarta primavera, que parece que es la única temporada de caza autorizada, un amigo camionero lo cruza al costado de la carretera que bordea las colinas boscosas que van de Lyme a Lebanon, dos pueblitos todavía cubiertos de nieve. Observa que Pat está llorando desconsoladamente junto a su camioneta y se detiene. Pero en seguida se da cuenta de que ninguna desgracia ha sucedido y, como sabe de la obsesión de Pat, con ligerísima ironía le pregunta si se trata de una nueva frustración, si es que tampoco esta vez ha podido dar con el oso marrón.
Pero Pat responde que no con la cabeza, y alcanza a decir que esta vez sí lo ha encontrado. Y en cuanto lo dice se suelta a llorar más intensamente y se suena los mocos en un sucio pañuelo. Y mientras el otro baja de su camión, Pat señala la cajuela de la camioneta y dice que llora porque le han sucedido dos cosas terribles, simultáneamente: la una es que finalmente ha dado muerte a Sixteen Tons; y la otra es que acaba de darse cuenta de que había llegado a querer tan entrañablemente a ese oso, que ahora se siente un miserable.


Mempo Giardinelli


Leer x leer, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 2008

Nacido en Resistencia, Chaco (1947) ha publicado una docena de libros (novela, cuentos y ensayos) y su obra se ha traducido a 20 idiomas. Recibió muchos premios, entre ellos el premio Rómulo Gallegos, 1993, en Venezuela, por su novela Santo Oficio de la Memoria. También periodista, preside una fundación dedicada al fomento del libro y la lectura. Entre sus obras más populares, las novelas breves Luna Caliente, El cielo con las manos e Imposible equilibrio. Entre sus cuentos: La máquina de dar besitos. Este texto fue tomado de Cuentos con mi papá. Alfaguara, Buenos Aires, 2004