El vampiro
—Sí—dijo el abogado Rhode—. Yo
tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por aquí, de vampirismo. Rogelio
Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de algunas fantasías, fue
sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el cadáver recién enterrado
de una mujer.
El individuo tenía las manos
destrozadas porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el
borde de la fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como
complemento macabro, un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los
riñones rotos. Como ven, nada faltaba al cuadro.

—¡Ah! ¡Usted me
entiende!—exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre. Y continuó con un vértigo
de que apenas puede dar idea lo que recuerdo:
—¡A usted le diré todo! ¡Sí!
¿Qué cómo fue eso del ga... de la gata? ¡Yo! ¡Solamente yo!
—Óigame: Cuando yo llegué.. .
allá, mi mujer...
—¿Dónde allá?—le
interrumpí.
—Allá... ¿La gata o no?
¿Entonces?... Cuando yo llegué mi mujer corrió como una loca a abrazarme. Y en
seguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces sobre mí, mirándome con ojos
de locos.
¡Mi casa! ¡Se había quemado,
derrumbado, hundido con todo lo que tenía dentro! ¡Ésa, ésa era mi casa! ¡Pero
ella no, mi mujer mía!
Entonces un miserable devorado
por la locura me sacudió el hombro, gritándome:
—¿Qué hace? ¡Conteste!
Y yo le contesté:
—¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía
que se ha salvado!
Entonces se levantó un clamor:
—¡No es ella! ¡Ésa no es!
Sentí que mis ojos, al bajarse
a mirar lo que yo tenía entre mis brazos, querían saltarse de las órbitas ¿No
era ésa María, la María de mí, y desmayada? Un golpe de sangre me encendió los
ojos y de mis brazos cayó una mujer que no era María. Entonces salté sobre una
barrica y dominé a todos los trabajadores. Y grité con la voz ronca:
—¡Por qué! ¡Por qué!
Ni uno solo estaba peinado
porque el viento les echaba a todos el pelo de costado. Y los ojos de fuera
mirándome.
Entonces comencé a oír de todas
partes:
—Murió.
—Murió aplastada.
—Murió.
—Gritó.
—Gritó una sola vez.
—Yo sentí que gritaba.
—Yo también.
—Murió.
—La mujer de él murió
aplastada.
—¡Por todos los santos!—grité
yo entonces retorciéndome las manos—. ¡Salvémosla, compañeros! ¡Es un deber
nuestro salvarla!
Y corrimos todos. Todos
corrimos con silenciosa furia a los escombros. Los ladrillos volaban, los
marcos caían desescuadrados y la remoción avanzaba a saltos.
A las cuatro yo solo trabajaba.
No me quedaba una uña sana, ni en mis dedos había otra cosa que escarbar. ¡Pero
en mi pecho! ¡Angustia y furor de tremebunda desgracia que temblaste en mi
pecho al buscar a mi María!
No quedaba sino el piano por
remover. Había allí un silencio de epidemia, una enagua caída y ratas muertas.
Bajo el piano tumbado, sobre el piso granate de sangre y carbón, estaba
aplastada la sirvienta.
Yo la saqué al patio, donde no
quedaban sino cuatro paredes silenciosas, viscosas de alquitrán y agua. El
suelo resbaladizo reflejaba el cielo oscuro. Entonces cogí a la sirvienta y
comencé a arrastrarla alrededor del patio.
Eran míos esos pasos. ¡Y qué
pasos! ¡Un paso, otro paso otro paso!
En el hueco de una
puerta—carbón y agujero, nada más—estaba acurrucada la gata de casa, que había
escapado al desastre, aunque estropeada. La cuarta vez que la sirvienta y yo
pasamos frente a ella, la gata lanzó un aullido de cólera.
¡Ah! ¿No era yo, entonces?,
grité desesperado. ¿No fui yo el que buscó entre los escombros, la ruina y la
mortaja de los marcos, un solo pedazo de mi María!
La sexta vez que pasamos
delante de la gata, el animal se erizó. La séptima vez se levantó, llevando a
la rastra las patas de atrás. Y nos siguió entonces así, esforzándose por mojar
la lengua en el pelo engrasado de la sirvienta —¡de ella, de María, no
maldito rebuscador de cadáveres!
—¡Rebuscador de
cadáveres!—repetí yo mirándolo—. ¡Pero entonces eso fue en el cementerio!
El vampiro se aplastó entonces
el pelo mientras me miraba con sus inmensos ojos de loco.
—¡Conque sabías entonces!
—articuló—. ¡Conque todos lo saben y me dejan hablar una hora! ¡Ah! —rugió en
un sollozo echando la cabeza atrás y deslizándose por la pared hasta caer
sentado—: ¡Pero quién me dice al miserable yo, aquí, por qué en mi casa me
arranqué las uñas para no salvar del alquitrán ni el pelo colgante de mi María!
No necesitaba más, como ustedes
comprenden —concluyó el abogado—, para orientarme totalmente respecto del
individuo. Fue internado en seguida. Hace ya dos años de esto, y anoche ha
salido, perfectamente curado...
—¿Anoche? —exclamó un hombre joven
de riguroso luto—. ¿Y de noche se da de alta a los locos?
—¿Por qué no? El individuo está
curado, tan sano como usted y como yo. Por lo demás, si reincide, lo que es de
regla en estos vampiros, a estas horas debe de estar ya en funciones. Pero
estos no son asuntos míos. Buenas noches, señores.
Horacio Quiroga
Clásicos de la Ciencia Ficción
y del Género Fantástico,
Edición Nº 108, de la revista Conozca Más.
Horacio Quiroga (1878-1937) Nació en Uruguay pero escribió
casi toda su obra en la Argentina. Es el indiscutido maestro rioplatense del
cuento de terror y misterio.
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