viernes, 11 de octubre de 2013

Antonio Machado

Recuerdo infantil

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.

Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.

Y todo un coro infantil
va cantando la lección;
mil veces ciento, cien mil,
mil veces mil, un millón.

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.  

Antonio Machado



Poesía Selecta, Editorial Abril, 1987

Eduardo Muslip

Fondo Negro
Los Lugones . Leopoldo, Polo y Pirí
(Capítulos I y II)



El sol vertical del mediodía, el calor agobiante del viernes dieciocho de febrero de 1978; las calles vacías alrededor del cementerio de la Recoleta, las confiterías despobladas de la calle Junín.
En el sendero central del cementerio, diez, doce, personas caminaban en silencio entre los pinos. Se detuvieron frente a una bóveda, algo más pequeña que las otras, íntegramente revestida en mármol negro.
Un joven ─sin duda un empleado del cementerio, o de una funeraria─ abrió la puerta con decisión, un poco teatralmente, como consciente de las miradas de los otros. Una diagonal de luz cruzó la perfecta oscuridad de la bóveda. El empleado se acercó para reconocer los nombres de las placas en los ataúdes: Juana González de Lugones, Leopoldo Lugones (hijo), Leopoldo Lugones; se detuvo en el último.
El féretro de madera negra demoró unos minutos en salir de la bóveda. Las personas que esperaban afuera no tenían cómo protegerse del sol: sin embargo, parecían soportarlo con bastante entereza, a pesar de la ropa muy poco apropiada para la estación: más bien gruesa, oscura, cerrada.
Los restos de Leopoldo Lugones, y las diez, doce personas, salieron finalmente del cementerio. Unas entraron en el coche en el que viajaba el féretro; otras se alejaron hacia algún otro auto, o se fueron caminando. Una anciana esperó a que el grupo se dispersara totalmente, y caminó hacia un banco de plaza ubicado a quince, veinte metros de la entrada, en dirección a Las Heras.
─La conozco a usted ─dijo, suave, lentamente, la mujer anciana, el cabello gris, lacio; el cuerpo menudo, delgado, la ropa negra─. Usted es Pirita, Susana, la nieta de Leopoldo Lugones.
La mujer que estaba sentada en el banco, también vestida de negro, alrededor de cincuenta años, bastón, no contestó, pero asintió, un lento movimiento vertical con la cabeza. La anciana se sentó a su lado. Después de unos segundos, la mujer se puso de pie, ayudándose con el bastón. Cuando se estaba alejando ─un paso lento, elegante, a pesar de la evidente renguera─, la anciana volvió a hablarle, con la misma voz con que se había presentado:
─Yo soy Emilia Cadelago. Fui la mujer de su abuelo; tal vez haya escuchado hablar de mí.
Después de un momento de vacilación, la mujer se acercó nuevamente hacia el banco y volvió a sentarse.
─Nadie me llama Pirita. Tampoco me llaman Susana. Pero puede llamarme Pirí.
El coche en el que viajaba el ataúd de Leopoldo Lugones se alejaba. Las mujeres se quedaron sentadas, en silencio, en el banco de plaza. No había nadie en la calle, el sol del mediodía resplandecía en la pared blanca, sin duda de pintura muy reciente. El largo automóvil negro, un Ford Fairlane, era el único auto que pasaba por la calle, frente a ellas, con lentitud.
─No entiendo ─continuó Pirí─ que se lleven el ataúd para un homenaje. En la Sade están locos, o enfermos.
─No sé ─dijo la anciana─. No me parece tan raro.
─Es una locura. Me enteré por el diario.
Emilia sacó de su cartera un recorte.
─Justamente leí esto ─Pirí tomó el papel de manos de Emilia y leyó el texto, alejándolo bastante, entrecerrando los ojos─. “La Sade, Sociedad Argentina de Escritores, convoca a un homenaje a su fundador, Leopoldo Lugones, con motivo del cuarenta aniversario de su muerte. Sus restos serán trasladados, para dicho homenaje, desde la bóveda del Cementerio de la Recoleta hasta el salón central de nuestra institución, donde permanecerán desde las catorce hasta las diecinueve horas”. ¿Qué hora es?
─Una y media.
─Perfecto. Son muy organizados. A la dos el cajón ya va a estar en exhibición. Dios mío.
─¿Usted va a ir a la Sade?
─No. ¿Usted?
La anciana tardó en contestar:
─Yo… no sé si quiero ir ya ─la frase terminó en un tono muy bajo, casi inaudible. Después de unos segundos en silencio, continuó: ─Es tan raro todo esto para mí… No sé qué representa para usted, pero para mí…
Pirí observó el rostro de Emilia, la mirada que buscaba evitar la suya. Puso su mano en el brazo de la anciana; trató de dar a su voz alguna calidez:
─¿Quiere ir conmigo a tomar un té, allí enfrente?
Emilia asintió con un movimiento de cabeza.

1895

Fondo negro, rápidas y fugaces líneas horizontales de luz blanca. El sonido rítmico del tren. La ventanilla enmarcaba el paisaje nocturno que observaba Leopoldo Lugones, un joven de veinte, veintidós años, correctamente vestido y peinado, con pequeños anteojos de montura de metal. Leopoldo compartía el reservado con tres personas: un hombre de unos cincuenta años, formal, con aspecto de comerciante; una mujer de alrededor de cuarenta, rubia, tal vez excesivamente arreglada; una joven, casi adolescente, menuda, de piel más bien morena, vestida con sencillez. Las cuatro personas era, evidentemente, compañeros de viaje: las posturas envaradas, las miradas que buscaban evitar corresponderse con la de los otros. La atención de Leopoldo hacia el paisaje nocturno, su voz grave, severa, aún en un comentario trivial:
─No me imaginé que habría luciérnagas en Buenos Aires.
─Todavía no estamos en Buenos Aires ─dijo el hombre malhumorado─. No puedo creer que vayamos a pasar fin de año arriba de este tren.
La joven habló como si despertara:
─¿Estamos llegando?
─No. Faltan dos horas, por lo menos ─dijo la mujer mayor.
Leopoldo miraba imperturbable hacia afuera. La luz del reservado parpadeaba sin interrupción. El hombre hizo un gesto de fastidio:
─Esa lámpara insoportable.
─A mí no me molesta pasar fin de año arriba de un tren ─dijo, suavemente, la muchacha─. Me gusta la idea de empezar a vivir en Buenos Aires en año nuevo.
─¿Qué va a hacer allá? ─preguntó la mujer.
─Terminar mis estudios de francés. Pero, más que nada, estoy entusiasmada por la idea de mudarme.
─No sé que esperará usted de Buenos Aires ─dijo el hombre.
─Me imagino qué espera ─rió la mujer─. Pero no piense, niña, que Buenos Aires es un lecho de rosas. ¿Ya ha estado allí?
─Sí. Hace cuatro años, más o menos.
─Para el interior eso es poco tiempo, pero mucho para Buenos Aires ─dijo el hombre─. Buenos Aires cambia constantemente: en un par de meses, en un lugar en el que no había nada, aparece un barrio entero; en una zona ya construida, demuelen todo para hacer algo más grande. En cada casa colonial de San Telmo, donde antes vivían familias bien, hoy se acumulan doscientos españoles, o polacos, o lo que sea. Más que una ciudad, Buenos Aires parece un enorme campamento.
Se hizo un silencio. La voz insegura de la joven:
─Mi tía nos escribió el mes pasado, y seguía viviendo en el mismo lugar.

Una adolescente camina en medio de un campamento nocturno; tropiezan con personas que apenas reaccionan; mira más lejos, sólo hay oscuridad y una confusión de luces separadas de sus soportes.

─No se angustie, exagero un poco. Yo también supongo que mi oficina estará en el lugar de siempre.
─¿Su oficina? ─preguntó la joven.
─Es cierto que Buenos Aires cambia todo el tiempo ─intervino la mujer─. En Palermo ahora hay un parque maravilloso. Hasta tiene un lago artificial, con cisnes, o flamencos, no sé.
La voz de la joven:
─En Tucumán hicieron algo así. En el Parque Independencia había un lago con patos. Duraron muy poco tiempo: menos de una semana. Los que viven detrás del parque, gente muy pobre, se los comieron.
El tren cruzaba unos pequeños arroyos. Seguía de largo por estaciones pequeñas e iguales: Longchamps, Isidro Casanova, San Miguel.
La lámpara continuaba parpadeando.
─Esa luz insoportable ─retomó el hombre─. Voy a llamar a alguien para que la arregle.
─No me parece razonable ─dijo la muchacha─. Todo el viaje hubo problemas. Ya bastante que conseguimos que nos dieran este reservado.
La señora mayor se indignó.
─No es nuestra culpa que el vagón camarote se haya descompuesto. Lo único que faltaba que encima nos hayan querido mandar a segunda. Es el colmo.
El hombre hizo un gesto de fastidio y se dirigió a Leopoldo, como para cambiar de tema:
─¿Y usted? ¿Qué piensa hacer en Buenos Aires?
─Soy periodista. Y poeta.
─¿Todos ustedes son de Córdoba? ─preguntó la joven.
Los tres asintieron.
─¿Y no se conocían, ni por referencias? Eso en Tucumán sería imposible.
─Debo confesarle que lo conozco a usted ─comentó la mujer, señalando a Leopoldo─. Conozco, en realidad, a los parientes de su futura esposa. ¿Sigue usted de novio con Juana?
Leopoldo asintió, sorprendido e incómodo, y mirando atentamente a la mujer, con cierta expectativa por lo que podía llegar a relatar.

Una sala de una casa de provincias; un par de personas mayores con aspecto serio, adusto. Una adolescente pálida, inexpresiva, no muy bella, un joven de anteojos: Leopoldo Lugones. Parece haber alguna tensión. La voz entere solemne y temerosa de Leopoldo: “Voy a volver en poco tiempo”.

Ella continuó sin percibir la reacción del joven, o ignorándola:
─Oh, veo muy mal ese noviazgo. Usted se instala en Buenos Aires, trabajará en periódicos, vivirá en medio de la bohemia de la capital. Rápidamente se olvidará de ella. Todos los hombres son iguales. Aunque usted es joven. Los hombres mayores son peores.
La mujer suspiró y miró, melancólicamente, por la ventanilla. El hombre la miraba con aire divertido. El tono apesadumbrado, la conmiseración por el destino de la novia de Leopoldo, era algo inverosímil: la mujer difícilmente podría identificar su destino con el de una señorita de provincias con tendencia a ser desplazada por mujeres de ciudad.
─Este joven ─retomó la mujer─ ha hecho espantosos escándalos en Córdoba. ─Se dirigió nuevamente a Leopoldo, con la expresión de quien mira a un niño: ─A sus futuros suegros no les gustan nada sus ideas. Pero no se preocupe, le tiene cariño, y le echan la culpa más a sus amigos que a usted.
Leopoldo se removió, incómodo.
─Soy dueño de mis ideas y de mis actos.
─¿Es usted socialista? ─preguntó el hombre.
Leopoldo no contestó.
─¿Anarquista? ─en la voz del hombre había alguna sorna.
El joven volvió la mirada a la ventanilla.

La oscura rectoría de un colegio en Córdoba, la mirada severa, despreciativa, de un sacerdote detrás de un escritorio. El sacerdote articula palabras mudas; Leopoldo y otros tres jóvenes se desprenden del saco un escudo, un emblema religioso, lo dejan sobre el escritorio, se retiran del despacho, atraviesan pasillos, puertas, una reja, una prolija plaza seca, una reja más alta que la primera.

Se hizo un momento de silencio, y la mujer retomó la palabra, pero dirigiéndose sólo al hombre, en voz baja, excluyendo a los jóvenes. La muchacha se veía incómoda; finalmente sacó un cuaderno y se puso a escribir. Pocos minutos después, la mujer y el hombre se levantaron.
─Nos vamos al vagón comedor ─explicó ella.
Una vez que salieron del reservado, la muchacha cerró el cuaderno, y observó con detenimiento a Leopoldo. Éste seguía mirando, inmutable, hacia afuera. Finalmente abrió un libro. Ella se esforzó por ver qué estaba leyendo.
─Qué maravilla, Víctor Hugo ─dijo ella.
Leopoldo asintió, sin decir nada, y sin casi desviar la mirada del libro.
─Debe estar usted con la sensación de salir de un interrogatorio ─dijo ella─. Tal vez sea un mal de las provincias, el saber o el creerse con derecho a saber todo de los demás. Supongo que en Buenos Aires podremos ser un poco más libres… anarquistas, socialistas, o lo que sea.
Leopoldo suspiró, y entrecerró el libro.
─No lo guarde, por favor. ¿Podría leer en voz alta?
Volvió a abrir el libro, en la página marcada:
─Pendant que le monde finit ─la voz de Leopoldo en francés, era lenta, trabajosa─, pendant que ces gens autour de moi pour rien je les vois si affairés  et si tristes…
─…Pendant que je recopie ce poême, pendant que je dispute à Venise trois villes de ce petit sire que je sers…
─je sais que la joie existe!... Sabe usted ya bastante francés.
─En realidad ─dijo la muchacha, bajando la vista─ yo no voy a estudiar francés. Voy a trabajar de traductora. En la revista Èlite.
Leopoldo la observa con expresión neutra.
─Mis padres creen que voy a seguir mis estudios. Era la única manera en que iban a dejarme venir. ─Miró hacia afuera─. No soportaba Tucumán. Usted comprenderá, también está dejando su lugar para irse a Buenos Aires. Y eso que Córdoba no debe ser tan terrible como mi provincia.
La irrupción de la mujer en el reservado, seguida del hombre.
─Intolerable. El vagón comedor está completamente ocupado ─la indignación de la mujer tenía algo de teatral─. Habrá que resignarse. Pasaremos fin de año aquí sentados.
─En cierto modo ─continuó la joven dirigiéndose a Leopoldo─ vamos a ser colegas.
A Leopoldo pareció perturbarle el comentario. Cerró los ojos por un segundo; luego volvió la mirada a la ventanilla. Cuando ya parecía haber terminado con la conversación, le dijo a la joven, en voz baja:
─No vamos a ser totalmente colegas. La revista Elite… Usted será la encargada de ensalzar a seres despreciables como los que nos rodean.
Ella lo observó con espanto, y miró rápidamente a los otros compañeros del reservado. Éstos no se habían inmutado ante el comentario de Leopoldo.
─¿Lo ve? ─prosiguió Leopoldo, en voz aún más baja─. Ni siquiera se han dado cuenta de que estaba hablando de ellos.
La voz de la muchacha fue menos que un susurro:
─No deben haber escuchado.
Los aludidos, en efecto, no dieron señales de atender a la conversación de los jóvenes; de hecho, estaban abstraídos en su propio diálogo, en un volumen aún menor que el de Leopoldo y la muchacha.
─Son casi las doce ─dijo el hombre, en voz alta, echándose hacia atrás─. Qué fin de año. Si por lo menos arreglaran esa luz…
─Me siento más en un barco que en un tren ─dijo Leopoldo─. Es como si estuviéramos atravesando el mar, y llegado a la costa, a una gran ciudad.

Las rejas que se cierran detrás de Leopoldo; su severa ropa de colegial, su maleta, la calle vacía, polvorienta, la mirada hacia el descampado.

El hombre, en tono burlón:
─El poeta.
─Es cierto ─dijo la mujer─. Esa sensación ya la tuve otras veces. Todo se ve tan vacío hasta llegar a Buenos Aires.
En ese momento, abrieron la puerta: un empleado traía una botella de champagne y cuatro copas. “Es una invitación de la compañía”, dijo, mientras abría la botella.
─Además, la compañía podría arreglar esa luz ─dijo el hombre.
El empleado sirvió las copas y se fue. Apenas cerró la puerta, un sonido chirriante, estridente; los cuerpos de Leopoldo y del hombre fueron expulsados hacia adelante, la botella y las copas cayeron al suelo y estallaron. Segundos después, el silencio. Leopoldo y el hombre intentaron recomponerse; el primero se miró las manos, sangrantes por la caída sobre los vidrios de la botella o de las copas.

La bomba que estalla detrás de las rejas que cierran el edificio del Colegio.

─Santo Cielo ─la joven empujó cautelosamente con el pie los restos que tenía cerca─. Por qué habrá frenado. ¿Será un choque con otro tren?
─O un suicidio ─dijo la mujer─. En Buenos Aires, mucha gente se arroja a las vías del tren, o a las del tranvía. Después tienen que llamar a la policía, buscar y recoger los restos…
─Tal vez la culpa sea de los anarquistas ─dijo, como al pasar, el hombre─. Parece que hay más de un empleado que sabotea lo trenes.
La repuesta rápida de Leopoldo:
─Los anarquistas deben estar ocupados en cosas más importantes que hacerlo llegar tarde a usted.
El hombre y la mujer se cruzaron una mirada de complicidad.
─Bueno, bueno, no nos enojemos. Usted, joven, vaya a limpiarse esa herida ─urgió la mujer a Leopoldo. Éste tomó una hoja de su block, en la que había estado escribiendo hasta hace pocos minutos atrás, se limpió superficialmente.
─Y la luz sigue parpadeando ─dijo el hombre, con tono resignado.
Los tres se quedaron observando la lámpara, que, en efecto, seguía dando una luz intermitente.
La voz triste de la joven:
─Ya tan cerca de Buenos Aires…
El hombre miró su reloj:
─Mil ochocientos noventa y seis.
El tren reinició, muy lentamente, su marcha. Leopoldo miró hacia la ventanilla. El cinturón de luces de Buenos Aires se hizo súbitamente más claro, radiante.

Eduardo Muslip

Fondo Negro - Los Lugones – Leopoldo, Polo y Pirí, Buenos Aires Solaris S.A., 1997