Fondo
Negro
Los Lugones . Leopoldo,
Polo y Pirí
El sol vertical del mediodía, el
calor agobiante del viernes dieciocho de febrero de 1978; las calles vacías
alrededor del cementerio de la Recoleta, las confiterías despobladas de la
calle Junín.
En el sendero central del cementerio,
diez, doce, personas caminaban en silencio entre los pinos. Se detuvieron
frente a una bóveda, algo más pequeña que las otras, íntegramente revestida en
mármol negro.
Un joven ─sin duda un empleado del
cementerio, o de una funeraria─ abrió la puerta con decisión, un poco teatralmente,
como consciente de las miradas de los otros. Una diagonal de luz cruzó la
perfecta oscuridad de la bóveda. El empleado se acercó para reconocer los
nombres de las placas en los ataúdes: Juana
González de Lugones, Leopoldo Lugones (hijo), Leopoldo Lugones; se detuvo
en el último.
El féretro de madera negra demoró
unos minutos en salir de la bóveda. Las personas que esperaban afuera no tenían
cómo protegerse del sol: sin embargo, parecían soportarlo con bastante
entereza, a pesar de la ropa muy poco apropiada para la estación: más bien
gruesa, oscura, cerrada.
Los restos de Leopoldo Lugones, y las
diez, doce personas, salieron finalmente del cementerio. Unas entraron en el
coche en el que viajaba el féretro; otras se alejaron hacia algún otro auto, o
se fueron caminando. Una anciana esperó a que el grupo se dispersara
totalmente, y caminó hacia un banco de plaza ubicado a quince, veinte metros de
la entrada, en dirección a Las Heras.
─La conozco a usted ─dijo, suave,
lentamente, la mujer anciana, el cabello gris, lacio; el cuerpo menudo,
delgado, la ropa negra─. Usted es Pirita, Susana, la nieta de Leopoldo Lugones.
La mujer que estaba sentada en el
banco, también vestida de negro, alrededor de cincuenta años, bastón, no
contestó, pero asintió, un lento movimiento vertical con la cabeza. La anciana
se sentó a su lado. Después de unos segundos, la mujer se puso de pie,
ayudándose con el bastón. Cuando se estaba alejando ─un paso lento, elegante, a
pesar de la evidente renguera─, la anciana volvió a hablarle, con la misma voz
con que se había presentado:
─Yo soy Emilia Cadelago. Fui la mujer
de su abuelo; tal vez haya escuchado hablar de mí.
Después de un momento de vacilación,
la mujer se acercó nuevamente hacia el banco y volvió a sentarse.
─Nadie me llama Pirita. Tampoco me
llaman Susana. Pero puede llamarme Pirí.
El coche en el que viajaba el ataúd
de Leopoldo Lugones se alejaba. Las mujeres se quedaron sentadas, en silencio,
en el banco de plaza. No había nadie en la calle, el sol del mediodía resplandecía
en la pared blanca, sin duda de pintura muy reciente. El largo automóvil negro,
un Ford Fairlane, era el único auto que pasaba por la calle, frente a ellas,
con lentitud.
─No entiendo ─continuó Pirí─ que se
lleven el ataúd para un homenaje. En la Sade están locos, o enfermos.
─No sé ─dijo la anciana─. No me
parece tan raro.
─Es una locura. Me enteré por el
diario.
Emilia sacó de su cartera un recorte.
─Justamente leí esto ─Pirí tomó el
papel de manos de Emilia y leyó el texto, alejándolo bastante, entrecerrando
los ojos─. “La Sade, Sociedad Argentina de Escritores, convoca a un homenaje a
su fundador, Leopoldo Lugones, con motivo del cuarenta aniversario de su
muerte. Sus restos serán trasladados, para dicho homenaje, desde la bóveda del
Cementerio de la Recoleta hasta el salón central de nuestra institución, donde
permanecerán desde las catorce hasta las diecinueve horas”. ¿Qué hora es?
─Una y media.
─Perfecto. Son muy organizados. A la
dos el cajón ya va a estar en exhibición. Dios mío.
─¿Usted va a ir a la Sade?
─No. ¿Usted?
La anciana tardó en contestar:
─Yo… no sé si quiero ir ya ─la frase
terminó en un tono muy bajo, casi inaudible. Después de unos segundos en silencio,
continuó: ─Es tan raro todo esto para mí… No sé qué representa para usted, pero
para mí…
Pirí observó el rostro de Emilia, la
mirada que buscaba evitar la suya. Puso su mano en el brazo de la anciana;
trató de dar a su voz alguna calidez:
─¿Quiere ir conmigo a tomar un té,
allí enfrente?
Emilia asintió con un movimiento de
cabeza.
1895
Fondo negro, rápidas y fugaces líneas
horizontales de luz blanca. El sonido rítmico del tren. La ventanilla enmarcaba
el paisaje nocturno que observaba Leopoldo Lugones, un joven de veinte,
veintidós años, correctamente vestido y peinado, con pequeños anteojos de
montura de metal. Leopoldo compartía el reservado con tres personas: un hombre
de unos cincuenta años, formal, con aspecto de comerciante; una mujer de alrededor
de cuarenta, rubia, tal vez excesivamente arreglada; una joven, casi
adolescente, menuda, de piel más bien morena, vestida con sencillez. Las cuatro
personas era, evidentemente, compañeros de viaje: las posturas envaradas, las
miradas que buscaban evitar corresponderse con la de los otros. La atención de
Leopoldo hacia el paisaje nocturno, su voz grave, severa, aún en un comentario
trivial:
─No me imaginé que habría luciérnagas
en Buenos Aires.
─Todavía no estamos en Buenos Aires
─dijo el hombre malhumorado─. No puedo creer que vayamos a pasar fin de año
arriba de este tren.
La joven habló como si despertara:
─¿Estamos llegando?
─No. Faltan dos horas, por lo menos
─dijo la mujer mayor.
Leopoldo miraba imperturbable hacia
afuera. La luz del reservado parpadeaba sin interrupción. El hombre hizo un
gesto de fastidio:
─Esa lámpara insoportable.
─A mí no me molesta pasar fin de año
arriba de un tren ─dijo, suavemente, la muchacha─. Me gusta la idea de empezar
a vivir en Buenos Aires en año nuevo.
─¿Qué va a hacer allá? ─preguntó la
mujer.
─Terminar mis estudios de francés.
Pero, más que nada, estoy entusiasmada por la idea de mudarme.
─No sé que esperará usted de Buenos
Aires ─dijo el hombre.
─Me imagino qué espera ─rió la
mujer─. Pero no piense, niña, que Buenos Aires es un lecho de rosas. ¿Ya ha
estado allí?
─Sí. Hace cuatro años, más o menos.
─Para el interior eso es poco tiempo,
pero mucho para Buenos Aires ─dijo el hombre─. Buenos Aires cambia
constantemente: en un par de meses, en un lugar en el que no había nada,
aparece un barrio entero; en una zona ya construida, demuelen todo para hacer algo
más grande. En cada casa colonial de San Telmo, donde antes vivían familias
bien, hoy se acumulan doscientos españoles, o polacos, o lo que sea. Más que una
ciudad, Buenos Aires parece un enorme campamento.
Se hizo un silencio. La voz insegura
de la joven:
─Mi tía nos escribió el mes pasado, y
seguía viviendo en el mismo lugar.
Una adolescente camina en medio de un campamento nocturno; tropiezan con
personas que apenas reaccionan; mira más lejos, sólo hay oscuridad y una
confusión de luces separadas de sus soportes.
─No se angustie, exagero un poco. Yo
también supongo que mi oficina estará en el lugar de siempre.
─¿Su oficina? ─preguntó la joven.
─Es cierto que Buenos Aires cambia
todo el tiempo ─intervino la mujer─. En Palermo ahora hay un parque
maravilloso. Hasta tiene un lago artificial, con cisnes, o flamencos, no sé.
La voz de la joven:
─En Tucumán hicieron algo así. En el
Parque Independencia había un lago con patos. Duraron muy poco tiempo: menos de
una semana. Los que viven detrás del parque, gente muy pobre, se los comieron.
El tren cruzaba unos pequeños
arroyos. Seguía de largo por estaciones pequeñas e iguales: Longchamps, Isidro
Casanova, San Miguel.
La lámpara continuaba parpadeando.
─Esa luz insoportable ─retomó el
hombre─. Voy a llamar a alguien para que la arregle.
─No me parece razonable ─dijo la
muchacha─. Todo el viaje hubo problemas. Ya bastante que conseguimos que nos
dieran este reservado.
La señora mayor se indignó.
─No es nuestra culpa que el vagón
camarote se haya descompuesto. Lo único que faltaba que encima nos hayan
querido mandar a segunda. Es el colmo.
El hombre hizo un gesto de fastidio y
se dirigió a Leopoldo, como para cambiar de tema:
─¿Y usted? ¿Qué piensa hacer en
Buenos Aires?
─Soy periodista. Y poeta.
─¿Todos ustedes son de Córdoba?
─preguntó la joven.
Los tres asintieron.
─¿Y no se conocían, ni por
referencias? Eso en Tucumán sería imposible.
─Debo confesarle que lo conozco a
usted ─comentó la mujer, señalando a Leopoldo─. Conozco, en realidad, a los
parientes de su futura esposa. ¿Sigue usted de novio con Juana?
Leopoldo asintió, sorprendido e
incómodo, y mirando atentamente a la mujer, con cierta expectativa por lo que
podía llegar a relatar.
Una sala de una casa de provincias; un par de personas mayores con
aspecto serio, adusto. Una adolescente pálida, inexpresiva, no muy bella, un
joven de anteojos: Leopoldo Lugones. Parece haber alguna tensión. La voz entere
solemne y temerosa de Leopoldo: “Voy a volver en poco tiempo”.
Ella continuó sin percibir la
reacción del joven, o ignorándola:
─Oh, veo muy mal ese noviazgo. Usted
se instala en Buenos Aires, trabajará en periódicos, vivirá en medio de la
bohemia de la capital. Rápidamente se olvidará de ella. Todos los hombres son
iguales. Aunque usted es joven. Los hombres mayores son peores.
La mujer suspiró y miró,
melancólicamente, por la ventanilla. El hombre la miraba con aire divertido. El
tono apesadumbrado, la conmiseración por el destino de la novia de Leopoldo,
era algo inverosímil: la mujer difícilmente podría identificar su destino con
el de una señorita de provincias con tendencia a ser desplazada por mujeres de
ciudad.
─Este joven ─retomó la mujer─ ha
hecho espantosos escándalos en Córdoba. ─Se dirigió nuevamente a Leopoldo, con
la expresión de quien mira a un niño: ─A sus futuros suegros no les gustan nada
sus ideas. Pero no se preocupe, le tiene cariño, y le echan la culpa más a sus
amigos que a usted.
Leopoldo se removió, incómodo.
─Soy dueño de mis ideas y de mis
actos.
─¿Es usted socialista? ─preguntó el
hombre.
Leopoldo no contestó.
─¿Anarquista? ─en la voz del hombre
había alguna sorna.
El joven volvió la mirada a la
ventanilla.
La oscura rectoría de un colegio en Córdoba, la mirada severa,
despreciativa, de un sacerdote detrás de un escritorio. El sacerdote articula
palabras mudas; Leopoldo y otros tres jóvenes se desprenden del saco un escudo,
un emblema religioso, lo dejan sobre el escritorio, se retiran del despacho,
atraviesan pasillos, puertas, una reja, una prolija plaza seca, una reja más
alta que la primera.
Se hizo un momento de silencio, y la
mujer retomó la palabra, pero dirigiéndose sólo al hombre, en voz baja,
excluyendo a los jóvenes. La muchacha se veía incómoda; finalmente sacó un
cuaderno y se puso a escribir. Pocos minutos después, la mujer y el hombre se
levantaron.
─Nos vamos al vagón comedor ─explicó
ella.
Una vez que salieron del reservado,
la muchacha cerró el cuaderno, y observó con detenimiento a Leopoldo. Éste
seguía mirando, inmutable, hacia afuera. Finalmente abrió un libro. Ella se
esforzó por ver qué estaba leyendo.
─Qué maravilla, Víctor Hugo ─dijo
ella.
Leopoldo asintió, sin decir nada, y
sin casi desviar la mirada del libro.
─Debe estar usted con la sensación de
salir de un interrogatorio ─dijo ella─. Tal vez sea un mal de las provincias,
el saber o el creerse con derecho a saber todo de los demás. Supongo que en
Buenos Aires podremos ser un poco más libres… anarquistas, socialistas, o lo
que sea.
Leopoldo suspiró, y entrecerró el
libro.
─No lo guarde, por favor. ¿Podría
leer en voz alta?
Volvió a abrir el libro, en la página
marcada:
─Pendant que le monde finit ─la voz
de Leopoldo en francés, era lenta, trabajosa─, pendant que ces gens autour de
moi pour rien je les vois si affairés et
si tristes…
─…Pendant que je recopie ce poême,
pendant que je dispute à Venise trois villes de ce petit sire que je sers…
─je sais que la joie existe!... Sabe
usted ya bastante francés.
─En realidad ─dijo la muchacha,
bajando la vista─ yo no voy a estudiar francés. Voy a trabajar de traductora.
En la revista Èlite.
Leopoldo la observa con expresión
neutra.
─Mis padres creen que voy a seguir
mis estudios. Era la única manera en que iban a dejarme venir. ─Miró hacia
afuera─. No soportaba Tucumán. Usted comprenderá, también está dejando su lugar
para irse a Buenos Aires. Y eso que Córdoba no debe ser tan terrible como mi
provincia.
La irrupción de la mujer en el
reservado, seguida del hombre.
─Intolerable. El vagón comedor está
completamente ocupado ─la indignación de la mujer tenía algo de teatral─. Habrá
que resignarse. Pasaremos fin de año aquí sentados.
─En cierto modo ─continuó la joven
dirigiéndose a Leopoldo─ vamos a ser colegas.
A Leopoldo pareció perturbarle el
comentario. Cerró los ojos por un segundo; luego volvió la mirada a la
ventanilla. Cuando ya parecía haber terminado con la conversación, le dijo a la
joven, en voz baja:
─No vamos a ser totalmente colegas. La revista Elite…
Usted será la encargada de ensalzar a seres despreciables como los que nos
rodean.
Ella lo observó con espanto, y miró
rápidamente a los otros compañeros del reservado. Éstos no se habían inmutado
ante el comentario de Leopoldo.
─¿Lo ve? ─prosiguió Leopoldo, en voz
aún más baja─. Ni siquiera se han dado cuenta de que estaba hablando de ellos.
La voz de la muchacha fue menos que
un susurro:
─No deben haber escuchado.
Los aludidos, en efecto, no dieron
señales de atender a la conversación de los jóvenes; de hecho, estaban
abstraídos en su propio diálogo, en un volumen aún menor que el de Leopoldo y
la muchacha.
─Son casi las doce ─dijo el hombre,
en voz alta, echándose hacia atrás─. Qué fin de año. Si por lo menos arreglaran
esa luz…
─Me siento más en un barco que en un
tren ─dijo Leopoldo─. Es como si estuviéramos atravesando el mar, y llegado a
la costa, a una gran ciudad.
Las rejas que se cierran detrás de Leopoldo; su severa ropa de colegial,
su maleta, la calle vacía, polvorienta, la mirada hacia el descampado.
El hombre, en tono burlón:
─El poeta.
─Es cierto ─dijo la mujer─. Esa
sensación ya la tuve otras veces. Todo se ve tan vacío hasta llegar a Buenos
Aires.
En ese momento, abrieron la puerta:
un empleado traía una botella de champagne y cuatro copas. “Es una invitación
de la compañía”, dijo, mientras abría la botella.
─Además, la compañía podría arreglar
esa luz ─dijo el hombre.
El empleado sirvió las copas y se
fue. Apenas cerró la puerta, un sonido chirriante, estridente; los cuerpos de
Leopoldo y del hombre fueron expulsados hacia adelante, la botella y las copas
cayeron al suelo y estallaron. Segundos después, el silencio. Leopoldo y el
hombre intentaron recomponerse; el primero se miró las manos, sangrantes por la
caída sobre los vidrios de la botella o de las copas.
La bomba que estalla detrás de las rejas que cierran el edificio del
Colegio.
─Santo Cielo ─la joven empujó
cautelosamente con el pie los restos que tenía cerca─. Por qué habrá frenado.
¿Será un choque con otro tren?
─O un suicidio ─dijo la mujer─. En
Buenos Aires, mucha gente se arroja a las vías del tren, o a las del tranvía.
Después tienen que llamar a la policía, buscar y recoger los restos…
─Tal vez la culpa sea de los
anarquistas ─dijo, como al pasar, el hombre─. Parece que hay más de un empleado
que sabotea lo trenes.
La repuesta rápida de Leopoldo:
─Los anarquistas deben estar ocupados
en cosas más importantes que hacerlo llegar tarde a usted.
El hombre y la mujer se cruzaron una
mirada de complicidad.
─Bueno, bueno, no nos enojemos.
Usted, joven, vaya a limpiarse esa herida ─urgió la mujer a Leopoldo. Éste tomó
una hoja de su block, en la que había estado escribiendo hasta hace pocos
minutos atrás, se limpió superficialmente.
─Y la luz sigue parpadeando ─dijo el
hombre, con tono resignado.
Los tres se quedaron observando la
lámpara, que, en efecto, seguía dando una luz intermitente.
La voz triste de la joven:
─Ya tan cerca de Buenos Aires…
El hombre miró su reloj:
─Mil ochocientos noventa y seis.
El tren reinició, muy lentamente, su
marcha. Leopoldo miró hacia la ventanilla. El cinturón de luces de Buenos Aires
se hizo súbitamente más claro, radiante.
Eduardo Muslip
No hay comentarios:
Publicar un comentario