sábado, 25 de junio de 2011

Roger Chartier y Pierre Bourdieu - La lectura. Una práctica cultural

La lectura: Una práctica cultural

Encuentro entre Pierre Bourdieu y Roger Chartier


Roger Chartier: Creo, Pierre Bourdieu, que vamos a intentar apoyar este diálogo sobre el trabajo y la reflexión colectivos llevados a cabo con ocasión de este encuentro sobre la lectura en Saint-Maiximin. Quizás es bueno recordar por qué este tema había parecido importante. Al comienzo, la idea era doble. Por una parte, es claro que para numerosas aproximaciones en ciencias sociales o en crítica textual, el problema de la lectura es un problema central. Y, por otra parte, no es menos claro que las maneras de aproximarse a este problema han permanecido largo tiempo compartimentadas y que muy pocos diálogos se han instaurado entre sociólogos y psicólogos, sociólogos e historiadores o historiadores de la literatura. La primera idea de este encuentro era, pues, la de mezclar, de cruzar si fuera posible, las aproximaciones llevadas a cabo en términos históricos. Me parece también que para debatir sobre la comprensión posible de las prácticas culturales, el ejemplo de la lectura es muy buen ejemplo ya que sobre ese terreno se encuentran planteados, como en un microcosmos, los problemas que se pueden encontrar en otros campos y con otras prácticas.

Pierre Bourdieu: Pienso que estaremos de acuerdo para tener en mente, cada vez que el término lectura sea pronunciado, que puede ser reemplazado por toda una serie de términos que designan toda especie de consumo cultural, —esto para desparticularizar el problema—. Dicho esto, este consumo cultural que no es sino uno entre otros, tiene particularidades. Y quisiera quizás comenzar por allí, por una suerte de reflejo profesional. Me parece muy importante, cuando se aborda una práctica cultural cualquiera, interrogarse a sí mismo como practicante de esta práctica. Creo que es importante que sepamos que somos todos lectores, y que en tanto tal, corremos el riesgo de comprometer en la lectura infinidad de presupuestos positivos y normativos. Y para avanzar un poco en esta reflexión, quisiera recordar la oposición medieval que me parece muy pertinente entre el auctor y el lector. El auctor es el que produce él mismo y cuya producción es autorizada por la auctoritas, la del auctor, el que debe el triunfo en la vida a sí mismo, célebre por sus obras. El lector es alguien muy diferente, es alguien cuya producción consiste en hablar de las obras de los otros. Esta división, que corresponde a la del escritor y del crítico, es fundamental en la división del trabajo intelectual. Si me parece útil evocar esta oposición, es porque estamos en posición —pienso en todos los que estuvieron en este coloquio para reflexionar sobre la lectura— de los lectores, y pienso que corremos el riesgo de invertir en nuestros análisis lecturas, usos sociales de la lectura, relaciones con lo escrito, escritos sobre prácticas, todo un conjunto de presupuestos inherentes a la posición de lector.  Enseguida voy a tomar un ejemplo y prolongar la idea que ha sido presentada, desde el primer día, por François Bresson; ¿existe una escritura de las prácticas? Y sobre este punto, como he intentado mostrarlo en los trabajos antropológicos que he podido dirigir, los etnólogos comenten frecuentemente un error en su relación con las cosas que describen, especialmente para todos los rituales, un error que consiste en leer las prácticas como si se tratara de escrituras. En el período estructuralista, muchos libros incluían en sus títulos el término lectura. Pues, el hecho de leer cosas de las que no se sabe si están hechas para ser leídas introduce un sesgo fundamental. Por ejemplo, leer un ritual, que es algo como una danza, como si se tratara de un discurso, como algo de lo que uno puede dar una formulación algebraica, me parece hacerle sufrir una alteración esencial. Se podría tomar también el ejemplo más cercano que ha sido abordado en la discusión, el de la pintura. Cuando se dice leer una pintura, pienso que uno ha comprometido toda una serie de presupuestos. Se podría prolongar la lista...
R.C.: Creo que los historiadores han también practicado esta proyección universalista del acto de lectura que es el nuestro, en una dimensión diacrónica, proyectando retrospectivamente nuestra relación con los textos como si fuera la única relación históricamente posible. E incluso si uno se defiende de ello, si no toma todas las precauciones y todas las garantías posibles, se corre el riesgo constantemente de caer en esta ilusión. Ahora bien, creo que a través de varias de las comunicaciones de este coloquio, emerge la idea muy clara que tanto las capacidades la lectura, puestas en práctica en un momento dado por lectores dados frente a textos dados, como las situaciones de lectura, son históricamente variables. ¿La lectura es siempre un acto del foro privado, íntimo, secreto, que remite a la individualidad? No, pues esta situación de lectura no ha sido siempre dominante. Creo, por ejemplo, que en los medios urbanos existe, entre el Siglo XVI y el XVIII, otro conjunto de relaciones con los textos que pasan por lecturas colectivas, lecturas que manipulan el texto, descifrado por unos para los otros, a veces elaborado en común, lo que pone en práctica algo que supera la capacidad individual de lectura. Por lo tanto, aquí también, es necesario intentar evitar la constante tentación de la posición universalizante de los lectores que somos.
P.B.: Y la universalización de una manera particular de leer, que es una institución histórica. Pienso por ejemplo en la lectura que se puede llamar estructural, la lectura interna que considera un texto en sí mismo y por sí mismo, los constituye como auto-suficiente, y busca en sí mismo su verdad haciendo abstracción de todo lo que está alrededor. Pienso que es una invención histórica relativamente reciente, que se puede citar y datar (Cassirer la asocia a Schelling, el inventor del término tautegórico por oposición a alegórico). Estamos de tal modo habituados a esta manera de leer el texto sin referirlo nada más que a sí mismo, que la universalizamos inconscientemente, mientras que es una invención relativamente reciente. Puede ser si se encontrara un equivalente de ello en tiempos más antiguos, sería en la lectura de los textos sagrados, aunque esos textos siempre habrían sido leídos con una intención alegórica. Allí se buscarían respuestas. Historizar nuestra relación con la lectura, es un modo de liberarnos de lo que la historia puede imponernos como presupuesto inconsciente. Contrariamente a lo que se piensa comúnmente, lejos de relativizar historizando, uno se da así un medio de relativizar su propia práctica, por lo tanto, de escapar a la relatividad. Si es verdad que lo que digo de la lectura es el producto de las condiciones en las cuales he sido producido en tanto que lector, el hecho de tomar conciencia es quizás la única posibilidad de escapar al efecto de esas condiciones. Lo que da una función epistemológica a toda reflexión histórica sobre la lectura.
R.C.: Hay quizás todavía más en ese uso no controlado del término lectura, aplicado a todo un conjunto de materiales que le resiste. Es claro que se puede descifrar un cuadro, un ritual, un mito, pero el conjunto de esos modos de desciframiento que no dependen de los dispositivos puestos en práctica en la lectura de los textos, no son, sin embargo, enunciables sino a través de los textos mismos. Hay pues, en esta coacción misma, una incitación a esa universalización contra la cual en difícil prevenirse.
P.B.: La metáfora de la cifra es típicamente una metáfora de lector. Hay un texto que está codificado, del cual se trata de desprender el código para hacer lo inteligible. Y esa metáfora nos conduce a un error de tipo de intelectualista. Se piensa que leer un texto es comprenderlo, es decir, descubrir en él la clave. Mientras que, de hecho, todos los textos no están hechos para ser comprendidos en ese sentido. Además de la crítica de los documentos que los historiadores saben hacer muy bien, hay que hacer, me parece, una crítica del status social del documento: ese texto, ¿para qué uso social ha sido hecho? ¿Para ser leído como nosotros lo leemos, o bien, por ejemplo, como una instrucción, es decir, un escrito destinado a comunicar una manera de hacer, una manera de actuar? Hay toda suerte de textos que pueden pasar directamente al estado de práctica, sin que haya necesariamente una mediación de un desciframiento en el sentido en que lo entendemos.
R.C.: Si, pero el proceso de inteligibilidad existe siempre, incluso frente a un ritual o un cuadro. Por lo tanto, ¿cómo intentar decirlo en un lenguaje que casi forzosamente le es inadecuado? El problema está, pues, en enunciar en el escrito la comprensión de una práctica que de otro modo no podría decirse en ninguna lengua fuera de la suya, o de una pintura que no podría comprenderse sino en lo inefable. A partir del momento en que se admite que hay posibilidad de comunicar la inteligibilidad de una práctica o de una imagen, creo que es necesario aceptar la ambigüedad de una traducción por el texto de la cual se sabe que no le es jamás totalmente adecuada.
P.B.:  Dicho esto, una de las cosas que me ha parecido importante en las diferentes comunicaciones —y es un punto sobre el cual todo el mundo estaba de acuerdo— es el hecho que los textos, cualesquiera que sean, cuando se los interroga no solamente como textos, transmiten una información sobre su modo de empleo. Y usted mismo nos indica que el recorte en parágrafos podría ser muy revelador de la intención de difusión, por ejemplo: un texto de largos parágrafos se dirige a un público más elegido que un texto recortado en pequeños parágrafos. Esto descansa sobre la hipótesis de que un público más popular demandará un discurso más discontinuo, etcétera. Así la oposición entre lo largo y lo corto, que puede manifestarse de múltiples maneras es una indicación sobre el público al que apunta y, al mismo tiempo, sobre la idea que el autor tiene de sí mismo, de su relación con los otros autores. Otro ejemplo, toda la simbólica del grafismo que ha sido largamente analizada. Pienso en un ejemplo entre mil, el de la itálica, y, más ampliamente, en todos los signos que están destinados a manifestar la importancia de lo que se dice, a decir al lector “ahí es necesario prestar atención a lo que digo”, la capitalización, los títulos, los sub-títulos, etcétera, que son tantas manifestaciones de una intención de manipular la recepción. Hay, pues, una manera de leer el texto que permite saber lo que él quiere hacer hacer al lector.
R.C.:  Pienso que eso es tocar el problema de las condiciones de posibilidad de la historia de la lectura, considerando que esa historia de la lectura puede ser uno de los medios de objetivar nuestra relación con ese acto. Pienso que hay varias vías posibles. Una es la que ha sido seguida aquí por Robert Darnton, después de Carlo Ginzburg, que es la de ser lo que un lector nos dice de sus lecturas. El problema que se plantea aquí es que evidentemente esta confesión se inserta siempre en una situación de comunicación particular. O bien la confesión arrancada, en el caso de lectores que uno obliga a decir cuáles han sido sus lecturas porque parece que ellas sienten mal la fe, como se decía en el Siglo XVI, o bien una voluntad de construir una identidad y una historia personales a partir de los recuerdos de lectura. Es una vía posible, pero difícil en la medida en que esos tipos de textos son históricamente poco numerosos. Otra vía es intentar re-interrogar los objetos leídos mismos, en todas sus estructuras, jugando, por una parte sobre los protocolos de lecturas inscriptos en los textos mismos, y, por otra parte, sobre los dispositivos de impresión a los cuales usted ha hecho alusión. Esos dispositivos son generales para un período dado. Un libro de 1530 no se presenta como un libro de 1880, y hay en ello evoluciones globales que toman toda la producción impresa en sus reglas y en sus desplazamientos. Pero es seguro también que se depositan en esas transformaciones intenciones de alcanzar un público o, más aún, intenciones de lectura. Cuando un texto pasa de un nivel de circulación a otro, más popular, sufre un ciento número de transformaciones entre las cuales una de las más claras es la fragmentación operada en la puesta en libro, tanto en el nivel del capítulo cuanto en el nivel del parágrafo, y destinada a facilitar una lectura no virtuosa.
P.B.: Hay un punto sobre el cual se oponen frecuentemente los historiadores y los sociólogos, y sobre el cual hemos estado totalmente de acuerdo: a la idea del libro que uno puede componer, del cual se puede seguir la circulación, la difusión, la distribución, etcétera, es necesario sustituirla por la idea de lecturas en plural y por la intención de buscar indicadores de las maneras de leer.  De hecho, evidentemente, la más elemental interrogación de la interrogación sociológica aprende que las declaraciones que conciernen a lo que la gente dice leer son muy pocos seguras, en razón de lo que llamo el efecto de legitimidad: desde que uno pregunta a alguien lo que lee, entiende: ¿qué es lo que leo que merece ser declarado? Es decir: ¿qué de lo que leo es, de hecho, literatura legítima? Cuando uno le pregunta: ¿ama usted la música?, entiende: ¿ama usted la música clásica, confesable? Y lo que responde no es lo que escucha verdaderamente o lo que lee verdaderamente sino lo que le parece legítimo entre lo que tiene leído u oído. Por ejemplo, en materia de música, dirá: “me gustan mucho los valses de Strauss”.  Por lo tanto, las declaraciones son extremadamente sospechosas, y pienso que los historiadores estarían de acuerdo en decir que los testimonios biográficos u otros en los cuales la gente declara sus lecturas, es decir, su itinerario espiritual, deben ser tratados con sospecha. En esas condiciones, ¿dónde encontrar indicadores de esas lecturas diferenciales? Porque hace al libro, uno debe saber que hay lecturas diversas, por tanto competencias diferentes, instrumentos diferentes para apropiarse ese objeto, instrumentos desigualmente distribuidos, según el sexo, según la edad, según esencialmente la relación con el sistema escolar a partir del momento en que el sistema escolar existe. Y tanto como se sabe, para nuestras sociedades, el modelo es relativamente simple. La lectura obedece a las mismas leyes que las otras prácticas culturales, con la diferencia de que ella está más directamente enseñada por el sistema escolar, es decir, que el nivel de instrucción es más fuerte. Así, cuando uno pregunta a alguien su nivel de instrucción, se tiene ya una previsión que concierne a lo que lee, el número de los libros que ha leído en el año, etcétera. Se tiene también una revisión que concierne a su manera de leer. Se puede muy rápidamente pasar de la descripción de las prácticas a descripciones de las modalidades de esas prácticas.
R.C.: Creo que se puede controlar históricamente ese análisis por el estudio del objeto mismo, el libro y todas las otras formas de lo escrito, impreso o manuscrito. Ese análisis puede ser más riguroso, más interrogativo sobre el objeto, movilizando lo que uno puede saber, sea de las capacidades que se confrontan con ese objeto, sea de sus usos. Daniel Roche para las ciudades en el Siglo XVIII, Daniel Fabre para las campiñas pirenaicas del Siglo XIX, han dado un ejemplo de un análisis posible de material escrito que circula y del cual se puede marcar, de modo totalmente legítimo, la distribución, los lugares y frecuencias de aparición. No se trata, pues, de considerar que todo análisis de la sociología distribucional sería sin objeto y sin interés. Pero el verdadero problema es completar ese análisis de las frecuencias y de su arraigo social con una reflexión sobre las competencias y los usos.
P.B.: Pienso que eso es algo importante y que reúne lo que he dicho al comenzar. Uno de los sesgos ligados a la posición de lector no puede consistir en omitir la cuestión de saber por qué uno lee, si es natural leer, si existe una necesidad de lectura, y debemos plantear la cuestión de las condiciones en las cuales se produce esa necesidad. Cuando se observa una correlación entre el nivel de instrucción, por ejemplo, y la cantidad de lecturas o la calidad de la lectura, uno puede preguntarse cómo pasa eso, porque es una relación que no es auto-explicativa. Es probable que se lee cuando se tiene un mercado sobre el cual se pueden ubicar discursos que conciernen a las lecturas. Si esta hipótesis puede sorprender, incluso chocar, es porque somos precisamente gente que tiene siempre bajo la mano un mercado, de los alumnos, de los colegas, de los amigos, de los cónyuges, etcétera, a quienes uno puede hablar de lecturas. Se termina por olvidar que en muchos medios, no se puede hablar de lecturas sin tener el aire de pretencioso. O bien uno tiene lecturas de las que no puede hablar, inconfesables, que uno hace a escondidas. Dicho de otro modo, hay una oposición entre los lectores de esas cosas de las que no se puede hablar, los lectores de cosas que no merecen la lectura, y los otros, que practican la única lectura verdadera, la lectura de lo no-perecedero, la lectura de lo eterno, de lo clásico, de lo que no debe ser rechazado. He dicho hace un rato, no hay necesidad de lectura, la necesidad en su forma elemental, antes de que sea preconstituida socialmente, se manifiesta en las estaciones de trenes. La lectura es lo que aparece espontáneamente cuando uno va a tener tiempo para no hacer nada, cuando uno se va a encontrar solo encerrado en alguna parte. Esa necesidad de diversión es quizás la única necesidad no-social, que puede reconocer el sociólogo.
R.C.: Es una perspectiva un poco reductora porque es seguro que incluso en las sociedades tradicionales, que están sin embargo más alejadas de lo escrito impreso que la nuestra, hay situaciones y necesidades de lectura que no son reductibles a una competencia de lectores apreciados en un mercado social, sino que están, en cierto sentido, muy profundamente arraigados en experiencias individuales o comunitarias. Se podrían citar las prácticas profesionales de taller que se apoyan muy pronto, desde el Siglo XVI, en libros que sirven de guías al trabajo manual. Se podría decir lo mismo de las asociaciones festivas en las ciudades, esas abadías de juventud, de oficio o de habitación, que exhiben lo escrito o son prolongados por él.
P.B.: He planteado voluntariamente la hipótesis para poner en cuestión fuertemente la idea de una necesidad de lectura que está muy profundamente inscripta en el inconsciente de los intelectuales, bajo la forma de un derecho de lectura. Pienso que los intelectuales se sienten en deber de dar a todos el derecho de lectura, es decir, el derecho de leerlos... ¡A eso iba! Pero se puede discutir...
R.C.: Si, y preguntarse sobre las condiciones de posibilidad y de eficacia de una política de la lectura, de una política que se hace cargo de la edición y del encuentro entre el libro editado y su lector, que organiza el conjunto de los circuitos de distribución, o que los reorganiza. ¿Uestes piensa verdaderamente que la necesidad de lectura no sería más que un artificio de autores injustos?
P.B.: Es necesario que ese tipo de cosas sean dichas porque de otro modo permanecen en el inconsciente; hay cosas un poco penosas que es necesario infligirse cuando uno quiere hacer la ciencia de ciertos objetos. Participo yo también de la creencia en la importancia de la lectura, partiendo también de la convicción de que es muy importante leer y que alguien que no lee está mutilado, etcétera. Vivo en nombre de todo esto. Sin embargo, pienso que se cometen errores políticos, y también científicos, tanto tiempo como se está movido por presupuestos de posición. Los errores políticos no son asunto mío. El error científico me importa. Durante años he hecho una sociología de la cultura que se detenía en el momento de plantear la pregunta ¿pero cómo es producida la necesidad del producto? Intentaba establecer relaciones entre un producto y las características sociales de los consumidores (más uno se eleva en la jerarquía social, más uno consume bienes situados a un nivel elevado de la jerarquía de los bienes, etc.) Pero no me interrogaba sobre la producción de la jerarquía de los bienes, y sobre la producción del reconocimiento de esa jerarquía. O, al menos, me contentaba con nombrarla sin más, mientras que me parece que lo propio de las producciones culturales, es que es necesario producir la creencia en el valor del producto, y que de esa producción de la creencia, un productor no puede jamás, por definición, llevar a cabo solo; es necesario que todos los productores colaboren allí, incluso combatiendo entre ellos. La polémica entre intelectuales forma parte de la producción de la creencia en la importancia de lo que hacen los intelectuales. Por lo tanto, entre las condiciones que deben ser cumplidas para que un producto intelectual sea producido, está la producción de la creencia en el valor del producto. Si al querer producir un objeto cultural, cualquiera que sea, no produzca simultáneamente el universo de creencia que hace que se lo reconozca como un objeto cultural, como un cuadro, como una naturaleza muerta, si no produzco esto, no he producido nada, solamente una cosa. Dicho de otro modo, lo que caracteriza el bien cultural, es que es un producto como los otros, además con una creencia que en sí misma debe ser producida. Es lo que constituye que uno de los únicos puntos sobre los cuales puede actuar la política cultural, es sobre la creencia: puede contribuir, de una manera o de otra, a reforzar la creencia. De hecho, sería necesario comparar la política cultural con uno de esos casos particulares que es la política lingüística. Si las intervenciones políticas en materia de cultura son frecuentemente ingenuas por exceso de voluntarismo, ¡qué no decir de las políticas lingüísticas! No es pesimismo de sociólogo: las leyes sociales tienen una fuerza extraordinaria, y cuando uno las ignora ellas se vengan. 
R.C.: Entre esas leyes sociales que modelan la necesidad o la capacidad de lectura, las de la escuela están entre las más importantes, o que plantea el problema, que es a la vez histórico y contemporáneo, del lugar del aprendizaje escolar en un aprendizaje de la lectura, en los dos sentidos del término, es decir, el aprendizaje del desciframiento y del saber leer en su nivel elemental y, por otra parte, esa otra cosa de la que hablamos, la capacidad de una lectura más virtuosa que puede apropiarse de los textos diferentes. Lo que es interesante aquí es el hecho de mostrar, como lo ha hecho Jean Hébrard a partir de la interrogación minuciosa de relatos autobiográficos, cómo el aprendizaje de la lectura se apoya mucho más sobre problemáticas pre o extra-escolares, ligadas al descubrimiento por el niño de problemas que son el resultado de la difícil comprensión del orden del mundo, que sobre una escolarización o un aprendizaje escolar. ¿Piensa usted que una misma proposición podría ser formulada para la escuela contemporánea y para su rol en la creación de una capacidad y de una necesidad de lectura?
P.B.: Es un problema muy difícil. Evidentemente, no puedo responder sobre ello. Me parece que estaba en el centro de todas nuestras discusiones, y que todo el mundo lo ha esquivado. Me parece que cuando el sistema escolar juega el rol que juega en nuestras sociedades, es decir, cuando deviene la vía principal o exclusiva del acceso a la lectura, y la lectura deviene accesible prácticamente a todo el mundo, pienso que produce un efecto inesperado. Lo que me ha sorprendido en los testimonios de autodidactas que nos han proporcionado, es que son testimonios de una suerte de necesidad de lectura que de un cierto modo la escuela destruye para crear otro, de otra forma. Hay un efecto de erradicación de la necesidad de lectura como necesidad de información: el que toma el libro como depositario de secretos, de secretos mágicos, climáticos (con el almanaque para prever el tiempo), biológicos, educativos, etcétera, que tiene el libro como una guía de vida, como un texto al cual uno demanda el arte de vivir, siendo la Biblia el modelo de libro por excelencia. Pienso que el sistema escolar tiene ese efecto paradójico de desarraigar esta expectativa —uno puede alegrarse de ello o deplorarlo—, esta expectativa de profecía, en el sentido weberiano de respuesta sistemática a todos los problemas de la existencia. Pienso que el sistema escolar desalienta esta expectativa y al mismo tiempo destruye una cierta forma de lectura. Pienso que uno de los efectos del contacto medio con la literatura culta (savant) es el de destruir la experiencia popular, para dejar a la gente formidablemente desposeída, es decir, entre dos culturas, entre una cultura originaria abolida y una cultura culta (savant) que se ha frecuentado lo suficiente como para no poder hablar más de la lluvia y del buen tiempo, para saber todo lo que no es necesario decir. Y pienso que este efecto del sistema escolar, que jamás es descripto, es totalmente asombroso cuando se lo restituye por relación a los testimonios históricos que han sido dados. 
R.C.: Otra tensión que existe en el acto de lectura es el resultado de nuestra relación con ese mismo acto. Por un lado, todos lo hemos diagnosticado, las lecturas son siempre plurales, ellas son las que construyen de manera diferente los sentidos de los textos, incluso si esos textos inscriben en el interior de ellos mismos el sentido que desean verse atribuir. Y es justamente esta diferenciación de la lectura, desde sus modalidades más físicas hasta su trabajo intelectual, la que puede constituir un instrumento de discriminación entre los lectores, mucho más que la supuesta distribución diferencial de tal o cual tipo de objeto manuscrito o impreso. Es necesario pues, insistir en lo que hay de creador, de diversificador, de distintivo, en la lectura. Pero, por otro lado, ¿nuestro oficio no nos induce en tanto que lectores a buscar constantemente la interpretación correcta del texto? ¿Y acaso no negamos también, desde un cierto punto de vista, esta lectura plural que identificamos como realidad y como instrumento de análisis, estableciendo lo que debe ser la justa lectura de los textos, lo que es reencontrar la posición del clérigo que da la correcta interpretación de la Escritura? ¿No está allí el fundamente, el arraigo más profundo del ejercicio intelectual en la definición que le da la sociedad occidental? 
P.B.: Si. Si comprendo bien, eso vuelve a plantear la cuestión de lo que hacemos cuando leemos. Pienso que una parte muy importante de la actividad intelectual consiste en luchar por la buena lectura. Es incluso uno de los sentidos de la palabra lectura: es decir, una cierta manera de establecer el texto. Hay libros que son apuestas de lucha por excelencia, la Biblia es uno de ellos. El Capital es otro. “Leer El Capital” quiere decir leer finalmente El Capital. Uno va a saber lo que contiene ese libro, que no ha sido jamás verdaderamente leído antes. Si el libro que está en juego es un libro capital, cuya apropiación es acompañada de la apropiación de una autoridad a la vez política, intelectual, etcétera, lo que está en juego es muy importante. Es lo que hace que la analogía entre las luchas intelectuales y las luchas teológicas funcione tan bien. Si el modelo de la lucha entre el sacerdote lector y el profeta auctor que he evocado al comenzar se transfiere tan fácilmente, es, entre otras razones, porque una de las apuestas de la lucha es la de apropiarse del monopolio de la lectura legítima: soy yo quien dice a ustedes lo que es dicho en el libro o en los libros que merecen ser leídos por oposición a los libros que no lo merecen. Una parte considerable de la vida intelectual se agota en esos trastrocamientos de la tabla de valores, de la jerarquía de las cosas que deben ser leídas. Luego, habiendo definido lo que merece ser leído, se trata de imponer la buena lectura, es decir, el buen modo de apropiación, y el propietario de libro es el que detenta e impone el modo de apropiación. Cuando el libro, como he dicho hace un rato, es un poder, el poder sobre el libro es evidentemente un poder. Por esta razón la gente que es extraña al mundo intelectual se asombra al ver cómo los intelectuales luchan, y con una violencia inaudita, por lo que le aparece como apuestas triviales. De hecho, las apuestas pueden ser de una importancia extrema. El poder sobre el libro es el poder sobre el poder que ejerce el libro. Evoco aquí algo que todos los historiadores han recordado, es decir, el poder extraordinario que tiene el libro cuando deviene un modelo de vida. Es por ejemplo lo que nos ha dicho Robert Darnton, a propósito del lector de Rousseau que ha estudiado. El libro de Rousseau, y Rousseau como autor ejemplar de un libro ejemplar, es decir, como “profeta ejemplar”, podía actuar de modo mágico sobre gente que no había visto jamás. Por esta razón, los intelectuales tienen frecuentemente sueños de magos por lo que el libro es algo que permite actuar a distancia. Hay otros medios, como el orden político, siendo el hombre político el que puede actuar a distancia dando órdenes. Pero el intelectual es también alguien que puede actuar a distancia transformando las visiones del mundo y las prácticas cotidianas, que puede actuar sobre la manera de amamantar a los niños, la manera de pensar y de hablar a su querida, etc. Así, pienso que la lucha por los libros puede ser una apuesta extraordinaria, una apuesta que los intelectuales mismo subestiman. Están de tal modo impregnados por una crítica materialista de su actividad que terminan por subestimar el poder específico del intelectual que es el poder simbólico, ese poder de actuar sobre las estructuras mentales y, a través de la estructura mental, sobre las estructuras sociales. Los intelectuales olvidan que por un libro se puede transformar la visión del mundo social, y, a través de la visión del mundo, transformar también el mundo social mismo. Los libros que cambian el mundo social no son solamente los grandes libros proféticos, la Biblia o el Capital: está también el Doctor Spock que, desde el punto de vista de la eficacia simbólica, es sin duda, en su orden, tan importante como en otro orden lo ha sido el Capital.
R.C.: Si, pero no se trata de suponer sin embargo que el libro tiene una eficacia total, inmediata, y por lo tanto negar el espacio propio de la lectura. Porque si el libro por sí mismo, en ciertos casos, por la interpretación correcta en otros, tiene esta fuerza, o si uno piensa que la tiene, ¿esto finalmente no destruye el objeto mismo que nos ha reunido aquí, que es la lectura como un espacio propio de apropiación jamás reductible a lo que leído? Y ¿esto no es caer en lo que pensaba la pedagogía clásica cuando designaba a los espíritus de los niños como una cera blanda en la cual podían imprimirse con toda legibilidad los mensajes del pedagogo o del libro? Ese poder que usted describe es quizás para una mayoría un poder fantasmagórico, soñado, deseado, pero contradictorio con la lectura tal como la constatamos. 
P.B.: La objeción es muy fuerte y muy justa. Pienso evidentemente en la famosa fórmula de sentido común: “no se predica sino a los convertidos”. Es evidente que no es necesario prestar a la lectura una eficacia mágica. Esta eficacia mágica supone condiciones de posibilidad. No es por azar si el lector del que nos hablaba Darnton era un protestante de Génova...
R.C.: De la Rochelle...
P.B.: Si, es una pequeña Génova. Entre los factores que predisponen a leer ciertas cosas y a ser “influenciados”, como se dice, por una lectura, es necesario reconocer las afinidades entre las disposiciones del lector y las disposiciones del autor. Pero, se dirá, usted no ha explicado nada y destruye usted mismo ese poder simbólico que invoca. De ningún modo, porque pienso que entre una predisposición tácita, silenciosa, y una predisposición expresada, que se conoce en un libro, en un escrito, que tiene autoridad, publicado, por lo tanto publicable, por lo tanto público, por lo tanto visible y leíble delante de cualquiera, hay una diferencia esencial. Basta con pensar en lo que se llama la evolución de las costumbres: el hecho de que ciertas cosas que eran censuradas, que no podían ser publicadas, se vuelvan publicables, tiene un efecto simbólico enorme. Publicar, es hacer público, es hacer pasar de lo oficioso a lo oficial. La publicación es la ruptura de una censura. La palabra censura es común a la política y al psicoanálisis, eso no es por azar. El hecho de que una cosa que estaba oculta, secreta, íntima o simplemente indecible, incluso rechazada, ignorada, impensada, impensable, el hecho de que esta cosa se vuelva dicha, y dicha por alguien que tiene autoridad, que es reconocido por todo el mundo, no solamente por un individuo singular, privado, tiene un efecto formidable. Evidentemente este efecto no se ejerce sino por que había predisposición.
R.C.: Hay pues, tensión entre dos elementos. Por una parte, lo que está del lado del autor, y a veces del editor, y que apunta a imponer, sea explícitamente (se ha recordado la proliferación creciente de los prefacios) de las maneras de leer, de los códigos de lectura, sea de manera más subrepticia (a través de todos los dispositivos evocados hace un rato, sean tipográficos o textuales) una lectura justa. Ese conjunto de intenciones explícitas o registradas en el texto mismo, al límite, postularía que un único lector puede ser el verdadero detentador de la verdad de la lectura. Louis Marin recordaba que Poussin explicaba a su comanditario como debía leer correctamente su cuadro, como si un único hombre en el mundo pudiera tener la clave de la correcta interpretación de ese cuadro. Pero por otro lado, cada libro tiene una voluntad de divulgación, se dirige a un mercado, a un público, debe circular, debe ganar en extensión, lo que significará apropiaciones mal dirigidas, contrasentidos, errores en la relación entre el lector ideal, pero en el límite singular, y por otra parte, el público real que debe ser el más amplio posible.
P.B.: Si, creo, contra todos los presupuestos implícitos de los lectores que somos, que un libro puede actuar a través de los contrasentidos, es decir, a través de lo que, desde el punto de vista del lector legítimo, armado de su conocimiento del texto, es un contrasentido. Lo que actúa sobre el protestante de La Rochelle no es lo que Rousseau ha escrito, es lo que él piensa del “amigo Jean-Jacques”. Hay errores de lectura que son muy eficientes. Y sería muy interesante observar la parición de todos los signos visibles del esfuerzo para controlar la recepción: ¿esos signos no aumentan a medida que la ansiedad que concierne al público se incrementa, es decir, el sentimiento que se tiene con un vasto mercado y no con algunos lectores elegidos? El esfuerzo desesperado de todos los autores para controlar la recepción, para imponer las normas de la percepción de su propio producto, ese esfuerzo desesperado no debe ocultar que finalmente los libros que actúan más son los libros que actúan de inconsciente a inconsciente. Es una visión muy pesimista, quizás, de la acción de los intelectuales. Pero pienso, por ejemplo, en lo que decía Max Weber —hoy no cito más que a él— a propósito de Lutero: él ha leído la Biblia “con los anteojos de toda su actitud”, yo diría de su habitus, es decir, con todo su cuerpo, con todo lo que era, y al mismo tiempo, lo que ha leído en esa lectura total era él mismo. Uno encuentra en el libro lo que uno pone allí, y que no podría decir. Sin caer en la mitología de la creación, del creador único, es necesario no olvidar que los profesionales de la producción son gente que tiene un verdadero monopolio de llevar a lo explícito, de llevar al orden del decir, las cosas que los otros no pueden decir, no saben decir, ya que, como se dice, no encuentran las palabras.  
R.C.: Por otra parte, se puede quizás construir esas lecturas históricamente a contrasentido, por relación a la intención del autor o a nuestra propia lectura, como definiendo justamente un nivel de lectura o un horizonte de lectura particular, no demasiado rápidamente calificada en términos sociales, pero diferente a la lectura culta (savante) que le es contemporánea. Algunas veces se puede encontrar rastros de ello en el objeto ya que, por ejemplo, en las ediciones de gran circulación que los imprenteros troyanos han editado en gran número a partir del Silo XVII, la atención al sentido no es lo más fundamental como si el contrasentido y la desviación por relación al sentido no fueran obstáculos dirimentes para la lectura. Uno ve que la operación que constituye unidades de textos breves y fragmentados puede hacerse cortando una frase en su mitad, lo que le quita toda corrección gramatical y toda significación intelectual: esta misma indiferencia con el sentido fijado podría explicar, por otra parte, la extraordinaria negligencia tipográfica y la multiplicidad de las erratas de los librillos azules que a veces hacen las palabras completamente ininteligibles. Esas alteraciones son totalmente visibles luego del pasaje de un mismo texto de una edición ordinaria y correcta en una edición troyana. En estas últimas, el justo sentido no es el elemento absolutamente decisivo de la lectura, lo que se opone a toda la actitud intelectual del control máximo del objeto que es la del autor, y esto cada vez más a medida que la figura del escritor deviene una figura carismática que entiende enunciar un mensaje en una forma acabada, claramente inidentificable por su lector.
P.B.: Tomo un último ejemplo de esta lógica. Toda la historia de la filosofía —quizá voy a chocar una vez más, y no tengo todos los elementos de prueba, por lo tanto es una ocurrencia que se puede tratar como una hipótesis— descansa sobre una filosofía implícita de la historia de la filosofía que admite que los grandes autores no comunican sino por textos interpuestos. Dicho de otro modo, lo que Kant discute cuando discute a Descartes, sería el texto Descartes que los historiadores de la filosofía leen. Pues, me parece, con algunos elementos, que eso consiste en olvidar lo que circula entre los autores no son solamente textos: basta pensar en nuestras relaciones entre contemporáneos, donde lo que circula no son textos, sino palabras, títulos, palabras-slogans que atentan contra la confianza. Por ejemplo, cuando Descartes habla de la escolástica, ¿piensa en un autor particular o en un manual? El rol de los manuales es sin duda enorme. Seguramente, hay gente que estudia los manuales, pero estudia al nivel de la historia de la pedagogía, y no al nivel de la historia de la filosofía. En el orden de lo sagrado, no hay más que los grandes textos. He ahí un ejemplo, me parece, de presupuestos de lectores formados en un cierto tipo de frecuentación de los textos que hace olvidar la realidad de intercambios intelectuales que se cumplen, en gran cantidad, de inconsciente a inconsciente, a través de las cosas que son del orden del rumor. Pienso que sería muy interesante estudiar el rumor intelectual, como un vehículo de cosas importantes para constituir lo que es ser contemporáneo, lo que es ser hoy un intelectual en Francia. Sería importante saber lo que la gente sabe sobre los otros autores o sobre los editores, los periódicos, los periodistas, sea un conjunto de saberes que el historiador no encontrará más. No encontrará de ello casi más que rastros, porque circulan de manera oral. Y sin embargo, orientan la lectura. Se sabe que tal público es tal, que está mezclado con tal, y todo eso forma parte de las condiciones que es necesario tener en el espíritu para comprender ciertas estrategias retóricas, ciertas referencias silenciosas, ciertos mentís que no serán comprendidos del todo, de las polémicas que parecerán absurdas. Pero creo que, aunque uno quizás se haya alejado demasiado, hay allí, a pesar de todo, un lazo con nuestro tema: en una civilización de lectores, permanecen enormemente pre-saberes que no se vehiculizan por la lectura pero que, sin embargo la orientan.





“La lectura: une pratique culturelle”, en Pratiques de la lectura, París, Rivales, 1985, pp. 218-239

Lucas Rozenmacher "Transición"



transición



un departamento
                             una ciudad
                                                gris,
                                                           solo matices de gris,
meses y meses de grises
                                      hasta la transición.
paseo de la primavera,
                             cuando el verano se acerca
                                        y los lapachos tapizan mi barrio,
                                                           le dan color.
           Aparece el vivo.
                              llegan el rojo,
                                                  el amarillo, 
                                                                      el violeta,
que recuerdan la cercanía del río
                                                ancho,
                                                 profundo
y hacen del camino
                   un espacio transitable
                                                 y corto
sumamente
                            corto.




Lucas Rozenmacher

El cuadrado en la pluma (2006) Buenos Aires: Aurelia Rivera, 2006

sábado, 18 de junio de 2011

Manuel Mujica Lainez - "El hambre"

El hambre

Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.

Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.

Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto.
A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.

Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad...
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse.
El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más. 

Manuel Mujica Lainez


Manuel Mujica Lainez, (1950) Misteriosa Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1964, Debolsillo, 5ª edición, 2008

Silvina Ocampo, "La soga"

La soga

A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la es­calera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretu­vieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca, colgada de un árbol, después un arnés para caballo, después una liana para ba­jar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamanos, finalmente una serpiente. Tirándo­la con fuerza hacia adelante, la soga se retorcía y se volvía con la ca­beza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces su­bía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurru­caba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la so­ga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al prin­cipio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Anto­ñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente malig­na y retorcida, que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Na­die le decía: "Toñito, no juegues con la soga".
La soga aparecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acerca­ba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sa­pos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echar­la al aire; como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no nece­sitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia adelante, para re­torcerse mejor.
Si alguien le pedía:
-Toñito, prestame la soga.
El muchacho invariablemente contestaba: -No.
A la soga ya le había salido una lengüita, en el sitio de la cabe­za, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, pare­cía de dragón.
Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.
¿Una soga, de qué se alimenta?. ¡Hay tantas en el mundo!. En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua.
La bautizó con el nombre de Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: "Prímula, vamos. Prímula". Y Prímula obedecía.
Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.
Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándo­lo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aque­lla vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó en el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa.
Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos.
La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo ve­laba.

Silvina Ocampo


CUENTOS COMPLETOS
EMECÉ EDITORES
PRIMERA EDICIÓN – BUENOS AIRES 1999

S

Silvina Ocampo, "Biografía"

Silvina Ocampo (1903-1993), escritora argentina. Realizó estudios de pintura con Giorgio de Chirico y estuvo vinculada al mundo literario a través de su hermana Victoria Ocampo y su marido Adolfo Bioy Casares. Se inició con un libro de cuentos no reivindicado, Viaje olvidado (1937). Luego cultivó una poesía cercana a las formas del clasicismo: Enumeración de la patria (1942), Espacios métricos (1945), Poemas de amor desesperado (1949) y Los nombres (1953). Volvió a la poesía en 1962 con Lo amargo por dulce y en 1972 con Amarillo celeste.
Lo más reconocido de su obra son sus libros de relatos, donde incursiona en la literatura fantástica (fantasmas, monstruos, figuras persecutorias) mezclada con observaciones irónicas y de humor negro sobre las costumbres de la gente común: Autobiografía de Irene (1948), La furia (1959), Las invitadas (1961), Y así sucesivamente (1987) y Cornelia ante el espejo (1988).
Colaboró con Bioy Casares en una novela policiaca, Los que aman odian (1946), con Bioy y Borges en antologías de la literatura fantástica y de la poesía argentina, y con Juan Rodolfo Wilcock en el drama Los traidores (1956).
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Jorge Luis Borges - "Si hay miseria que no se note"

SI HAY MISERIA, QUE NO SE NOTE

Por Jorge Luis Borges

El dictamen francés de que la hipocresía es el tributo que el vicio paga a la virtud corresponde con precisión a Tartufo o a ciertos personajes de Dickens, no a la hipocresía argentina, que es de otro orden. El hipócrita, entre nosotros, se jacta de esa miseria necesaria, el dinero, o de esa otra miseria, la fama. Consideremos una de sus obsesiones: la imagen argentina. Adelina del Carril, viuda de Ricardo Güiraldes, vivió diez años en la India, cuya cultura es una de las más complejas del orbe. A su vuelta, le preguntaron: ¿Qué dicen de nosotros en la India? Nada le preguntaron sobre las tierras que había conocido. Yo tuve una experiencia análoga. En un aula de Nueva York hablé sobre la obra de Kafka. Un compatriota, a quien muy poco le interesaría esa obra, me dio las gracias porque yo había mejorado, esa tarde, la imagen argentina.
El culto de esa imagen nos ha llevado a una profusión de eufemismos. Un grupo de cambiantes militares se encarama al poder y nos maltrata durante unos siete años; esa calamidad se llama el proceso. Los terroristas arrojaban sus bombas; para no herir sus buenos sentimientos, se los llamó activistas. El terrorismo estrepitoso fue sucedido por un terrorismo secreto; se lo llamó la represión. Los mazorqueros que secuestraron, que a veces torturaron y que invariablemente asesinaron a miles de argentinos, obtuvieron el título general de fuerzas parapoliciales. Hubo una invasión y hubo una derrota; las autoridades hablaron de anticolonialismo y de un cese de hostilidades. Un ministro, acaso deliberadamente, arruina la Patria; se lo denomina un economista. La Patria fue degradada, expoliada y éticamente corrompida; se la apodó Argentina Potencia. El viaje de una viuda de Perón se llama operativo retorno. Gremialista es el mote que se otorga a ciertos matones. Un negocio turbio es un negociado y, a veces un ilícito. Cobrar excesivamente un trabajo es hacerse valer. La disputa con Chile se apodó conflicto limítrofe.
En la esquina de Charcas y Maipú había, hasta hace poco, un alto y hondo conventillo. Los vecinos recordarán las paredes amarillas, el portón, el entrevisto patio y su pileta y el balcón de fierro al que salía una pareja de viejitos y una nochera; tal era el eufemismo que usaba el barrio. El hecho nada tiene de singular; lo singular es que nadie hablaba de conventillo, porque se entiende que no los hay en el centro y menos en el norte. No importa que haya pobres; lo que importa es que no se sepa. En vísperas de un certamen de fútbol, apodado el Mundial, las autoridades repartieron ropa a la gente, para que los turistas no advirtieran que hay pobres en Buenos Aires. A los rancheríos de las orillas, popularmente llamados villas miserias, se los llama ahora villas de emergencia. Sé de familias que durante los meses de diciembre, de enero y de febrero, vivían escondidas en su casa para que la gente creyera que estaban veraneando en el Uruguay.
Otra especie del género son los eufemismos pomposos. El presidente es el primer mandatario, su mujer es la primera dama, palabra de la jerga teatral. Un ministro es el titular de la cartera, curioso gongorismo. Un ciego (yo lo soy) es un no vidente. Una cuadrilla de parientes y de pistoleros es ahora un séquito. Un plagio es una reminiscencia. A los maestros se los llama docentes; a los psicoanalistas, psicólogos; a los porteros, encargados; a los basurales, cinturón ecológico; a las batidas policiales, vastos operativos; a los controles de vehículos, Operativo Sol. Desde hace poco, la venta lucrativa (toda venta lo es) de obscenidades y la exhibición de desnudos se llama democracia o, a la española, destape.
Ofrezco este primer borrador, sin duda incompleto, del vocabulario habitual de nuestra hipocresía. La Academia Argentina de Letras bien puede ampliarlo.

Buenos Aires, jueves 8 de marzo de 1984
CLARIN - CULTURA Y NACION, pág 8.
La hipocresía argentina, según Borges

Pablo Neruda "Para Todos"

PARA TODOS


de pronto no puedo decirte
lo que yo te debo decir,
hombre, perdóname, sabrás
que aunque no escuches mis palabras
no me eché a llorar ni a dormir
y que contigo estoy sin verte
desde hace tiempo y hasta el fin.

Yo comprendo que muchos piensen,
y qué hace Pablo? Estoy aquí.
Si me buscas en esta calle
me encontrarás con mi violín
preparado para cantar
y para morir.

No es cuestión de dejar a nadie
ni menos a aquellos, ni a ti,
y si escuchas bien, en la lluvia,
podrás oír
que vuelvo y voy y me detengo.
Y sabes que debo partir.

Si no se saben mis palabras
no dudes que soy el que fui.
No hay silencio que no termine.
Cuando llegue el momento, espérame,
y que sepan todos que llego
a la calle, con mi violín.


PABLO NERUDA


PLENOS PODERES

© Editorial Losada, S. A.
Buenos Aires, 1962
Tercera edición: 21-11-1974

“Las nuevas tecnologías se acercan al siglo XVI y XVII”

Entrevista a Roger Chartier por Silvina Friera

 

Entrevista publicada en Página/12, (domingo 13 de junio de 2010)

 

El autor de El mundo como representación, que mañana recibe el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad de San Martín, habla sobre “La mano del autor: archivos literarios, crítica textual y edición”, el tema de la conferencia que brindó en el Malba.

Lo imprevisible es patrimonio exclusivo de los suburbios. “Si hubiera aprendido español en Buenos Aires, pronunciaría mucho más fuerte el yo”, dice Roger Chartier adelantando los labios en cámara lenta, como si intentara besar al aire. El historiador francés estudió la secundaria en el instituto Ampère de Lyon. No era una escuela de las más prestigiosas, esas que enseñaban a los jóvenes franceses que nacieron en cuna de oro las entonces “lenguas nobles”, el inglés y alemán. Al adolescente que fue le tocó pulsear con el español. Con los párpados entornados, como si buscara calibrar las luces y sombras de esa experiencia, cuenta que tuvo excelentes profesores que muy temprano lo vacunaron con fragmentos del Quijote. Los vericuetos de su formación historiográfica en la llamada escuela de Annales de los años ’70 y los laberintos del mundo académico –que lo llevaron a interesarse en la historia del libro, en la relación entre los textos y los lectores– hundieron al idioma de Cervantes en el olvido. Recién a fines de los ’80 y principios de los ’90, una seguidilla de invitaciones y charlas, en España y en la Argentina, lo obligaron a entrenar nuevamente ese músculo fatigado de la lengua española, que ahora luce en forma. Por esas desgracias de la planificación anticipada, sin el fixture de los partidos del Mundial, le tocó dar una conferencia en el Malba, titulada “La mano del autor: archivos literarios, crítica textual y edición”, justo en el mismo horario en que jugaba Francia. “Me dijeron que van a venir los barrabravas deportados de Sudáfrica”, bromea Chartier, que el próximo lunes recibirá el título Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de San Martín.

El historiador francés, autor de El mundo como representación y Las revoluciones de la cultura escrita: Diálogo e intervenciones (Gedisa), explica a Página/12 en qué consiste la misteriosa “mano del autor”. “Me llamó la atención el hecho de que en toda Europa, y supongo que en América latina también, se construyen archivos literarios con documentos, notas, fotos, borradores, pruebas corregidas de los autores. Hay una disciplina académica, la genética textual, que sigue este camino desde el primer momento que un autor está escribiendo notas para una posible obra hasta que se transforma en un libro impreso. Autores como Flaubert, Zola, Diderot han dejado millones de huellas”, subraya Chartier.

–¿Por qué cree que se da este fenómeno de conservar las huellas del proceso de las obras?

–Es imposible encontrar este tipo de documentos en autores anteriores a la segunda mitad del siglo XVIII. No tenemos ningún borrador o manuscrito que hayan esbozado Shakespeare, Molière o Cervantes. La cuestión central es por qué no existen estos materiales. No es solamente porque el tiempo ha destruido más documentos del siglo XVI que del XIX. En cierto momento del siglo XVIII los autores empezaron a ser los archivistas de sí mismos y conservaron todas estas huellas del proceso de escritura. Hay que entender por qué se produjo esta profunda transformación que hizo que apareciera la mano del autor. Cambió la perspectiva de la creación literaria, la idea de la originalidad de la obra y la propiedad literaria nació en ese momento. Es la idea de la obra vinculada con la singularidad de la experiencia del individuo, sus pensamientos, sus sufrimientos, “su corazón”, decía Diderot. La mano del autor es la garantía fundamental de este proceso creativo. Antes, entre el siglo XVI y XVII, se podía escribir retomando historias existentes; había una práctica de la escritura colectiva que estaba muy desarrollada, particularmente para el teatro pero no únicamente, y no existía la propiedad literaria del autor. Pero a partir de que se produjo esta transformación en la perspectiva de la creación literaria se convirtió en una obsesión por parte de los autores, de los lectores y ahora también de los archivos, la conservación de “la mano del autor”.

–¿Se produjo además algún otro fenómeno que explique esta obsesión?

–Hay una mayor relación entre el individuo singular, original, propietario de esa obra, y la circulación, apropiación y publicación de los textos; ésta es la razón por lo cual los autores construyen sus archivos, que van a dejar a la posteridad. Una consecuencia de este fenómeno fue la producción de falsificaciones. Se multiplicaron los manuscritos de Shakespeare, que no dejó nada, salvo dos o tres hojas que fueron añadidas a una obra de creación colectiva en los comienzos del siglo XVII, y que se puede discutir si es verdaderamente o no la mano de Shakespeare. A fines del siglo XVIII había muchos manuscritos apócrifos de Shakespeare porque, evidentemente, Shakespeare falleció en 1626 (risas).

–¿Qué consecuencias tiene “la mano del autor” en el lector?

–El lector pertenece al mismo mundo que los autores. En el paradigma de la cultura escrita las nociones clave son la originalidad, la singularidad y la propiedad del autor sobre la obra, que no es sólo una propiedad económica, sino moral: no se puede alterar, no se puede modificar. Es necesario recordar que muchos libros del siglo XVI y XVII no tenían el nombre del autor en la portada. Los lectores de entonces no se preocupaban por quién había escrito esos libros, no había propiedad del autor sobre el manuscrito –solamente del librero que lo había editado y que vendía la obra–; nadie reparaba en el hecho de que antes de Shakespeare había otros Hamlet que habían sido representados, y que la misma historia estaba constantemente retomada. Aunque esto no significaba que eran incapaces de diferenciar entre Shakespeare y otros, sino que la diferencia se ubicaba dentro del modelo de la imitación. Hubo un cambio muy importante entre el prerromanticismo y el Romanticismo. Tal vez estamos asistiendo al final del Romanticismo, si se piensa que la creación literaria electrónica persigue lo colectivo y una reescritura permanente. Van a desaparecer estas tres nociones clave que han fundado las prácticas de la literatura, pero también la práctica de la escritura y la práctica editorial: originalidad, singularidad y propiedad.

–¿Qué tensiones plantea la desaparición de estas prácticas en los escritores?

–Hay una gran tensión que los autores mismos están experimentando. Se intenta, inclusive en la forma electrónica, preservar estas nociones para evitar el plagio. Al mismo tiempo la premisa de los autores es dar un texto abierto a múltiples interpretaciones y reescrituras, como un palimpsesto, pero no hay más singularidad, sino una escritura colectiva. No hay más propiedad porque hay una utilización del texto electrónico libre, gratuito, abierto. Las nuevas tecnologías podrían estar más próximas a ciertas concepciones del siglo XVI y XVII y más lejos de lo que impone la herencia romántica.
La mano izquierda de Chartier juega con un lápiz verde. Parece la mano de un director de orquesta esforzada en armonizar los acordes disonantes de músicos que tocan sus instrumentos como si estuvieran interpretando diferentes sinfonías. “El autor puede elegir publicar en forma impresa o electrónica. Lo que hemos visto, por lo menos en Francia, es que no publican las mismas cosas en un medio u otro –comenta el historiador–. En general dan acceso a notas, cartas, artículos en la forma electrónica, pero publican todavía de una manera clásica, en forma impresa, porque se respetan todos los criterios de la propiedad.”

–¿Cree que cambia el concepto del tiempo entre los formatos? El libro impreso, exceptuando alguna catástrofe, dura más o “para siempre”; en cambio hasta ahora no se puede garantizar cuál será la duración en el soporte electrónico.

–Hay un matiz entre la duración de los soportes electrónicos y los aparatos, es cierto. ¿Cuántos ficheros de los comienzos de la informática no son más legibles porque no hay aparatos que permitan leerlos? La pregunta sobre la duración del libro es dramática. El libro impreso no tiene la misma vulnerabilidad.

–En “La historia o la lectura del tiempo” se refiere a las mutaciones que impone a la historia el ingreso en la era de la textualidad electrónica. ¿Cómo serían esas mutaciones en el caso de la literatura?

–Depende cómo se piensa la literatura, si hablamos de una literatura que supone una documentación considerable es diferente a si pensamos una literatura puramente íntima o de la proyección del yo. Pero si es el primer caso, la misma posibilidad al acceso de más textos está abierta. Con la posibilidad de los hipertextos, la demostración puede estar fragmentada y no necesariamente organizada según las páginas del libro impreso. El lector puede comprobar lo que dice el historiador con el documento mismo, si existe de forma electrónica. El paralelismo con la literatura, más para autores del pasado, sería que esta hiperestructura textual permitiría al lector comparar, por ejemplo, una edición con otra edición de la misma obra; comparar el manuscrito del Ulises con el libro, comparar una traducción con otra, que también es posible hacerlo en el soporte impreso, pero más complejo porque además de encontrar los libros hay que comprarlos, cuando gracias a la textualidad electrónica se podría tener todo en la misma pantalla.

–¿Qué diferencias habría entre una práctica de lectura impresa y una electrónica?

–Cambian los gestos de la lectura, pero hay algo más que me parece fundamental. El libro impreso es una obra, Madame Bovary es el libro de Flaubert. La práctica de seleccionar pasajes, aun en el libro impreso, remite a la totalidad de la obra. El fragmento está dentro de esa totalidad, inclusive si el lector no ha leído todas las páginas, porque hay elementos paratextuales que indican algo sobre el conjunto de la obra. La fragmentación de la lectura frente a la pantalla no remite a la totalidad de la obra. Hoy se utilizan los extractos sin ninguna relación con la totalidad en obras que fueron concebidas como una totalidad. Esta es una diferencia profunda y radical. Madame Bovary en cualquier edición impresa tiene la posibilidad de estar delimitada como una obra singular dentro de las obras de Flaubert. Nadie está obligado a pasear por todo el territorio, pero conoce las fronteras. Mientras que alguien puede leer tres pá- ginas de Madame Bovary en e-book y destacar esas páginas, que adquieren una identidad y una vida singular, pero que no remiten más al proyecto estético de Flaubert. Es una diferencia importante que hay que considerar, la nueva relación entre el fragmento y la totalidad, que debería generar dispositivos que permitan reconstruir algo de esa totalidad en el soporte electrónico. Ya hay algunas de las plataformas de lectura que indican si el lector está en los comienzos, en la mitad o al final de la obra; es una manera de sustitución de la materialidad del libro. El nuevo mundo textual, en un futuro que nos desborda, puede ser un futuro de fragmentos textuales.

–Si alguien quisiera estudiar la obra de autores recientes, tendría que revisar e-mails para ver los intercambios con sus colegas. ¿El correo electrónico también debería ser contemplado como un material de archivo?

–Sí, pero ese material muchas veces se borra o se pierde por diversas razones. Porque se suprime o porque le pasa algo grave al disco duro de la máquina. Si se quiere conservar la evolución de las etapas de una obra, se debe imprimir el archivo, si no se corre el riesgo de que desaparezca. Lo que definía el perímetro de un archivo literario en el sentido material era que había un autor que estaba reconocido como tal y cuando se moría sus herederos dejaban todos los archivos. O los propios escritores organizaban sus materiales para donarlos a archivos literarios. En Francia tenemos el Instituto Memoria de la Edición Contemporánea; Alemania e Inglaterra tienen archivos similares. ¿Pero de quién o cómo se va a conservar hoy en día? La pregunta plantea un gran desafío. Yo no estoy obsesionado con la idea de los archivos porque, como decía Foucault, el proceso de proliferación de los textos es un poco inquietante y construye un universo que paraliza.

–¿Qué sucederá con las notas de lectura que los escritores hacían sobre otros textos impresos en el caso de los e-book?

–Los técnicos dirán que el e-book también conserva las notas, que se puede leer y escribir al mismo tiempo. Pero es diferente porque el objeto no conserva en sí mismo, se necesitan decisiones de conservación. No quiero dar la impresión de que me estoy lamentando por la desaparición del libro porque es imposible que el libro desaparezca. No es un discurso de nostalgia hacia una invención terrible; es un discurso que contempla la convergencia de una problemática histórica sobre la perduración de la cultura escrita desde una perspectiva sociológica sobre las transformaciones de las prácticas de lectura y sobre cuáles son las nociones que para nosotros configura la literatura, qué se modifica, qué está desafiado por una nueva forma de distribución del texto sobre el soporte. Es un diagnóstico un poco más complejo que los planteos de los entusiastas del libro electrónico o las lamentaciones de los que lloran porque la cultura escrita está siendo sepultada, cuando nunca se ha escrito tanto.
De repente el fotógrafo hace un gesto de despedida. Chartier, tan entusiasmado que ni lo había registrado, salta del sofá del estudio de su colega argentino José Emilio Burucúa y le dice: “Usted es el fotógrafo más fantástico que me ha tocado porque no se percibe que está presente. Y no me ha pedido posturas ridículas. No soy un futbolista o una estrella para posar”.