domingo, 28 de abril de 2013

Conozcamos a otros autores


ROSAS DE SANGRE

 


Odio la luz en ocasiones como ésta en las que despierto tirado en el piso después de una borrachera. La cabeza me late con fuerza como si quisiera reventar, mis piernas tiemblan. Me hago la promesa de siempre que ésta es la última vez. Estoy solo. Siempre es lo mismo, la plata se acaba y desaparecen. La culpa es mía. Mientras tenés valés; no tenés y sos menos que nada, como yo que estoy en este lugar del que no tengo la más mínima idea de dónde es.
Estoy en lo que parece ser el pasillo de un edificio de más de diez pisos. No veo puertas, sólo paredes blancas y una escalera de mármol.
Comienzo a subir aún dolorido. A los costados hay unas pequeñas ventanas por las que pasa la luz, tienen un cristal tan grueso que no permiten ver nada del exterior. La escalera termina en el techo del décimo piso. Reviso con atención y noto las hendiduras de un cuadrado de un metro de lado. Empujo con fuerza y la tapa cede. Pienso: "por fin una salida".
Paso del otro lado y otra vez paredes iguales a las de antes y más escaleras. Con bronca golpeo con todas mis fuerzas la pared. Los nudillos de la mano derecha me quedan lastimados. Mi sangre dejó en la pared cuatro manchas que por su forma parecen cuatro rosas.
Afligido comienzo a subir la nueva escalera. Otra vez la misma historia, ninguna puerta o salida. Cuando llego al techo del décimo piso hay otra abertura con forma de cuadrado pero esta vez está abierta. Paso del otro lado y allí resignado las veo de vuelta, aún chorreando en la pared, a mis malditas rosas de sangre.


MARCOS RODRIGO RAMOS


Bajado de: redesdepapel.blogspot.com




Borges y las repeticiones del destino


La  Trama

Imagen bajada de narrativasdigitales.com
Para que su horror fuera perfecto, César, acosado al pie de una estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Junio Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.

Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, o leerlas): Pero, che! 
Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.

Jorge Luis Borges

Obras completas, Emecé, 1974

Francisco Luis Bernardez


Si para recobrar lo recobrado



Si para recobrar lo recobrado
debí perder primero lo perdido,
si para conseguir lo conseguido
tuve que soportar lo soportado,

si para estar ahora enamorado
fue menester haber estado herido,
tengo por bien sufrido lo sufrido,
tengo por bien llorado lo llorado.

Porque después de todo he comprobado
que no se goza bien de lo gozado
sino después de haberlo padecido.

Porque después de todo he comprendido
por lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado.


Francisco Luis Bernárdez

imagen bajada de tupoesia.creatuforo.com


Francisco Luis Bernárdez (Buenos Aires, 5 de octubre, 1900 - Buenos Aires, 24 de octubre de 1978) fue un poeta y diplomático argentino.
Vivió en España desde 1920 hasta 1924, donde leía a los poetas modernistas que lo influenciaron en sus primeros libros. Trabajó como periodista en Vigo, donde fue redactor de "Pueblo gallego". Allí se relacionó con figuras como Ramón María del Valle-Inclán, los hermanos Antonio y Manuel Machado, y Juan Ramón Jiménez. También se radicó por un breve período en Portugal.
Cuando volvió de España, Francisco Luis Bernárdez se unió al grupo de Florida, también llamado grupo Martín Fierro, una agrupación informal de artistas de vanguardia que significó una parte importante en la renovación literaria y estética argentina durante las décadas de 1920 y de 1930. Así, Bernárdez apoyó en este período el ultraísmo y, en general, las corrientes europeas propias de esta época.
En 1925, Bernárdez trabó amistad con el por entonces poco conocido Jorge Luis Borges, con quien gustaba de recorrer los suburbios en largas caminatas. Bernárdez participó de la segunda época de la revista Proa en las Letras y en las Artes, animada por un grupo literario integrado por Ricardo Güiraldes, Alfredo Brandán Caraffa, Pablo Rojas Paz y el propio Borges.
En 1937, fue nombrado secretario público de la Biblioteca Municipal «Miguel Cané» en el barrio de Boedo, e hizo ingresar a Jorge Luis Borges, quien trabajaría como auxiliar catalogador entre 1937 y 1946. Esa biblioteca, decana de las bibliotecas públicas de la Ciudad de Buenos Aires, ganaría más tarde fama internacional por ser el primer puesto público en que Borges trabajó y escribió.

lunes, 22 de abril de 2013

Isaac Asimov, una opinión esclarecedora


El indestructible


Algunos de los cambios más espectaculares que hemos presenciado en el siglo actual tienen que ver con los vehículos para el entretenimiento de los seres humanos.
De las pianolas se pasó a los gramófonos; del "vaudeville" al cine; de la radio a la televisión. A las películas se les añadió sonido; a la radio imágenes; y a ambas el color. Y nadie duda que podamos ir más lejos.
Con el láser y la holografía podemos producir imágenes tridimensionales de mayor definición que la que puede ofrecer cualquier fotografía corriente en dos dimensiones. Las modernas técnicas de grabación en cinta nos permiten editar videocassettes sobre cualquier tema, de modo que el cliente puede reproducir en cualquier momento lo que le apetezca en su propio televisor.
Cada nuevo invento desplaza a los antiguos en la medida que el público acude a aquella técnica que le da más. El cine mató al vaudeville, la televisión a la radio y el color al blanco y negro. Las tres dimensiones acabaran sin duda con la bidimensionalidad, y las cassettes puede que maten a la televisión de masas, dirigidas al gran público.
¿Cuál es la tendencia general? ¿A que se llegará en último término? En cierta ocasión asistí a una exhibición de cassettes de TV y me saltó a la vista lo voluminoso y caro que era el equipo auxiliar necesario para descodificar la cinta, llevar el sonido hasta los altavoces y proyectar la imagen sobre la pantalla. No hay duda de que las mejoras vendrán por el lado de la miniaturización y de la mayor complejidad, que es el mismo proceso que en años recientes nos han proporcionado radios, cámaras, computadores y satélites más pequeños y compactos.
Es posible que el equipo auxiliar disminuya de tamaño y acabe por desaparecer. La cassette se convertirá en un objeto autónomo que contenga cinta y todos los mecanismos necesarios para producir el sonido y la imagen.
La miniaturización hará que la cassette sea cada vez más manejable y ligera, hasta poderla llevar casi bojo el brazo. Y su funcionamiento requerir también cada vez menos energía, hasta rozar casi el ideal último de no consumir ninguna.
 Una cassette ordinaria produce sonidos y proyecta luz, porque ese es precisamente su propósito. Pero ¿por qué invadir la esfera de otras personas ajenas a ellos? La cassette ideal sería visible y audible para la persona que la está utilizando, y para nadie más.
Las cassettes que existen hoy necesitan, como es lógico, una serie de mandos: un botón de encendido y apagado y otros para regular el color, el volumen, el brillo, el contraste y demás. La dirección del cambio será, naturalmente, hacia una simplificación de los controles. En último término habrá un solo botón... o quizá ninguno.
Cabría imaginar una cassette que estuviese siempre perfectamente ajustada; que empezar  a funcionar automáticamente cuando uno la mirara; que se parara automáticamente cuando uno dejara de mirarla; que pudiera avanzar o retroceder deprisa o despacio, a saltos o con repeticiones, a placer del usuario.
Qué duda cabe que ése es el aparato de nuestros sueños; una cassette que puede contener información sobre infinitos temas, del mundo de la ficción o del real; que es autónoma, manejable, parsimoniosa en el consumo de energía, perfectamente privada y sometida en gran medida al control de la voluntad.
¿Será sólo un sueño? ¿Tendremos algún día una cassette así?
La respuesta es un sí rotundo. No es que la vayamos a tener algún día, es que la tenemos ya; para ser más exactos: existe desde hace siglos. El ideal que he descrito es la palabra impresa: la revista, el libro, el objeto que tiene Vd. en sus manos; un objeto ligero, privado y manipulable a voluntad.
¿Piensa Vd. que el libro, a diferencia de la cassette que he descrito, no produce sonido e imágenes? Pues se equivoca.
 Es imposible leer sin oír las palabras en la mente y sin ver las imágenes que producen. Y con la ventaja de que son sonidos e imágenes propios, no inventados por otros.
Las imágenes y el sonido que ofrecen todos los demás medios de entretenimiento son "congelados", y tienen un nivel de detalle que mejora con el avance de la tecnología. El resultado es que los medios exigen cada vez menos al usuario. Incluso se insertan cuñas músicas y risa pregrabadas para facilitar determinadas emociones en el cliente sin esfuerzo por su parte. La persona a quien le cuesta leer (y a la mayoría le cuesta) recurrir a esos productos "congelas", y seguir siendo un espectador pasivo.
La palabra impresa, por el contrario, presenta un mínimo de información.
Todo lo demás por encima de ese mínimo tiene que ponerlo el lector: la entonación de las palabras, la expresión de los rostros, la acción y el escenario han de ser extraídos de esas sartas de símbolos en blanco y negro. El libro es una empresa compartida entre el escritor y el lector, como ninguna otra forma de comunicación puede serlo.
Si Ud. pertenece, por tanto, a esa pequeña y afortunada minoría para los que la lectura es fácil y agradable, el libro, en cualquiera de sus manifestaciones, será para usted irremplazable e indestructible, porque exige participación. Por muy agradable que sea el papel de espectador, participar es siempre mejor.

Isaac Asimov
Publicado en ¡Cambio! 71 visiones del Futuro  

sábado, 13 de abril de 2013

Manuel Peyrou


El Busto

Hizo el nudo de la corbata y, al mismo tiempo que tiraba hacia abajo para ajustado, apretó con dos dedos el género, de modo que a partir del lazo hiciera un doblez, un repliegue central, evitando la formación de pequeñas arrugas. Se puso el saco azul y verificó el efecto general. Estar impecable era para él una forma de la comodidad. Satisfecho —dignamente satisfecho—, salió y cerró con cuidado la puerta de calle. No había podido asistir a la iglesia, pero esperaba llegar antes de las diez a la casa de su hermana. Era el día del casamiento de su sobrino mayor, quien más que un pariente era su amigo. Pasó frente a los porteros de las casas vecinas y les deseó con llaneza las buenas noches; era una elegante silueta, a pesar de sus años: alto, moreno, con el cabello ligeramente estriado de plata.
Las vitrinas del salón de los regalos exhibían algunas joyas costosas. Un collar de piedras combinadas difundía un pequeño arco iris sobre su estuche de fondo rojo; un anillo con un topacio, un par de aros de brillantes y algunos otros meteoros artificiales y enanos fulgían bajo la luz de las lámparas. Verificó si el prendedor elegido por él para su flamante sobrina y los gemelos de brillantes para el novio habían sido bien colocados. Satisfecho, avanzó en busca de la nueva pareja.
—¡No me vas a decir que no es una cosa rara! —dijo de pronto su sobrino, sorprendiéndolo. Estaba en el mismo salón y no había notado su presencia.
—No sé a qué te refieres... —repuso, deteniéndose.
—Al busto... o lo que sea...
Siguió la mirada del joven y luego se acercó frunciendo las cejas. Su claro instinto le había enseñado a desdeñar el hábito porteño de reírse de lo que no se entiende.
—Sí; es raro... pero no me parece mal. Tiene algo del modo de Blumpel...
El sobrino no contestó. Se acercó unos pasos, dio una vuelta al pedestal que sostenía el busto y dijo:
—Me parece más horrible visto de frente...
—¿De frente? ¿Cuál es el frente? —Se detuvo y frunció el ceño.— Yo no creo que tenga frente. En todo caso, no me parece bien que atribuyas al autor una intención que probablemente ha estado lejos de alimentar.
—No sé, tío; pero me parece una intrusión, una presencia oscura en un lugar de cosas claras...
—Fantasías, hijo, fantasías. Siempre has sido muy imaginativo. Y siempre te olvidas de lo más importante. Por ejemplo: ¿Quién te lo regaló?
—Aquí está la tarjeta. Nunca he oído ese nombre.
El tío tomó la tarjeta y la examinó cuidadosamente; la volvió del revés y luego miró de nuevo el anverso, con su habitual fruncimiento de cejas, como si fuera capaz de distinguir a simple vista las impresiones digitales o cualquier otra clase de indicio.
—¿No será un compañero de colegio, al que has olvidado? —le preguntó, devolviéndole el pequeño rectángulo de cartulina.
—No; me fijé en la lista que hice antes de mandar las invitaciones. No figura.
El tío se acercó al busto y lo miró a corta distancia.
—¿No habías visto esta chapita de bronce? —le preguntó—. Quizá no la advirtieron porque estaba tapada por un poco de tierra. Mira; dice: "El hombre de este siglo."
—Es cierto —repuso el joven—; no me había fijado. Pero, ¿a qué siglo se refiere? Y sea al que fuere, no me gusta. No sé explicártelo, pero no me gusta. Me gustaría tirarlo.
Eduardo Adhemar lo miró con aire tranquilo. Sintió crecer su densa, invariable ternura; siempre le había gustado ser el árbitro de las decisiones de sus parientes.
—No creo que debas hacer eso —dijo—. En todo caso —agregó, animándose con brusca inspiración—, podrías aprovechar la ocasión para hacer algo original. Y, de paso, aprovechar también el regalo...
Su animación estimuló al sobrino.
—Sí; pero no sé cómo... Es una cosa perfectamente inútil...
—Justamente por eso —repuso Eduardo Adhemar—; porque es inútil sirve para hacer un regalo.
El sobrino estaba impresionado por el busto. No creía que regalándolo podía quedar bien con nadie.
—Es una forma de provocación —dijo—. Y la gente ya lo ha visto aquí...
Adhemar era un diletante agradable y culto, disertaba superficialmente sobre cualquier cosa y se complacía en ello. Miró a su sobrino con un fruncimiento irónico en los labios.
—¿Por qué te empeñas en considerar este busto desde un punto de vista estético? —preguntó—. Te sugiero que lo examines como algo raro, misterioso. —El sobrino lo miró con un parpadeo—. Por ejemplo: imaginemos un ser que careció de posibilidad de realización. La Naturaleza —digamos— tenía cinco proyecto de caballo y eligió el que conocemos. Los otros cuatro han quedado en el misterio, pero no por eso pierden su interés. Quizá había uno con las patas larguísimas, que parecían zancos, y otro con el pelo largo, como una oveja, y otro con cola prensil, muy útil en la selva. Quizá esto sea el hombre que pudo ser. Te advierto que yo no lo veo así. Me gusta solamente como teoría. Yo prefiero imaginarlo en una calle oscura, saliendo de una puerta cochera; un ser informe para, nuestro concepto actual, con dos pares de brazos y la nariz al costado, que habla con un ladrido y dice: "Perdón, yo soy el proyecto rechazado de hombre."
—Contestarías: "En el club veo todas las noches a sus congéneres".
—No digas tonterías —repuso Adhemar, que era muy juicioso cuando los demás se ponían imaginativos.
—Prefiero la idea del regalo —dijo su sobrino—. Pero, ¿a quién? Casi todos mis amigos están aquí y si aún no lo han observado, dentro de poco lo verán...
Eduardo Adhemar recordó:
—:¡Ya sé! ¡Se lo mandas a Olegarito! No está aquí. Ayer se fue a la estancia y se casa dentro de quince días.
Cuando Eduardo Adhemar llegó quince días después a la casa de Olegario M. Banfield se había olvidado ya del asunto. Por eso, quizá —no era probable ningún otro motivo—, tuvo un sobresalto al encontrarse frente a frente con el busto, al pasar de un salón a otro, después de haber hecho la agradable comprobación de que los regalos recibidos por la pareja no eran tan costosos como los recibidos por sus sobrinos. El busto estaba en una esquina del salón y, sin embargo, parecía ser el centro de la decoración y de las luces. Adhemar saludó a dos o tres personas y se retiró.
Un mes después, ya entrado el verano, asistió a otra recepción; se casaba el hijo del presidente de la compañía. El ambiente de la Bolsa y de la Banca le molestaba un poco. Sabía que el presidente —un hombre muy meritorio, trabajador, pero sin tradición— se vanagloriaba de su amistad, y que la dueña de casa iba a presentarlo con gran entusiasmo a una serie de burguesas ricas. Pero la tiranía de las conveniencias comerciales no le permitió pensar en evasivas. Llegó, pues, con su habitual corrección, que a veces brillaba en un ligero alarde juvenil —una flor, una corbata novedosa—, y su aire indudablemente distinguido. Saludó a los dueños de casa y a los novios, y luego, sin dar tiempo a las presentaciones que ya afluían a la boca de la esposa del presidente, expresó, con una impaciencia casi infantil, su deseo de ver los regalos. Por una escalera bordeada de canastas de flores subieron al primer piso. El busto estaba en medio del amplio salón, bajo las plaquetas cristalinas de la araña.
En el curso del verano y luego, en el otoño, Eduardo Adhemar asistió a dos o tres casamientos más. En todos ellos encontró el busto. Espació después el cumplimiento de sus compromisos sociales y se limitó a concurrir de tarde, y a veces de noche al club.
Una noche desapacible, a principios del invierno, estaba cómodamente instalado tomando su whisky y leyendo el diario, cuando una conversación a sus espaldas lo hizo incorporarse a medias y escuchar. Dos socios hablaban animadamente. Por los escasos términos que logró percibir comprendió que se referían al busto. "Por suerte tuvieron tiempo de..." La frase quedó inconclusa porque un mozo pasó haciendo ruido con una bandeja llena de vasos. ¿Qué era lo que había que hacer a tiempo?, se preguntó Adhemar. Un rasgo de humorismo, una ocurrencia surgida en un instante de jovialidad, el día del casamiento de su sobrino, parecía haber tenido consecuencias imprevisibles. Él había puesto en movimiento algo, un hábito, una moda, una fuerza. No podía saber qué, pero se propuso averiguarlo. Desgraciadamente, no se hablaba con ninguno de los dos caballeros. Se habían distanciado el día de la renovación de la comisión directiva. Decidió estar atento en los días sucesivos por si lograba sorprender nuevas alusiones al busto. Una tarde llegó al salón en el momento en que terminaba una charla entre varios amigos. Creyó comprender que alguien había sostenido la existencia de numerosos bustos. Pero esa opinión fue victoriosamente rebatida por Pedrito Defferrari Marenco, el joven abogado y político que ya se perfilaba como uno de los nuevos valores del Partido Tradicional. Era un solo busto, del que todos se desprendían nerviosamente, apenas recibido. Adhemar, en una especie de vértigo, guardó silencio.
A partir de ese momento empezó a sentirse hondamente preocupado. Los motivos de su inquietud no respondían a un sentimiento egoísta; comprendió —sentado en su sillón habitual en el club hizo un minucioso análisis de su situación— que un impulso generoso, aunque todavía oscuro, estaba dominándolo en forma sorda y creciente. Empezó a pensar constantemente en su sobrino, en su felicidad, en su profesión, en los aspectos de su vida matrimonial. La pareja no había regresado aún de un largo viaje por Europa, y Adhemar experimentó verdadera angustia durante las semanas que faltaban para el arribo. Luego, cuando por fin este se produjo, debió contener su impaciencia durante unos días. Una tarde convidó al joven a tomar un whisky en el club. Después de hablar de algunas minucias relacionadas con el viaje, exploró con cautela los tópicos que le interesaban. Todo estaba bien; su sobrino y su mujer eran felices, el dinero abundaba y la profesión de ingeniero era la vocación cumplida del joven. Adhemar sonrió imperceptiblemente, satisfecho, como un conspirador.
Pero dos o tres días después notó con alarma que empezaba a interesarse por el destino de Olegario Banfield, el amigo a quien su sobrino había regalado el busto. El problema era más difícil, porque su amistad con Banfield era reducida y no existían muchos pretextos para verlo. Empezó, sin embargo, a visitar a amigos comunes, con el propósito de obtener detalles; inventó innumerables subterfugios y excusas para lograr el conocimiento total de la vida del joven Olegario y de su esposa. Logró sus fines, por supuesto, y nuevamente quedó satisfecho. Más complicadas resultaron las siguientes investigaciones, porque a medida que avanzaba iba encontrando personas casi totalmente desconocidas. Recurrió entonces a una agencia de policía privada. Al principio, le resultó difícil vencer la suspicacia profesional del inspector Molina. Este, un hombre avezado, pensó lógicamente en motivos sentimentales. Es normal que un caballero de gran fortuna tenga una aventura costosa y que ansíe una fidelidad relativa; también es normal que trate de obtener la certidumbre de esa fidelidad. Pero cuando las investigaciones debieron extenderse a diez o quince hogares recientemente constituidos el inspector terminó por aceptar las razones expuestas por Adhemar. Todo el trabajo —explicó el caballero— se haría con vistas a la formación de un archivo; una gran empresa de crédito, cuya denominación convenía mantener en reserva por el momento, estaba haciendo un gigantesco registro moral y financiero del país. Adhemar notó en dos o tres ocasiones un dejo de ironía en el inspector, pero como el hombre cumplía su trabajo a conciencia olvidó enseguida toda preocupación. Por su parte, el inspector recibía una considerable mensualidad por sus actividades, de modo que también abandonó las consideraciones ajenas a su labor rutinaria y colaboró en la forma más eficaz.
Después de algún tiempo Adhemar advirtió que era imposible tener un cuadro de la vida de una persona, a partir de la posesión del busto, sin conocer su vida anterior. Sólo la comparación podía dar la nota exacta. Esto desplegó, complicó infinitamente las investigaciones. Para cooperar con el inspector el propio Adhemar se decidió a actuar. Durante días y noches mantuvo entrevistas, requirió informes, siguió largamente por las calles a personas desconocidas. Al cabo de unos meses, una noche de niebla en que recorría el barrio de la Recoleta, tuvo un sobresalto. Una forma ligera, una sombra casi, entrevista al volver el rostro, le hizo sospechar que él también era seguido. La sangre le golpeó en las sienes; un sentimiento de horror estuvo a punto de paralizarlo. Logró después apresurar el paso, dio dos o tres vueltas inesperadas —o que creyó inesperadas— en otras tantas esquinas y, finalmente, llegó a su casa. A las pocas horas se había calmado; él se había introducido en la vida de los demás: ¿tenía derecho a impedir que alguien atisbara en la suya? Pero no pensó más, porque estaba muy cansado; su estado físico y su ánimo habían decaído en las últimas semanas.
Durante un mes prosiguió su trabajo, siempre con la sensación de ser puntualmente observado, hasta que una molestia estomacal y una ligera puntada en el lado izquierdo del pecho lo obligaron a visitar al médico. No era nada de cuidado, explicó el facultativo. Dieta, supresión del alcohol, una serie de inyecciones, y estaría como nuevo. Regresó a su departamento de la calle Arenales y se metió en cama. Al día siguiente era su cumpleaños y deseaba estar bien para recibir a sus amigos. Pero al despertarse comprendió que su reunión había fracasado. Un fuerte dolor, reumático o lo que fuera, le impedía moverse. Llamó al médico y éste llegó a mediodía. Efectivamente, sus pequeñas molestias se habían complicado con un lumbago.
Permaneció todo el día en cama. El mucamo hizo pasar a dos o tres amigos que fueron a saludarlo; también llegaron algunos regalos. A las nueve de la noche aquél se retiró, después de solicitarle permiso para ir al cinematógrafo. Adhemar le sugirió que dejara la puerta entreabierta, por si aun llegaba algún amigo. Media hora después sintió unos golpes y un mensajero entró sin esperar contestación. Estaba curvado por un paquete de gran peso, que dejó en la mesa del hall. Luego avanzó hasta la cama y le entregó una carta y se retiró. En la habitación próxima el paquete era una sombra oscura. Doblegado por el dolor, sin poder incorporarse, Adhemar abrió la carta y sacó una tarjeta. Nunca había leído este nombre. Sí; lo había leído: ¡la noche del casamiento de su sobrino, en la tarjeta que acompañaba al busto! Con ansiedad, estiró el brazo y tomó el teléfono. Acercó el auricular a su oído; estaba desconectado. Hizo dolorosamente, vanamente, un nuevo esfuerzo para incorporarse. Una opresión creciente, como una marea, le llenó el pecho y subió, subió.
Bajo el arco del hall la oscuridad se extendió como café derramado y avanzó en la habitación.

MANUEL PEYROU; La noche repetida (1953).

Texto extraído de Antología de la Literatura Fantástica de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. (1965) Editorial Sudamericana. Vigesimotercera edición, 2009

 

MANUEL PEYROU, escritor argentino, nacido en San Nicolás de los Arroyos (Provincia de Buenos Aires). Autor de La espada dormida (1944); El estruendo de las rosas (1948); La noche repetida (1953); Las leyes del juego (1959); El árbol de Judas (1961); Acto y Ceniza (1963).


sábado, 6 de abril de 2013

Gamerro y su críticas


PSICOSIS, DE HITCHCOCK
Ya nunca te ducharás tranquila

  Por Carlos Gamerro

   


Psycho tiene, entre otros, el dudoso mérito de haber convertido en uno de los lugares de mayor resguardo e intimidad, la ducha, en –como corresponde a los caprichos de nuestro inconsciente– el de mayor vulnerabilidad. Después de Psycho, cada vez que en una película vemos a un personaje duchándose, nos crispamos en espera del latigazo de la cortina corrida, el grito y el cuchillo. Y en la vida real ducharse ha pasado a ser algo levemente inquietante, nunca exento de peligros siniestros (no el de resbalarse, que es apenas uno de esos deleznables riesgos físicos, como el de nadar después de comer, que nuestros padres inventan). Así también –no sólo mediante la ideología– coloniza el cine nuestro inconsciente.
La de Psycho es la sorpresa mayor y mejor preparada en la historia del cine. Porque cuando todos (especialmente, pero no exclusivamente, los miembros masculinos de la platea) tienen sus cinco sentidos e ingenios tensados al máximo para ver si se le “ve algo” a la estrella (el truco no hubiera funcionado tan bien en el cine posterior, en el cual ponerla en bolas se hizo costumbre, si no obligación), de la nada entra una desgarbada vieja borrosa y la achura. Hitchcock pensaba la película como Poe pensaba el cuento: desde las reacciones del espectador, y nos conoce como si nos hubiera parido: por algo decía que podía tocarnos como a un piano.
Toma, por ejemplo, la frase que todos nos decimos, y que a todos nos han dicho, cuando el héroe peligra: “No se va a morir ahora, es la estrella”, y nos contesta: “¿Ah, sí? Miren”. Jamás, en el cine al menos, habrá, ni podrá haber (porque él ya lo hizo) un retruque más contundente y más fino. Psycho, como saben, cuenta la historia de Marion, una chica que, tentada por una ocasión inesperada, roba el dinero de su jefe y huye para encontrarse con su amante en una ciudad vecina; conoce en un motel, en el que debe guarecerse por la lluvia, a un joven tímido y sensible, parece decidida a regresar, devolver el dinero y enmendar su vida... y de golpe está muerta en la bañera, su ojo redondo de incredulidad apenas menos abierto que los nuestros. ¿Cómo? ¿Esta no era una película sobre los dilemas morales y amorosos de la joven? Ehh..., se complicó. ¿Y ahora cómo devuelve el dinero?, trata de engranar nuestra mente atontada, como si quisiera resolver ecuaciones de segundo grado después de una piña de Tyson; para darnos tiempo, Hitchcock nos muestra en tiempo real (o casi) al joven Norman Bates ocultando las huellas del crimen, haciendo la limpieza concienzudamente, como corresponde a quien repite tareas similares todos los días. Hitchcock nos toca como un piano, y de la misma manera nos cuida. Sabe que quedamos tontitos, y que necesitamos tiempo para volver a la película.
Lo mismo se aplica al tema sangre. Los tempranos ’60 pertenecían todavía a esa época arcádica en la cual los baleados se llevaban una mano al agujero para taparlo y morir sin ofendernos (hoy en día sólo les creemos si empapelan las paredes con sus sesos). Hitchcock sabía que si su bañera se llenaba de sangre roja, la misma sangre roja que enloqueció a los Macbeth, el asco o la impresión de los espectadores podía desviar su sensibilidad de lo que está teniendo lugar en primer término: una reflexión filosófica, realizada por medios puramente cinematográficos, sobre el poder de la muerte para cortar cualquier lógica, cualquier plan, cualquier hilo. Por eso filmó la película entera en blanco y negro. Sólo por eso. Para no empañar la pureza de uno de sus momentos.
Y una más: cuando en las escuelas de guión se enseña a pensar la identificación del espectador con el personaje, suele explicársela, conscientemente o no, en términos de identificación moral: me identifico con los buenos y me aparto de los malos (no por casualidad estas fórmulas fueron inventadas por los puritanísimos estadounidenses). Hitchcock, inglés y católico al fin, prueba que la identificación es, ante todo, física y emotiva: cuando Norman ha echado al pantano el auto de Marion (con dinero y cadáver incluido), y de golpe éste deja de hundirse, y el techo queda al descubierto, ¿quién, de los millones de espectadores que han visto la película, exclamó para sus adentros “¡Qué bueno! Ahora van a descubrir el crimen, y recuperar al dinero, y castigar a la mamá asesina!”. Hitchcock siempre sabía qué tecla tocaba: en este caso, la que nos llevaba a rogar, casi: “¡Hundite, hundite!”.


Artículo aparecido en Página12 el Domingo, 22 de agosto de 2010



Carlos Gamerro nació en Buenos Aires en 1962. Es Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, donde se desempeñó como docente hasta 2002. Actualmente dicta cursos en la Universidad de San Andrés y en el MALBA. Su obra de ficción publicada incluye las novelas Las Islas (Simurg,1998; Norma, 2007), El sueño del señor juez (Sudamericana, 2000; Página 12, 2005; Veintisiete Letras, 2008), El secreto y las voces (Norma, 2002 y 2008), La aventura de los bustos de Eva (Norma, 2004 y 2009; Belacqua, 2006), Un yuppie en la columna del Che Guevara (Edhasa, 2011) y los cuentos de El libro de los afectos raros (Norma, 2005). Sus libros de ensayo incluyen Harold Bloom y el canon literario (Campo de ideas, 2003), El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos (Norma, 2006), Ulises. Claves de lectura (Norma, 2008) y Ficciones barrocas. Una lectura de Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Cortázar, Onetti y Felisberto Hernández (Eterna cadencia, 2010). Sus traducciones incluyen Un mundo propio de Graham Greene, La mano del teñidor de W.H. Auden, Poesía y represión de Harold Bloom, Enrique VIII y Hamlet de Shakespeare. En colaboración con Rubén Mira escribió el guión del film Tres de Corazones (2007) de Sergio Renán. En 2007 fue Visiting Fellow en la Universidad de Cambridge y en 2008 participó del International Writers Workshop de la Univesidad de Iowa. Es autor de la versión teatral de Las Islas que se estrenó en el Teatro Alvear de Buenos Aires, con dirección de Alejandro Tantanian.

Juana de Ibarbouru


Sol fuerte




Desprende una tristeza aherrojante y extraña
ese lento desfile de entoldadas carretas,
por el ocre camino que cruza la campaña
plana, árida y seca.

Ni un árbol, ni una loma, ni la mancha sombría
de un monte, en derredor.
Las carquejas se enroscan bajo el fuego del día,
implacable de sol.

¡Parece que el planeta estuviera vacío
y que van a una cita misteriosa y suprema
esas lentas carretas que cruzan el camino
bajo este sol que quema.

 

Juana de Ibarbourou
El libro del Idioma, A. Kapelusz y Cía, 1927

Juana de Ibarbourou, (Fernández Morales, de soltera), fue conocida popularmente como Juana de América, nació el 8 de marzo de 1892 en la localidad de Melo y falleció el 15 de julio de 1979 en la ciudad de  Montevideo, fue una poetisa uruguaya. El 10 de agosto de 1929 recibió, en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo, el título de «Juana de América» de la mano de Juan Zorrilla de San Martín y una multitud de poetas y personalidades. Fue enterrada con honores de Ministro de Estado en el panteón de su familia del Cementerio del Buceo.