PSICOSIS,
DE HITCHCOCK
Ya
nunca te ducharás tranquila
Por
Carlos Gamerro

Psycho tiene, entre otros, el dudoso mérito
de haber convertido en uno de los lugares de mayor resguardo e intimidad, la
ducha, en –como corresponde a los caprichos de nuestro inconsciente– el de
mayor vulnerabilidad. Después de Psycho, cada vez que en una película vemos a
un personaje duchándose, nos crispamos en espera del latigazo de la cortina
corrida, el grito y el cuchillo. Y en la vida real ducharse ha pasado a ser
algo levemente inquietante, nunca exento de peligros siniestros (no el de
resbalarse, que es apenas uno de esos deleznables riesgos físicos, como el de
nadar después de comer, que nuestros padres inventan). Así también –no sólo
mediante la ideología– coloniza el cine nuestro inconsciente.
La de Psycho es la sorpresa mayor y mejor
preparada en la historia del cine. Porque cuando todos (especialmente, pero no
exclusivamente, los miembros masculinos de la platea) tienen sus cinco sentidos
e ingenios tensados al máximo para ver si se le “ve algo” a la estrella (el
truco no hubiera funcionado tan bien en el cine posterior, en el cual ponerla
en bolas se hizo costumbre, si no obligación), de la nada entra una desgarbada
vieja borrosa y la achura. Hitchcock pensaba la película como Poe pensaba el
cuento: desde las reacciones del espectador, y nos conoce como si nos hubiera
parido: por algo decía que podía tocarnos como a un piano.
Toma, por ejemplo, la frase que todos nos
decimos, y que a todos nos han dicho, cuando el héroe peligra: “No se va a
morir ahora, es la estrella”, y nos contesta: “¿Ah, sí? Miren”. Jamás, en el
cine al menos, habrá, ni podrá haber (porque él ya lo hizo) un retruque más
contundente y más fino. Psycho, como saben, cuenta la historia de Marion, una
chica que, tentada por una ocasión inesperada, roba el dinero de su jefe y huye
para encontrarse con su amante en una ciudad vecina; conoce en un motel, en el
que debe guarecerse por la lluvia, a un joven tímido y sensible, parece
decidida a regresar, devolver el dinero y enmendar su vida... y de golpe está
muerta en la bañera, su ojo redondo de incredulidad apenas menos abierto que
los nuestros. ¿Cómo? ¿Esta no era una película sobre los dilemas morales y
amorosos de la joven? Ehh..., se complicó. ¿Y ahora cómo devuelve el dinero?,
trata de engranar nuestra mente atontada, como si quisiera resolver ecuaciones
de segundo grado después de una piña de Tyson; para darnos tiempo, Hitchcock
nos muestra en tiempo real (o casi) al joven Norman Bates ocultando las huellas
del crimen, haciendo la limpieza concienzudamente, como corresponde a quien
repite tareas similares todos los días. Hitchcock nos toca como un piano, y de
la misma manera nos cuida. Sabe que quedamos tontitos, y que necesitamos tiempo
para volver a la película.
Lo mismo se aplica al tema sangre. Los
tempranos ’60 pertenecían todavía a esa época arcádica en la cual los baleados
se llevaban una mano al agujero para taparlo y morir sin ofendernos (hoy en día
sólo les creemos si empapelan las paredes con sus sesos). Hitchcock sabía que
si su bañera se llenaba de sangre roja, la misma sangre roja que enloqueció a
los Macbeth, el asco o la impresión de los espectadores podía desviar su
sensibilidad de lo que está teniendo lugar en primer término: una reflexión
filosófica, realizada por medios puramente cinematográficos, sobre el poder de
la muerte para cortar cualquier lógica, cualquier plan, cualquier hilo. Por eso
filmó la película entera en blanco y negro. Sólo por eso. Para no empañar la pureza
de uno de sus momentos.
Y una más: cuando en las escuelas de guión
se enseña a pensar la identificación del espectador con el personaje, suele
explicársela, conscientemente o no, en términos de identificación moral: me
identifico con los buenos y me aparto de los malos (no por casualidad estas
fórmulas fueron inventadas por los puritanísimos estadounidenses). Hitchcock,
inglés y católico al fin, prueba que la identificación es, ante todo, física y
emotiva: cuando Norman ha echado al pantano el auto de Marion (con dinero y
cadáver incluido), y de golpe éste deja de hundirse, y el techo queda al
descubierto, ¿quién, de los millones de espectadores que han visto la película,
exclamó para sus adentros “¡Qué bueno! Ahora van a descubrir el crimen, y
recuperar al dinero, y castigar a la mamá asesina!”. Hitchcock siempre sabía
qué tecla tocaba: en este caso, la que nos llevaba a rogar, casi: “¡Hundite,
hundite!”.
Artículo aparecido
en Página12 el Domingo, 22 de agosto
de 2010
Carlos Gamerro
nació en Buenos Aires en 1962. Es Licenciado en Letras por la Universidad de
Buenos Aires, donde se desempeñó como docente hasta 2002. Actualmente dicta
cursos en la Universidad de San Andrés y en el MALBA. Su obra de ficción
publicada incluye las novelas Las Islas
(Simurg,1998; Norma, 2007), El sueño del
señor juez (Sudamericana, 2000; Página 12, 2005; Veintisiete Letras, 2008),
El secreto y las voces (Norma, 2002 y
2008), La aventura de los bustos de Eva
(Norma, 2004 y 2009; Belacqua, 2006), Un
yuppie en la columna del Che Guevara (Edhasa, 2011) y los cuentos de El libro de los afectos raros (Norma,
2005). Sus libros de ensayo incluyen
Harold Bloom y el canon literario (Campo de ideas, 2003), El nacimiento de la literatura argentina y
otros ensayos (Norma, 2006), Ulises.
Claves de lectura (Norma, 2008) y Ficciones
barrocas. Una lectura de Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Cortázar, Onetti
y Felisberto Hernández (Eterna cadencia, 2010). Sus traducciones incluyen Un mundo propio de Graham Greene, La mano del teñidor de W.H. Auden, Poesía y represión de Harold Bloom,
Enrique VIII y Hamlet de Shakespeare.
En colaboración con Rubén Mira escribió el guión del film Tres de Corazones (2007) de Sergio Renán. En 2007 fue Visiting
Fellow en la Universidad de Cambridge y en 2008 participó del International
Writers Workshop de la Univesidad de Iowa. Es autor de la versión teatral de Las Islas que se estrenó en el Teatro
Alvear de Buenos Aires, con dirección de Alejandro Tantanian.
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