sábado, 22 de junio de 2013

Plantando el árbol



Abramos la dulce tierra
con amor, con mucho amor;
es éste un acto que encierra,
de misterios, el mayor.

Cantemos mientras el tallo
toca el seno maternal.
Bautismo de luz da un rayo
al brote piramidal.

Le entregaremos ahora
a la buena Agua y a vos,
noble Sol; a vos, señora
Tierra, y al buen padre Dios.

El Señor le hará tan bueno
como un buen hombre o mejor;
en la tempestad sereno,
y en toda hora, amparador.

Te dejo en pie. Ya eres mío,
y te juro protección
contra el hacha, contra el frío
y el insecto y el turbión.

A tu vida me consagro;
descansarás en mi amor.
¿Qué haré que valga el milagro
de tu fruto y de tu flor?
  

Gabriela Mistral

 



El libro del Idioma, Kapelusz, 1927

Ernesto Sábato

Acerca del estilo
(Fragmentos)

El estilo es el hombre, el individuo, el único: su manera de ver y sentir el universo, su manera de “pesar” la realidad, o sea esa manera de mezclar sus pensamientos a sus emociones y sentimientos, a su tipo de sensibilidad, a sus prejuicios y manías, a sus tics.
……….
Los retóricos consideran el estilo como ornamento, como un lenguaje festival. Cuando en verdad es la única forma en que un artista puede decir lo que tiene que decir. Y si el resultado es insólito, no es porque el lenguaje lo sea sino porque lo es la manera que tiene ese hombre de ver el mundo. Lo que el lenguaje hace luego es ceñirse a esa visión como las sutiles mallas de las bailarinas a los músculos de su cuerpo.
……….
Un buen escritor expresa grandes cosas con pequeñas palabras; a la inversa del mal escritor, que dice cosas insignificantes con grandes palabras.
……….
Todos los grandes escritores escriben con sencillez, pero casi siempre a costa de mucho esfuerzo. Ya decía Cicerón que “hay un arte de parecer sin arte”. La sencillez produce la impresión de que no ha costado nada, la impresión de que cualquiera de nosotros podemos escribir como Tolstoi en cuanto nos pongamos delante de una cuartilla.

Ernesto Sábato

Páginas Vivas, Editorial Kapelusz, 1974

sábado, 15 de junio de 2013

La Escuela

Esa escuela debió llamarse: “Don Vicente Bordón”, sí señor, porque él la construyó con la ayuda de la gente del pueblo. Sin embargo, allí está la placa que dice: Escuela Doña Eligia. Una obrera del Gobierno de la Nación, ¡Mentira! Lo hicimos nosotros, sobre todo don Vicente, que a pesar de la desgracia que tuvo, pues su único hijo se le había muerto de fiebre amarilla, no regateó esfuerzos, se humilló ante los acopiadores de frutos, hasta vendió sus animalitos de corral, para poder comprar algunas herramientas necesarias para la construcción de la escuela por todos anhelada.
Si usted lo conociera… ese hombre sí que era bueno y querido; siempre andaba por el vecindario con el machetito al cinto y su sombrero de paja deshilachado hablando con los parroquianos de lluvias o del último novillo que escapó. Era buen conocedor de las yerbas medicinales y… ni hablar de la albañilería, en donde era todo un maestro; pero donde realmente se ganó el respeto de la gente fue con su ejemplar modo de vivir, como un verdadero cristiano. Él encabezaba los rezos cuando había alguna novena y las pocas veces que venía un cura a la aldea, era él quien ayudaba en la celebración de la misa.
No sé cómo, pero ese hombre se las sabía todas; hasta leyes conocía y sin mentirte, te juro, sabía más de éstas que el propio juez de paz y justicia del pueblo; él fue quien insistió y nos llevó a la Capital para gestionar los títulos de propiedad para nuestros lotecitos; qué bárbaro, el hombre se desempeñaba como un pez en el agua por aquellas oficinas llenas de gente con corbatas coloradas, que hablaban en un castellano amanerado…
Daba gusto ver a ese hombre trabajando… hacheando, aserrando o dirigiendo. ¿Se acuerda del camino a Potrero Negro? Era intransitable en los días de lluvia, pero don Vicente con nuestra ayuda lo convirtió en una avenida con puente y hasta con palmeras a los costados.
Parece mentira, no teníamos más que tortillas para comer, pero apenas Don Vicente movilizaba a la gente y dábamos algunos hachazos empezaban a llegar las campesinas con sus comidas típicas o con algunas gallinas vivas. Tenía el don de despertar a la gente ese espíritu de solidaridad que hoy tanta falta nos hace. Como decía esta escuela debió llamarse “Don Vicente”. Cada piedra, cada listón de madera pasó por sus manos… y para el techo de zinc contribuimos todos los agricultores, donando nuestros productos, que fueron llevados y vendidos en la misma capital del país.
Fue de aquel viaje que don Vicente nos habló de la necesidad de juntarnos y trabajar en cooperativas. “Los acopiadores nos están robando los frutos de nuestro sacrificio, al pagarnos por ellos precios totalmente injustos, se están enriqueciendo a expensas de nuestra miseria, aprovechando nuestra ignorancia y abandono, se ponen de acuerdo para fijar los precios, y así pagarnos lo más bajo posible.” Ninguno de nosotros entendió lo que nos decía, pero le seguimos y vimos los resultados.
Ah… si usted viera la cara que pusieron los acopiadores cuando tras la cosecha llenamos los camiones que nos enviaron los compañeros de la Juventud Católica de Villarrica y levantando polvo fuimos para la ciudad y regresamos al otro día, sólo que con cuadernos, lápices, pizarras, bastimentos, medicinas para las lombrices, la fiebre amarilla y hasta un pedazo de riel para la campana de la capilla de San Isidro.
Fue como un mes antes de la inauguración de la escuela, ya le estábamos dando los últimos toques de pintura… Cuando un viernes llegaron tres camionetas coloradas de donde bajaron varios hombres vestidos de civil y preguntaron:
─¿Quién es Vicente Bordón?
─Soy yo, para servirlos ─les dijo don Vicente.
Y sin más, varios hombres con pistola en mano se le abalanzaron y a golpes lo llevaron hasta una de las camionetas; allí lo ataron de manos y pies y… se lo llevaron. Fue la última vez que lo vimos… ¿Qué hicieron con nosotros? Nos llevaron para averiguaciones hasta la delegación de Villarrica y allí nos tuvieron por seis meses incomunicados. Bajo ningún cargo formal, excepto el de subversivos, como siempre nos llaman nuestros torturadores. ¿Ves estas cicatrices? Y tengo otras que no me atrevo a mostrar a nadie… Todo fue para que firmáramos unos papeles que ni idea teníamos de qué se trataban, pero que servían de pretexto para desollarnos cada semana; uno de nosotros, Marcelino, no aguantó más y murió. Así sin más ni menos. Llamaron a su gente para que le retiraran y lo enterraran en el mismo día.
¿Usted oye ese aullido? Es el perro de don Vicente, que sobrevive en el monte gracias a los vecinos, que lo alimentan a escondidas de la policía. Pobre perro, anda por todas partes sin que nadie lo vea, llenando de maldición nuestra aldea con su aullido de desconsuelo.
Catalo Bogado Bordón

Insurgencias del recuerdo, el 8vo. Loco Ediciones, 2009


Catalo Bogado Bordón nació en Villarrica, Paraguay, en 1955. Insurgencias del recuerdo es una colección de cuentos que recupera la memoria colectiva de sectores oprimidos del Paraguay rural profundo.


sábado, 8 de junio de 2013

Simplemente, Galeano

¿POR QUÉ LLORAN LAS PALOMAS AL AMANECER?

 

Porque una noche un palomo y una paloma fueron a un baile y al palomo lo mató, en pelea, alguien que lo quería mal. Estaba muy lindo el baile, y la paloma no quiso dejar de divertirse. "Esta noche cantaré -dijo- y por la mañana lloraré." Y lloró cuando el sol asomó en el horizonte. Así me contó Malena Aguilar que le había contado la abuela, mujer de ojos grises y nariz de lobo, que en las noches, al calorcito de la cocina de carbón, hechizaba a los nietos con historias de almas en pena y degüellos.

 
Eduardo Galeano

Texto digitalizado de:
Días y Noches de Amor y de Guerra, Editorial Laia, Barcelona, 1983


Neruda

Vegetaciones


A las tierras sin nombre y sin números
bajaba el viento desde otros dominio,
traía la lluvia hilos celestes,
y el dios de los altares impregnados
devolvía las flores y la vida.

En la fertilidad crecía el tiempo.

El jacarandá elevaba espuma
hecha de resplandores transmarinos,
la araucaria de lanzas erizadas
era la magnitud contra la nieve,
el primordial árbol caoba
desde su copa destilaba sangre,
y al Sur de los alerces,
el árbol trueno, el árbol rojo,
el árbol de la espina, el árbol madre,
el ceibo bermellón, el árbol caucho,
era volumen terrenal, sonido,
eran territoriales existencias.

Un nuevo aroma propagado
llenaba, por los intersticios
de la tierra, las respiraciones
convertidas en humo y fragancia:
el tabaco silvestre alzaba
su rosal de aire imaginario.
Como una lanza terminada en fuego
apareció el maíz, y su estatura
se desgranó y nació de nuevo,
diseminó su harina, tuvo
muertos bajo su raíces,
y luego, en su cuna, miró
crecer los dioses vegetales.
Arruga y extensión, diseminaba
la semilla del viento
sobre las plumas de la cordillera,
espesa luz de germen y pezones,
aurora ciega amamantada
por los ungüentos terrenales
de la implacable latitud lluviosa,
de las cerradas noches manantiales,
de las cisternas matutinas.
Y aún en las llanuras
como láminas del planeta,
bajo un fresco pueblo de estrellas,
rey de la hierba, el ombú detenía
el aire libre, el vuelo rumoroso
y montaba la pampa sujetándola
con su ramal de riendas y raíces.

América arboleda,
zarza salvaje entre los mares,
de polo a polo balanceabas,
tesoro verde, tu espesura.

Germinaba la noche
en ciudades de cáscaras sagradas,
en sonoras maderas,
extensas hojas que cubrían
la piedra germinal, los nacimientos.
Útero verde, americana
sábana seminal, bodega espesa,
una rama nació como una isla,
una hoja fue tomada de la espada,
una flor fue relámpago y medusa,
un racimo redondeó su resumen,
una raíz descendió a las tinieblas.

Pablo Neruda

“La lámpara en la tierra”, en Canto General, Editorial Bruguera, 1986


sábado, 1 de junio de 2013

Delaney

Capítulo perdido del Quijote

Bajado de: evaingles.wikispaces.com


Cuentan que después de la burla que le habían hecho, siguió Don Quijote su camino acompañado de Sancho, quien trataba de persuadirle de que recayera en la realidad de las cosas. Anduvieron un largo trecho con perfecta paciencia hasta que en determinado momento dijo Sancho:
─Señor, ¿hasta cuándo seguiremos trotando? Porque a decir verdad mi estómago…
─Oh, hermano Sancho ─Interrumpió Don Quijote─ siempre eres el mismo flojo; pero ¿es que no piensas en otra cosa que en comida? ¡Mortifícate, se hombre, Sancho amigo, y consuélate pensando que en la ínsula que te he de dar (si no es que me la destruyen los encantadores) tendrás los manjares que desees! Mas como conozco tus mañas y sé que constantemente te estarás lamentando el haber dejado la casa de Don Lorenzo, donde señoreaba la opulencia, te prometo detener al primer caminante que se nos presente y pedirle algo que puedas comer.
Sancho, en su redondez, asintió con una sonrisa rústica, sincera.
Al terminar la referida plática vieron a lo lejos a un hombre que iba consumiendo con su carreta lentamente el camino; cuando se encontraron gritó Don Quijote:
─¡Salve buen hombre! ¡Bendito los ojos que os vean por estos lares!
El aludido, instalado detrás de los largos bigotes, respondió:
─¡Salud, apuesto caballero!
Y mirando con pausada sonrisa a Sancho, agregó:
─¿Quiénes sois vosotros?
─Yo soy el caballero Don Quijote de la Mancha, y este que aquí veis es el valiente (aunque el adjetivo no concuerde con su constitución externa) escudero Sancho Panza, futuro gobernador de una ínsula.
─¡Oh, si habré oído hablar de vosotros! ¡Y qué honor el mío de encontraros! Pero… por ventura, ¿puedo serviros en algo?
─Mirad amable señor ─se adelantó el Quijote─ sucede que mi amigo ha cabalgado mucho y en este momento su estructura muy cerca del desconsuelo, requiere atención alimenticia.
─Comprendo ─dijo el desconocido.
Y diciendo esto extrajo del interior de su carreta un trozo de carne y un chiflo de vino y en seguida se los alcanzó a Sancho, quien los fue devorando con la desorbitada mirada y cuando los tuvo en sus manos, con los dientes; pero ante una advertencia de su señor dio Sancho gracias a Dios por aquellos circunstanciales sustentos y luego prosiguió su efusiva labor.
─Por lo que veo sóis vosotros creyentes ─señaló la voz del viajero.
─Así es ─confirmó Don Quijote─ amamos la vida y por ende a Dios. Muchas veces le digo a mi amigo cuando se siente abandonado. “¿Cómo Dios que se preocupa de las cosas más triviales de la naturaleza, se olvidará de estas dos creaturas suyas?”
─Nosotros le ofrecemos ─acertó a decir Sancho─ todos nuestros actos de justicia, luchas y aventuras, y tal vez por recíproca amistad nunca permitió Él que sus pruebas hundieran nuestra esperanza.
Se interesó grandemente el desconocido por estos dos caballeros (especialmente porque sus ideas concordaban tanto con las suyas), que decidió hacerles otras preguntas para mejor conocerlos. Sancho, preocupado en sus quehaceres gastronómicos, no se interesó mayormente por la conversación. Después de todo, el pensamiento de Don Quijote era el suyo.
Preguntóle el extraño que por qué se había hecho caballero. A lo que respondió el Hidalgo:
─Me hice caballero no por locura, como dicen muchos por ahí, sino por amor a la justicia, para bañar al mundo de bien y esperanza, porque sé que hay gente necesitada, por arrojo.
─Vuestros ideales son nobles y sublimes en demasía ─comentó seriamente el inquisidor─ me interesaría conocer vuestra concepción de la vida.
─No soy poeta (aunque alguna vez lloré), ni tampoco filósofo (tan sólo dos hubo), por lo que quizá sea torpe mi respuesta. La vida es un suspiro entre dos eternidades, es tal vez como dicen algunos, un sueño y es…
─Un gran torneo de máscaras en el cual el que aparentemente triunfa es el más hipócrita ─interrumpió groseramente Sancho.
Se rieron los dos de la curiosa ocurrencia y a la pregunta de cuál era el fin que los movía, habló nuevamente Don Quijote:
─Todo lo hacemos para transformar esta época. Los que así obramos, de algún modo, siempre somos mártires; queremos volver a implantar muchas cosas, incluso la caballería que consideramos necesaria para España y para todo el mundo. Personalmente me duele pensar que existen lugares que nunca pisaré ─nuestra joven hija América, por ejemplo─ y por la que ahora nada puedo hacer. Sin embargo, allá, tal vez recién dentro de tres o cuatro siglos ocurran cosas extraordinarias y entonces, estoy seguro, habrá no uno sino muchos Quijotes y Sanchos que surgirán como respuestas a las incitaciones históricas, y ellos se encargarán, como nosotros ahora, de buscar la justicia para lograr la paz.
Luego de estas pícaras palabras que acaso pretendieron ser proféticas, continuó inquiriendo el extraño, quedando siempre asombrado de la semejanza de pensamiento que existía entre ellos. Acabado este largo coloquio (que mi simplicidad quiso sintetizar), Sancho, que ya había concluido sus menesteres, volvió a hablar:
─Buen señor: nosotros os hemos dicho hasta el talle de nuestros calzados, pero a todo esto vos no nos habéis mencionado vuestro nombre siquiera…
─¡Al fin has hecho algo más importante que engullir! ─exclamó Don Quijote. Y luego suplicó al desconocido que diera su nombre.
─Me llaman ─dijo la voz─ Miguel de Cervantes Saavedra…
Interrumpió aquí su relato Cide Hamete Benengeli y quedóse pensando acerca de la profunda interpretación de valores que había descubierto en sus personajes, y de la sorpresa que se había llevado al descubrir que Don Quijote y Sancho eran dos aspectos de una misma persona.

Juan José Delaney

La Carcajada, Editorial Plus Ultra, 1974