domingo, 6 de julio de 2014

Juan Gelman

 
 PEDRO EL ALBAÑIL


Aquí amarán, aquí odiarán, decía Pedro, albañil,
cantando,   levantando  las  paredes,
se le  habían endurecido las manos en el oficio
pero  en   las  palmas  todavía se  le  alzaban dulzuras
y  tristezas
que  iban a   dar  al muro, al techo
y después, con el tiempo, ardían sordamente
o entraban a los ojos de las mujeres dulces en
las   habitaciones
y  ellas  entristecían  como quien   se   descubre  una
nueva  soledad.

Pedro,   desde  el   andamio,
solía   cantar  el   Quinto   Regimiento,
les hablaba a los compañeros sobre Guadalajara,
Irún,
se callaba de  pronto a solas con su  España.

De  noche ponía sus manos a dormir
y él se volvía al frente envuelto en sus balazos,
remataba a sus muertos para que no haya olvido,
la cuchara de nuevo se le llenaba de rabia.

Y la mañana que se fue del andamio parecía
que una pregunta aún le brillaba en el fondo,
los compañeros lo rodeaban esperando en silencio
hasta que uno vino y dijo;   "Levanten al difunto".

JUAN  GELMAN



Digitalizado de:
Gotán
Ediciones LA ROSA BLINDADA Buenos Aires
Colección de Poesía LA ROSA BLINDADA
Dirigida por José Luis MANGIERI
2ª EDICIÓN
1ª edición:  diciembre de 1962







Roberto Arlt

Los siete locos


Fragmentos del capítulo I

La Sorpresa

Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder; comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde.
Lo esperaban el director, un hombre de baja estatura, morrudo, con cabeza de jabalí, pelo gris cortado a “lo Humberto I”, y una mirada implacable filtrándose por sus pupilas grises como las de un pez; Gualdi, el contador, pequeño, flaco, meloso, de ojos escrutadores, y el subgerente, hijo del hombre de cabeza de jabalí, un guapo mozo de treinta años, con el cabello totalmente blanco, cínico en su aspecto, la voz áspera y mirada dura como la de su progenitor. Estos tres personajes, el director inclinado sobre unas planillas, el subgerente recostado en una poltrona con la pierna balanceándose sobre el respaldar, y el señor Gualdi respetuosamente de pie junto al escritorio, no respondieron al saludo de Erdosain. Sólo el subgerente se limitó a levantar la cabeza:
─Tenemos la denuncia de que usted es un estafador, que nos ha robado seiscientos pesos.
─Con siete centavos ─agregó el señor Gualdi, a tiempo que pasaba un secante sobre la firma que en una planilla había rubricado el director. Entonces, éste, como haciendo un gran esfuerzo sobre su cuello de toro, alzó la vista. Con los dedos trabados entre los ojales del chaleco, el director proyectaba una mirada sagaz, a través de los párpados entrecerrados, al tiempo que sin rencor examinaba el demacrado semblante de Erdosain, que permanecía impasible.
─¿Por qué anda usted tan mal vestido? ─interrogó.
─No gano nada como cobrador.
─¿Y el dinero que nos ha robado?
─Yo no he robado nada. Son mentiras.
─Entonces, ¿está en condiciones de rendir cuentas, usted?
─Si quieren, hoy mismo a mediodía.
La contestación lo salvó transitoriamente. Los tres hombres se consultaron con la mirada, y, por último, el subgerente, encogiéndose de hombros, dijo bajo la aquiescencia del padre:
─No… tiene tiempo hasta mañana a las tres. Tráigase las planillas y los recibos… Puede irse.
Lo sorprendió tanto esta resolución, que permaneció allí tristemente, de pie, mirándolos a los tres. Sí, a los tres. Al señor Gualdi, que tanto lo había humillado a pesar de ser un socialista; al subgerente, que con insolencia había detenido los ojos en su corbata deshilachada; al director, cuya tiesa cabeza de jabalí rapado se volvía a él, filtrando una mirada cínica y obscena a través de la raya gris de los párpados entrecerrados.
Sin embargo, Erdosain no se movía de allí... Quería decirles algo, no sabía cómo, pero algo que les diera a comprender a ellos toda la desdicha inmensa que pesaba sobre su vida; y permanecía así, de pie, triste, con el cubo negro de la caja de hierro ante los ojos, sintiendo que a medida que pasaban los minutos su espalda se arqueaba más, mientras que nerviosamente retorcía el ala de su sombrero negro, y la mirada se le hacía más huida y triste. Luego, bruscamente, preguntó.
─¿Entonces, puedo irme?
─Sí...
─No... Entréguele los recibos a Suárez y mañana a las tres esté aquí, sin falta, con todo.
─Sí... todo... -y volviéndose, salió sin saludar.
Por la calle Chile bajó hasta Paseo Colón. Sentíase invisiblemente acorralado. El sol descubría los asquerosos interiores de la calle en declive. Distintos pensamientos bullían en él, tan desemejantes, que el trabajo de clasificarlos le hubiera ocupado muchas horas.
Más tarde recordó que ni por un instante se le había ocurrido preguntarse quién podría haberlo denunciado.


Estados de conciencia

Sabía que era un ladrón. Pero la categoría en que se colocaba no le interesaba. Quizá la palabra ladrón no estuviera en consonancia con su estado interior. Existía otro sentimiento y ése era el silencio circular entrado como un cilindro de acero en la masa de su cráneo, de tal modo que lo dejaba sordo para todo aquello que no se relacionara con su desdicha.
Este círculo de silencio y de tinieblas interrumpía la continuidad de sus ideas, de forma que Erdosain no podía asociar, con el declive de su razonamiento, su hogar llamado casa con una institución designada con el nombre de cárcel.
Pensaba telegráficamente, suprimiendo preposiciones, lo cual es enervante. Conoció horas muertas en las que hubiera podido cometer un delito de cualquier naturaleza, sin que por ello tuviera la menor noción de su responsabilidad. Lógicamente, un juez no hubiera entendido tal fenómeno. Pero él ya estaba vacío, era una cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre.
Si continuó trabajando en la Compañía Azucarera no fue para robar más cantidades de dinero, sino porque esperaba un acontecimiento extraordinario ─inmensamente extraordi­nario─ que diera un giro inesperado a su vida y lo salvara de la catástrofe que veía acercarse a su puerta.
Esta atmósfera de sueño y de inquietud que lo hacía circular a través de los días como un sonámbulo, la denominaba Erdosain, “la zona de la angustia”.
Erdosain se imaginaba que dicha zona existía sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura, y se le representaba gráficamente bajo la forma de esas regiones de salinas o desiertos que en los mapas están revelados por óvalos de puntos, tan espesos como las ovas de un arenque.
Esta zona de angustia era la consecuencia del sufrimiento de los hombres. Y como una nube de gas venenoso se trasladaba pesadamente de un punto a otro, penetrando murallas y atravesando los edificios, sin perder su forma plana y horizontal; angustia de dos dimensiones que guillotinando las gargantas dejaba en éstas un regusto de sollozo.
Tal era la explicación que Erdosain se daba cuando sentía las primeras náuseas de la pena.
-¿Qué es lo que hago con mi vida? ─decíase entonces, queriendo quizás aclarar con esta pregunta los orígenes de la ansiedad que le hacía apetecer una existencia en la cual el mañana no fuera la continuación de hoy con su medida de tiempo, sino algo distinto y siem­pre inesperado como en los desenvolvimientos de las películas norteamericanas, donde el pordiosero de ayer es el jefe de una sociedad secreta de hoy, y la dactilógrafa aventurera una multimillonaria de incógnito.
Dicha necesidad de maravillas que no tenía posibles satisfacciones ─ya que él era un inventor fracasado y un delincuente al margen de la cárcel─ le dejaba en las cavilaciones subsiguientes una rabiosa acidez y los dientes sensibles como después de masticar limón.
En estas circunstancias compaginaba insensateces. Llegó a imaginarse que los ricos, aburridos de escuchar las quejas de los miserables, construyeron jaulones tremendos que arrastraban cuadrillas de caballos. Verdugos escogidos por su fortaleza cazaban a los tristes con lazo de acogotar perros, llegándole a ser visible cierta escena: una madre, alta y desmelenada, corría tras el jaulón de donde, entre los barrotes, la llamaba su hijo tuerto, hasta que un “perrero”, aburrido de oírla gritar, la desmayó a fuerza de golpes en la cabeza, con el mango del lazo.
Desvanecida esta pesadilla, Erdosain se decía horrorizado de sí mismo:
─¿Pero qué alma, qué alma es la que tengo yo? ─Y como su imaginación conservaba el impulso motor que le había impreso la pesadilla, continuaba: ─Yo debo haber nacido para lacayo, uno de esos lacayos perfumados y viles con quienes las prostitutas ricas se hacen prender los broches del portasenos, mientras el amante fuma un cigarro recostado en el sofá.
Y nuevamente sus pensamientos caían de rebote en una cocina situada en los sótanos de una lujosísima mansión. En torno de la mesa movíanse dos mucamas, además del chofer y un árabe vendedor de ligas y perfumes. En dicha circunstancia él gastaría un saco negro que no alcanzaba a cubrirle el trasero, y corbatita blanca. Súbitamente lo llamaría “el señor”, un hombre que era su doble físico, pero que no se afeitaba los bigotes y usaba lentes. El no sabía qué es lo que deseaba de él su patrón, mas nunca olvidaría la mirada singular que éste le dirigió al salir de la estancia. Y volvía a la cocina para conversar de suciedades, con el chofer que, ante el regocijo de las mucamas y el silencio del árabe pederasta, contaba como había pervertido a la hija de una gran señora, cierta criatura de pocos años.
Y volvía a repetirse:
─Sí, yo soy un lacayo. Tengo el alma de un verdadero lacayo ─y apretaba los dientes de satisfacción al insultarse y rebajarse de ese modo ante sí mismo.
Otras veces se veía saliendo de la alcoba de una soltera vieja y devota, llevando con unción un pesado orinal, mas en ese momento le encontraba un sacerdote asiduo de la casa que sonriendo, sin inmutarse, le decía:
─¿Cómo vamos de deberes religiosos, Ernesto? ─Y él, Ernesto, Ambrosio o José, viviría torvamente una vida de criado obsceno e hipócrita.
Un temblor de locura le estremecía cuando pensaba en esto.
Sabía, ¡ah, qué bien lo sabía!, que estaba gratuitamente ofendiendo, ensuciando su alma. Y el terror que experimenta el hombre que en una pesadilla cae al abismo en que no morirá, padecíalo él mientras deliberadamente se iba enlodando.
Porque a instantes su afán era de humillación, como el de los santos que besaban las llagas de los inmundos; no por compasión, sino para ser más indignos de la piedad de Dios, que se sentiría asqueado de verles buscar el cielo con pruebas tan repugnantes.
Mas cuando desaparecían de él esas imágenes, y sólo quedaba en su conciencia el «deseo de conocer el sentido de la vida», decíase:
─No, yo no soy un lacayo... de verdad que no lo soy... ─y hubiera querido ir a pedirle a su esposa que se compadeciera de él, que tuviera piedad de sus pensamientos tan horribles y bajos. Mas el recuerdo de que por ella se había visto obligado a sacrificarse tantas veces, le colmaba de un rencor sordo, y en esas circunstancias hubiera querido matarla.
Y bien sabía que algún día ella se entregaría a otro y aquél era un sumado elemento más a los otros factores que componían su angustia.
De allí que cuando defraudó los primeros veinte pesos, se asombró de la facilidad con que se podía hacer “eso”, quizá porque antes de robar creyó tener que vencer una serie de escrúpulos que en sus actuales condiciones de vida no podía conocer. Decíase luego:
─Es cuestión de tener voluntad y hacerlo, nada más.
Y “eso” aliviaba la vida, con “eso” tenía dinero que le causaba sensaciones extrañas porque nada le costaba ganarlo. Y lo asombroso para Erdosain no consistía en el robo, sino que no se revelara en su semblante que era un ladrón. Se vio obligado a robar porque ganaba un mensual exiguo. Ochenta, cien, ciento veinte pesos, pues este importe dependía de las cantidades cobradas, ya que su sueldo se componía de una comisión por cada ciento cobrado.
Así, hubo días que llevó de cuatro a cinco mil pesos, mientras él, malamente alimen­tado, tenía que soportar la hediondez de una cartera de cuero falso en cuyo interior se amon­tonaba la felicidad bajo la forma de billetes, cheques, giros y órdenes al portador.
Su esposa le recriminaba las privaciones que cotidianamente soportaba; él escucha­ba en silencio sus reproches y luego, a solas, se decía:
─¿Qué es lo que puedo hacer yo?
Cuando tuvo la idea, cuando una pequeñita idea lo cercioró de que podía defraudar a sus patrones, experimentó la alegría de un inventor. ¿Robar? ¿Cómo no se le había ocurrido antes?
Y Erdosain se asombró de su incapacidad llegando hasta reprocharse falta de inicia­tiva, pues en esa época (tres meses antes de los sucesos narrados) sufría necesidades de toda naturaleza, a pesar de que diariamente pasaban por sus manos crecidas cantidades de dinero.
Y lo que facilitó sus maniobras fraudulentas fue la falta de administración que había en la Compañía Azucarera.



Roberto Arlt


Los siete locos, Editorial Losada, 2007