Los siete locos

Fragmentos del capítulo I
La Sorpresa
Al abrir la
puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso
retroceder; comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde.
Lo esperaban
el director, un hombre de baja estatura, morrudo, con cabeza de jabalí, pelo
gris cortado a “lo Humberto I”, y una mirada implacable filtrándose por sus
pupilas grises como las de un pez; Gualdi, el contador, pequeño, flaco, meloso,
de ojos escrutadores, y el subgerente, hijo del hombre de cabeza de jabalí, un
guapo mozo de treinta años, con el cabello totalmente blanco, cínico en su
aspecto, la voz áspera y mirada dura como la de su progenitor. Estos tres
personajes, el director inclinado sobre unas planillas, el subgerente recostado
en una poltrona con la pierna balanceándose sobre el respaldar, y el señor
Gualdi respetuosamente de pie junto al escritorio, no respondieron al saludo de
Erdosain. Sólo el subgerente se limitó a levantar la cabeza:
─Tenemos la
denuncia de que usted es un estafador, que nos ha robado seiscientos pesos.
─Con siete
centavos ─agregó el señor Gualdi, a tiempo que pasaba un secante sobre la firma
que en una planilla había rubricado el director. Entonces, éste, como haciendo
un gran esfuerzo sobre su cuello de toro, alzó la vista. Con los dedos trabados
entre los ojales del chaleco, el director proyectaba una mirada sagaz, a través
de los párpados entrecerrados, al tiempo que sin rencor examinaba el demacrado
semblante de Erdosain, que permanecía impasible.
─¿Por qué anda
usted tan mal vestido? ─interrogó.
─No gano nada
como cobrador.
─¿Y el dinero
que nos ha robado?
─Yo no he
robado nada. Son mentiras.
─Entonces,
¿está en condiciones de rendir cuentas, usted?
─Si quieren,
hoy mismo a mediodía.
La
contestación lo salvó transitoriamente. Los tres hombres se consultaron con la
mirada, y, por último, el subgerente, encogiéndose de hombros, dijo bajo la
aquiescencia del padre:
─No… tiene
tiempo hasta mañana a las tres. Tráigase las planillas y los recibos… Puede
irse.
Lo sorprendió
tanto esta resolución, que permaneció allí tristemente, de pie, mirándolos a
los tres. Sí, a los tres. Al señor Gualdi, que tanto lo había humillado a pesar
de ser un socialista; al subgerente, que con insolencia había detenido los ojos
en su corbata deshilachada; al director, cuya tiesa cabeza de jabalí rapado se
volvía a él, filtrando una mirada cínica y obscena a través de la raya gris de
los párpados entrecerrados.
Sin embargo,
Erdosain no se movía de allí... Quería decirles algo, no sabía cómo, pero algo
que les diera a comprender a ellos toda la desdicha inmensa que pesaba sobre su
vida; y permanecía así, de pie, triste, con el cubo negro de la caja de hierro
ante los ojos, sintiendo que a medida que pasaban los minutos su espalda se
arqueaba más, mientras que nerviosamente retorcía el ala de su sombrero negro,
y la mirada se le hacía más huida y triste. Luego, bruscamente, preguntó.
─¿Entonces, puedo
irme?
─Sí...
─No...
Entréguele los recibos a Suárez y mañana a las tres esté aquí, sin falta, con
todo.
─Sí... todo...
-y volviéndose, salió sin saludar.
Por la calle
Chile bajó hasta Paseo Colón. Sentíase invisiblemente acorralado. El sol
descubría los asquerosos interiores de la calle en declive. Distintos
pensamientos bullían en él, tan desemejantes, que el trabajo de clasificarlos
le hubiera ocupado muchas horas.
Más tarde
recordó que ni por un instante se le había ocurrido preguntarse quién podría
haberlo denunciado.
Estados de conciencia
Sabía que era un ladrón. Pero la categoría en que se colocaba no le
interesaba. Quizá la palabra ladrón no estuviera en consonancia con su estado
interior. Existía otro sentimiento y ése era el silencio circular entrado como
un cilindro de acero en la masa de su cráneo, de tal modo que lo dejaba sordo
para todo aquello que no se relacionara con su desdicha.
Este círculo de silencio y de tinieblas interrumpía la continuidad de
sus ideas, de forma que Erdosain no podía asociar, con el declive de su
razonamiento, su hogar llamado casa con una institución designada con el nombre
de cárcel.
Pensaba telegráficamente, suprimiendo preposiciones, lo cual es
enervante. Conoció horas muertas en las que hubiera podido cometer un delito de
cualquier naturaleza, sin que por ello tuviera la menor noción de su
responsabilidad. Lógicamente, un juez no hubiera entendido tal fenómeno. Pero
él ya estaba vacío, era una cáscara de hombre movida por el automatismo de la
costumbre.
Si continuó trabajando en la Compañía Azucarera
no fue para robar más cantidades de dinero, sino porque esperaba un
acontecimiento extraordinario ─inmensamente extraordinario─ que diera un giro
inesperado a su vida y lo salvara de la catástrofe que veía acercarse a su
puerta.
Esta atmósfera de sueño y de inquietud que lo hacía circular a través
de los días como un sonámbulo, la denominaba Erdosain ,
“la zona de la angustia”.
Erdosain se imaginaba que dicha zona existía sobre el nivel de las
ciudades, a dos metros de altura, y se le representaba gráficamente bajo la
forma de esas regiones de salinas o desiertos que en los mapas están revelados
por óvalos de puntos, tan espesos como las ovas de un arenque.
Esta zona de angustia era la consecuencia del sufrimiento de los
hombres. Y como una nube de gas venenoso se trasladaba pesadamente de un punto
a otro, penetrando murallas y atravesando los edificios, sin perder su forma
plana y horizontal; angustia de dos dimensiones que guillotinando las gargantas
dejaba en éstas un regusto de sollozo.
Tal era la explicación que Erdosain se daba cuando sentía las primeras
náuseas de la pena.
-¿Qué es lo que hago con mi vida? ─decíase entonces, queriendo quizás
aclarar con esta pregunta los orígenes de la ansiedad que le hacía apetecer una
existencia en la cual el mañana no fuera la continuación de hoy con su medida
de tiempo, sino algo distinto y siempre inesperado como en los
desenvolvimientos de las películas norteamericanas, donde el pordiosero de ayer
es el jefe de una sociedad secreta de hoy, y la dactilógrafa aventurera una
multimillonaria de incógnito.
Dicha necesidad de maravillas que no tenía posibles satisfacciones ─ya
que él era un inventor fracasado y un delincuente al margen de la cárcel─ le
dejaba en las cavilaciones subsiguientes una rabiosa acidez y los dientes
sensibles como después de masticar limón.
En estas circunstancias compaginaba insensateces. Llegó a imaginarse
que los ricos, aburridos de escuchar las quejas de los miserables, construyeron
jaulones tremendos que arrastraban cuadrillas de caballos. Verdugos escogidos
por su fortaleza cazaban a los tristes con lazo de acogotar perros, llegándole
a ser visible cierta escena: una madre, alta y desmelenada, corría tras el
jaulón de donde, entre los barrotes, la llamaba su hijo tuerto, hasta que un
“perrero”, aburrido de oírla gritar, la desmayó a fuerza de golpes en la
cabeza, con el mango del lazo.
Desvanecida esta pesadilla, Erdosain se decía horrorizado de sí mismo:
─¿Pero qué alma, qué alma es la que tengo yo? ─Y como su imaginación
conservaba el impulso motor que le había impreso la pesadilla, continuaba: ─Yo
debo haber nacido para lacayo, uno de esos lacayos perfumados y viles con
quienes las prostitutas ricas se hacen prender los broches del portasenos,
mientras el amante fuma un cigarro recostado en el sofá.
Y nuevamente sus pensamientos caían de rebote en una cocina situada en
los sótanos de una lujosísima mansión. En torno de la mesa movíanse dos
mucamas, además del chofer y un árabe vendedor de ligas y perfumes. En dicha
circunstancia él gastaría un saco negro que no alcanzaba a cubrirle el trasero,
y corbatita blanca. Súbitamente lo llamaría “el señor”, un hombre que era su
doble físico, pero que no se afeitaba los bigotes y usaba lentes. El no sabía
qué es lo que deseaba de él su patrón, mas nunca olvidaría la mirada singular
que éste le dirigió al salir de la estancia. Y volvía a la cocina para conversar de
suciedades, con el chofer que, ante el regocijo de las mucamas y el silencio
del árabe pederasta, contaba como había pervertido a la hija de una gran
señora, cierta criatura de pocos años.
Y volvía a repetirse:
─Sí, yo soy un lacayo. Tengo el alma de un verdadero lacayo ─y
apretaba los dientes de satisfacción al insultarse y rebajarse de ese modo ante
sí mismo.
Otras veces se veía saliendo de la alcoba de una soltera vieja y
devota, llevando con unción un pesado orinal, mas en ese momento le encontraba
un sacerdote asiduo de la casa que sonriendo, sin inmutarse, le decía:
─¿Cómo vamos de deberes religiosos, Ernesto? ─Y él, Ernesto, Ambrosio
o José, viviría torvamente una vida de criado obsceno e hipócrita.
Un temblor de locura le estremecía cuando pensaba en esto.
Sabía, ¡ah, qué bien lo sabía!, que estaba gratuitamente ofendiendo,
ensuciando su alma. Y el terror que experimenta el hombre que en una pesadilla
cae al abismo en que no morirá, padecíalo él mientras deliberadamente se iba
enlodando.
Porque a instantes su afán era de humillación, como el de los santos
que besaban las llagas de los inmundos; no por compasión, sino para ser más
indignos de la piedad de Dios, que se sentiría asqueado de verles buscar el
cielo con pruebas tan repugnantes.
Mas cuando desaparecían de él esas imágenes, y sólo quedaba en su
conciencia el «deseo de conocer el sentido de la vida», decíase:
─No, yo no soy un lacayo... de verdad que no lo soy... ─y hubiera
querido ir a pedirle a su esposa que se compadeciera de él, que tuviera piedad
de sus pensamientos tan horribles y bajos. Mas el recuerdo de que por ella se
había visto obligado a sacrificarse tantas veces, le colmaba de un rencor
sordo, y en esas circunstancias hubiera querido matarla.
Y bien sabía que algún día ella se entregaría a otro y aquél era un
sumado elemento más a los otros factores que componían su angustia.
De allí que cuando defraudó los primeros veinte pesos, se asombró de
la facilidad con que se podía hacer “eso”, quizá porque antes de robar creyó
tener que vencer una serie de escrúpulos que en sus actuales condiciones de
vida no podía conocer. Decíase luego:
─Es cuestión de tener voluntad y hacerlo, nada más.
Y “eso” aliviaba la vida, con “eso” tenía dinero que le causaba
sensaciones extrañas porque nada le costaba ganarlo. Y lo asombroso para
Erdosain no consistía en el robo, sino que no se revelara en su semblante que
era un ladrón. Se vio obligado a robar porque ganaba un mensual exiguo. Ochenta,
cien, ciento veinte pesos, pues este importe dependía de las cantidades
cobradas, ya que su sueldo se componía de una comisión por cada ciento cobrado.
Así, hubo días que llevó de cuatro a cinco mil pesos, mientras él,
malamente alimentado, tenía que soportar la hediondez de una cartera de cuero
falso en cuyo interior se amontonaba la felicidad bajo la forma de billetes,
cheques, giros y órdenes al portador.
Su esposa le recriminaba las privaciones que cotidianamente soportaba;
él escuchaba en silencio sus reproches y luego, a solas, se decía:
─¿Qué es lo que puedo hacer yo?
Cuando tuvo la idea, cuando una pequeñita idea lo cercioró de que
podía defraudar a sus patrones, experimentó la alegría de un inventor. ¿Robar?
¿Cómo no se le había ocurrido antes?
Y Erdosain se asombró de su incapacidad llegando hasta reprocharse
falta de iniciativa, pues en esa época (tres meses antes de los sucesos
narrados) sufría necesidades de toda naturaleza, a pesar de que diariamente
pasaban por sus manos crecidas cantidades de dinero.
Y lo que facilitó sus maniobras fraudulentas fue la falta de
administración que había en la Compañía Azucarera.
Roberto Arlt
Los siete locos, Editorial Losada, 2007
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