sábado, 20 de octubre de 2012

Franz Kafka


Cabalgata
 
Tomando impulso salté sobre los hombros de mi compañero como si no fuera la primera vez y, hundiéndole los puños en las costillas, lo hice trotar. Cuando aminoró la marcha con visibles muestras de desagrado, llegando hasta a detenerse, le clavé las botas en el vientre para espolearlo. Dio buen resultado y rápidamente llegamos al interior de una región extensa pero inconclusa. Cabalgaba por una carretera pedregosa y bastante empinada, pero precisamente eso me agradaba y dejé que se volviera aún más pedregosa y empinada. Cuando mi cabalgadura tropezaba la levantaba de un tirón en el cuello y si se quejaba le azotaba la cabeza. En tanto, encontré saludable esta cabalgata por el aire puro, y para hacerla todavía más salvaje, hice que soplaran a través de nosotros fuertes ráfagas de viento contrario.
Exageré el movimiento de vaivén sobre los anchos hombros de mi compañero y, agarrado a su cuello con ambas manos, eché la cabeza hacia atrás, para contemplar las multiformes nubes que, más débiles qua yo, se dejaban arrastrar pesadamente por el viento. Reía y temblaba de coraje. Mi abrigo se desplegaba y me daba fuerzas. Apretaba con firmeza una mano contra la otra, estrangulando a mi compañero. Sólo cuando el cielo fue cubriéndose gradualmente con las ramas de los árboles que yo dejaba crecer en los bordes de la calle, volví en mí.
 –No sé, no sé –grité sin entonación–. Si no viene nadie, entonces nadie viene. A nadie he hecho mal, nadie me ha hecho mal, pero nadie me quiere ayudar, nadie en absoluto. Pero, sin embargo, no es así. Sólo que nadie me ayuda, de lo contrario sería absolutamente hermoso; y con gusto quisiera –¿qué me dice de ello?– hacer una excursión con una sociedad de absolutos nadies. Desde luego que a la montaña; ¿adónde si no? ¡Cómo se aprietan estos nadie, estos numerosos brazos atravesados y enganchados, estos muchos pies separados por pasos minúsculos! Se comprende, todos de etiqueta. Marchamos tan así, así; un excelente viento pasa por los huecos que dejamos entre nuestros miembros. Las gargantas se abren en la montaña. Es un milagro que no cantemos.
Entonces mi compañero cayó y comprobé que se hallaba seriamente lesionado en la rodilla. Como ya no podía serme útil lo dejé sin pena sobre las piedras; y luego silbé, llamando a unos buitres, que, obedientes se posaron sobre él para custodiarlo con sus picos oscuros.

Franz Kafka

Texto digitalizado: OBRAS COMPLETAS – FRANZ  KAFKA
 EDITORIAL TEOREMA –VISIÓN LIBROS Título del original en alemán: Gesammelte Werke. Impreso en España, 1983


TSAO HSUE-KIN


El espejo de viento y luna



...En un año las dolencias de Kia Yui se agravaron. La imagen de la inaccesible señora Fénix gastaba sus días; las pesadillas y el insomnio, sus noches.
Bajado antiguedadesconestilo.com
Una tarde un mendigo taoista pedía limosna en la calle, proclamando que podía curar las enfermedades del alma. Kia Yui lo hizo llamar. El mendigo le dijo: "Con medicinas no se cura su mal. Tengo un tesoro que lo sanará si sigue mis órdenes". De su manga sacó un espejo bruñido de ambos lados; el espejo tenía la inscripción: Precioso Espejo de Viento y Luna, Agregó: "Este espejo viene del Palacio del Hada del Terrible Despertar y tiene la virtud de curar los males causados por los pensamientos impuros. Pero guárdese de mirar el anverso. Sólo mire el reverso. Mañana volveré a buscar el espejo y a felicitarlo por su mejoría". Se fue sin aceptar las monedas que le ofrecieron.
Kia Yui tomó el espejo y miró según le había indicado el mendigo. Lo arrojó con espanto: El espejo reflejaba una calavera. Maldijo al mendigo; irritado, quiso ver el anverso. Empuñó el espejo y miró: Desde su fondo, la señora Fénix, espléndidamente vestida, le hacía señas. Kia Yui se sintió arrebatado por el espejo y atravesó el metal y cumplió el acto de amor. Después, Fénix lo acompañó hasta la salida. Cuando Kia Yui se despertó, el espejo estaba al revés y le mostraba, de nuevo, la calavera. Agotado por la delicia del lado falaz del espejo, Kia Yui no resistió, sin embargo, a la tentación de mirarlo una vez más. De nuevo Fénix le hizo señas, de nuevo penetró en el espejo y satisficieron su amor. Esto ocurrió unas cuantas veces. La última, dos hombres lo apresaron al salir y lo encadenaron. "Los seguiré", murmuró, "pero déjenme llevar el espejo". Fueron sus últimas palabras. Lo hallaron muerto, sobre la sábana manchada.

Del Sueño del Aposento Rojo, de TSAO HSUE-KIN (1719-1764).



Texto extraído de Antología de la Literatura Fantástica de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. (1965) Editorial Sudamericana. Vigesimotercera edición, 2009

TSAO HSUE-KING, novelista chino, nacido en la provincia de Kiangsu, circa 1719; muerto en 1764. Diez años antes de su muerte empezó a escribir la vasta novela que ha deter¬minado su gloria: El Sueño del Aposento Rojo. Como el Kin Ping Mei y otras novelas de la escuela realista, abunda en episodios oníricos y fantásticos. Hemos compulsado las versiones de Chi-Chen Wang y del doctor Franz Kuhn.

domingo, 14 de octubre de 2012

Juan Gelman


MI BUENOS AIRES QUERIDO
 

Sentado al borde de una silla desfondada,
mareado,  enfermo,  casi vivo,
escribo versos previamente llorados
por la ciudad donde nací

Hay que atraparlos, también aquí
nacieron   hijos   dulces   míos
que entre tanto castigo te endulzan bellamente.
Hay que aprender a resistir.

Ni a irse ni a quedarse,
a resistir,
aunque es  seguro
que habrá más penas y olvido.



JUAN  GELMAN


Digitalizado de: Gotán;  Ediciones La Rosa Blindada, Buenos Aires, 2ª Edición. 1ª edición:  diciembre de 1962


Pacho O'Donnell


Americanos 1


Para hacer lo que se hizo fue necesario poner en duda la condición humana de los habitantes del Nuevo Mundo.
A ello contribuyó Colón, imaginativo y deseoso de provocar aun más escándalo con su “descubrimiento”, cuando en su “Diario” se refiere tres veces a seres “de un solo ojo”, como el cíclope griego.
Asimismo, sin rubor, afirma que “vido tres sirenas que salieron bien alto de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara”.
No terminaba ahí la cosa, pues don Cristóbal, en una de sus cartas a Gabriel Sánchez le cuenta que “a la gente con cola” podía encontrársela en la parte poniente de la isla Juana, en la provincia llamada Nuan, “adonde nace esta gente”. En su segundo viaje le llegó el conocimiento de que “en Mangi todas las gentes tenían rabo de más de ocho dedos de largo”.
Al Almirante no le faltaron informantes, y él consignaba las noticias en su “Diario”: Lejos de “La Española”, ciudad por él fundada, había seres “con hocico de perros que comían los hombres y que tomando uno lo degollaban y le bebían la sangre y le cortaban su natura”
Era indudable que el humanitario espíritu español la imponía que se ocuparan y se cristianizaran esas tierras habitadas por monstruos. Y tan ricas.

Pacho O’Donnell
(1999) El rey blanco – La historia argentina que no nos contaron, Editorial Sudamericana, 1999

sábado, 6 de octubre de 2012

Borges y el lenguaje de Buenos Aires



El idioma de los argentinos

Dos influencias antagónicas entre sí militan contra un habla argentina. Una es la de quienes imaginan que esa habla ya está prefigurada en el arrabalero de los sainetes; otra es la de los casticistas o españolados que creen en lo cabal del idioma y en la impiedad o inutilidad de su refacción.
Miremos la primera de esas erratas. El arrabalero, si su nombre no está mintiendo, es dialecto de los arrabales u orillas; es la conversación usual de Liniers de Saavedra, de San Cristóbal Sur. Esa conjetura es errónea: no hay quien no sienta que nuestra palabra arrabal es de carácter más económico que geográfico. Arrabal es todo conventillo del Centro. Arrabal es la esquina última de Uriburu, con el paredón final de la Recoleta y los compadritos amargos en un portón y ese desvalido almacén y la blanqueada hilera de casa bajas, en calmosa esperanza, ignoro si de la revolución social o de un organito. Arrabal son esos huecos barrios vacíos en que suele desordenarse Buenos Aires por el oeste y donde la bandera colorada de los remates ―la de nuestra epopeya civil del horno de ladrillos y de las mensualidades y de las coimas― va descubriendo América. Arrabal es el rencor obrero en Parque Patricios y el razonamiento de ese rencor en diarios impúdicos. Arrabal es el bien plantado corralón, duro para morir, que persiste por Entre Ríos o por Las Heras, y la casita que no se anima a la calle y que detrás de un portón de madera oscura nos resplandece, orillada de un corredor y patio con plantas. Arrabal es el arrinconado bajo de Núñez con las habitaciones de zinc, y con los puentecitos de tablas sobre el agua deleznada de los zanjones, y con el carro de las varas al aire del callejón. Arrabal es demasiados contrastes para que su voz no cambie nunca. No hay un dialecto general de nuestras clases pobres: el arrabalero no lo es. El criollo no lo usa, la mujer lo habla sin ninguna frecuencia, y el propio compadrito lo exhibe con evidente y descarada farolería, para gallear. El vocabulario es misérrimo: una veintena de representaciones lo informa y una viciosa turbamulta de sinónimos lo complica. Tan angosto es, que los saineteros que lo frecuentan tienen que inventarle palabras y han recurrido a la harto significativa viveza de invertir las de siempre. Esa indigencia es natural, ya que el arrabalero no es sino una decantación o divulgación del lunfardo, que es jerigonza ocultadiza de los ladrones. El lunfardo es un vocabulario gremial como tantos otros, es la tecnología de la furca y de la ganzúa. Imaginar que esa lengua técnica ―lengua especializada en la infamia y sin palabras de intención general― puede arrinconar al castellano, es como trasoñar que el dialecto de las matemáticas o de la cerrajería puede ascender a único idioma. Ni el inglés ha sido arrinconado por el slang ni el español de España por la germanía de ayer o por el caló agitanado de hoy. Y eso que el caló es idioma abundoso, como que deriva del zíngaro y de la adición de una de sus variantes, la germanía o jerigonza  delincuente española de mil seiscientos.

Jorge Luis Borges

El lenguaje de Buenos Aires
Jorge Luis Borges, José Edmundo Clemente, Buenos Aires, Emecé Editores S.A., 1963,1996