sábado, 6 de octubre de 2012

Borges y el lenguaje de Buenos Aires



El idioma de los argentinos

Dos influencias antagónicas entre sí militan contra un habla argentina. Una es la de quienes imaginan que esa habla ya está prefigurada en el arrabalero de los sainetes; otra es la de los casticistas o españolados que creen en lo cabal del idioma y en la impiedad o inutilidad de su refacción.
Miremos la primera de esas erratas. El arrabalero, si su nombre no está mintiendo, es dialecto de los arrabales u orillas; es la conversación usual de Liniers de Saavedra, de San Cristóbal Sur. Esa conjetura es errónea: no hay quien no sienta que nuestra palabra arrabal es de carácter más económico que geográfico. Arrabal es todo conventillo del Centro. Arrabal es la esquina última de Uriburu, con el paredón final de la Recoleta y los compadritos amargos en un portón y ese desvalido almacén y la blanqueada hilera de casa bajas, en calmosa esperanza, ignoro si de la revolución social o de un organito. Arrabal son esos huecos barrios vacíos en que suele desordenarse Buenos Aires por el oeste y donde la bandera colorada de los remates ―la de nuestra epopeya civil del horno de ladrillos y de las mensualidades y de las coimas― va descubriendo América. Arrabal es el rencor obrero en Parque Patricios y el razonamiento de ese rencor en diarios impúdicos. Arrabal es el bien plantado corralón, duro para morir, que persiste por Entre Ríos o por Las Heras, y la casita que no se anima a la calle y que detrás de un portón de madera oscura nos resplandece, orillada de un corredor y patio con plantas. Arrabal es el arrinconado bajo de Núñez con las habitaciones de zinc, y con los puentecitos de tablas sobre el agua deleznada de los zanjones, y con el carro de las varas al aire del callejón. Arrabal es demasiados contrastes para que su voz no cambie nunca. No hay un dialecto general de nuestras clases pobres: el arrabalero no lo es. El criollo no lo usa, la mujer lo habla sin ninguna frecuencia, y el propio compadrito lo exhibe con evidente y descarada farolería, para gallear. El vocabulario es misérrimo: una veintena de representaciones lo informa y una viciosa turbamulta de sinónimos lo complica. Tan angosto es, que los saineteros que lo frecuentan tienen que inventarle palabras y han recurrido a la harto significativa viveza de invertir las de siempre. Esa indigencia es natural, ya que el arrabalero no es sino una decantación o divulgación del lunfardo, que es jerigonza ocultadiza de los ladrones. El lunfardo es un vocabulario gremial como tantos otros, es la tecnología de la furca y de la ganzúa. Imaginar que esa lengua técnica ―lengua especializada en la infamia y sin palabras de intención general― puede arrinconar al castellano, es como trasoñar que el dialecto de las matemáticas o de la cerrajería puede ascender a único idioma. Ni el inglés ha sido arrinconado por el slang ni el español de España por la germanía de ayer o por el caló agitanado de hoy. Y eso que el caló es idioma abundoso, como que deriva del zíngaro y de la adición de una de sus variantes, la germanía o jerigonza  delincuente española de mil seiscientos.

Jorge Luis Borges

El lenguaje de Buenos Aires
Jorge Luis Borges, José Edmundo Clemente, Buenos Aires, Emecé Editores S.A., 1963,1996

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