El idioma de los argentinos
Dos influencias
antagónicas entre sí militan contra un habla argentina. Una es la de quienes
imaginan que esa habla ya está prefigurada en el arrabalero de los sainetes;
otra es la de los casticistas o españolados que creen en lo cabal del idioma y
en la impiedad o inutilidad de su refacción.

Miremos la primera de
esas erratas. El arrabalero, si su nombre no está mintiendo, es dialecto de los
arrabales u orillas; es la conversación usual de Liniers de Saavedra, de San
Cristóbal Sur. Esa conjetura es errónea: no hay quien no sienta que nuestra
palabra
arrabal es de carácter más
económico que geográfico. Arrabal es todo conventillo del Centro. Arrabal es la
esquina última de Uriburu, con el paredón final de la Recoleta y los
compadritos amargos en un portón y ese desvalido almacén y la blanqueada hilera
de casa bajas, en calmosa esperanza, ignoro si de la revolución social o de un
organito. Arrabal son esos huecos barrios vacíos en que suele desordenarse
Buenos Aires por el oeste y donde la bandera colorada de los remates ―la de
nuestra epopeya civil del horno de ladrillos y de las mensualidades y de las
coimas― va descubriendo América. Arrabal es el rencor obrero en Parque
Patricios y el razonamiento de ese rencor en diarios impúdicos. Arrabal es el
bien plantado corralón, duro para morir, que persiste por Entre Ríos o por Las
Heras, y la casita que no se anima a la calle y que detrás de un portón de
madera oscura nos resplandece, orillada de un corredor y patio con plantas.
Arrabal es el arrinconado bajo de Núñez con las habitaciones de zinc, y con los
puentecitos de tablas sobre el agua deleznada de los zanjones, y con el carro
de las varas al aire del callejón. Arrabal es demasiados contrastes para que su
voz no cambie nunca. No hay un dialecto general de nuestras clases pobres: el
arrabalero no lo es. El criollo no lo usa, la mujer lo habla sin ninguna
frecuencia, y el propio compadrito lo exhibe con evidente y descarada
farolería, para gallear. El vocabulario es misérrimo: una veintena de
representaciones lo informa y una viciosa turbamulta de sinónimos lo complica.
Tan angosto es, que los saineteros que lo frecuentan tienen que inventarle
palabras y han recurrido a la harto significativa viveza de invertir las de
siempre. Esa indigencia es natural, ya que el arrabalero no es sino una
decantación o divulgación del lunfardo, que es jerigonza ocultadiza de los
ladrones. El lunfardo es un vocabulario gremial como tantos otros, es la
tecnología de la furca y de la ganzúa. Imaginar que esa lengua técnica ―lengua especializada
en la infamia y sin palabras de intención general― puede arrinconar al
castellano, es como trasoñar que el dialecto de las matemáticas o de la
cerrajería puede ascender a único idioma. Ni el inglés ha sido arrinconado por
el
slang ni el español de España por
la germanía de ayer o por el caló agitanado de hoy. Y eso que el caló es idioma
abundoso, como que deriva del zíngaro y de la adición de una de sus variantes,
la germanía o jerigonza delincuente
española de mil seiscientos.
Jorge Luis Borges
El lenguaje de Buenos Aires
Jorge
Luis Borges, José Edmundo Clemente, Buenos Aires, Emecé Editores S.A.,
1963,1996
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