Cabalgata
Tomando impulso
salté sobre los hombros de mi compañero como si no fuera la primera vez y,
hundiéndole los puños en las costillas, lo hice trotar. Cuando aminoró la
marcha con visibles muestras de desagrado, llegando hasta a detenerse, le clavé
las botas en el vientre para espolearlo. Dio buen resultado y rápidamente
llegamos al interior de una región extensa pero inconclusa. Cabalgaba por una
carretera pedregosa y bastante empinada, pero precisamente eso me agradaba y
dejé que se volviera aún más pedregosa y empinada. Cuando mi cabalgadura
tropezaba la levantaba de un tirón en el cuello y si se quejaba le azotaba la
cabeza. En tanto, encontré saludable esta cabalgata por el aire puro, y para
hacerla todavía más salvaje, hice que soplaran a través de nosotros fuertes
ráfagas de viento contrario.
Exageré el
movimiento de vaivén sobre los anchos hombros de mi compañero y, agarrado a su
cuello con ambas manos, eché la cabeza hacia atrás, para contemplar las
multiformes nubes que, más débiles qua yo, se dejaban arrastrar pesadamente por
el viento. Reía y temblaba de coraje. Mi abrigo se desplegaba y me daba
fuerzas. Apretaba con firmeza una mano contra la otra, estrangulando a mi
compañero. Sólo cuando el cielo fue cubriéndose gradualmente con las ramas de
los árboles que yo dejaba crecer en los bordes de la calle, volví en mí.
–No sé, no sé –grité sin entonación–. Si no
viene nadie, entonces nadie viene. A nadie he hecho mal, nadie me ha hecho mal,
pero nadie me quiere ayudar, nadie en absoluto. Pero, sin embargo, no es así.
Sólo que nadie me ayuda, de lo contrario sería absolutamente hermoso; y con
gusto quisiera –¿qué me dice de ello?– hacer una excursión con una sociedad de
absolutos nadies. Desde luego que a la montaña; ¿adónde si no? ¡Cómo se aprietan
estos nadie, estos numerosos brazos atravesados y enganchados, estos muchos
pies separados por pasos minúsculos! Se comprende, todos de etiqueta. Marchamos
tan así, así; un excelente viento pasa por los huecos que dejamos entre
nuestros miembros. Las gargantas se abren en la montaña. Es un milagro que no
cantemos.
Entonces mi
compañero cayó y comprobé que se hallaba seriamente lesionado en la rodilla.
Como ya no podía serme útil lo dejé sin pena sobre las piedras; y luego silbé,
llamando a unos buitres, que, obedientes se posaron sobre él para custodiarlo
con sus picos oscuros.
Franz Kafka
Texto
digitalizado: OBRAS COMPLETAS – FRANZ
KAFKA
EDITORIAL TEOREMA –VISIÓN LIBROS Título del
original en alemán: Gesammelte Werke. Impreso en España, 1983
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