martes, 30 de diciembre de 2014

A Horacio Ferrer

 7 de diciembre de 2014 16:03    
Gracias Maestro!

Che poeta dejame el lápiz y la picardía de tu amanecer
Tu enciclopedia de tango tu generosidad 
Iluminame con esas carcajadas 
que supieron despertar trompetas cada madrugada.
Decile a las farras que suelten sus noches…
Ya sabemos sobradamente 
Que tu sabiduría queda en el hueco que tallaste
Al alcance de todos los chiquilines de Bachin
Y de cada loco que se abriga en tu balada.
Che poeta que linda historieta escribiste
En el Rio de la Plata
Con Lulu embriagándote el corazón 
las cuatro temporadas.
Caballero de la palabra con clavel en el ojal
Las diagonales del planeta sabrán 
Que las mariposas existen
Desde que cruzaste elogios y abucheos
Con la entereza del artista construido de emociones.
Che poeta te fuiste para volver hecho duende
Como se van las cosas amorosas de esta tierra...
No quedan dudas sino certezas.

Lomas de Zamora 22/12/2014
Pablo De Biaggio

(Publicado en Facebook en la página de Horacio Ferrer)


martes, 16 de diciembre de 2014

Federico García Lorca.





A mi querida amiga Encarnación López Júlvez.

la sangre derramada


¡Que no quiero verla!

Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.

¡Que no quiero verla!

La luna de par en par.
Caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras.
¡Que no quiero verla!
Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!

¡Que no quiero verla!

La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.
No.
¡Que no quiero verla!

Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.

¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!

No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes,
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada
ni corazón tan de veras.
Como un río de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué buen serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!

Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos,
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.

¡Que no quiero verla!
Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
No.
¡¡Yo no quiero verla!!

Federico García Lorca

Parte II de LLANTO POR IGNACIO SÁNCHEZ MEJÍAS (1935)


miércoles, 10 de diciembre de 2014

Oesterheld

Ciencia



En algún lugar de los vastos arenales de Marte hay un cristal muy pequeño y muy extraño.
Si alzas el cristal y miras a través de él, verás el hueso detrás de tu ojo, y más adentro luces que se encienden y se apagan, luces enfermas que no consiguen arder, son tus pensamientos. Si oprimes entonces el cristal en el sentido del eje medio, tus pensamientos adquirirán claridad y justeza deslumbrantes, descubrirás de un golpe la clave del Universo todo, sabrás por fin contestar hasta el último por qué.
En algún lugar de Marte se halla ese cristal.
Para encontrarlo hay que examinar grano por grano los inacabables arenales.
Sabemos, también, que, cuando lo encontremos y tratemos de recogerlo, el cristal se disgregará, sólo nos quedará un poco de polvo entre los dedos.
Sabemos todo eso, pero lo buscamos igual.

Héctor G. Oesterheld



Leer x leer, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 2008


sábado, 4 de octubre de 2014

Orlando Van Bredam

Orlando  Van   Bredam



Nació en Entre Ríos, Argentina, en 1952 pero se lo considera un escritor formoseño porque reside desde hace 30 años en El Colorado, donde ha producido toda su obra literaria. Ha abordado el cuento, la poesía, la novela breve y el teatro. Es además, profesor de Teoría Literaria y dirige un Instituto Superior Terciario. Algunos de sus libros de cuentos breves son: Fabulaciones; Simulacros; La vida te cambia los planes y Las armas que carga el diablo


Orlando Van Bredam

Servicio  de  correos    


Al poeta Elvio Romero

Mi natural desconfianza del servicio de correos me llevó a probar la eficacia del sistema. Me envié cartas a mí mismo para saber si llegaban a tiempo. Nada más particular que la cara del cartero cuando descubría que el destinatario y el remitente eran la misma persona.
En una oportunidad, el texto me resultaba extraño. Supuse que se trataba de una broma de los empleados o de mi vieja costumbre de pensar una cosa y escribir absolutamente lo contrario.
Lo cierto es que nada me proporciona más placer que recibir mis propias cartas. Eso tenía sus ventajas; en primer lugar, nunca había sorpresas desagradables; en segundo lugar, eran líneas sinceras, nunca trataba de engañarme con adulaciones hipócritas, y tercer: en caso de que la carta se extraviara del correo a mi casa, no importaba, ya sabía de que se trataba.

Orlando Van Bredam


Leer x leer, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 2008


El soneto

El Soneto



Un soneto me manda hacer Violante,
que en mi vida me he visto en tanto aprieto;
catorces versos dicen que es soneto,
burla burlando van los tres delante

Yo pensé que no hallara consonante
y estoy a la mitad de otro cuarteto,
mas si me veo en el primer terceto,
no hay cosa en los cuartetos que me espante.

Por el primer terceto voy entrando,
y parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.

Ya estoy en el segundo, y aun sospecho
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce y está hecho.


Fuente Ovejuna, Editorial Abril, 1987


sábado, 9 de agosto de 2014

Jorge Puy


ROSASROJAS ROSAS

(Como esas cosas que tienen que ocurrir
...la imposibilidad de torcer el rumbo)
 
Una tarde que parte
Que se va contigo
Atraviesa el alma
Tu mirada
¡Dicen tanto tus ojos
Cuando dicen!
El adiós es una intemperie
Sin fin
Que va por dentro.
Muy lejos
Aguardan las rosas
Las rojas
Las que saben de miedos
Las que adivinan sueños
Las que hablan en silencio
Las que guardan secretos
Intuyen soledades
Inspiran los anhelos
Rosas…
Que extrañaron tus manos
Que atraparán tus besos
Rosas…Rojas Rosas
… y la espera
Que se cubre de ausencias.

Jorge Puy


Jorge Puy es un folklorista argentino y este poema lo colocó en Facebook para sus conocidos

Arturo Capdevila

Viento

 

Sopla en la noche su clarín el gélido
viento del Sur.

Una tras otra, así como rebaños
cuya impetuosa fuerza  da salud,
han pasado rugiendo diez tormentas
por las gargantas de la sierra azul.

Y ahora viene arreándolas el gélido
viento del Sur.

Negras se ponen las azules sierras
y da la luna macilenta luz
y en la gran soledad crujen las puertas…
cruje la casa bajo el viento sur.

Y todo el aire se estremece en una
profunda, inmensa, clamorosa U…
Y va en mil potros por la noche el gélido
viento del sur.



Arturo Capdevila
El libro del Idioma, Kapelusz, 1927


domingo, 6 de julio de 2014

Juan Gelman

 
 PEDRO EL ALBAÑIL


Aquí amarán, aquí odiarán, decía Pedro, albañil,
cantando,   levantando  las  paredes,
se le  habían endurecido las manos en el oficio
pero  en   las  palmas  todavía se  le  alzaban dulzuras
y  tristezas
que  iban a   dar  al muro, al techo
y después, con el tiempo, ardían sordamente
o entraban a los ojos de las mujeres dulces en
las   habitaciones
y  ellas  entristecían  como quien   se   descubre  una
nueva  soledad.

Pedro,   desde  el   andamio,
solía   cantar  el   Quinto   Regimiento,
les hablaba a los compañeros sobre Guadalajara,
Irún,
se callaba de  pronto a solas con su  España.

De  noche ponía sus manos a dormir
y él se volvía al frente envuelto en sus balazos,
remataba a sus muertos para que no haya olvido,
la cuchara de nuevo se le llenaba de rabia.

Y la mañana que se fue del andamio parecía
que una pregunta aún le brillaba en el fondo,
los compañeros lo rodeaban esperando en silencio
hasta que uno vino y dijo;   "Levanten al difunto".

JUAN  GELMAN



Digitalizado de:
Gotán
Ediciones LA ROSA BLINDADA Buenos Aires
Colección de Poesía LA ROSA BLINDADA
Dirigida por José Luis MANGIERI
2ª EDICIÓN
1ª edición:  diciembre de 1962







Roberto Arlt

Los siete locos


Fragmentos del capítulo I

La Sorpresa

Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder; comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde.
Lo esperaban el director, un hombre de baja estatura, morrudo, con cabeza de jabalí, pelo gris cortado a “lo Humberto I”, y una mirada implacable filtrándose por sus pupilas grises como las de un pez; Gualdi, el contador, pequeño, flaco, meloso, de ojos escrutadores, y el subgerente, hijo del hombre de cabeza de jabalí, un guapo mozo de treinta años, con el cabello totalmente blanco, cínico en su aspecto, la voz áspera y mirada dura como la de su progenitor. Estos tres personajes, el director inclinado sobre unas planillas, el subgerente recostado en una poltrona con la pierna balanceándose sobre el respaldar, y el señor Gualdi respetuosamente de pie junto al escritorio, no respondieron al saludo de Erdosain. Sólo el subgerente se limitó a levantar la cabeza:
─Tenemos la denuncia de que usted es un estafador, que nos ha robado seiscientos pesos.
─Con siete centavos ─agregó el señor Gualdi, a tiempo que pasaba un secante sobre la firma que en una planilla había rubricado el director. Entonces, éste, como haciendo un gran esfuerzo sobre su cuello de toro, alzó la vista. Con los dedos trabados entre los ojales del chaleco, el director proyectaba una mirada sagaz, a través de los párpados entrecerrados, al tiempo que sin rencor examinaba el demacrado semblante de Erdosain, que permanecía impasible.
─¿Por qué anda usted tan mal vestido? ─interrogó.
─No gano nada como cobrador.
─¿Y el dinero que nos ha robado?
─Yo no he robado nada. Son mentiras.
─Entonces, ¿está en condiciones de rendir cuentas, usted?
─Si quieren, hoy mismo a mediodía.
La contestación lo salvó transitoriamente. Los tres hombres se consultaron con la mirada, y, por último, el subgerente, encogiéndose de hombros, dijo bajo la aquiescencia del padre:
─No… tiene tiempo hasta mañana a las tres. Tráigase las planillas y los recibos… Puede irse.
Lo sorprendió tanto esta resolución, que permaneció allí tristemente, de pie, mirándolos a los tres. Sí, a los tres. Al señor Gualdi, que tanto lo había humillado a pesar de ser un socialista; al subgerente, que con insolencia había detenido los ojos en su corbata deshilachada; al director, cuya tiesa cabeza de jabalí rapado se volvía a él, filtrando una mirada cínica y obscena a través de la raya gris de los párpados entrecerrados.
Sin embargo, Erdosain no se movía de allí... Quería decirles algo, no sabía cómo, pero algo que les diera a comprender a ellos toda la desdicha inmensa que pesaba sobre su vida; y permanecía así, de pie, triste, con el cubo negro de la caja de hierro ante los ojos, sintiendo que a medida que pasaban los minutos su espalda se arqueaba más, mientras que nerviosamente retorcía el ala de su sombrero negro, y la mirada se le hacía más huida y triste. Luego, bruscamente, preguntó.
─¿Entonces, puedo irme?
─Sí...
─No... Entréguele los recibos a Suárez y mañana a las tres esté aquí, sin falta, con todo.
─Sí... todo... -y volviéndose, salió sin saludar.
Por la calle Chile bajó hasta Paseo Colón. Sentíase invisiblemente acorralado. El sol descubría los asquerosos interiores de la calle en declive. Distintos pensamientos bullían en él, tan desemejantes, que el trabajo de clasificarlos le hubiera ocupado muchas horas.
Más tarde recordó que ni por un instante se le había ocurrido preguntarse quién podría haberlo denunciado.


Estados de conciencia

Sabía que era un ladrón. Pero la categoría en que se colocaba no le interesaba. Quizá la palabra ladrón no estuviera en consonancia con su estado interior. Existía otro sentimiento y ése era el silencio circular entrado como un cilindro de acero en la masa de su cráneo, de tal modo que lo dejaba sordo para todo aquello que no se relacionara con su desdicha.
Este círculo de silencio y de tinieblas interrumpía la continuidad de sus ideas, de forma que Erdosain no podía asociar, con el declive de su razonamiento, su hogar llamado casa con una institución designada con el nombre de cárcel.
Pensaba telegráficamente, suprimiendo preposiciones, lo cual es enervante. Conoció horas muertas en las que hubiera podido cometer un delito de cualquier naturaleza, sin que por ello tuviera la menor noción de su responsabilidad. Lógicamente, un juez no hubiera entendido tal fenómeno. Pero él ya estaba vacío, era una cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre.
Si continuó trabajando en la Compañía Azucarera no fue para robar más cantidades de dinero, sino porque esperaba un acontecimiento extraordinario ─inmensamente extraordi­nario─ que diera un giro inesperado a su vida y lo salvara de la catástrofe que veía acercarse a su puerta.
Esta atmósfera de sueño y de inquietud que lo hacía circular a través de los días como un sonámbulo, la denominaba Erdosain, “la zona de la angustia”.
Erdosain se imaginaba que dicha zona existía sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura, y se le representaba gráficamente bajo la forma de esas regiones de salinas o desiertos que en los mapas están revelados por óvalos de puntos, tan espesos como las ovas de un arenque.
Esta zona de angustia era la consecuencia del sufrimiento de los hombres. Y como una nube de gas venenoso se trasladaba pesadamente de un punto a otro, penetrando murallas y atravesando los edificios, sin perder su forma plana y horizontal; angustia de dos dimensiones que guillotinando las gargantas dejaba en éstas un regusto de sollozo.
Tal era la explicación que Erdosain se daba cuando sentía las primeras náuseas de la pena.
-¿Qué es lo que hago con mi vida? ─decíase entonces, queriendo quizás aclarar con esta pregunta los orígenes de la ansiedad que le hacía apetecer una existencia en la cual el mañana no fuera la continuación de hoy con su medida de tiempo, sino algo distinto y siem­pre inesperado como en los desenvolvimientos de las películas norteamericanas, donde el pordiosero de ayer es el jefe de una sociedad secreta de hoy, y la dactilógrafa aventurera una multimillonaria de incógnito.
Dicha necesidad de maravillas que no tenía posibles satisfacciones ─ya que él era un inventor fracasado y un delincuente al margen de la cárcel─ le dejaba en las cavilaciones subsiguientes una rabiosa acidez y los dientes sensibles como después de masticar limón.
En estas circunstancias compaginaba insensateces. Llegó a imaginarse que los ricos, aburridos de escuchar las quejas de los miserables, construyeron jaulones tremendos que arrastraban cuadrillas de caballos. Verdugos escogidos por su fortaleza cazaban a los tristes con lazo de acogotar perros, llegándole a ser visible cierta escena: una madre, alta y desmelenada, corría tras el jaulón de donde, entre los barrotes, la llamaba su hijo tuerto, hasta que un “perrero”, aburrido de oírla gritar, la desmayó a fuerza de golpes en la cabeza, con el mango del lazo.
Desvanecida esta pesadilla, Erdosain se decía horrorizado de sí mismo:
─¿Pero qué alma, qué alma es la que tengo yo? ─Y como su imaginación conservaba el impulso motor que le había impreso la pesadilla, continuaba: ─Yo debo haber nacido para lacayo, uno de esos lacayos perfumados y viles con quienes las prostitutas ricas se hacen prender los broches del portasenos, mientras el amante fuma un cigarro recostado en el sofá.
Y nuevamente sus pensamientos caían de rebote en una cocina situada en los sótanos de una lujosísima mansión. En torno de la mesa movíanse dos mucamas, además del chofer y un árabe vendedor de ligas y perfumes. En dicha circunstancia él gastaría un saco negro que no alcanzaba a cubrirle el trasero, y corbatita blanca. Súbitamente lo llamaría “el señor”, un hombre que era su doble físico, pero que no se afeitaba los bigotes y usaba lentes. El no sabía qué es lo que deseaba de él su patrón, mas nunca olvidaría la mirada singular que éste le dirigió al salir de la estancia. Y volvía a la cocina para conversar de suciedades, con el chofer que, ante el regocijo de las mucamas y el silencio del árabe pederasta, contaba como había pervertido a la hija de una gran señora, cierta criatura de pocos años.
Y volvía a repetirse:
─Sí, yo soy un lacayo. Tengo el alma de un verdadero lacayo ─y apretaba los dientes de satisfacción al insultarse y rebajarse de ese modo ante sí mismo.
Otras veces se veía saliendo de la alcoba de una soltera vieja y devota, llevando con unción un pesado orinal, mas en ese momento le encontraba un sacerdote asiduo de la casa que sonriendo, sin inmutarse, le decía:
─¿Cómo vamos de deberes religiosos, Ernesto? ─Y él, Ernesto, Ambrosio o José, viviría torvamente una vida de criado obsceno e hipócrita.
Un temblor de locura le estremecía cuando pensaba en esto.
Sabía, ¡ah, qué bien lo sabía!, que estaba gratuitamente ofendiendo, ensuciando su alma. Y el terror que experimenta el hombre que en una pesadilla cae al abismo en que no morirá, padecíalo él mientras deliberadamente se iba enlodando.
Porque a instantes su afán era de humillación, como el de los santos que besaban las llagas de los inmundos; no por compasión, sino para ser más indignos de la piedad de Dios, que se sentiría asqueado de verles buscar el cielo con pruebas tan repugnantes.
Mas cuando desaparecían de él esas imágenes, y sólo quedaba en su conciencia el «deseo de conocer el sentido de la vida», decíase:
─No, yo no soy un lacayo... de verdad que no lo soy... ─y hubiera querido ir a pedirle a su esposa que se compadeciera de él, que tuviera piedad de sus pensamientos tan horribles y bajos. Mas el recuerdo de que por ella se había visto obligado a sacrificarse tantas veces, le colmaba de un rencor sordo, y en esas circunstancias hubiera querido matarla.
Y bien sabía que algún día ella se entregaría a otro y aquél era un sumado elemento más a los otros factores que componían su angustia.
De allí que cuando defraudó los primeros veinte pesos, se asombró de la facilidad con que se podía hacer “eso”, quizá porque antes de robar creyó tener que vencer una serie de escrúpulos que en sus actuales condiciones de vida no podía conocer. Decíase luego:
─Es cuestión de tener voluntad y hacerlo, nada más.
Y “eso” aliviaba la vida, con “eso” tenía dinero que le causaba sensaciones extrañas porque nada le costaba ganarlo. Y lo asombroso para Erdosain no consistía en el robo, sino que no se revelara en su semblante que era un ladrón. Se vio obligado a robar porque ganaba un mensual exiguo. Ochenta, cien, ciento veinte pesos, pues este importe dependía de las cantidades cobradas, ya que su sueldo se componía de una comisión por cada ciento cobrado.
Así, hubo días que llevó de cuatro a cinco mil pesos, mientras él, malamente alimen­tado, tenía que soportar la hediondez de una cartera de cuero falso en cuyo interior se amon­tonaba la felicidad bajo la forma de billetes, cheques, giros y órdenes al portador.
Su esposa le recriminaba las privaciones que cotidianamente soportaba; él escucha­ba en silencio sus reproches y luego, a solas, se decía:
─¿Qué es lo que puedo hacer yo?
Cuando tuvo la idea, cuando una pequeñita idea lo cercioró de que podía defraudar a sus patrones, experimentó la alegría de un inventor. ¿Robar? ¿Cómo no se le había ocurrido antes?
Y Erdosain se asombró de su incapacidad llegando hasta reprocharse falta de inicia­tiva, pues en esa época (tres meses antes de los sucesos narrados) sufría necesidades de toda naturaleza, a pesar de que diariamente pasaban por sus manos crecidas cantidades de dinero.
Y lo que facilitó sus maniobras fraudulentas fue la falta de administración que había en la Compañía Azucarera.



Roberto Arlt


Los siete locos, Editorial Losada, 2007

domingo, 22 de junio de 2014

Lord Byron y Mary Shelley

Un  poeta  escandaloso




El radiante sol del 12 de julio de 1824 alumbró una sombría procesión. Ante una multitud que miraba con dolor, caballos negros como el ébano adornados con negras plumas jalaron una gran carroza por las calles de Londres. Inmediatamente siguieron tres carrozas ocupadas por los leales amigos del difunto. Luego, una a una, pasaron las 47 carrozas de las más nobles familias inglesas: las carrozas estaban vacías, un símbolo apropiadamente extraño para un poeta celebrado en el mundo, pero ignorado en su propio país. Desde las casas, las mujeres respetables se atrevieron a ver el raro ritual sólo tras las cortinas de sus ventanas. Aun cuando yacía muerto en un ataúd amortajado en terciopelo negro, George Gordon, lord Byron, seguía siendo rehuido por la alta sociedad.
Por cuatro días la carroza, acompañada sólo por los enterradores, marchó hacia Nottingham, al norte. Respetuosos pueblerinos se reunían en cada aldea de la ruta, sorprendido de que al poeta más popular de la época se le negara el honor de ser enterrado en el rincón de los poetas de la abadía de Westminster. En vez de eso, se le sepultaría en la cripta familiar en una modesta iglesia junto al hogar ancestral.
Muerto a los 36 años, Byron fue adorado y odiado, temido y emulado, durante más de 15 años. Su influencia definió una era y sus ideas y comportamiento anticiparon nuestras concepciones del siglo XX acerca de la independencia nacional y la identidad individual.   
El libertinaje fue algo así como un rasgo de familia, el cual practicó con entusiasmo en Newstead Abbey, una hacienda de 12 hectáreas y ex-monasterio tomado por el rey Enrique VIII cuando expulsó a la Iglesia Católica en el siglo XVI. El abuelo de Byron, explorador y oficial naval se escandalizó tanto de los vicios ―incluyendo quizá el incesto― de su hijo John, que lo desheredó. Pero “Jack el Loco”, como se lo llamó al hijo, se fugó con una mujer adinerada. Ella y dos de sus hijos murieron en Francia, pero su hija Augusta sobrevivió para jugar un exuberante papel en la vida del poeta, provocando décadas después su exilio de la buena sociedad.
“Jack el Loco” regresó a Inglaterra, donde se relacionó con una rica pero notablemente fea mujer escocesa llamada Catherine Gordon. Pero esta nueva boda no terminó con sus andanzas y su infeliz esposa sufría de súbitos cambios de humor. En ese extraño hogar nació George Gordon, futuro Lord Byron, el 22 de enero de 1788.
El bebé nació encerrado en el amnios, o saco membranoso, y sufrió de displasia, condición en que un músculo seco del muslo le deformó el pie derecho. El amnios no le hizo daño alguno y sanó fácilmente. Pero el pie deforme le causó un trauma inocultable para toda su vida, contrastando cruel e irónicamente con su hermoso porte que posteriormente se hizo legendario.
“Jack el Loco” abandonó el hogar cuando el niño tenía dos años, por lo que estuvo sujeto al impredecible temperamento de su madre y sus imposibles demandas. Un tío abuelo heredó Newstead Abbey y un título de nobleza. Abandonado por su esposa por sus andanzas sexuales, el tío abuelo desheredó a su hijo por casarse por amor y no por dinero. Al morir, la propiedad fue heredada por su sobrino nieto; a los diez años George se hizo el sexto barón Byron.
Ahora importante, el joven se hizo arrogante y obstinado alumno en Harrow, su escuela preparatoria, y un estudiante pintorescamente rebelde en la Universidad de Cambridge. Pero ya escribía poesía con extraordinaria soltura y publicó su primer libro de versos, Horas de ocio, en 1807, siendo aún estudiante. En la universidad se hizo notoria su insólita capacidad para atraer amigos fieles y amantes apasionadas.
Como muchos otros nobles del campo de la época, Byron pasaba días enteros sin hacer otra cosa que montar, practicar esgrima, remar y cazar, además de pasar largas noches de juerga con sus condiscípulos y su banda de atractivas y dispuestas sirvientas.
A los 21 años ingresó a la Cámara de los Lores, pero el derrochador joven se aburrió e inició un aventurado viaje al sur de Europa, en el que visitó Portugal, España, Malta, Grecia y Albania. En Grecia inició la redacción de un relato en verso, La Peregrinación de Childe Harold.
Durante un naufragio en la costa de Albania, cerca de Parga, fue rescatado por unos bandidos exóticamente ataviados, los Suliotas, cuya orgullosa consigna era “¡Los ladrones de Parga!”. Lo escoltaron a Missolonghi, donde el destino lo uniría a los bandidos al final de su vida.
Sus intereses políticos marcharon paralelamente al aumento de su complacencia personal. En Atenas se involucró sexualmente con muchísimas mujeres, muchachas e incluso muchachos.
A pesar de estas distracciones concluyó dos cantos o secciones, de su novela poética La Peregrinación. Con un verso ágil que usa el lenguaje diario en complicados patrones de rima, el supuestamente frívolo bueno para nada creó al inolvidable personaje Harold, modelo de futuros héroes románticos: apasionado pero reflexivo, egocéntrico y orgulloso pero solitario, ansioso de aventuras pero también cansado del mundo. Es de hecho, el doble de su autor.
En febrero de 1812, el noble de 24 años regresó a Inglaterra y pronunció su primer discurso ante Cámara de los Lores, una airada defensa de las tejedoras de Nottingham. Pocos la oyeron. Pero poco después el político novicio se convirtió en un poeta famoso. La primera edición de La Peregrinación de Childe Harold se agotó en tres días.
Al poco tiempo, sus enredos con hermosas mujeres casadas y sirvientas se hicieron la comidilla de la ciudad.
Augusta, su hermanastra del primer matrimonio de “Jack el Loco”, se parecía tanto a Byron en aspecto y carácter que la consideró su alter ego, su imagen en el espejo. Inquieta por un matrimonio infeliz, inició una relación con Byron. Augusta dio a luz a una hija que bien puedo haber sido de él.
Byron trató de “refugiarse” de la comidilla de la sociedad mediante un matrimonio convencional con la joven rica e inexperta Annabella Milbanke. Tuvieron una hija, pero Annabella lo dejó luego de un año de matrimonio, ofendida por su maltrato y asqueada por sus exigencias sexuales. El poeta más famoso del país se convirtió en un desprestigiado paria social.
Una vez más, Byron buscó alivio y aventura en el extranjero. Partió el 24 de abril de 1816. Vivió un tiempo en Venecia, lanzándose con su acostumbrado fervor a juegos sexuales de todo tipo y permitiéndose otras formas de libertinaje.
Durante esos años Byron escribió un tercer canto de La Peregrinación, Manfred y otros poemas conocidos, así como el inicio de Don Juan, otra obra épica basada en sus propios sentimientos y experiencias. En 1822, su hija ilegítima Allegra, engendrada con Claire Clairmont, murió de malaria a los cinco años. Poco después supo que su buen amigo el poeta Percy Bysshe Shelley se ahogó sorpresivamente en el golfo de la Spezia mientras navegaba durante una tormenta.
Al cabalgar bajo una delgada lluvia, Byron contrajo una fiebre persistente. Se decidió sangrarlo y, desde luego, su condición empeoró mientras el seudo-tratamiento progresaba. Su agonía se prolongó durante semanas. Hacia el final, murmuró a su médico: “¿Cree acaso que temo por mi vida? ¿Para qué lamentarse? ¿Es que no gocé de ella más allá de toda medida?”
Lord Byron murió el 19 de abril de 1824, en el aniversario de la muerte de Allegra.

Nace un monstruo


Una de las tardes más aburridas de la historia dio origen a un personaje imaginario que ha aterrado y fascinado al mundo entero. En una noche de tormenta de 1816, un notable grupo reunido en la Villa de Diodati de lord Byron, junto al lago Ginebra, leía en voz alta historias de fantasmas junto a la chimenea mientras el viento aullaba y la lluvia golpeaba insistentemente contra las ventanas. Los huéspedes de Byron eran el poeta Percy Bysse Shelley, su futura esposa Mary Godwin, la hermanastra de Mary, Claire Clairmont, y su médico John Polidori.
Fastidiado por el mal clima y aburrido por este entretenimiento, Byron sugirió una competencia para escribir la mejor historia de horror. Poco después, el grupo consideraba la posibilidad de comprender el secreto de la vida y discutió si la electricidad no “podría restaurar la vida y crear un ente vivo a partir de la suma de diferentes partes muertas”.
Mucho después de medianoche, tal como acostumbraban, los residentes de la villa se retiraron. Mary en un estado de excitación durmió mal. En duermevela tuvo una horrible visión: “Vi a un pálido adepto de las artes malditas arrodillándose junto al ser que ensambló. Vi al abominable fantasma de un hombre yaciendo cuan largo era y, de pronto, con la ayuda de una enorme máquina, dio señales de vida y se movió de modo torpe.” Sobresaltada, Mary halló su historia de horror. Publicada dos años más tarde, el Frankenstein de Mary Shelley ha perdurado a través de más de un siglo y originó innumerables secuelas e imitaciones tanto en literatura como en el cine.

Fragmentos de: Secretos y misterios de la historia, Reader’s Digest, 1995.


sábado, 7 de junio de 2014

Borges

Espadas



Gram, Durendal, Joyeuse, Excalibur.
Sus viejas guerras andan por el verso,
que es la única memoria. El universo
las siembra por el Norte y por el Sur.
En la espada persiste la osadía
de la diestra viril, hoy polvo y nada;
en el hierro o el bronce, la estocada
que fue sangre de Adán un primer día.
Gestas he enumerado de lejanas
espadas cuyos hombres dieron muerte
a reyes y serpientes. Otra suerte
de espadas hay, murales y cercanas.
Déjame, espada, usar contigo el arte;
yo, que no he merecido manejarte.


Jorge Luis Borges

El oro de los tigres – Emecé Editores, 2005

viernes, 23 de mayo de 2014

César Aira

Los fantasmas
El 31 de diciembre a la mañana el matrimonio Pagalday visitó el piso, ya de su propiedad, en la obra de la calle José Bonifacio 2161, en compañía de Bartolo Sacristán Olmedo, el paisajista que habían contratado para que dispusiera las plantas en los dos amplios balcones del departamento, frente y contrafrente. Subieron por las escaleras cubiertas de escombros hasta el nivel de la mitad de la estructura: el piso que habían adquirido era el tercero. El edificio estaba fraccionado en pisos enteros. Además de los Palgaday, había sólo seis propietarios más, todos los cuales se apersonaron esa mañana, la última del año, para verificar los progresos de la construcción. Los albañiles se afanaban visiblemente. Hacia las once, era un caos de gente. Para decir la verdad, era la fecha en que según los contratos debían entregarse los siete pisos terminados; pero como suele suceder, hubo una demora. Félix Tello, el arquitecto de la empresa constructora, subió y bajó cincuenta veces atendiendo a las inquietudes de los copropietarios, que en general se presentaron acompañados: el que no traía al alfombrista para medir los pisos, traía el carpintero, o al ceramista, o a la decoradora. Sacristán Olmedo hablaba de las palmeras enanas que harían hileras en los balcones, mientras los niños Pagalday correteaban por las habitaciones sin pisos ni puertas ni ventanas. Estaban colocando los acondicionadores de aire, antes que los ascensores, que esperaban turno para después del feriado. Por ahora utilizaban los huecos para izar materiales. Con tacos altísimos, las señoras trepaban las escaleras polvorientas y llenas de cascotes; como tampoco estaban puestas las barandas, debían ser especialmente cautelosas. El primer nivel subterráneo era el de las cocheras, comunicado con la acera por una rampa todavía desprovista de su pavimento especial antideslizante. El segundo, las bauleras o depósitos. Encima del sexto piso, la pileta de natación climatizada y el salón de juegos, con un amplio panorama de techos y calles. Y el departamento del portero, que aunque estaba tan incompleto como el resto de la obra ya albergaba, desde hacía meses, a una familia, la del sereno Raúl Viñas, un albañil chileno de toda confianza, aunque se había revelado un tremendo borracho. El calor era sobrenatural. Asomarse desde allí arriba, peligroso. Faltaban los vidrios que cercarían toda la terraza. Los visitantes retuvieron a los niños lejos de los bordes. Es cierto que los ambientes en construcción parecen más chicos de lo que resultan una vez que están colocadas las ventanas, las puertas y los pisos. Eso todo el mundo lo sabe; sin embargo, también parecían más grandes. Domingo Fresno, el arquitecto que haría la decoración del segundo, se paseaba inquieto por ese extenso laberinto, como sobre las arenas de un páramo. Tello había hecho más o menos bien su trabajo. El edificio, por lo menos, se sostenía sobre sus cimientos; también podría haberse fundido como un helado bajo el sol. Del primero no había venido nadie. En el cuarto los Kahn, un matrimonio más bien mayor con dos hijas jóvenes, se hallaban acompañados de la decoradora, la extraordinaria Elida Gramajo, que hacía cálculos de cortinados en voz alta. Todos los detalles debían ser tenidos en cuenta. La exposición de cada detalle requería que se midiera su espacio propio y el circundante. Cada milímetro de las tres dimensiones de esa gran jaula de hormigón era medido consiguientemente. Una dama vestida de violeta resoplaba en las escaleras entre el quinto y el sexto. Otros no necesitaban tomarse el trabajo: subían y bajaban flotando, inclusive a través de las losas. La demora que se había producido no incomodaba a los dueños, y no sólo porque contra la entrega debía completarse el pago de las unidades; es que preferían disponer de un poco de tiempo extra para gestionar los preliminares de mobiliario y confort. Las mediaciones expandían el espacio ilusoriamente disminuido; del mismo modo se expandía el lapso de la mudanza. Además habría sido violento tomar posesión justamente el día de fin de año. En el quinto piso, Dorotea y Josefina Itúrbide Sansó, dos niñas de cinco y tres años, levantaban polvo de cal con sus piecitos calzados en sandalias, mientras los padres conversaban apaciblemente con Félix Tello. Este último se excusó para saludar a la dama de violeta y la acompañó al piso superior. Hubo presentaciones con los Kahn, que bajaban del salón común de esparcimiento. Los Pagalday en tanto se asomaban al balcón sobre la calle Bonifacio, a la altura de los grandes plátanos. Aunque no tenían las verjas protectoras, los balcones de balaustradas altas eran el sitio más seguro por el momento para los niños. Había una gran puerilidad esa mañana. Todo era de los niños. A la expansión producida por las medidas, y el sentimiento de contracción propio del peligro, se superponía el mundo infantil. El universo real se mide en milímetros, y es gigantesco. Donde hay niños, hay siempre una mediación en las dimensiones. Los decoradores eran artesanos de miniaturas. Además, esa gente pudiente y este negocio suculento tenían ambos por objeto la comodidad de los niños, sin los cuales sus padres habrían preferido vivir en hoteles. Horribles hombres semidesnudos, los albañiles iban y venían entre ellos. La frontera entre pobres y ricos, entre seres humanos y bestias, era una raya temporal; donde ahora estaban unos, dentro de un tiempo estarían los otros; el treinta y uno, a despecho de su simbolismo, aludía con cruda obviedad a esta situación. Que los pobres también tenían derecho a ser felices, y que inclusive podían serlo, es otra verdad incontrastable. Entre las cantidades grandes y pequeñas de dinero, el mediador es el uso, y más aun la diversidad de usuarios; la posesión por otro lado es tan momentánea como la conjunción que se había dado en la obra esa mañana. Fresno se proponía colocar tantas plantas adentro como Sacristán Olmedo afuera. En cierto sentido, todos ellos eran paisajistas. Es más, por el momento todo era exterior. El edificio estaría terminado cuando todo se volviera interior. Un pequeño universo íntimo y blindado. El mismo Félix Tello se borraría como una nubecilla de polvo aventada por el paso de los años. Los niños crecerían aquí, al menos por un tiempo. La familia de la planta baja, de apellido López, tenía hijos pequeños, y se hallaba en el patio cuadrado del fondo, ya embaldosado, rojo. Los del segundo, que llegaron al mediodía, eran los padres de la dama de violeta que viviría en el sexto: vinieron con los hijos de ella. Era difícil que pudiera haber más niños; cada uno de ellos tendría su paisaje privado, uno encima del otro. La Gramajo se había pasado tres horas tomando notas, apuntando números que sacaba del espacio. La señora de Itúrbide dijo haber visto un monstruo horrible gordo como un luchador de sumo. Era un santiagueño. Por el hueco del ascensor había una plataforma con baldes jalada por un motorcito. Hacia la una, cuando se retiraban, hubo una improvisada reunión en la planta baja, donde estaba más fresco. Desde el último piso se veía el patio de la comisaría, que estaba a la vuelta, en la calle Bonorino. Un caballero mayor, el carpintero de los López, había tomado medidas de varias paredes para construir bibliotecas y armarios. Dada la modalidad de adquisición adelantada, todos habían preferido hacer los armarios a su gusto. La constructora había propuesto una empresa de carpintería que terminó haciéndose cargo de cuatro de los pisos: sus talleres recibirían las órdenes directamente de los decoradores. Abajo, mientras los padres conversaban, varios chicos observaban a los peones llenado de escombros una gran tolva de metal en la calle; subían las carretillas por un tablón inclinado que atravesaba la vereda; las señoras que venían con los changuitos cargados del supermercado de la esquina, para la comilona de la noche, debían bajar a la calle, maniobra que ejecutaban a disgusto. Domingo Fresno conversaba con un joven arquitecto de barba, conocido suyo, que haría la decoración del sexto. Encontraban que su momento de entrar en acción se aproximaba vertiginosamente: aunque la obra tenía todo el aspecto de incompleta y precaria, con tanto escombro y espacios abiertos, cualquier día de éstos podía estar terminada. Elida Gramajo, que ya se había retirado, pensaba lo mismo. Menos conscientes, los propietarios pensaban otra cosa. Pero eran ellos quienes debían haber visto desvanecerse en el aire, como globos que reventaran sin ruido, y sin dejar huellas, a los albañiles. Los electricistas dejaron de trabajar a la una en punto y se fueron. Tello conversó un momento con el jefe de la cuadrilla y después fueron a examinar los planos, en los que se entretuvieron un buen cuarto de hora. El pasado de los cables se hacía muy rápido, y los enchufes y todo lo demás podía quedar listo en una tarde. Los padres de la señora de violeta subieron con los niños a ver el salón superior y la piscina; esta tenía ya su revestimiento de pequeños azulejos celestes. Una mujer delgadísima y mal vestida colgaba ropa en un cordel, en lo que sería el patio del departamento del portero. Era Elisa Vicuña, la mujer del sereno. Los visitantes levantaron la vista a la forma extraña e irregular del tanque de agua, que coronaba el edificio, con la gran antena parabólica que alimentaría las imágenes televisivas de todos los pisos. En el borde de esta antena, un borde afilado de metal en el que no se habría atrevido a posarse un pájaro, estaban sentados tres hombres enteramente desnudos, con la cara vuelta hacia el sol del mediodía; por supuesto nadie los vio.

César Aira (1990)



Fragmento inicial de Los fantasmas, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano S.R.L., 1990

César Aira es un escritor argentino nacido el 23 de febrero de 1949, en Coronel Pringles. Ha publicado más de 60 obras