sábado, 17 de diciembre de 2016

Los cautivos de Longjueau

LOS  CAUTIVOS  DE  LONGJUMEAU
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"El Postillón de Longjumeau” anunciaba ayer el deplorable fin de los Fourmi. Esta hoja tan recomendable por la abundancia y por la calidad de su información se perdía en conjeturas sobre las misteriosas causas de la desesperación que había precipitado al suicidio a esta pareja, considerada tan feliz.
Casados muy jóvenes, y despertando cada día a una nueva luna de miel, no habían salido de la ciudad ni un solo día.
Aliviados por previsión paterna de las inquietudes pecuniarias que suelen envenenar la vida conyugal, ampliamente provistos, al contrario, de lo requerido para endulzar un género de unión legítima, sin duda, pero poco conforme a ese afán de vicisitudes amorosas que impulsa al versátil ser humano, realizaban, a los ojos del mundo, el milagro de la ternura a perpetuidad.
Una hermosa tarde de mayo, el día que siguió a la caída del señor Thiers, aparecieron en el tren de circunvalación con sus padres, venidos para instalarlos en la propiedad deliciosa, que albergaría su dicha.
Los longjumelianos de corazón puro contemplaron con enternecimiento a esta linda pareja, que el veterinario comparó sin titubear a Pablo y Virginia.
En efecto, ese día estaban muy bien y parecían niños pálidos de gran casa.
Maître Piécu, el notario más importante de la región, les había adquirido, en las puertas de la ciudad, un nido de verdura, que los muertos hubieran envidiado. Pues hay que convenir que el jardín hacía pensar en un cementerio abandonado. Este aspecto no debió desagradarles, pues no hicieron, en lo sucesivo, ningún cambio y dejaron que las plantas crecieran a su arbitrio.
Para servirme de una expresión profundamente original de Maître Piécu, vivieron en las nubes, sin ver casi a nadie no por maldad o desprecio, sino, sencillamente, porque no se les ocurría.
Además, hubiera sido necesario soltarse por algunas horas o algunos minutos, interrumpir los éxtasis, y, a fe mía dada la brevedad de la vida, les faltaba el valor para ello.
Uno de los hombres más grandes de la Edad Media, el maestro Juan Tauler cuenta la historia de un ermitaño a quien un visitante inoportuno pidió un objeto que estaba en su celda. El ermitaño tuvo que entrar a buscar el objeto. Pero al entrar olvidó cual era, pues la imagen de las cosas exteriores no podía grabarse en su mente. Salió pues y rogó al visitante le repitiera lo que deseaba. Éste renovó el pedido. El solitario volvió a entrar, pero antes de tomar el objeto, ya había olvidado cuál era. Después de muchas tentativas, se vio obligado a decir al importuno.
—Entre y busque usted mismo lo que desea, pues yo no puedo conservar su imagen lo bastante para hacer lo que me pide.
Con frecuencia, el señor y la señora Fourmi me han hecho pensar en el ermitaño. Hubieran dado gustosos todo lo que se les pidiera si lo hubieran recordado un solo instante.
Sus distracciones eran célebres y se comentaban hasta en Corbeil. Sin embargo, esto no parecía afectarlos, y la funesta resolución que ha concluido con sus vidas tan generalmente envidiadas tiene que parecer inexplicable.
Una carta ya antigua de ese desdichado Fourmi, a quien conocí de soltero, me ha permitido reconstruir, por inducción, toda su lamentable historia.
He aquí la carta. Se verá, quizá, que mi amigo no era ni un loco, ni un imbécil.
''...Por décima o vigésima vez, querido amigo, faltamos a nuestra palabra, infamemente. Por paciente que seas, supongo que ya estarás harto de invitarnos. La verdad es que esta última vez, como las anteriores, no tenemos excusa, mi mujer y yo. Te habíamos escrito que contaras con nosotros y no teníamos absolutamente nada que hacer. Sin   embargo,   hemos   perdido   el   tren,   como   siempre.
"Hace quince años que perdemos todos los trenes y todos los vehículos públicos, hagamos lo que hagamos. Es horriblemente estúpido, es de un atroz ridículo, pero empiezo a creer que el mal no tiene remedio. Somos víctimas de una grotesca fatalidad. Todo es inútil. Para alcanzar el tren de las ocho, por ejemplo, hemos ensayado levantarnos a las tres de la mañana, y hasta pasar la noche en vela. Y bien, amigo mío, en el último momento, se incendiaba la chimenea, a medio camino se me recalcaba un pie, el vestido de Julieta se enganchaba en alguna zarza, nos quedábamos dormidos en la sala de espera, sin que ni la llegada del tren ni los gritos del empleado nos despertaran a tiempo, etcétera, etcétera... La última vez olvidé mi portamonedas. En fin, te repito, hace quince años que esto dura y siento que ahí está nuestro principio de muerte. Por esa causa, tú lo sabes, todo lo he malogrado, me he disgustado con todo el mundo, paso por un monstruo de egoísmo, y mi pobre Julieta se ve envuelta, claro está, en la misma reprobación. Desde nuestra llegada a este lugar maldito, hemos faltado a setenta y cuatro entierros, a doce casamientos, a treinta bautismos, a un millar de visitas o diligencias indispensables. He dejado que reventara mi suegra sin volver a verla ni una sola vez, aunque estuvo enferma cerca de un año, cosa que nos privó de tres cuartas partes de su herencia, que nos escamoteó furiosa, en un codicilo, la víspera de su muerte.
"No acabaría con la enumeración de las torpezas y de los fracasos ocasionados por la circunstancia increíble de que jamás pudimos alejarnos de Longjumeau. Para decirlo en una palabra, somos cautivos, ya sin esperanza, y vemos acercarse el momento en que esta condición de galeotes se nos hará insoportable...”
Suprimo el resto en que mi pobre amigo me confiaba cosas demasiado íntimas. Pero doy mi palabra de honor, de que no era un hombre vulgar, de que fue digno de la adoración de su mujer y de que esos dos seres merecían algo mejor que acabar estúpida e indecentemente como han acabado.
Ciertas particularidades que me permito reservar me sugieren la idea de que la infortunada pareja era realmente víctima de una maquinación tenebrosa del Enemigo del hombre, que los condujo, por medio de un notario evidentemente infernal, a ese rincón maléfico de Longjumeau de donde no ha habido poder humano que los arranque. Creo, en verdad, que no podían huir, que había alrededor de su morada un cordón de tropas invisibles, cuidadosamente elegidas para sitiarlos, contra las cuales era inútil toda energía.
El signo, para mí, de una influencia diabólica es que los Fourmi vivían devorados por la pasión de los viajes. Esos cautivos eran, por naturaleza, esencialmente migratorios.
Antes de unirse, habían tenido la sed de rodar tierras. Cuando no eran más que novios, fueron vistos en Enghien, en Choisy-le-Roi, en Meudon, en Clamart, en Montre-tout. Un día alcanzaron hasta Saint-Germain.
En Longjumeau, que les parecía una isla de Oceanía, esta rabia de exploraciones audaces, de aventuras por mar y tierra, se había exasperado.
Su casa estaba abarrotada de globos terráqueos y de planisferios, de atlas ingleses y de atlas germánicos. Hasta tenían un mapa de la luna publicado por Gotha bajo la dirección de un botarate llamado Justus Perthes.
Cuando no se entregaban al amor, leían juntos historias de navegantes célebres, libros exclusivos de esa biblioteca, no había diario de viajes, Tour du Monde o boletín de sociedad geográfica, del que no fueran suscriptores. Llovían en la casa, sin intermitencia, las guías de ferrocarril y los prospectos de las agencias marítimas.
Cosa increíble, sus baúles estaban siempre listos. Siempre estuvieron a punto de partir, de realizar un viaje interminable a los países más lejanos, más peligrosos o más inexplorados.
He recibido como cuarenta telegramas anunciándome su partida inminente para Borneo, la Tierra del Fuego, Nueva Zelanda o Groenlandia.
Muchas veces, en efecto, estuvieron a un ápice de la partida. Pero el hecho es que no partían, que no partieron jamás porque no podían y no debían partir. Los átomos y las moléculas se coaligaban para sujetarlos.
Un día, sin embargo, hará diez años, creyeron escapar. Habían conseguido, contra toda esperanza, meterse en un vagón de primera clase que los conduciría a Versalles. ¡Libertad! Ahí, sin duda, se rompería el círculo mágico.
El tren se puso en marcha, pero ellos no se movían. Se habían ubicado, naturalmente, en un coche destinado a quedar en la estación. Había que volver a empezar. El único viaje que debían lograr era evidentemente el que acababan de emprender, ay de mí, y su carácter, que conozco tan bien, me induce a creer que lo prepararon temblando.

LÉON BLOY.
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LÉON BLOY, literato francés, nacido en Périgueux (1846), muerto en Bourg la Reine (1917). Autor de: Le Déses¬peré (1887); Christophe Colomb devant les Taureaux (1890); Le Salus par les Juifs (1892); Sueur de Sang (1894); La Femme Pauvre (1897); Léon Bloy devant les Cochons (1898); Celle qui Pleure (1906); L'Âme de Napoleon (1912).


Aparecido en:

Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Antología de la literatura fantástica (1965). Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1965, 2009. 

sábado, 3 de diciembre de 2016

Franz Kafka



TRANSEÚNTES

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Cuando se sale a caminar de noche por una calle, y un hombre, visible desde muy lejos –porque la calle es empinada y hay luna llena–, corre hacia nosotros, no lo detenemos, ni siquiera si es débil y andrajoso, ni siquiera si alguien corre detrás de él gritando; lo dejamos pasar.
Porque es de noche, y no es culpa nuestra que la calle sea empinada y la luna llena; además, tal vez esos dos organizaron una cacería para entretenerse, tal  vez  huyen  de  un  tercero,  tal  vez  el  primero  es perseguido a pesar de su inocencia, tal vez el segundo quiere matarle, y no queremos ser cómplices de un crimen, tal vez ninguno de los dos sabe nada del otro, y se dirigen corriendo por su cuenta hacia la calma, tal vez son noctámbulos, tal vez el primero lleva armas.
Y finalmente, de todos modos, ¿no podemos acaso estar cansados, no hemos bebido tanto vino? Nos alegramos de haber perdido de vista también al segundo.

Franz Kafka


Texto digitalizado:
OBRAS COMPLETAS – FRANZ  KAFKA
 EDITORIAL TEOREMA –VISIÓN LIBROS
Impreso en España, 1983



Juan José Saer

Nadie nada nunca

I. 

No hay, al principio, nada. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga, y detrás, baja, polvorienta, en pleno sol, su barranca cayendo suave, medio comida por el agua, la isla. El Gato se retira de la ventana, que queda vacía, y busca, de sobre las baldosas coloradas, los cigarrillos y los fósforos. Acuclillado enciende un cigarrillo, y sin sacudirlo, entre el tumulto de humo de la primera bocanada, deja caer el fósforo que, al tocar las baldosas, de un modo súbito, se apaga. Vuelve a acodarse en la ventana: ahora ve al Ladeado, montado precario en el bayo amarillo, con las piernas cruzadas sobre el lomo para no mojarse los pantalones. El agua se arremolina contra el pecho del caballo. Va emergiendo, gradual, del agua, como con sacudones levísimos, disconti­nuos, hasta que las patas finas tocan la orilla.

Va cortando, sobre la tabla, sin apuro, rodajas de salamín. Cuando ha cubierto casi toda la superficie del plato blanco de rodajas rojizas, lo pone en el centro de la mesa junto al pan y los vasos. Saca de la heladera una botella de vino tinto llena todavía hasta la mitad y la deja entre los dos vasos. Sin moverse en lo más mínimo, sin ni siquiera pesta­ñear, el Ladeado está observándolo cuando se sienta. Para darle coraje, el Gato se sirve una rodaja de salamín. El La­deado se decide por fin, y con dos dedos en los que apare­cerá, debido a la grasa, un brillo ligero, se sirve la primera. La pela, con lentitud y cuidado y se la lleva a la boca. El ba­yo amarillo busca, instintivo, la sombra, sin ninguna inquietud. Tasca, de entre las viejas cajas de batería y los viejos neumáticos medio podridos, el pasto alto. Los dos tambo­res de aceite, oxidados, acanalados, reciben, recalentándo­se, el sol de la siesta, uno vertical, el otro acostado, aplastan­do los yuyos, resecándolos. Mascando las últimas rodajas de salamín, cada uno con su vaso en la mano, el Gato y el Ladeado miran al bayo amarillo desde la sombra tibia y pega­josa de la galería.
—Pierdan cuidado, que aquí nadie lo va tocar —dice el Gato.
—Sí, don Gato —dice el Ladeado.

El piso duro y frío de baldosas coloradas lo hace estre­mecer cuando apoya en él la espalda desnuda. Deja los ci­garrillos y los fósforos sobre su pecho. Mira el cielorraso. No piensa en nada. Su piel entibia casi en seguida las baldo­sas. Cierra los ojos y respira lento, inmóvil, haciendo crujir ligeramente el celofán del paquete de cigarrillos depositado sobre su pecho. Llega, hasta sus oídos, sin estridencias, el ru­mor de febrero, el mes irreal, concentrado, como en un gru­mo, en la siesta. Se incorpora, apoyándose sobre el antebra­zo, y los cigarrillos y los fósforos saltan de su pecho, uno a cada lado de su cuerpo, chocando contra las baldosas colo­radas. Se incorpora todavía un poco más y queda sentado, mirando a su alrededor. Están la mesa y las sillas, las pare­des blancas, el rectángulo de la ventana por el que la luz de la siesta, indirecta y ardiente, llena la habitación de una lu­minosidad mitigada. Contra la pared está el cenicero, de ba­rro cocido, y entre su cuerpo y la pared, en desorden, las al­pargatas. Y sobre el cenicero, negra, inmóvil, adherida al barro ahumado, súbita, la araña.

Aunque la punta de la alpargata casi la toca, sigue in­móvil, como si fuese un dibujo negro, una mancha Rorschach estampada en la cara exterior del cenicero. Pero es de­masiado gorda para dar esa ilusión. Y emite, porque está viva, algo, un fluido, una corriente, que permite, incluso sin haberla visto, saber que está ahí. Cuando la alpargata la to­ca retrocede un momento —parece como que va a retroce­der pero no hace más que poner en movimiento las patas traseras— y después salta hacia un costado, despegándose del cenicero. No ha terminado de tocar el suelo que ya la plan­ta de la alpargata, que el Gato blande, la aplasta contra la baldosa colorada. El centro del cuerpo negro se ha conver­tido en una masa viscosa, pero las patas continúan movién­dose, rápidas. El Gato, la alpargata en alto dispuesto a de­jarla caer por segunda vez, permanece inmóvil: de la masa viscosa ha comenzado a salir, después de un momento de confusión, un puñado de arañitas idénticas, réplicas redu­cidas de la que agoniza, que se dispersan, despavoridas, por la habitación. En la cara del Gato se abre camino una son­risa perpleja, maravillada, y después de un segundo de va­cilación, la alpargata vuelve a golpear contra la baldosa, re­sonando. Ahora la mancha ha quedado inmóvil y definitiva, adherida a la baldosa colorada. El Gato mira a su alrededor: de las recién nacidas, producto de la rápida multiplicación que acaba de operarse, ni rastro.

El bayo amarillo tasca tranquilo, entre los eucaliptos del fondo. Cuando el Gato sale a la galería, alza la cabeza y lo contempla, sin dejar de masticar. Sobre su pelo amari­llento se imprimen las manchas del sol, más claras, que atra­viesan el follaje. Su mirada parece pasar a través del cuerpo del Gato para fijarse más allá, en un punto impreciso, pero es en realidad al Gato a quien mira. Ahora se desentienden uno del otro y mientras el bayo amarillo continúa tascan­do, el Gato se aproxima al borde de la galería, sobre el que se imprime una franja de sol, y mira el espacio abierto más acá de los árboles del fondo, el espacio sembrado de bate­rías dispersas y medio enterradas, y de neumáticos podri­dos, manchados de barro reseco. Los dos tambores de acei­te, uno en posición vertical, el otro acostado, aplastando los yuyos, se carcomen en la intemperie. En el fondo, tranqui­lo, el bayo amarillo estira su largo cuello hacia el pasto. To­do lo demás está inmóvil.

Va dejando atrás la casa, los árboles, y ahora camina sobre la arena tibia. En la playita hay algunos papeles arru­gados, paquetes de cigarrillos vacíos y retorcidos, basura. A unos treinta metros en dirección al montecito, el bañero conversa con un hombre vestido con una camisa blanca, un pantalón oscuro y un sombrero de paja. Están refugiados bajo un árbol. El Gato los mira, de un modo fugaz, por el rabillo del ojo, sin girar la cabeza, para no saludar. Corridos por la siesta, los bañistas volverán al atardecer. Una franja húmeda y barrosa, en la que las huellas del bayo amarillo son todavía visibles, separa la playa seca del agua. Sobre esa franja húmeda, el Gato alza la cabeza y contempla la isla: chata, compacta, la vegetación polvorienta y la barranca ro­jiza, irregular, que baja al agua. Casi cincuenta metros sepa­ran las dos orillas.

El agua ciñe los tobillos del Gato.

El agua tibia corre sobre su cuerpo. Se jabona con vi­gor la cabeza, las axilas, el culo, los genitales, los pies. Des­pués deja que la lluvia tibia barra el jabón, ayudándola con las manos. Queda un momento ciego, inmóvil, percibien­do el rumor del agua que choca contra su cabeza y baja en chorros gruesos por su cuerpo. No piensa nada. Denso, opa­co, macizo, durante un minuto, hasta que estira la mano y cierra la canilla. Sigue todavía inmóvil, con los ojos cerra­dos, unos segundos más. Gotas caen de un modo cada vez más espaciado, desde su cuerpo, resonando contra el piso de la bañadera.

No quiere anochecer. En la penumbra azul eléctrico, estacionaria, se oye el zumbido monótono de mosquitos. En el fondo, bajo los árboles altos, achatados y negros cuyo follaje está lleno de manchas azules que cintilan, el bayo amarillo se mueve, impreciso: un gran cuerpo amarillento cambiando de tanto en tanto de posición. Su cola se alza y se sacude, desplegándose y volviendo a caer. Más acá están el espacio sin árboles, sembrado de baterías semienterradas y de neumáticos podridos, y los tambores de aceite: comi­dos por el óxido, acanalados, uno vertical y el otro acosta­do. El Gato toma un largo trago de vino blanco, haciendo tintinear el hielo en el interior del vaso y después deja el va­so sobre el asiento de paja de la silla. Cuando se reclina otra vez, su espalda desnuda, toda sudada, se pega a la lona ana­ranjada, áspera, del sillón. El aire azul, estacionario, no pa­rece querer cambiar, liso, transparente, como de vidrio. El Gato estira la mano hacia el vaso de vino blanco y lo vacía de un trago. De la botella que está en el piso, entre el sillón y la silla, lo vuelve a llenar. Suda y suda.

No bien se estira en la cama, en la oscuridad, desnudo, la sábana está empapada. El punto rojo de la espiral, sobre la mesa de luz, junto al ventilador que zumba monótono, brilla atenuado, sin parpadeos. Ahora ve un poco mejor en la oscuridad. El resplandor blanco de las paredes, de la sá­bana, la silueta de la silla, el rectángulo de la ventana lleno de la oscuridad carcomida de los árboles. El Gato se mueve pesado, aturdido, en la cama, haciéndola chirriar. Además de húmeda, la sábana está tibia, y a cada movimiento de su cuerpo se forman en ella unos pliegues gruesos y achatados que se incrustan en su piel. Girando en semicírculo, el ven­tilador le envía, periódico y regular, ráfagas débiles de aire fresco que no alcanzan a borrar, sin embargo, el ahogo, el aturdimiento.

Está parado, cuando se despierta, o cuando comienza, más bien, a despertarse, al lado de la cama. La sábana, las paredes blancas, relumbran en la oscuridad, y el zumbido del ventilador continúa, monótono. El espiral se ha consumido entero. Está saliendo, despertando, de un horror di­fuso, espeso, y cuando advierte que ya está casi despierto, desnudo, parado al lado de la cama, el horror envía, toda­vía, como el ventilador, ráfagas. Vuelve a echarse, boca aba­jo. La cara aplastada contra la almohada húmeda mira, en línea oblicua, la ventana: las mismas manchas negras de los árboles carcomidas por la penumbra exangüe. Las mismas: ¿las mismas que qué o que cuándo? Cierra el ojo, oyendo el ventilador y, súbito, desgarrando, más que el silencio, la os­curidad, y no demasiado lejos, un gallo.

El motor de la bomba trabaja al sol. El sol sube. El Ga­to abre la canilla y pone bajo el chorro el balde de plástico rojo, cuya cara exterior deja transparentar los reflejos lumi­nosos, como nervaduras, del agua que va llenándolo. Cuan­do el balde está casi lleno el Gato cierra la canilla y deja el motor en marcha para que busque, en el fondo, encarniza­do, y contra el sol, más frescura.

Sosteniendo el balde rojo por la manija en arco, con la mano derecha, el Gato gira, dando la espalda al motor que zumba, con ritmos complejos, en el sol: la mano derecha va ligeramente hacia adelante, la mano izquierda hacia atrás, de modo que los brazos están separados del cuerpo, en lí­nea oblicua, las piernas separadas, la planta del pie derecho apoyada entera en el suelo, adelante, el pie izquierdo apo­yado en la punta, los dedos amontonados y doblados, la sombra proyectándose sobre la tierra apisonada en la que no crece una sola mata de pasto.

El pie izquierdo va en el aire, la mano que sostiene el balde ligeramente hacia atrás, la izquierda hacia adelante, el pie izquierdo alzándose ligeramente de modo que tien­de a arquearse y a quedar apoyado en la punta, todo el cuerpo inclinado hacia la derecha por el peso del balde co­lorado.

Los dos golpes en la puerta de calle suenan suaves, ca­si inaudibles, en el momento en que el Gato se yergue des­pués de haber dejado el balde de plástico, lleno de agua fres­ca, frente al bayo amarillo cuyos músculos, moviéndose con un ritmo complejo y múltiple a lo largo de todo su cuerpo muestran, más que la cabeza, que permanece inmóvil simu­lando no haber escuchado los golpes, una ligera excitación.

El Ladeado disemina forraje frente al bayo amarillo, que pasa del pasto al forraje sin ninguna violencia, mascan­do con parsimonia. El Gato recoge el balde vacío y se enca­mina hacia el zumbido del motor. Cuando abre la canilla, un chorro blanco retumba en el interior del balde, que re­balsa en seguida: un penacho blanquecino, láminas de agua transparente que se derraman por los bordes y gotas que parten en todas direcciones destellando fugaces en la luz de mediodía. El Ladeado mira comer al bayo amarillo. El Ga­to deposita el balde colorado entre el forraje disperso en el suelo, reducido ahora por los espesos y casi continuos bocados del caballo.

Juan José Saer, (1994)
Seix Barral (2000)


Miguel Hernández

Elegía
(En Orihuela, su pueblo y el mío,
se me ha muerto como el rayo
Ramón Sijé, a quien tanto quería)



Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa a mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedientas de catástrofes y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.

Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.

Alegrarás la sombra de mis cejas,
Y tu sangre se irá a cada lado
Disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,  
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas amas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.

Miguel Hernández


Leer x Leer, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 2008