sábado, 3 de diciembre de 2016

Juan José Saer

Nadie nada nunca

I. 

No hay, al principio, nada. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga, y detrás, baja, polvorienta, en pleno sol, su barranca cayendo suave, medio comida por el agua, la isla. El Gato se retira de la ventana, que queda vacía, y busca, de sobre las baldosas coloradas, los cigarrillos y los fósforos. Acuclillado enciende un cigarrillo, y sin sacudirlo, entre el tumulto de humo de la primera bocanada, deja caer el fósforo que, al tocar las baldosas, de un modo súbito, se apaga. Vuelve a acodarse en la ventana: ahora ve al Ladeado, montado precario en el bayo amarillo, con las piernas cruzadas sobre el lomo para no mojarse los pantalones. El agua se arremolina contra el pecho del caballo. Va emergiendo, gradual, del agua, como con sacudones levísimos, disconti­nuos, hasta que las patas finas tocan la orilla.

Va cortando, sobre la tabla, sin apuro, rodajas de salamín. Cuando ha cubierto casi toda la superficie del plato blanco de rodajas rojizas, lo pone en el centro de la mesa junto al pan y los vasos. Saca de la heladera una botella de vino tinto llena todavía hasta la mitad y la deja entre los dos vasos. Sin moverse en lo más mínimo, sin ni siquiera pesta­ñear, el Ladeado está observándolo cuando se sienta. Para darle coraje, el Gato se sirve una rodaja de salamín. El La­deado se decide por fin, y con dos dedos en los que apare­cerá, debido a la grasa, un brillo ligero, se sirve la primera. La pela, con lentitud y cuidado y se la lleva a la boca. El ba­yo amarillo busca, instintivo, la sombra, sin ninguna inquietud. Tasca, de entre las viejas cajas de batería y los viejos neumáticos medio podridos, el pasto alto. Los dos tambo­res de aceite, oxidados, acanalados, reciben, recalentándo­se, el sol de la siesta, uno vertical, el otro acostado, aplastan­do los yuyos, resecándolos. Mascando las últimas rodajas de salamín, cada uno con su vaso en la mano, el Gato y el Ladeado miran al bayo amarillo desde la sombra tibia y pega­josa de la galería.
—Pierdan cuidado, que aquí nadie lo va tocar —dice el Gato.
—Sí, don Gato —dice el Ladeado.

El piso duro y frío de baldosas coloradas lo hace estre­mecer cuando apoya en él la espalda desnuda. Deja los ci­garrillos y los fósforos sobre su pecho. Mira el cielorraso. No piensa en nada. Su piel entibia casi en seguida las baldo­sas. Cierra los ojos y respira lento, inmóvil, haciendo crujir ligeramente el celofán del paquete de cigarrillos depositado sobre su pecho. Llega, hasta sus oídos, sin estridencias, el ru­mor de febrero, el mes irreal, concentrado, como en un gru­mo, en la siesta. Se incorpora, apoyándose sobre el antebra­zo, y los cigarrillos y los fósforos saltan de su pecho, uno a cada lado de su cuerpo, chocando contra las baldosas colo­radas. Se incorpora todavía un poco más y queda sentado, mirando a su alrededor. Están la mesa y las sillas, las pare­des blancas, el rectángulo de la ventana por el que la luz de la siesta, indirecta y ardiente, llena la habitación de una lu­minosidad mitigada. Contra la pared está el cenicero, de ba­rro cocido, y entre su cuerpo y la pared, en desorden, las al­pargatas. Y sobre el cenicero, negra, inmóvil, adherida al barro ahumado, súbita, la araña.

Aunque la punta de la alpargata casi la toca, sigue in­móvil, como si fuese un dibujo negro, una mancha Rorschach estampada en la cara exterior del cenicero. Pero es de­masiado gorda para dar esa ilusión. Y emite, porque está viva, algo, un fluido, una corriente, que permite, incluso sin haberla visto, saber que está ahí. Cuando la alpargata la to­ca retrocede un momento —parece como que va a retroce­der pero no hace más que poner en movimiento las patas traseras— y después salta hacia un costado, despegándose del cenicero. No ha terminado de tocar el suelo que ya la plan­ta de la alpargata, que el Gato blande, la aplasta contra la baldosa colorada. El centro del cuerpo negro se ha conver­tido en una masa viscosa, pero las patas continúan movién­dose, rápidas. El Gato, la alpargata en alto dispuesto a de­jarla caer por segunda vez, permanece inmóvil: de la masa viscosa ha comenzado a salir, después de un momento de confusión, un puñado de arañitas idénticas, réplicas redu­cidas de la que agoniza, que se dispersan, despavoridas, por la habitación. En la cara del Gato se abre camino una son­risa perpleja, maravillada, y después de un segundo de va­cilación, la alpargata vuelve a golpear contra la baldosa, re­sonando. Ahora la mancha ha quedado inmóvil y definitiva, adherida a la baldosa colorada. El Gato mira a su alrededor: de las recién nacidas, producto de la rápida multiplicación que acaba de operarse, ni rastro.

El bayo amarillo tasca tranquilo, entre los eucaliptos del fondo. Cuando el Gato sale a la galería, alza la cabeza y lo contempla, sin dejar de masticar. Sobre su pelo amari­llento se imprimen las manchas del sol, más claras, que atra­viesan el follaje. Su mirada parece pasar a través del cuerpo del Gato para fijarse más allá, en un punto impreciso, pero es en realidad al Gato a quien mira. Ahora se desentienden uno del otro y mientras el bayo amarillo continúa tascan­do, el Gato se aproxima al borde de la galería, sobre el que se imprime una franja de sol, y mira el espacio abierto más acá de los árboles del fondo, el espacio sembrado de bate­rías dispersas y medio enterradas, y de neumáticos podri­dos, manchados de barro reseco. Los dos tambores de acei­te, uno en posición vertical, el otro acostado, aplastando los yuyos, se carcomen en la intemperie. En el fondo, tranqui­lo, el bayo amarillo estira su largo cuello hacia el pasto. To­do lo demás está inmóvil.

Va dejando atrás la casa, los árboles, y ahora camina sobre la arena tibia. En la playita hay algunos papeles arru­gados, paquetes de cigarrillos vacíos y retorcidos, basura. A unos treinta metros en dirección al montecito, el bañero conversa con un hombre vestido con una camisa blanca, un pantalón oscuro y un sombrero de paja. Están refugiados bajo un árbol. El Gato los mira, de un modo fugaz, por el rabillo del ojo, sin girar la cabeza, para no saludar. Corridos por la siesta, los bañistas volverán al atardecer. Una franja húmeda y barrosa, en la que las huellas del bayo amarillo son todavía visibles, separa la playa seca del agua. Sobre esa franja húmeda, el Gato alza la cabeza y contempla la isla: chata, compacta, la vegetación polvorienta y la barranca ro­jiza, irregular, que baja al agua. Casi cincuenta metros sepa­ran las dos orillas.

El agua ciñe los tobillos del Gato.

El agua tibia corre sobre su cuerpo. Se jabona con vi­gor la cabeza, las axilas, el culo, los genitales, los pies. Des­pués deja que la lluvia tibia barra el jabón, ayudándola con las manos. Queda un momento ciego, inmóvil, percibien­do el rumor del agua que choca contra su cabeza y baja en chorros gruesos por su cuerpo. No piensa nada. Denso, opa­co, macizo, durante un minuto, hasta que estira la mano y cierra la canilla. Sigue todavía inmóvil, con los ojos cerra­dos, unos segundos más. Gotas caen de un modo cada vez más espaciado, desde su cuerpo, resonando contra el piso de la bañadera.

No quiere anochecer. En la penumbra azul eléctrico, estacionaria, se oye el zumbido monótono de mosquitos. En el fondo, bajo los árboles altos, achatados y negros cuyo follaje está lleno de manchas azules que cintilan, el bayo amarillo se mueve, impreciso: un gran cuerpo amarillento cambiando de tanto en tanto de posición. Su cola se alza y se sacude, desplegándose y volviendo a caer. Más acá están el espacio sin árboles, sembrado de baterías semienterradas y de neumáticos podridos, y los tambores de aceite: comi­dos por el óxido, acanalados, uno vertical y el otro acosta­do. El Gato toma un largo trago de vino blanco, haciendo tintinear el hielo en el interior del vaso y después deja el va­so sobre el asiento de paja de la silla. Cuando se reclina otra vez, su espalda desnuda, toda sudada, se pega a la lona ana­ranjada, áspera, del sillón. El aire azul, estacionario, no pa­rece querer cambiar, liso, transparente, como de vidrio. El Gato estira la mano hacia el vaso de vino blanco y lo vacía de un trago. De la botella que está en el piso, entre el sillón y la silla, lo vuelve a llenar. Suda y suda.

No bien se estira en la cama, en la oscuridad, desnudo, la sábana está empapada. El punto rojo de la espiral, sobre la mesa de luz, junto al ventilador que zumba monótono, brilla atenuado, sin parpadeos. Ahora ve un poco mejor en la oscuridad. El resplandor blanco de las paredes, de la sá­bana, la silueta de la silla, el rectángulo de la ventana lleno de la oscuridad carcomida de los árboles. El Gato se mueve pesado, aturdido, en la cama, haciéndola chirriar. Además de húmeda, la sábana está tibia, y a cada movimiento de su cuerpo se forman en ella unos pliegues gruesos y achatados que se incrustan en su piel. Girando en semicírculo, el ven­tilador le envía, periódico y regular, ráfagas débiles de aire fresco que no alcanzan a borrar, sin embargo, el ahogo, el aturdimiento.

Está parado, cuando se despierta, o cuando comienza, más bien, a despertarse, al lado de la cama. La sábana, las paredes blancas, relumbran en la oscuridad, y el zumbido del ventilador continúa, monótono. El espiral se ha consumido entero. Está saliendo, despertando, de un horror di­fuso, espeso, y cuando advierte que ya está casi despierto, desnudo, parado al lado de la cama, el horror envía, toda­vía, como el ventilador, ráfagas. Vuelve a echarse, boca aba­jo. La cara aplastada contra la almohada húmeda mira, en línea oblicua, la ventana: las mismas manchas negras de los árboles carcomidas por la penumbra exangüe. Las mismas: ¿las mismas que qué o que cuándo? Cierra el ojo, oyendo el ventilador y, súbito, desgarrando, más que el silencio, la os­curidad, y no demasiado lejos, un gallo.

El motor de la bomba trabaja al sol. El sol sube. El Ga­to abre la canilla y pone bajo el chorro el balde de plástico rojo, cuya cara exterior deja transparentar los reflejos lumi­nosos, como nervaduras, del agua que va llenándolo. Cuan­do el balde está casi lleno el Gato cierra la canilla y deja el motor en marcha para que busque, en el fondo, encarniza­do, y contra el sol, más frescura.

Sosteniendo el balde rojo por la manija en arco, con la mano derecha, el Gato gira, dando la espalda al motor que zumba, con ritmos complejos, en el sol: la mano derecha va ligeramente hacia adelante, la mano izquierda hacia atrás, de modo que los brazos están separados del cuerpo, en lí­nea oblicua, las piernas separadas, la planta del pie derecho apoyada entera en el suelo, adelante, el pie izquierdo apo­yado en la punta, los dedos amontonados y doblados, la sombra proyectándose sobre la tierra apisonada en la que no crece una sola mata de pasto.

El pie izquierdo va en el aire, la mano que sostiene el balde ligeramente hacia atrás, la izquierda hacia adelante, el pie izquierdo alzándose ligeramente de modo que tien­de a arquearse y a quedar apoyado en la punta, todo el cuerpo inclinado hacia la derecha por el peso del balde co­lorado.

Los dos golpes en la puerta de calle suenan suaves, ca­si inaudibles, en el momento en que el Gato se yergue des­pués de haber dejado el balde de plástico, lleno de agua fres­ca, frente al bayo amarillo cuyos músculos, moviéndose con un ritmo complejo y múltiple a lo largo de todo su cuerpo muestran, más que la cabeza, que permanece inmóvil simu­lando no haber escuchado los golpes, una ligera excitación.

El Ladeado disemina forraje frente al bayo amarillo, que pasa del pasto al forraje sin ninguna violencia, mascan­do con parsimonia. El Gato recoge el balde vacío y se enca­mina hacia el zumbido del motor. Cuando abre la canilla, un chorro blanco retumba en el interior del balde, que re­balsa en seguida: un penacho blanquecino, láminas de agua transparente que se derraman por los bordes y gotas que parten en todas direcciones destellando fugaces en la luz de mediodía. El Ladeado mira comer al bayo amarillo. El Ga­to deposita el balde colorado entre el forraje disperso en el suelo, reducido ahora por los espesos y casi continuos bocados del caballo.

Juan José Saer, (1994)
Seix Barral (2000)


No hay comentarios:

Publicar un comentario