viernes, 27 de mayo de 2011

Jorge Luis Borges - "El fin"

El fin


Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente... Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aún quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó, hasta dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercios de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de las novelas concluimos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.

Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no contaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.

La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.

Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:
-Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
El otro, con voz áspera, replicó:
-Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
-Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
El otro explicó sin apuro:
-Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
-Ya me hice cargo -dijo el negro-. Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.
-Les di buenos consejos -declaró-, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
Un lento acorde precedió la respuesta del negro:
-Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.
-Por lo menos a mí -dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta-: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
El negro, como si no lo oyera, observó:
-Con el otoño se van acortando los días.
-Con la luz que queda me basta -replicó el otro, poniéndose de pie.
Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
-Deja en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
-Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.
El otro contestó con seriedad:
-En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.

Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
-Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.

Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.

Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música... Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.

Jorge Luis Borges

Nueva antología personal, (1968) Emecé Editores S.A.- Editorial Bruguera S.A – 2ª edición, Octubre, 1983

George Loring Frost, "Un creyente"



George Loring FROST, escritor inglés, nacido en Brentford, en 1887. Autor de Foreword (1909); The Island (1913); Love of London (1916); The Unremembered Traveller (1919); The Sundial (1924); The Unending Rose (1931).


Al caer de la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
—Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
—Yo no —respondió el otro— ¿Y usted?
—Yo sí —dijo el primero y desapareció.
George Loring Frost. Memorabilia (1923).


Texto extraído de Antología de la Literatura Fantástica de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. (1965) Editorial Sudamericana. Vigesimotercera edición, 2009

Thomas Bailey Aldrich - "Sola y su alma"

SOLA Y SU ALMA




Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta.

Thomas Bailey Aldrich: Works, vol. 9, pág. 341 (1912).


   

Thomas BAILEY ALDRICH, poeta y novelista norte­americano, nacido en New Hampshire, en 1836; muerto en Boston, en 1907. Autor de: Cloth of Gold (1874); Wyndham Tower (1879); An Old Town by the Sea (1893).


Texto extraído de Antología de la Literatura Fantástica de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. (1965) Editorial Sudamericana. Vigésimotercera edición, 2009

domingo, 22 de mayo de 2011

Enrique González Tuñón "Mis ojos"

Mis ojos


Don Agustín, filósofo energúmeno del café de “La Araña”, desalojó de su privilegiada mollera para ubicar en un apólogo, a un pobre hombre insensato que creía en lo sobrenatural y que negaba la realidad externa.
Este hombre insensato del apólogo de don Agustín, aplicó sus ojos, con la ayuda de un sabio italiano apellidado Rissotto, la virtud perforadora de los rayos X.
Y ocurrió que el hombre insensato fue precursor del futurismo y terminó sus días en un manicomio.
Yo padezco también, sin haber conocido el milagroso bisturí de Rissotto, la enorme desgracia de los ojos X.
Poseer ojos X es síntoma de anormalidad. Anormalidad inofensiva para el prójimo y libre del socorrido chaleco de fuerza.
Esto, agregado a las seguridades que me otorgan aquellos que sufren mi cercanía, me convence de que, efectivamente, son un hombre anormal, una especie de sujeto de laboratorio.
Por tal me tengo, desde que mis miradas rectas y certeras se incautaron de un nuevo y simple modelo filosófico, del cual resulta fácil desglosar un bondadoso sentido de la vida.
Sin realizar el misterioso aprendizaje de las ciencias ocultas, por temor de perturbar el sueño, he aquí que mis ojos esclarecieron el alma de las cosas inanimadas y atraparon la ridícula pedantería del hombre que, como yo, habla a menudo en primera persona.
Porque es preciso —ya que nuestros progenitores nos colocaron en el duro trance de vivir— encarar la vida desde un grotesco punto de vista. Y sonreír, frente a las novísimas ediciones de tragedias antiguas, con sonrisa sin repuesto, estereotipada en el rostro de un loco dócil.
El hombre de los ojos X es humanamente bueno porque ve la vida en paños menores y preside lo poco que valemos, la insignificancia de nuestras actitudes y la inutilidad de nuestro malos humores.
Tener ojos X que perforan la materia, es llegar sin esfuerzo al esqueleto. De aquí que no resulte muy regocijante extraviarse en soliloquios con el propio esqueleto, sentado en pose meditativa bajo el huraño ademán del mozo de café o moviéndose cómodamente como un títere de barracón de feria.
Los ojos X miran el fondo de las cosas. Si no fuera así, y vieran el trasluz, permutaría mi posición de periodista por el descansado, lucrativo y noble oficio de tahúr.
Quizá sean los ojos X, consecuencia fatal del mal específico que enloqueció a nuestros ascendientes.
Yo sólo sé que mis ojos X no tienen remedio y que es inútil y tonto pretender distraerlos con el lente ahumado de espectáculos maravillosamente lujuriosos.
Mis ojos X están enfermos de ver siempre un mismo melancólico paisaje de almas.
El día en que se aburran definitivamente y cansados de desnucarse contra las cosas inanimadas vuelvan hacia  dentro sus miradas, se decretará la noche eterna en el inacabable bostezo de mi vida.
        
Enrique González Tuñón



“Mis ojos” es el primer relato del libro El alma de las cosas inanimadas, de 1927

Enrique González Tuñón, Narrativa 1920 – 1930, Ediciones el 8vo. Loco, 2006

Leonid Nikoláievich Andréiev - "El gigante"

El gigante

Ha venido el gigante, el gigante grande, grande. ¡Tan grande, tan grande! ¡Y tan bobo ese gigante! Tiene manazas enormes, con dedos muy gruesos, y pies tan enormes y gruesos como árboles. Muy gordos, muy gordos. ¡Ha venido y... se ha caído. ¿Sabes? ¡Se cayó! ¡Tropezó con un peldaño y se cayó! Es tan bruto el gigante, tan bobo... De repente, va y se cayó.
Abrió la bocaza... y se quedó en el suelo, bobo como un deshollinador. ¿A qué has venido, gigante? ¡Vete, vete, gigante! ¡Mi Pepín es tan dulce y gentil! ¡Se abraza tan cariñosamente a su mamá, contra el corazón de su mamaíta! ¡Es tan bueno y tan cariñoso! Sus ojos son tan dulces y tan claros, que todo el mundo le quiere. Tiene una naricita monísima y no hace tonterías. Antes corría, gritaba, montaba a caballo. Has de saber, gigante, que Pepín tenía un caballo, un lindo caballo grande, con su cola. Pepín monta a caballo y se va lejos, lejos, al bosque, al río. Y en el río, ¿no lo sabes, gigante? hay pececitos. No, tú no lo sabes porque eres un bruto, pero Pepín sí que lo sabe. ¡ Pececitos lindos! El sol ilumina el agua y los pececitos juegan, ¡tan lindos, tan lindos y ligeros! ¡Si, gigante, bruto, que no sabes nada!...
—¡Qué bobo de gigante! Vino y... se cayó. ¡Qué bobo es! Subía la escalera y de pronto, ¡para!, se cayó. ¡Ah, qué bruto es! No tiene por qué venir aquí el gigante; no le hemos invitado. Antes Pepín hacía travesuras, pero ahora es tan juicioso, tan dulce, tan bueno, y mamá le quiere tan tiernamente. Le quiere tanto... más que al mundo entero, más a sí misma, más que a la vida. Pepín es para su mamá el sol, la dicha, la alegría. Ahora es muy pequeñín y su vida es pequeñita, pero después se hará grande como un gigante. Tendrá una larga barba y unos largos bigotes, y su vida será grande, clara y bella. Será bueno, inteligente y fuerte, como un gigante, ¡tan fuerte y tan inteligente! Y todo el mundo le querrá, le admirará. Tendrá en su vida penas, porque todo el mundo tiene penas, pero conocerá también grandes alegrías, claras como el sol. Entrará en la vida bello e inteligente, y el cielo azul estará suspendido por encima de su cabeza y los pájaros le cantarán sus más bonitas canciones y el agua le murmurará cariñosa. Y mi Pepín mirará en torno suyo y dirá: "¡Qué bella es la vida!"
—¡Ya... ya!... No; es imposible; te tengo fuerte, querido chiquitín mío. ¿No te asusta la oscuridad? Mira, se ve luz por la ventana: es el farol de la calle, que nos alumbra. ¡Es tan bobo ese farol! ¡Se está derecho y alumbra! También a nosotros nos da un poco de luz. El dice: "¡Vaya, no hay luz en esa casa, les voy a alumbrar un poco!" ¡Es tan bobo ese alto farol! ¡Mañana nos alumbrará también! Mañana... ¡Dios mío, Dios mío!
—Sí, sí... El gigante... Desde luego... ¡Es tan grande! Más alto que el farol y que el campanario. Y vino y... ¡se cayó! ¡Ah, qué bobo eres, gigante! ¿Es que no veías el escalón? "¡Yo miraba a lo alto y no vi el escalón!", responde el gigante con voz de bajo profundo. "¡Yo miraba a lo alto!" ¡Ah, qué bruto eres, gigante! Es mejor mirar abajo; así, hubieras visto el escalón. Mira mi Pepín, gigante; ¡es tan guapo, tan inteligente! Será todavía más grande que tú. Dará unos pasos enormes. Caminará a través de la ciudad, sobre los bosques y las montañas.
Será fuerte y valiente; no temerá nada, absolutamente nada. Caminará a través de los ríos. Todos le mirarán con la boca abierta, tan bobos, y él atravesará los ríos. Su vida será tan grande, tan bella y clara, y el sol brillará sobre su cabeza, el dulce sol, tan lindo. Desde la mañana brillará el dulce sol... ¡Dios mío, Dios mío!...
Ya... Vino el gigante y... ¡se cayó! ¡Qué bobo es el gigante, Dios mío, qué bobo es!...
Así, en la noche profunda, hablaba la madre, estrechando contra su corazón a su hijito moribundo. Paseaba con él, por la habitación débilmente iluminada por el farol, y hablaba sin cesar.
Y en la habitación contigua, oíase llorar al padre del niño.


Leonid Andreiev

Leonid Nikoláievich Andréiev - Biografía



Leonid Nikoláievich Andréiev (1871-1919), escritor ruso, nacido en Oriol, estudió Derecho en las universidades de Moscú y San Petersburgo. Al comprobar que el Derecho era poco lucrativo se hizo reportero de un periódico de Moscú. Hacia 1900, cuando sus primeros relatos fueron reseñados entusiásticamente por el escritor Maksim Gorki, se inició realmente la carrera literaria de Andréiev. Desde entonces hasta su muerte fue uno de los escritores rusos más prolíficos y publicó muchos relatos, retratos y dramas, en los que evoca un estado de ánimo desesperado y un profundo pesimismo. Obras narrativas suyas traducidas al castellano incluyen La risa roja (1905), Los siete ahorcados (1905), Las tinieblas y otros cuentos (1916) y Diario de Satanás (1921). Entre sus obras de teatro destacan El pensamiento (1902), La vida del hombre (1906), Anfisa (1910), y Océano (1911).
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sábado, 21 de mayo de 2011

H. A. Murena - "El gato"




¿Cuánto tiempo llevaba encerrado?

La mañana de mayo velada por la neblina en que había ocurrido aquello le resultaba tan irreal como el día de su nacimiento, ese hecho acaso más cierto que nin­guno, pero que sólo atinamos a recordar como una in­creíble idea. Cuando descubrió, de improviso, el dominio secreto e impresionante que el otro ejercía sobre ella, se decidió a hacerlo. Se dijo que quizás iba a obrar en nombre de ella, para librarla de una seducción inútil y envilecedora. Sin embargo, pensaba en sí mismo, se­guía un camino iniciado mucho antes. Y aquella ma­ñana, al salir de esa casa, después que todo hubo ocurrido, vio que el viento había expulsado la neblina, y, al levantar la vista ante la claridad enceguecedora, observó en el cielo una nube negra que parecía una enorme araña huyendo por un campo de nieve. Pero lo que nunca olvidaría era que a partir de ese momento el gato del otro, ese gato del que su dueño se había jactado de que jamás lo abandonaría, empezó a seguirlo, con cierta indiferencia, con paciencia casi ante sus intentos iniciales por ahuyentarlo, hasta que se convirtió en su sombra.

Encontró esa pensionsucha, no demasiado sucia ni incómoda, pues aún se preocupaba por ello. El gato era grande y musculoso, de pelaje gris, en partes de un blanco sucio. Causaba la sensación de un dios viejo degradado, pero que no ha perdido toda la fuerza para hacer daño a los hombres; no les gustó, lo miraron con repugnancia y temor, y, con la autorización de su accidental amo, lo echaron. Al día siguiente, cuando regresó a su habitación, encontró al gato instalado allí; sentado en el sillón; levantó apenas la cabeza, lo miró y siguió dormitando. Lo echaron por segunda vez, y volvió meterse en la casa, en la pieza, sin que nadie supiera cómo. Así ganó la partida, porque desde entonces la dueña de la pensión y sus acólitos renunciaron a lucha.

¿Se concibe que un gato influya sobre la vida de un hombre, que consiga modificarla?

Al principio él salía mucho; los largos hábitos de una vida regalada hacían que aquella habitación, con su lamparita de luz amarillenta y débil, que dejaba en la sombra muchos rincones, con sus muebles sorprendentemente feos y desvencijados si se los miraba bien, con las paredes cubiertas por un papel listeado de colores chillones le resultaba poco tolerable. Salía y volvía más inquieto; andaba por las calles, andaba, esperando que el mundo le devolviera una paz ya prohibida. El gato no salía nunca. Una tarde que él estaba apurado por cambiarse y presenció desde la puerta cómo limpiaba la habitación la sirvienta, comprobó que ni siquiera en ese momento dejaba la pieza: a medida que la mujer avanzaba con su trapo y su plumero, se iba desplazando hasta que se instalaba en un lugar definitivamente limpio; raras veces había descuidos, y entonces la sirvienta soltaba un chistido suave, de advertencia, no de amenaza, y el animal se movía. ¿Se resistía a salir por miedo de que aprovecharan la ocasión para echarlo de nuevo o era un simple reflejo de su instinto de comodidad? Fuera lo que fuese, él decidió imitarlo, aunque para forjarse una especie de sabiduría con lo que en el animal era miedo o molicie.

En su plan figuraba privarse primero de las salidas matutinas y luego también de las de la tarde; y, pese a que al principio le costó ciertos accesos de sorda nervio­sidad habituarse a los encierros, logró cumplirlo. Leía un librito de tapas negras que había llevado en el bol­sillo; pero también se paseaba durante horas por la pieza, esperando la noche, la salida. El gato apenas si lo mi­raba; al parecer tenía suficiente con dormir, comer y lamerse con su rápida lengua. Una noche muy fría, sin embargo, le dio pereza vestirse y no salió; se durmió enseguida. Y a partir de ese momento todo le resultó sumamente fácil, como si hubiese llegado a una cumbre desde la que no tenía más que descender. Las persianas de su cuarto sólo se abrieron para recibir la comida; su boca, casi únicamente para comer. La barba le creció, y al cabo puso también fin a las caminatas por la habitación.

Tirado por lo común en la cama, mucho más gordo, entró en un período de singular beatitud. Tenía la vista casi siempre fija en las polvorientas rosetas de yeso que ornaban el cielo raso, pero no las distinguía, porque su necesidad de ver quedaba satisfecha con los cotidianos diez minutos de observación de las tapas del libro. Como si se hubieran despertado en él nuevas facultades, los reflejos de la luz amarillenta de la bombita sobre esas tapas negras le hacían ver sombras tan complejas, matices tan sutiles que ese solo objeto real bastaba para saturarlo, para sumirlo en una especie de hipnotismo. También su olfato debía haber crecido, pues los más leves olores se levantaban como grandes fantasmas y lo envolvían, lo hacían imaginar vastos bosques violáceos, el sonido de las olas contra las rocas. Sin saber por qué comenzó a poder contemplar agradables imágenes: la luz de la lamparita —eternamente encendida— menguaba hasta desvanecerse. y, flotando en los aires, aparecían mujeres cubiertas por largas vestimentas, de rostro color sangre o verde pálido, caballos de piel intensamente celeste...

El gato, entretanto, seguía tranquilo en su sillón.

Un día oyó frente a su puerta voces de mujeres. Aunque se esforzó, no pudo entender qué decían, pero los tonos le bastaron. Fue como si tuviera una enorme barriga fofa y le clavaran en ella un palo, y sintiera el estímulo, pero tan remoto, pese a ser, sumamente intenso, que comprendiese que iba a tardar muchas horas antes de poder reaccionar. Porque una de las voces corres­pondía a la dueña de la pensión, pero la otra era la de ella, que finalmente debía haberlo descubierto.

Se sentó en la cama. Deseaba hacer algo, y no podía.

Observó al gato: también él se había incorporado y miraba hacia la persiana, pero estaba muy sereno. Eso aumentó su sensación de impotencia.

Le latía el cuerpo entero, y las voces no paraban. Quería hacer algo. De pronto sintió en la cabeza una tensión tal que parecía que cuando cesara él iba a deshacerse, a disolverse.

Entonces abrió la boca, permaneció un instante sin saber qué buscaba con ese movimiento, y al fin maulló, agudamente, con infinita desesperación, maulló.
H. A. Murena.


Texto extraído de Antología de la Literatura Fantástica de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. (1965) Editorial Sudamericana. Vigesimotercera edición, 2009

H. A. Murena - Biografía

H. A. Murena

(Héctor Alberto Álvarez; Buenos Aires, 1923 - 1975) Narrador, poeta y ensayista argentino. Se inició con los cuentos de Primer testamento (1946) y pronto alcanzó renombre como ensayista, en la línea de E. Martínez Estrada.

Publicó en la revista Verbum un artículo titulado Reflexiones sobre el pecado original de América (1948), cuyas ideas amplió en El pecado original de América(1954). El título remite a la tesis del autor, quien considera que la culpa cultural americana es fruto del desarraigo que resultó de la inmigración y de las condiciones geográficas.

Aun cuando Murena se vinculó a la revista Sur, mantuvo una actitud independiente respecto de los ambientes literarios y filosóficos; por otra parte, rechazó la sociedad de consumo y la masificación. En los ensayos de Homo atomicus (Premio Municipal, 1961) atacó el nihilismo, mientras que su búsqueda de una religiosidad que recuperase lo sagrado se pone de manifiesto en su último libro teórico, La metáfora y lo sagrado (1973). Siempre en este campo, tradujo al castellano a Walter Benjamin y Theodor Adorno.

La sobria y cuidadosa poesía de Murena se refleja en los volúmenes La vida nueva (1951), El círculo de los paraísos (1958), El escándalo y el fuego (1959), Relámpago de la duración (1962), El demonio de la armonía (1964) y El águila que desaparece (1975). En sus novelas La fatalidad de los cuerpos  (1955), Las leyes de la noche (1958), Los herederos de la promesa (1965), Epitalámica (1969), Polipuercón (1970), Caína muere (1972) y  Folisofía  (póstuma, 1976) se retratan personajes que habitan un mundo desolado y hostil, centrado en la radical incomunicación humana.

Otros títulos del autor son Ensayos sobre la subversión (1962), El hombre secreto (1969) y los libros de relatos El centro del infierno (1956), El coronel de caballería y otros cuentos (1971). La obra de Murena ha sido traducida a varios idiomas.

jueves, 19 de mayo de 2011

Franz Kafka, "Un paseo repentino"






Cuando decidido definitivamente a pasar la velada en casa, cuando se ha puesto la chaqueta más cómoda, se ha sentado después de la cena frente a la mesa iluminada, y comenzado algún trabajo o algún juego, después del cual podrá irse tranquilamente a la cama, como de costumbre; cuando afuera hace mal tiempo, y quedarse en casa parece lo más natural; cuando ya hace tanto tiempo que se está sentado junto a la mesa que el mero hecho de salir provocaría la sorpresa general; cuando además el vestíbulo está a oscuras y la puerta de la calle con cerrojo; y cuando a pesar de todo uno se levanta, presa de repentina inquietud, se quita la chaqueta, se viste con ropa de calle, explica que se ve obligado a salir, y después de una breve despedida sale, cerrando con mayor o menor estrépito la puerta de la calle; cuando se está en la calle, y se ve que los miembros responden con singular agilidad a esa inesperada libertad que se les ha concedido; cuando gracias a esta decisión se siente reunidas en sí todas las posibilidades de decisión; cuando se comprende con más claridad que de costumbre que tiene más poder que necesidad de provocar y soportar con facilidad los más rápidos cambios, y cuando se recorre así las largas calles; entonces, por una noche, al separarse completamente de la familia, que se desvanece en la nada, uno se convierte en una silueta vigorosa, de atrevidos y negros trazos, que golpea los muslos con la mano, y se adquiere la verdadera imagen y estatura.
Todo esto resulta más decisivo aún si a estas altas horas de la noche se decide ir a casa de un amigo, para ver cómo está.


Franz Kafka


Texto digitalizado:
OBRAS COMPLETAS – FRANZ  KAFKA
 EDITORIAL TEOREMA –VISIÓN LIBROS
Título del original en alemán: Gesammelte Werke
Impreso en España, 1983

Franz Kafka, "Ante la ley"

Ante la ley

Ante la Ley hay un guardián. Hasta ese guardián llega un campesino y le ruega que le permita entrar a la Ley. Pero el guardián responde que en ese momento no le puede franquear el acceso. El hombre reflexiona y luego pregunta si es que podrá entrar más tarde.
-Es posible -dice el guardián-, pero ahora, no.
Las puertas de la Ley están abiertas, como siempre, y el guardián se ha hecho a un lado, de modo que el hombre se inclina para atisbar el interior. Cuando el guardián lo advierte, ríe y dice:
-Si tanto te atrae, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda esto: yo soy poderoso. Y yo soy sólo el último de los guardianes. De sala en sala irás encontrando guardianes cada vez más poderosos. Ni siquiera yo puedo soportar la sola vista del tercero.
El campesino no había previsto semejantes dificultades. Después de todo, la Ley debería ser accesible a todos y en todo momento, piensa. Pero cuando mira con más detenimiento al guardián, con su largo abrigo de pieles, su gran nariz puntiaguda, la larga y negra barba de tártaro, se decide a esperar hasta que él le conceda el permiso para entrar. El guardián le da un banquillo y le permite sentarse al lado de la puerta. Allí permanece el hombre días y años. Muchas veces intenta entrar e importuna al guardián con sus ruegos. El guardián le formula, con frecuencia, pequeños interrogatorios. Le pregunta acerca de su terruño y de muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y al final le repite siempre que aún no lo puede dejar entrar. El hombre, que estaba bien provisto para el viaje, invierte todo –hasta lo más valioso- en sobornar al guardián. Este acepta todo, pero siempre repite lo mismo:
-Lo acepto para que no creas que has omitido algún esfuerzo.
Durante todos esos años, el hombre observa ininterrumpidamente al guardián. Olvida a todos los demás guardianes y aquél le parece ser el único obstáculo que se opone a su acceso a la Ley. Durante los primeros años maldice su suerte en voz alta, sin reparar en nada; cuando envejece, ya sólo murmura como para sí. Se vuelve pueril, y como en esos años que ha consagrado al estudio del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de pieles, también suplica a las pulgas que lo ayuden a persuadir al guardián. Finalmente su vista se debilita y ya no sabe si en la realidad está oscureciendo a su alrededor o si lo engañan los ojos. Pero en aquellas penumbras descubre un resplandor inextinguible que emerge de las puertas de la Ley. Ya no le resta mucha vida. Antes de morir resume todas las experiencias de aquellos años en una pregunta, que nunca había formulado al guardián. Le hace una seña para que se aproxime, pues su cuerpo rígido ya no le permite incorporarse.
El guardián se ve obligado a inclinarse mucho, porque las diferencias de estatura se han acentuado señaladamente con el tiempo, en desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora? –pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos buscan la Ley –dice el hombre-. ¿Y cómo es que en todos los años que llevo aquí, nadie más que yo ha solicitado permiso para llegar a ella?
El guardián comprende que el hombre está a punto de expirar y le grita, para que sus oídos debilitados perciban las palabras.
-Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré.
 Franz Kafka

Kafka, Franz. Cuentos. Ediciones Orión, Buenos Aires, 1974.

Franz Kafka, "La negativa"

  
LA NEGATIVA


Cuando encuentro una hermosa joven y le ruego: "¿Quiere usted acompañarme?" y ella pasa sin contestar, ese silencio quiere decir esto:
–No eres ningún duque de famoso título, ni un fornido americano con porte de piel roja, de ojos equilibrados y tranquilos, de una piel curtida por el viento de las praderas y de los ríos que las atraviesan, no has hecho ningún viaje por los grandes océanos, y por esos mares que no sé dónde se encuentran. En consecuencia, ¿por qué yo, una joven hermosa, habría de acompañarte?
Yo le respondería:
–Olvidas que ningún automóvil te pasea en largos recorridos por las calles; no veo a los caballeros de tu séquito lanzarse detrás de ti siguiéndote en estrecho semicírculo, murmurándote bendiciones; tus pechos parecen perfectamente comprimidos en tu blusa, pero tus caderas y tus muslos los compensan de esa opresión; llevas un vestido de tafetán plisado, como los que tanto nos alegraron el otoño pasado, y sin embargo, sonríes –con ese peligro mortal en el cuerpo– de vez en cuando.
Ya que los dos tenemos razón, y para no darnos irrevocablemente cuenta de la verdad, preferimos, ¿no es cierto?, irnos cada uno a su casa.

Franz Kafka


Texto digitalizado:
OBRAS COMPLETAS – FRANZ  KAFKA
 EDITORIAL TEOREMA –VISIÓN LIBROS
Título del original en alemán: Gesammelte Werke
Impreso en España, 1983


viernes, 13 de mayo de 2011

Producciones estudiantiles: Ana María Menghini

       De los temores que impiden los encantamientos del amor

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La mujer restriega sus manos junto al fuego. Está anocheciendo y un frío insidioso penetra en sus huesos. La cocina huele a humo de leña y a sopa de carnero que se reduce en la olla de hierro. Enciende el candil; una luz pacata pinta de anaranjado las paredes. Es hora de cenar. Se sirve un plato de sopa y se sienta a la mesa en su silla de cañas. Con cuidado retira de su falda unas pajitas de trigo que quedaron adheridas a su delantal. Está cansada; ha trabajado de sol a sol en el campo amontonando parvas, también ha tenido que salar los lechones recién carneados. Es una tarea que detesta, pero dicen que es muy buena para eso. Detesta también ver sus manos rudas, curtidas por el sol, y las arrugas que se amontonan alrededor de sus ojos y su boca. La sopa está sabrosa. Mejor sería si pudiera compartirla con alguien más. 


Hoy ha ocurrido algo extraño, un hombre le ha traído una carta. Venía caminando bajo el sol, por un senderito, entre los trigales, y tiraba de las riendas de su burro. Un sombrero de ala ancha sombreaba su cara, por eso no podía verlo bien. Sin embargo, le pareció un buen hombre. Usaba una camisola blanca y una faja negra rodeaba varias veces su abultada barriga. Cuando estuvo cerca de ella, sacó su bota de cuero, bebió algo de vino, se secó la boca con la manga y luego le extendió la carta. Le dijo que la carta se la enviaba otro hombre. Y, además, le dijo que ella estaba siempre presente en la cabeza de ese  hombre. Un hombre que suele decir que sin amores es como un árbol sin hojas y sin fruta y un cuerpo sin alma. Luego se sacó el sombrero, la saludó con una reverencia y se marchó. Ella puso la carta en el bolsillo de su delantal. No se atrevió a abrirla en ese momento. La guardó como quien guarda una golosina para después.

Recelosa, la mujer mete la mano en el bolsillo y la saca rápidamente, con la carta húmeda y arrugada entre sus dedos. La extiende sobre la mesa y, a los trompicones, intenta leerla. No está segura si está entendiendo lo que la carta dice. La letra está muy trabajada y parece de una persona muy letrada. Llega hasta la mitad y reinicia la lectura. Varias veces. Cuando la termina cierra los ojos, se pasa la mano por la frente, se suena ostentosamente la nariz y, lentamente, se pone de pie. El que no sabe gozar de la ventura cuando le viene, que no se debe quejar si se le pasa –piensa. Su camastro la está esperando. Mañana deberá levantarse con el sol para volver al campo. Se acuesta pensando en sus sueños, y se duerme.

 El sol, que dibuja círculos de luz sobre el retrato del caballero que tiene colgado sobre su cama, la despierta. Desayuna un poco de morcilla y pan, y se pone en marcha. Mientras camina, repasa lo que creyó haber leído la noche anterior: amor platónico, doce años que la quiere, manos de marfil, princesa, día de mi noche. Y un reproche: ¡Cómo me agravia tu indiferencia! Por favor, recuerda que este corazón está penando por tu amor. ¡Qué triste es recordar! -piensa la mujer. Los recuerdos se suceden sin darle tregua, lo mismo que su culpa. Culpa por haber dudado, por haber temido, por no creer. Por haber rechazado el encantamiento del amor. Pero, ¿cómo confiar en el amor de aquel para quien ella solo es una idea en su mente?

Ana María Menghini


Producciones estudiantiles: Ana María Menghini

En el corazón del Paco

De pronto siente que los sonidos galopan en su estómago. Sonidos magníficos, puros, esenciales. Sonidos que se elevan hasta su pecho, y se desbocan, salvajes, por brazos y piernas. Sonidos que ascienden vertiginosos y estallan en su cerebro. Entonces, simplemente, dispara…

Es cerca del mediodía. El sol de abril se parece más al del verano que al del otoño. La camioneta de Francisco se zangolotea  bajo el peso de los bidones de agua potable y las gaseosas que el sodero va a dejar en el barrio cerrado que tiene a su derecha, además tiene que ver al tipo que lo llamó anoche y que vive en un caserón impresionante. Pero antes tiene que entrar en la villa para dejar la mercadería. Además quiere  pasar por la parroquia para ver cómo están las cosas con el padre José. ¡Qué personaje ese cura!- piensa Francisco - ¡El chabón está convencido de que con la ayuda de Dios podrá hacer algo por estos pendejos con cara de zombies!
Francisco se siente contento, el negocio marcha bien y si sigue así pronto podrá comprar una camioneta nueva, poner otro repartidor en su lugar y él dedicarse a algo más relajado. Pero antes tiene que entrar en la villa. Siempre se pone nervioso cuando llega  cerca de la entrada, en el cruce de Cruz y Oro. Esconde el celular por si las moscas y luego saluda a los pibes que están merodeando en la esquina. A él lo conocen, así que no hay drama, pero si fuera otro, seguro que tendría que pagar peaje.
-¡Chau, tío! –le grita un flaco que agita una latita de birra vacía.

A Guille le gusta el padre. Es un tipo joven, fachero. Su pelo rubio y largo y su barba de rockero enmarcan una cara de facciones suaves, pero que imponen autoridad. Debe ser por sus ojos, amplios y francos, que miran de frente y que no disimulan lo que  el cura siente cuando está con alguno de ellos. A Guille, su cara le recuerda una imagen de Jesús que tiene pinchada en la pared de su pieza junto a otra del Che. Y no solo le gusta, sino que también lo quiere, casi tanto como a su hermanito, Brian, que ahora está en el Posadas porque un degenerado lo abusó cuando cruzaba el campito, a la salida de la escuela.
A Guille le hubiera gustado ser músico. Pero no se pudo porque se necesita plata para un instrumento y para las clases de bajo. Se acuerda de aquella vez en que el cura lo invitó a su casa y le hizo escuchar música de antes, del flaco Spinetta, de los Beatles  y de un tal Bach que  lo puso del tomate. También recuerda que ese mismo día lo fue a ver porque estaba loco por lo que le pasó a Brian, y el cura le habló como si fuera un amigo, le dijo: “Mirá, cuando te sientas muy mal tratá de pensar en algo lindo, en algo que te guste. Hay bellas palabras que ayudan a vivir. Buscalas adentro, en tu corazón, y después escribilas para no olvidarlas. Un día, agarró un pedazo de tiza que se había robado del colegio y escribió en la pared de su pieza: “Hay tipos que para sobrevivir necesitan bellas palabras. A mí, denme sonidos”.
A Guille también le hubiera gustado ser albañil como su padrastro, ese paraguayo laburador y jodón que le dijo que le iba a enseñar el oficio. Pero no se pudo porque un día se cayó del andamio y se quebró la cadera. Ahora es su vieja la que sale a trabajar como niñera. Consiguió un laburo en una casa del barrio cerrado, dicen que es un caserón impresionante.

El padre José María está preocupado. Hace unos días le hicieron entrevistas que salieron en varios noticieros de televisión y fueron publicadas en los diarios. En ellas relata la comprometida situación por la que atraviesan los curas villeros que intentan hacer algo por los jóvenes que, sin trabajo y sin escuela, pasan sus días a merced de los traficantes de droga y armas. Denuncia que fueron amenazados de muerte por sujetos que suelen frecuentar los barrios, ocupados en ese comercio infame. Pero la mayoría de los que se enriquecen con el narcotráfico no viven en las villas- se empecina el cura.
El padre también está preocupado por Guille. Últimamente lo nota deprimido, turbado. Intentó hablar con él, pero no consiguió que le dijera algo. Es un buen pibe este Guille, es uno de los pocos que están trabajando seriamente para vencer la adicción. Pero ahora…Su mayor ilusión es ser músico, tal vez pueda conseguirle una beca para que aprenda a tocar el bajo. Mientras, sale a dar una vuelta en la bici para ver si lo encuentra.

Francisco está terminando el reparto. Pronto saldrá de la villa. No sería mala idea llamar a su mujer para que se prepare, porque a la noche van a ir a comer un asado a la casa del tipo que vive en el barrio cerrado. Pero antes tiene que ver a la Rosita, necesita hablar con ella. Hay cosas que sólo a ella puede confiar. Además, veremos qué  contesta a su proposición. Más le vale aceptar.

A Guille le gustó escuchar al cura cuando dijo que el noventa por ciento de la gente que vive en la villa es noble y trabajadora. Pero ahora está mal. Su vieja le contó una conversación que escuchó en la casa donde trabaja. Escuchó que llamaban por teléfono y decían: ¡Rajá de la villa o sos boleta!  Le recomendó que se cuidara porque anda por el barrio un tal Pancho o Paco, no sabe bien, que está amenazando al padre José y a los pibes que están con él. Pero peor es la conversación que él escuchó. No lo podía creer: ¿Su vieja y el tal Paco..?

El padre José está encrespado, le dijeron que vieron a Guille con una pipa, dando vueltas por ahí. Sabe que los pibes pierden noción de sus actos cuando están afectados por ese veneno. Se vuelven agresivos, salvajes, capaces de cualquier locura…Dios quiera que pueda encontrarlo pronto.

Ahora, Guille se siente como el Capitán Beto, ese que va por el espacio con una nave hecha en Haedo. Su miedo y su soledad están desapareciendo. Lleva la pipa a su boca. Y bueno, lo necesita para hacer lo que tiene que hacer. No puede permitir que al cura le pase algo. Bastante con lo de Pablo, su amigo del alma. Le pegaron cuatro tiros porque le estaba dando una mano al cura. ¡Y ese tipo que él conoce tan bien, queriendo convencer a su vieja para que entre en el negocio! ¡Y la amenazaba con hacerle algo a su familia!

Un par de días después, el padre José lee en el diario:

GOLPE AL NARCOTRÁFICO

La policía allanó ayer al mediodía una mansión del barrio cerrado “Las acacias”. Como resultado del procedimiento se encontró una gran cantidad de pasta base con la que se elabora el paco, la droga que causa estragos entre los jóvenes de escasos recursos ya que se consigue por muy poco dinero. El dueño de la casa es un conocido de la policía. Los investigadores estaban tras de sus pasos desde hacía tiempo. Se sabe que una  mujer que trabajaba en la casa del presunto traficante fue la denunciante. Se están investigando conexiones posibles entre este caso y un hecho de sangre ocurrido ayer en la villa lindera al barrio y del que damos cuenta en un recuadro aparte. (Ver…).


Ana María Menghini

domingo, 8 de mayo de 2011

Ana María Shua "Octavio, el invasor"



Ana María Shua


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Estaba preparado para la violencia aterradora de la luz y el sonido, pero no para la presión, la brutal presión de la atmósfera sumada a la gravedad terrestre, ejerciéndose sobre ese cuerpo tan distinto del suyo, cuyas reacciones no había aprendido todavía a controlar. Un cuerpo desconocido en un mundo desconocido. Ahora, cuando después del dolor y de la angustia del pasaje esperaba encontrar alguna forma de alivio, todo el horror de la situación caía sobre él.
Sólo las penosas sensaciones de la transmigración podían compararse a la experiencia que acababa de atravesar, pero después de la transmigración había tenido unos meses de descanso, casi podría decirse de convalecencia, en una oscuridad cálida adonde los sonidos y la luz llegaban muy amortiguados y el líquido en el que flotaba atenuaba la gravedad del planeta.
Ahora, en cambo, sintió frío, sintió un malestar profundo, se sintió transportado de un lado al otro, sintió que su cuerpo necesitaba desesperadamente oxígeno, pero ¿cómo y dónde obtenerlo? Un alarido se le escapó de su boca, y supo que algo se expandía en su interior, un ingenioso mecanismo automático que le permitiría utilizar el oxígeno del aire para sobrevivir.
Varón dijo la partera - dijo el obstreta -. Un varoncito sano y hermoso, señora. ¿Cómo lo va a llamar?.
Octavio - contestó la mujer, agotada por el esfuerzo y colmada de esa pura felicidad física que sólo puede proporcionar la brusca interrupción del dolor.
Octavio descubrió, como un elemento más del horror en el que se encontraba inmerso, que era incapaz de organizar en percepción sus sensaciones: con toda probabilidad debían estar sonando en ese momento voces humanas, pero no podía distinguirlas en la masa indiferenciada de sonidos que lo asfixiaba.
Otra vez se sintió transportado, algo o alguien lo tocaba y movía partes de su cuerpo. La luz lo dañaba. De pronto lo alzaron por el aire para depositarlo sobre un cuerpo tibio y blando. Dejó de aullar: desde el interior de ese lugar cálido provenía, amortiguado, el ritmo acompasado, tranquilizador, que había escuchado durante su convaleciente espera, en los meses que siguieron a la transmigración. El terror disminuyó. Comenzó a sentirse inexplicablemente seguro, en paz. Allí estaba, por fin, formando parte de las avanzadas, en este nuevo intento de invasión que, esta vez, no fracasaría. Tenía el deber de sentirse orgulloso, pero el cansancio luchó contra el orgullo hasta vencerlo: sobre el pecho de la hembra terrestre que creía ser su madre, se quedó, por primera vez en este mundo, profundamente dormido.
Despertó un tiempo después, imposible calcular cuánto. Se sentía más lúcido y comprendía que ninguna preparación previa hubiera sido suficiente para responder coherentemente a las brutales exigencias de ese cuerpo que habitaba y que sólo ahora, a partir del nacimiento, se imponían en toda su crudeza. Era razonable que la transmigración no se hubiera intentado jamás en especímenes adultos: el brusco cambio de conducta, la repentina torpeza en el manejo de su cuerpo, hubieran sido inmediatamente detectados por el enemigo.
Octavio había aprendido, antes de partir, el idioma que se hablaba en esa zona de la Tierra. O, al menos, sus principales rasgos. Porque recién ahora se daba cuenta de la diferencia entre la adquisición de una lengua en abstracto y su integración con los hechos biológicos y culturales en los que esa lengua se había constituido. La palabra «cabeza», por ejemplo, había comenzado a cobrar su verdadero sentido (o, al menos, uno de ellos), cuando la fuerza gigantesca que lo empujara hacia adelante lo había obligado a utilizar esa parte de su cuerpo (que latía aún dolorosamente, deformada) como ariete para abrirse paso por un conducto demasiado estrecho.
Recordó que otros como él habían sido destinados a las mismas coordenadas espaciotemporales. Se preguntó si algunos de sus poderes habrían sobrevivido a la transmigración y si serían capaces de utilizarlos. Consiguió enviar algunas débiles ondas que obtuvieron inmediata respuesta: eran nueve y estaban allí, muy cerca de él y, como él, llenos de miedo, de dolor y de pena. Sería necesario esperar mucho más de lo previsto antes de empezar a organizarse para proseguir con los planes. Su extraño cuerpo volvió a agitarse y a temblar incontroladamente, y Octavio lanzó un largo aullido al que sus compañeros respondieron: así, en ese lugar desconocido y terrible, lloraron juntos la nostalgia del planeta natal.
Dos enfermeras entraron en la nursery.
Qué cosa dijo la más joven. Se larga a llorar uno y parece que los otros se contagian, en seguida se arma el coro.
Vamos, apurate, que hay que bañarlos a todos y llevarlos a las habitaciones dijo la otra, que consideraba su trabajo monótono y mal pago y estaba harta de escuchar siempre los mismos comentarios.
Fue la más joven de las enfermeras la que llevó a Octavio, limpio y cambiado, hasta la habitación donde lo esperaba su madre.
Toc toc, ¡buenos días, mamita! dijo la enfermera, que era naturalmente simpática y cariñosa y sabía hacer valer sus cualidades a la hora de ganarse la propina.
Aunque sus sensaciones seguían constituyendo una masa informe y caótica, Octavio ya era capaz de reconocer aquellas que se repetían y supo, entonces, que la mujer que creía ser su madre lo recibía en sus brazos. Pudo, incluso, desglosar el sonido de su voz de los demás ruidos ambientales. De acuerdo con sus instrucciones, Octavio debía conseguir que se lo alimentara artificialmente: era preferible reducir a su mínima expresión el contacto físico con el enemigo.
Miralo al muy vagoneta, no se quiere prender al pecho.
Acordate que con Ale al principio pasó lo mismo, hay que tener paciencia. Avisá a la nursery que te lo dejen en la pieza. Si no, te lo llenan de suero glucosado y cuando lo traen ya no tiene hambre dijo la abuela de Octavio.
En el sanatorio no aprobaban la práctica del rooming in, que consistía en permitir que los bebés permanecieran con sus madres en lugar de ser remitidos a la nursery después de cada mamada. Hubo un pequeño forcejeo con la jefa de nurses hasta que se comprobó que existía la autorización expresa del pediatra. Octavio no estaba todavía en condiciones de enterarse de estos detalles y sólo supo que lo mantenían ahora muy lejos de sus compañeros, de los que le llegaba a veces, alguna remota vibración.
Cuando la dolorosa sensación que provenía del interior de su cuerpo se hizo intolerable, Octavio comenzó a gritar otra vez. Fue alzado en el aire y llevado hasta ese lugar cálido y mullido del que, a pesar de sus instrucciones, odiaba separarse. Y cuando algo le acarició la mejilla, no pudo evitar que su cabeza girara y sus labios se entreabrieran. Desesperado, frenéticamente, buscó alivio para la sensación quemante que le desgarraba las entrañas. Antes de darse cuenta de lo que hacía, Octavio estaba succionando con avidez el pezón de su «madre». Odiándose a sí mismo, comprendió que toda su voluntad no lograría desprenderlo de la fuente de alivio, el cuerpo mismo de un ser humano. Las palabras «dulce» y «tibio» que, en relación con los órganos que en su mundo organizaban la experiencia, le habían parecido términos simbólicos, se llenaban ahora de significado concreto. Tratando de persuadirse de que esa pequeña concesión en nada afectaría su misión, Octavio volvió a quedarse dormido.
Unos días después Octavio había logrado, mediante una penosa ejercitación, permanecer despierto algunas horas. Ya podía levantar la cabeza y enfocar durante algunos segundos la mirada, aunque los movimientos de sus apéndices eran todavía totalmente incoordinados. Mamaba regularmente cada tres horas. Reconocía las voces humanas y distinguía las palabras, aunque estaba lejos de haber aprehendido suficientes elementos de la cultura en la que estaba inmerso como para llegar a una comprensión cabal. Esperaba ansiosamente el momento en que sería capaz de una comunicación racional con esa raza inferior a la que debía informar de sus planes de dominio, hacer sentir su poder. Fue entonces cuando recibió el primer ataque.
Lo esperaba. Ya había intentado comunicarse telepáticamente con él, sin obtener respuesta. Aparentemente el traidor había perdido parte de sus poderes o se negaba a utilizarlos. Como una descarga eléctrica había sentido el contacto con esa masa roja de odio en movimiento. Lo llamaban Ale y también Alejandro, chiquito, nene, tesoro. Había formado parte de una de las tantas invasiones que fracasaron, hacía ya dos años, perdiéndose todo contacto con los que intervinieron en ella. Ale era un traidor a su mundo y a su causa; era lógico prever que trataría de librarse de él por cualquier medio.
Mientras la mujer estaba en el baño, Ale se apoyó en el moisés con toda la fuerza de su cuerpecito hasta volcarlo. Octavio fue despedido por el aire y golpeó con fuerza contra el piso. Aulló de dolor. La mujer corrió hacia la habitación, gritando. Ale miraba espantado los pobres resultados de su acción, que podía tener, por otra parte, terribles consecuencias para su propia persona. Sin hacer caso dé él, la mujer alzó a Octavio y lo apretó suavemente contra su pecho, canturreando para calmarlo.
Avergonzándose de sí mismo, Octavio respiró el olor de la mujer y lloró y lloró hasta lograr que le pusieran el pezón en la boca. Aunque no tenía hambre, mamó con ganas mientras el dolor desaparecía poco a poco. Para no volverse loco Octavio trató de pensar en el momento en el que por fin llegaría a dominar la palabra, la palabra liberadora, el lenguaje que, fingiendo comunicarlo, serviría, en cambio, para establecer la necesaria distancia entre su cuerpo y ese otro en cuyo calor se complacía.
Frustrado en su intento de agresión directa y vigilado de cerca por la mujer, el Traidor tuvo que contentarse con expresar su hostilidad en forma más disimulada, con besos que se transformaban en mordiscos y caricias en las que se hacían sentir las uñas. En dos oportunidades sus abrazos le produjeron un principio de asfixia: Cada vez volvía a rescatarlo la intervención de la mujer.
De algún modo, Octavio logró sobrevivir. Había aprendido mucho. Cuando entendió que se esperaba de él una respuesta a ciertos gestos, empezó a devolver las sonrisas, estirando la boca en una mueca vacía que los humanos festejaban como si estuviera colmada de sentido. La mujer lo sacaba a pasear en el cochecito y él levantaba la cabeza todo lo posible, apoyándose en los antebrazos, para observar el movimiento de las calles. Algo en su mirada debía llamar la atención, porque la gente se detenía para mirarlo y hacer comentarios.
¡Qué divino! decían casi todos. Y la palabra «divino», que hacía referencia a una fuerza desconocida y suprema, te parecía a Octavio peligrosamente reveladora: tal vez se estuviera descuidando en la ocultación de sus poderes.
¡Qué divino! decía la gente. ¡Cómo levanta la cabecita! Y cuando Octavio sonreía, insistían complacidos. ¡Éste sí que no tiene problemas!
  Octavio conocía ya las costumbres de la casa, y la repetición de ciertos hábitos le daba una sensación de seguridad. Los ruidos violentos, en cambio, volvían a sumirlo en un terror descontrolado, retrotrayéndolo al dolor de la transmigración. Relegando sus intenciones ascéticas, Octavio no temía ya a entregarse a los placeres animales que le proponía su nuevo cuerpo. Le gustaba que lo introdujeran en agua tibia, que lo cambiaran, dejando al aire las zonas de su piel escaldadas por la orina, le gustaba mas que nada el contacto con la piel de la mujer. Poco a poco se hacía dueño de sus movimientos. Pero a pesar de sus esfuerzos por mantenerla viva, la feroz energía destructiva con la que había llegado a este mundo iba atenuándose junto con los recuerdos del planeta de origen.
Octavio ni siquiera tenía pruebas de que subsistieran en toda su fuerza los poderes con los que debía iniciar la conquista y que todavía no había llegado el momento de probar. Ale, era evidente, ya no los tenía: desde allí y a causa de su traición, debían haberlo despojado de ellos. En varias oportunidades se encontró por la calle con otros como él y se alegró de comprobar que aún eran capaces de responder a sus vibraciones. No siempre, sin embargo, obtenía contestación. Una tarde de sol, en la plaza, se encontró con un bebé de mayor tamaño, de sexo femenino que rechazó con fuerza su aproximación mental.
En la casa había también un hombre pero (afortunadamente) Octavio no se sentía físicamente atraído hacia él, como le sucedía con la mujer. El hombre permanecía menos tiempo en la casa y, aunque lo sostenía frecuentemente en sus brazos, emanaba de él un halo de hostilidad que Octavio percibía como se percibe un olor ácido, punzante, y que por momentos se le hacía intolerable. Entonces lloraba con fuerza hasta que la mujer iba a buscarlo, enojada.
¡Cómo puede ser que a esta altura todavía no sepas tener a un bebe en brazos!
Un día, cuándo Octavio ya había logrado darse vuelta boca arriba a voluntad y asir algunos objetos con las manos, él y el hombre quedaron solos en la casa.  Por primera vez, torpemente, el hombre quiso cambiarlo, y Octavio consiguió emitir en el momento preciso un chorro de orina que mojó la cara de su padre.
El hombre trabajaba en una especie de depósito donde se almacenaban en grandes cantidades los papeles que los humanos utilizaban como medio de intercambio. Octavio comprobó que estos papeles eran también motivo de discusión entre el hombre y la mujer y, sin saber muy bien de qué se trataba, tomó el partido de ella. Ya había decidido que, cuando se completaran los planes de invasión, esa mujer, que tanto y tan estrechamente había colaborado con el invasor, merecería gozar de algún tipo de privilegio especial. No habría,  perdón, en cambio para los traidores. A Octavio comenzaba a molestarle que la mujer alzara en brazos o alimentara a Alejandro. Hubiera querido prevenirla contra él: un traidor es siempre peligroso, aun para el enemigo que lo ha aceptado entre sus huestes.
El pediatra estaba muy satisfecho con los progresos de Octavio, que había engordado y crecido razonablemente y ya podía permanecer unos segundos sentado sin apoyo.
¿Viste qué mirada que tiene? A veces me parece que entiende todo decía la mujer, que tenía mucha confianza con el médico y lo tuteaba.
Estos bichos entienden más de lo que uno se imagina contestaba el doctor, sonriendo. Y Octavio devolvía una sonrisa que ya no era sólo una mueca vacía.
Mamá destetó a Octavio a los siete meses y medio. Aunque ya tenía dos dientes y podía mascullar unas pocas sílabas sin sentido para los demás, Octavio seguía usando cada vez con más oportunidad y precisión su recurso preferido: el llanto. El destete no fue fácil porque el bebé rechazaba la comida sólida y no mostraba entusiasmo por el biberón. Octavio sabía que debía sentirse satisfecho y aun agradecido de que un objeto de metal cargado de comida o una tetina de goma se interpusieran entre su cuerpo y el de la mujer, pero no encontraba en su interior ninguna fuente de alegría. Ahora podía permanecer mucho tiempo sentado y arrastrarse por el piso. Pronto llegaría el gran momento en que lograría pronunciar su primera palabra y se contentaba con soñar  el brusco viraje que se produciría entonces en sus relaciones con los humanos. Sin embargo sus planes se le aparecían confusos, lejanos. A veces su vida anterior le resultaba difícil de recordar o la recordaba brumosa y caótica como un sueño.
La presencia de la mujer y no le era imprescindible, porque su alimentación no dependía directamente de ella, de su cuerpo. Imposible explicarse, entonces, por qué su ausencia se le hacía cada vez más intolerable. Verla desaparecer detrás de una puerta sin saber cuándo volvería le provocaba un dolor casi físico que se expresaba en gritos agudos. Ella solía jugar a las escondidas, tapándose la cara con un trapo y gritando, absurdamente: «¡No tá mamá, no tá!». Se destapaba después y volvía a gritar: «¡Acá tá mamá!». Octavio disimulaba con risas la angustia que le provocaba la desaparición de ese rostro que sabía, embargo, tan próximo.
En forma inesperada y al mismo tiempo que adquiría mayor dominio sobre su cuerpo, Octavio comenzó a padecer una secuela psíquica del Gran Viaje: los rostros humanos desconocidos lo asustaban. Trató de racionalizar su terror diciéndose que cada nuevo humano que se acercaba a él podía ser un enemigo al tanto de sus planes. Ese temor a los desconocidos produjo un cambio en sus relaciones con su familia terrestre. Ya no sentía esa tranquilizadora mezcla de odio y desprecio por el Traidor. Ale, a su vez,  parecía percibir la diferencia y lo besaba o lo acariciaba a veces sin utilizar sus muestras de cariño para disimular un ataque. Octavio no quería confesarse hasta qué punto lo comprendía ahora, qué próximo se sentía a él.
Cuando la mujer, que había empezado a trabajar fuera de la casa, salía por algunas horas dejándolos al cuidado de otra persona, Ale y Octavio se sentían extrañamente solidarios en su pena. Octavio llegó al extremo de aceptar con placer que el hombre lo tuviera en sus brazos, pronunciando extraños sonidos que no pertenecían a ningún idioma terrestre, como si buscara algún lenguaje que pudiera aproximarlos.
Y llegó, por fin, la palabra. La primera palabra. La utilizó con éxito para llamar a su lado a la mujer, que estaba en ese momento fuera de la habitación. Octavio había dicho claramente «mamá». Ya era, para entonces, completamente humano. Una vez más la milenaria, infinita invasión había fracasado.


Que tengas una vida intersante, Emecé (2009)