viernes, 13 de mayo de 2011

Producciones estudiantiles: Ana María Menghini

       De los temores que impiden los encantamientos del amor

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La mujer restriega sus manos junto al fuego. Está anocheciendo y un frío insidioso penetra en sus huesos. La cocina huele a humo de leña y a sopa de carnero que se reduce en la olla de hierro. Enciende el candil; una luz pacata pinta de anaranjado las paredes. Es hora de cenar. Se sirve un plato de sopa y se sienta a la mesa en su silla de cañas. Con cuidado retira de su falda unas pajitas de trigo que quedaron adheridas a su delantal. Está cansada; ha trabajado de sol a sol en el campo amontonando parvas, también ha tenido que salar los lechones recién carneados. Es una tarea que detesta, pero dicen que es muy buena para eso. Detesta también ver sus manos rudas, curtidas por el sol, y las arrugas que se amontonan alrededor de sus ojos y su boca. La sopa está sabrosa. Mejor sería si pudiera compartirla con alguien más. 


Hoy ha ocurrido algo extraño, un hombre le ha traído una carta. Venía caminando bajo el sol, por un senderito, entre los trigales, y tiraba de las riendas de su burro. Un sombrero de ala ancha sombreaba su cara, por eso no podía verlo bien. Sin embargo, le pareció un buen hombre. Usaba una camisola blanca y una faja negra rodeaba varias veces su abultada barriga. Cuando estuvo cerca de ella, sacó su bota de cuero, bebió algo de vino, se secó la boca con la manga y luego le extendió la carta. Le dijo que la carta se la enviaba otro hombre. Y, además, le dijo que ella estaba siempre presente en la cabeza de ese  hombre. Un hombre que suele decir que sin amores es como un árbol sin hojas y sin fruta y un cuerpo sin alma. Luego se sacó el sombrero, la saludó con una reverencia y se marchó. Ella puso la carta en el bolsillo de su delantal. No se atrevió a abrirla en ese momento. La guardó como quien guarda una golosina para después.

Recelosa, la mujer mete la mano en el bolsillo y la saca rápidamente, con la carta húmeda y arrugada entre sus dedos. La extiende sobre la mesa y, a los trompicones, intenta leerla. No está segura si está entendiendo lo que la carta dice. La letra está muy trabajada y parece de una persona muy letrada. Llega hasta la mitad y reinicia la lectura. Varias veces. Cuando la termina cierra los ojos, se pasa la mano por la frente, se suena ostentosamente la nariz y, lentamente, se pone de pie. El que no sabe gozar de la ventura cuando le viene, que no se debe quejar si se le pasa –piensa. Su camastro la está esperando. Mañana deberá levantarse con el sol para volver al campo. Se acuesta pensando en sus sueños, y se duerme.

 El sol, que dibuja círculos de luz sobre el retrato del caballero que tiene colgado sobre su cama, la despierta. Desayuna un poco de morcilla y pan, y se pone en marcha. Mientras camina, repasa lo que creyó haber leído la noche anterior: amor platónico, doce años que la quiere, manos de marfil, princesa, día de mi noche. Y un reproche: ¡Cómo me agravia tu indiferencia! Por favor, recuerda que este corazón está penando por tu amor. ¡Qué triste es recordar! -piensa la mujer. Los recuerdos se suceden sin darle tregua, lo mismo que su culpa. Culpa por haber dudado, por haber temido, por no creer. Por haber rechazado el encantamiento del amor. Pero, ¿cómo confiar en el amor de aquel para quien ella solo es una idea en su mente?

Ana María Menghini


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