sábado, 15 de junio de 2013

La Escuela

Esa escuela debió llamarse: “Don Vicente Bordón”, sí señor, porque él la construyó con la ayuda de la gente del pueblo. Sin embargo, allí está la placa que dice: Escuela Doña Eligia. Una obrera del Gobierno de la Nación, ¡Mentira! Lo hicimos nosotros, sobre todo don Vicente, que a pesar de la desgracia que tuvo, pues su único hijo se le había muerto de fiebre amarilla, no regateó esfuerzos, se humilló ante los acopiadores de frutos, hasta vendió sus animalitos de corral, para poder comprar algunas herramientas necesarias para la construcción de la escuela por todos anhelada.
Si usted lo conociera… ese hombre sí que era bueno y querido; siempre andaba por el vecindario con el machetito al cinto y su sombrero de paja deshilachado hablando con los parroquianos de lluvias o del último novillo que escapó. Era buen conocedor de las yerbas medicinales y… ni hablar de la albañilería, en donde era todo un maestro; pero donde realmente se ganó el respeto de la gente fue con su ejemplar modo de vivir, como un verdadero cristiano. Él encabezaba los rezos cuando había alguna novena y las pocas veces que venía un cura a la aldea, era él quien ayudaba en la celebración de la misa.
No sé cómo, pero ese hombre se las sabía todas; hasta leyes conocía y sin mentirte, te juro, sabía más de éstas que el propio juez de paz y justicia del pueblo; él fue quien insistió y nos llevó a la Capital para gestionar los títulos de propiedad para nuestros lotecitos; qué bárbaro, el hombre se desempeñaba como un pez en el agua por aquellas oficinas llenas de gente con corbatas coloradas, que hablaban en un castellano amanerado…
Daba gusto ver a ese hombre trabajando… hacheando, aserrando o dirigiendo. ¿Se acuerda del camino a Potrero Negro? Era intransitable en los días de lluvia, pero don Vicente con nuestra ayuda lo convirtió en una avenida con puente y hasta con palmeras a los costados.
Parece mentira, no teníamos más que tortillas para comer, pero apenas Don Vicente movilizaba a la gente y dábamos algunos hachazos empezaban a llegar las campesinas con sus comidas típicas o con algunas gallinas vivas. Tenía el don de despertar a la gente ese espíritu de solidaridad que hoy tanta falta nos hace. Como decía esta escuela debió llamarse “Don Vicente”. Cada piedra, cada listón de madera pasó por sus manos… y para el techo de zinc contribuimos todos los agricultores, donando nuestros productos, que fueron llevados y vendidos en la misma capital del país.
Fue de aquel viaje que don Vicente nos habló de la necesidad de juntarnos y trabajar en cooperativas. “Los acopiadores nos están robando los frutos de nuestro sacrificio, al pagarnos por ellos precios totalmente injustos, se están enriqueciendo a expensas de nuestra miseria, aprovechando nuestra ignorancia y abandono, se ponen de acuerdo para fijar los precios, y así pagarnos lo más bajo posible.” Ninguno de nosotros entendió lo que nos decía, pero le seguimos y vimos los resultados.
Ah… si usted viera la cara que pusieron los acopiadores cuando tras la cosecha llenamos los camiones que nos enviaron los compañeros de la Juventud Católica de Villarrica y levantando polvo fuimos para la ciudad y regresamos al otro día, sólo que con cuadernos, lápices, pizarras, bastimentos, medicinas para las lombrices, la fiebre amarilla y hasta un pedazo de riel para la campana de la capilla de San Isidro.
Fue como un mes antes de la inauguración de la escuela, ya le estábamos dando los últimos toques de pintura… Cuando un viernes llegaron tres camionetas coloradas de donde bajaron varios hombres vestidos de civil y preguntaron:
─¿Quién es Vicente Bordón?
─Soy yo, para servirlos ─les dijo don Vicente.
Y sin más, varios hombres con pistola en mano se le abalanzaron y a golpes lo llevaron hasta una de las camionetas; allí lo ataron de manos y pies y… se lo llevaron. Fue la última vez que lo vimos… ¿Qué hicieron con nosotros? Nos llevaron para averiguaciones hasta la delegación de Villarrica y allí nos tuvieron por seis meses incomunicados. Bajo ningún cargo formal, excepto el de subversivos, como siempre nos llaman nuestros torturadores. ¿Ves estas cicatrices? Y tengo otras que no me atrevo a mostrar a nadie… Todo fue para que firmáramos unos papeles que ni idea teníamos de qué se trataban, pero que servían de pretexto para desollarnos cada semana; uno de nosotros, Marcelino, no aguantó más y murió. Así sin más ni menos. Llamaron a su gente para que le retiraran y lo enterraran en el mismo día.
¿Usted oye ese aullido? Es el perro de don Vicente, que sobrevive en el monte gracias a los vecinos, que lo alimentan a escondidas de la policía. Pobre perro, anda por todas partes sin que nadie lo vea, llenando de maldición nuestra aldea con su aullido de desconsuelo.
Catalo Bogado Bordón

Insurgencias del recuerdo, el 8vo. Loco Ediciones, 2009


Catalo Bogado Bordón nació en Villarrica, Paraguay, en 1955. Insurgencias del recuerdo es una colección de cuentos que recupera la memoria colectiva de sectores oprimidos del Paraguay rural profundo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario