La Escuela
Esa escuela debió llamarse: “Don
Vicente Bordón”, sí señor, porque él la construyó con la ayuda de la gente del
pueblo. Sin embargo, allí está la placa que dice: Escuela Doña Eligia. Una
obrera del Gobierno de la Nación, ¡Mentira! Lo hicimos nosotros, sobre todo don
Vicente, que a pesar de la desgracia que tuvo, pues su único hijo se le había
muerto de fiebre amarilla, no regateó esfuerzos, se humilló ante los
acopiadores de frutos, hasta vendió sus animalitos de corral, para poder
comprar algunas herramientas necesarias para la construcción de la escuela por
todos anhelada.
No sé cómo, pero ese hombre se
las sabía todas; hasta leyes conocía y sin mentirte, te juro, sabía más de
éstas que el propio juez de paz y justicia del pueblo; él fue quien insistió y
nos llevó a la Capital para gestionar los títulos de propiedad para nuestros
lotecitos; qué bárbaro, el hombre se desempeñaba como un pez en el agua por
aquellas oficinas llenas de gente con corbatas coloradas, que hablaban en un
castellano amanerado…
Daba gusto ver a ese hombre
trabajando… hacheando, aserrando o dirigiendo. ¿Se acuerda del camino a Potrero
Negro? Era intransitable en los días de lluvia, pero don Vicente con nuestra
ayuda lo convirtió en una avenida con puente y hasta con palmeras a los
costados.
Parece mentira, no teníamos más
que tortillas para comer, pero apenas Don Vicente movilizaba a la gente y
dábamos algunos hachazos empezaban a llegar las campesinas con sus comidas
típicas o con algunas gallinas vivas. Tenía el don de despertar a la gente ese
espíritu de solidaridad que hoy tanta falta nos hace. Como decía esta escuela
debió llamarse “Don Vicente”. Cada piedra, cada listón de madera pasó por sus
manos… y para el techo de zinc contribuimos todos los agricultores, donando
nuestros productos, que fueron llevados y vendidos en la misma capital del
país.
Fue de aquel viaje que don
Vicente nos habló de la necesidad de juntarnos y trabajar en cooperativas. “Los
acopiadores nos están robando los frutos de nuestro sacrificio, al pagarnos por
ellos precios totalmente injustos, se están enriqueciendo a expensas de nuestra
miseria, aprovechando nuestra ignorancia y abandono, se ponen de acuerdo para
fijar los precios, y así pagarnos lo más bajo posible.” Ninguno de nosotros
entendió lo que nos decía, pero le seguimos y vimos los resultados.
Ah… si usted viera la cara que
pusieron los acopiadores cuando tras la cosecha llenamos los camiones que nos
enviaron los compañeros de la Juventud Católica de Villarrica y levantando
polvo fuimos para la ciudad y regresamos al otro día, sólo que con cuadernos,
lápices, pizarras, bastimentos, medicinas para las lombrices, la fiebre
amarilla y hasta un pedazo de riel para la campana de la capilla de San Isidro.
Fue como un mes antes de la
inauguración de la escuela, ya le estábamos dando los últimos toques de
pintura… Cuando un viernes llegaron tres camionetas coloradas de donde bajaron
varios hombres vestidos de civil y preguntaron:
─¿Quién es Vicente Bordón?
─Soy yo, para servirlos ─les dijo
don Vicente.
Y sin más, varios hombres con
pistola en mano se le abalanzaron y a golpes lo llevaron hasta una de las
camionetas; allí lo ataron de manos y pies y… se lo llevaron. Fue la última vez
que lo vimos… ¿Qué hicieron con nosotros? Nos llevaron para averiguaciones
hasta la delegación de Villarrica y allí nos tuvieron por seis meses
incomunicados. Bajo ningún cargo formal, excepto el de subversivos, como siempre
nos llaman nuestros torturadores. ¿Ves estas cicatrices? Y tengo otras que no
me atrevo a mostrar a nadie… Todo fue para que firmáramos unos papeles que ni
idea teníamos de qué se trataban, pero que servían de pretexto para desollarnos
cada semana; uno de nosotros, Marcelino, no aguantó más y murió. Así sin más ni
menos. Llamaron a su gente para que le retiraran y lo enterraran en el mismo
día.
¿Usted oye ese aullido? Es el
perro de don Vicente, que sobrevive en el monte gracias a los vecinos, que lo
alimentan a escondidas de la policía. Pobre perro, anda por todas partes sin
que nadie lo vea, llenando de maldición nuestra aldea con su aullido de
desconsuelo.
Catalo Bogado Bordón
Insurgencias del recuerdo, el 8vo. Loco Ediciones, 2009

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