sábado, 18 de junio de 2011

Silvina Ocampo, "La soga"

La soga

A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la es­calera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretu­vieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca, colgada de un árbol, después un arnés para caballo, después una liana para ba­jar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamanos, finalmente una serpiente. Tirándo­la con fuerza hacia adelante, la soga se retorcía y se volvía con la ca­beza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces su­bía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurru­caba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la so­ga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al prin­cipio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Anto­ñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente malig­na y retorcida, que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Na­die le decía: "Toñito, no juegues con la soga".
La soga aparecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acerca­ba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sa­pos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echar­la al aire; como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no nece­sitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia adelante, para re­torcerse mejor.
Si alguien le pedía:
-Toñito, prestame la soga.
El muchacho invariablemente contestaba: -No.
A la soga ya le había salido una lengüita, en el sitio de la cabe­za, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, pare­cía de dragón.
Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.
¿Una soga, de qué se alimenta?. ¡Hay tantas en el mundo!. En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua.
La bautizó con el nombre de Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: "Prímula, vamos. Prímula". Y Prímula obedecía.
Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.
Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándo­lo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aque­lla vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó en el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa.
Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos.
La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo ve­laba.

Silvina Ocampo


CUENTOS COMPLETOS
EMECÉ EDITORES
PRIMERA EDICIÓN – BUENOS AIRES 1999

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