viernes, 3 de junio de 2011

En tu iris


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En tu iris


Hilario, un hombre de edad media, casado y sin hijos, es el creador de una mujer de pelo entrecano que dice en voz alta:–En este momento, en Argentina son cinco horas más temprano que aquí–. Hilario, durante un episodio de una neuritis que le causa dolores lacerantes, como si perros salvajes le hendieran los dientes en los brazos y en las piernas, evoca la imagen de esa desconocida para calmar el dolor. La neuritis es de origen incierto y aparece con alarmante regularidad una semana de cada mes desde hace un año.
La visualizó por primera vez una mañana cuando viajaba, como siempre, en el subte de la línea B. Iba pensando que el día siguiente, inevitablemente, era la fecha en que debía presentarse un nuevo episodio de neuritis cuando vió la parte posterior de la cabeza de una mujer entrecana. Como el vagón estaba atestado, la cabeza de la mujer estaba muy cerca de su nariz. Olía bien, una mezcla de olor a shampoo y colonia María Estuardo. No pudo verle el rostro, apenas un rectángulo de tweed verde sobre un trozo de espalda delgada cuando ella se movió hacia la puerta y bajo en Uruguay. Le recordó a su madre no cuando vivía sino como sería si viviese: una mujer delgada de cincuenta y siete años, coqueta pero entrecana porque odiaba ir a la peluquería. La vió desaparecer entre la multitud del andén, y se propuso reconstruirla, temiendo que  su falta de imaginación le dificultase la tarea. Para su sorpresa, las imágenes comenzaron a venir solas, precediendo a las palabras que usaba para explicarse lo que veía.
Al principio sólo podía imaginarle la voz, pero poco a poco empezó a verla con la cara y el cuerpo brumosos mirando por la ventana de una confortable habitación de hotel. Hay una cama individual amplia con un edredón de suaves flores azules, un televisor en lo alto de la pared frente a la cama, la Biblia de los Gedeones en el cajón entreabierto de la mesa de luz. ¿Será europea esa ciudad que muestra en una niebla azul sus calles adoquinadas, campanarios, techos de pizarra, casas estrechas de dos o tres plantas con ventanas adornadas con visillos de encaje?.
Ayer comenzó un nuevo episodio. Fue con Mariana, su mujer, a visitar al neurólogo, que no puede ocultar el desconcierto a pesar de su bien estudiadas calma y frases de aseguramiento: que tal vez éste sea el último episodio, nunca se sabe. A veces como viene se va. Mil doscientos miligramos durante tres días, después me llaman.
Salió borracho de dolor del brazo de Mariana, con la certeza de que tendría, dentro de una semana, una tregua de veinte días de apetitos feroces, amenazada siempre por la inminencia de otra semana en el infierno.
La mujer tiene un aspecto saludable parecido al de la mamá de Hilario antes de la tuberculosis. Cuando él ingresó en el asilo los otros chicos lo atormentaban diciéndole: –Tu mamá se murió de tan puta que era, no de tuberculosis–. Pero él quería creer que era una venganza porque era el más lindo, y por lo tanto el preferido de la Madre Superiora. Muchos años más tarde, atando cabos, aceptó sin resentimiento que podía ser verdad que fuese puta, aunque no había muerto de eso sino de tuberculosis.
La habitación donde ve a la mujer le recuerda a la del Hotel Casino de Mar del Plata, donde se habían hospedado con su madre un fin de semana en que, según ella dijo, había ganado mucha plata a la quiniela. Había olor a primavera reciente, y el viento de la rambla los empujaba hasta hacerlos correr y reír de pura alegría.
Mientras los dolores muerden, arrancan y laceran, Hilario bautiza a la mujer con el nombre de Iris, durante un rito que consiste en visualizarla de cuerpo entero y decir mentalmente: Irisirisiris.


http://3.bp.blogspot.com/castle+hay+on+wye.JPG

El último día de ese episodio de neuritis Hilario ve a Iris con la mirada perdida afuera de la ventanilla de un bus rojo que, conducido por un elegante chofer de uniforme militar, de un color que oscila del rojo al violeta, con festones y botones dorados, avanza por un camino serpenteante que atraviesa colinas de color verde inglés, con blanquísimas ovejas pastando en las cimas, vigiladas por niños rubios con pantalones cortos grises, gorras azul marino con visera, y sweaters sin mangas con dibujos de rombos rojos y azules sobre camisas blancas de mangas cortas. Iris va sentada al lado de una mujer corpulenta, también entrecana, de traje gris tejido al ganchillo. Sostiene sobre la falda una gastada cartera de cuero marrón, de la que emerge una hebra de lana gris con la que teje un cuadrado. –¿Dónde va este bus, a Stonehenge?– le pregunta Iris. La mujer de rostro bonachón la mira por encima de sus lentes. –No, querida. Vamos a Hay-on-Wye, y tenemos más energía que en Stonehenge, además de brujas más efectivas, puedo asegurarle. No tenemos monumentos de piedra, pero qué quiere que le diga, querida, a mí me parecen tan poco elegantes. Yo los quitaría y haría un bonito parque con lago artificial, estatuas y un laberinto. Tenemos en cambio muchas librerías. Hay una especializada en brujería, esoterismo y ciencias ocultas. Brujas de todo el país vienen a comprar libros. E incluso del exterior.
–Yo soy de Argentina– dice Iris. Y la mujer dice que no se había dado cuenta. –Aunque pensándolo bien, debí suponer que usted es extranjera, ya que habla español. –Y usted inglés, y nos entendemos a la perfección. Parece un sueño– comenta Iris. –Pues yo no le veo nada extraño querida. Lo curioso sería que usted hablara en alemán y yo en ruso– enfatiza la mujer que teje.
Iris se apasiona por las brujas de Hay-on-Wye de modo súbito, como le ocurre frente a cada nuevo tema, igual que los niños muy pequeños que cada día descubren algo por primera vez. Si su compañera de viaje hubiera elogiado cualquier cosa, los guisos o los jardines por ejemplo, o cualquier oficio más prosaico que el de bruja, ayudante de cocina digamos por caso, Iris hubiese mostrado el mismo ávido interés infantil. Porque aunque su intelecto y su cuerpo son adultos, sus recuerdos son más escasos que los de un bebé. A la mayoría de las cosas aún no las percibió. Nunca sintió una soledad parecida al dolor, como Hilario a los ocho años cuando viajaba en el tren que lo llevaba al asilo. Para sentirse sola necesitaría recordar que perdió a alguien, o el amor de alguien, y carece de esos recuerdos. No sabe que su vida fue creada hace poco tiempo por un señor argentino que se llama Hilario, que sería algo así como el padre de Iris, aunque a él ella le recuerda a su madre. Cuando escucha, alegre y asombrada, a su compañera, cree haber encontrado el sentido de este viaje: conocer en Hay-on-Wye una bruja capaz de curar todos los males, comprar un libro antiguo de hechicería en la pequeña aldea silenciosa y, si el clima lo permite, caminar hasta el río Wye y sentarse a leer en su ribera.

Un día antes del probable nuevo ataque de neuritis Hilario recuerda cuando era chico y soñó que volaba (aunque tal vez voló de verdad, y aceptó más tarde la convención cultural de que las personas no vuelan). Fue antes de que muriese su madre, porque recuerda que le pedía a Dios que le permitiese volar. Después que ella murió, en cambio, se volvió definitiva, religiosamente ateo. Desea, al recordar el placer de volar, que Iris le diga a la mujer corpulenta, cuando bajan del bus y el viento frío le embolsa la falda: Cómo me gustaría poder volar como Mary Poppins–. La mujer le responde que no es necesario ser Mary Poppins para saber volar, que basta con tomar un curso con una bruja. Explica que no es fácil, que según las aptitudes y la aplicación del alumno, tomará más o menos años elevarse unas pocas pulgadas, y que la concentración vale más que el talento. –Yo misma, así como me ve, logré volar a los diez años de práctica. La invito a tomar una taza de té. No es lejos, apenas media milla por ese sendero que va hacia el puente–

 Pasaron ya varios días desde el momento en que debía aparecer la neuritis. Mariana, la mujer de Hilario, le dice:–Para mí que no te vuelve más–. Y mientras la neuritis no vuelve Hilario deja a Iris suspendida en ese sendero como en una foto en blanco y negro deteriorada por el tiempo, con manchas blancas y ocres que enturbian cada vez más las imágenes de su única y reciente amiga, de las casitas de piedra con techos de paja, y de sus jardines umbríos y profusos, hasta que sólo se ve la cabeza entrecana de Iris, solitaria entre las manchas.
Mariana afirma:—El neurólogo dice que como viene, también se va—, justo cuando la cabeza entrecana se hunde en el magma blanco-ocre, y queda sólo su voz flotando ingrávida, y diciendo —Gracias, es tan hermoso—y la voz de su amiga le responde —Yo sabía que usted era una dotada. Adiós, adiós.
  Algunos días más tarde Hilario toma el subte de la línea B para ir a su trabajo. A peser de que el vagón está atestado, se siente liviano y ágil. — Claro, al no tener más la neuritis, y no tener que tomar esos remedios que me hacían sentir borracho —, piensa, y descubre que al desaparecer la neuritis nunca más verá a Iris.
       Entre las múltiples cabezas apretujadas buscará en vano una de mujer, de pelo entrecano con olor a shampoo y a Colonia María Estuardo, y una nuca cubierta por el cuello de un abrigo verde de tweed. No la verá. Bajará en Uruguay tan solo y leve como alguien que se diese cuenta, por primera vez, que sólo las brujas pueden volar.

             María Inés Mogaburu
Segundo Premio . Concurso Interamericano de Cuentos Avon, 2006


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