Mapa idiomático
de Buenos Aires
A Agustín
Jacobs,
que también es
Buenos Aires
Para comprender mejor a Buenos Aires debemos imaginar
primero una larga calle cruzando vertebralmente al país; una calle sentimental
que empiece en la vocación porteña de todo provinciano y acabe aquí, en
cualquier esquina de barrio, distante y sin embargo entrañable. Porque eso es
Buenos Aires; esperanza prolongada, continuo llegar. Puerto. No en balde su
geografía municipal dibuja el contorno de una mano generosa, abierta como
bienvenida de amigo. Hombre de Buenos Aires no es quien nace en ella, sino quien
responde con gratitud a ese afecto cabal. De extremo a extremo. En el atardecer
lento de los suburbios, en las desveladas calles del centro; en las preocupadas
mañanas del trabajo cotidiano, en la indolencia dulce del domingo.
Tal vez Buenos Aires sea apenas una conversación, una
simple ilusión verbal. De ahí la dificultad de mostrarla a los turistas
apresurados. ¿Qué zona la representa de golpe? Ninguna. Cada barrio trasunta
sólo un pedazo de su rostro. Menos todavía, la orgullosa verticalidad de los
edificios modernos. Quizás la imperceptible alma de Buenos Aires quede reducida
a un conjunto de aceras caminadas, de amistades compartidas, de simple desgano
cariñoso; esa perduración del recuerdo que ninguna reglamentación modificará
jamás. Por ello, nunca preocupa a los habitantes de la ciudad el continuo
cambio de nombres de las calles ni los frecuentes monumentos a próceres
desconocidos; obsecuencia administrativa de los intendentes de turno. Simple
providencia ―suerte― electoral.
Definir el alma de Buenos Aires como perduración de
recuerdos callejeros, parecerá retórica literaria sin testimonio justificador.
Valdría lo mismo decir que el alma de Buenos Aires reside en la clásica mesa de
café, donde el silencio compartido también es una conservación; en la pasión
nacional por los colores de un club favorito. O en el tango, mito universal de
Buenos Aires hecho a la medida de sus calles y de sus pasiones. Música que
convirtiera a la ciudad grande en capital del sentimiento argentino.
Afirmar el tango como centro emotivo de la nación,
igualmente levantará polémica; no pretendo asumirla. Dejo para otro la
erudición sobre los orígenes y alcances del tango. La erudición es el
curanderismo de la cultura. Me basta con la evidencia de su canto representando
nítidamente a Buenos Aires; con saber que es una nostalgia argentina cuando
estamos lejos del país, que es nuestra propia nostalgia cuando estamos lejos de
una alegría. Que la voz homérica de Carlos Gardel trasciende el disputado lugar
de su nacimiento para quedar en el “Buenos Aires querido” de toda su vida. Ese
Buenos Aires defendido a gritos y puños por Celedonio Flores, Enrique Santos
Discépolo, Julián Centeya y Homero Manzi. O por Fray Mocho, Evaristo Carriego,
Leopoldo Lugones y Jorge Luis Borges.
La doble lista de escritores no señala categorías ni
distingos; en la calle todos somos iguales. Quiere marcar diferencias de modos
idiomáticos. El lenguaje de las ciudades cosmopolitas y multitudinarias posee
formas de cuidado académico o de intenso sentimentalismo; ambas de pareja
validez literaria, aunque de preferencias distintas en el afecto de la
comunidad. Afecto que comienza en el gesto ―simplificación de la palabra―, se
prolonga al lenguaje espontáneo ―simplificación del gesto―, para concluir en el
localismo que refleja la intimidad de Buenos Aires, en los niveles de la
frecuentación ciudadana y de la valoración subjetiva de cada uno. Vivir Buenos
Aires sin participar de la calidez pintoresca de los modismos suburbanos, sería
compartirlo del otro lado del cristal.
Insisto en mi temática callejera, porque ella facilitará
el resumen en pocas cuadras de mi tema “el idioma de Buenos Aires”; desde
luego, con un mapa igualmente metafórico y arbitrario. Siempre la metáfora es
arbitraria, porque pretende ser original. La vereda Norte de la moderna Santa
Fe y su frente, la tradicional Avenida de Mayo; el ribereño paseo Alem y la
tranquila avenida Callao, sirven de márgenes municipales a este reducido
escenario, cortado en dos planos por el eje trasnochador de la famosa calle
Corrientes.
Acerquémonos ahora a esta pantalla idiomática a fin de visualizar
con nitidez su trama; comencemos por el Sur. La Avenida de Mayo conserva,
aunque venido a menos, el rancio prestigio de vía colonial. Teatros de zarzuelas
y cines hispánicos, acentúan esa sensación tranquila de alameda madrileña de
fin de siglo. Impresión agrandada en las mesas de la reunión parroquial
distribuidas en las amplias aceras, donde persisten tenaces voces de antigua
cepa y donde el tú y el ti son notas agudas, extrañas al oído
porteño. Claro; decir que la Avenida pertenece solamente a los españoles, es
cometer una injusticia con los provincianos que habitualmente la recorren,
siguiendo el rumbo atávico de sus mayores. Una fila melancólica de hoteles
modestos recibe a los hombres de tierra adentro que hacen su relación inicial
con la Capital. En la Avenida de Mayo, provincianos y españoles simbolizan el
drama de la colonización de América; los descendientes de los conquistadores
codo a codo con los descendientes de los conquistados. Las palabras que vienen
de España a continuar la hegemonía magistral y las originarias del interior que
llegan con igual pureza de sangre, pero con la piel de un sol diferente.
En el bordo opuesto de la cartografía lingüística, la
avenida Santa Fe; es decir, París. A veces, Roma; a veces, Londres. Siempre
Europa. Cita de la elegancia y de la moda, de las voces extranjerizantes; del
aristocrático saber vivir; brújula dispuesta, Santa Fe posee el aire optimista
de los que viajan o de los que sueñan con viajar. Preferidas de las clases
dirigentes y de los recién venidos a la riqueza y al poder; frívola, potente,
juvenil. Si hiciéramos una biología de las calles de Buenos Aires,
indudablemente a Santa Fe le correspondería la edad alegre de la adolescencia
despreocupada, así como a la Avenida de Mayo, la del hombre maduro y sereno;
del hombre que ya alcanzó su porvenir o del que nunca lo ambicionó. No es
casual que provincianos y españoles aburguesados ―o resignados, es lo mismo―
encuentre aquí una compartida afinidad; tampoco, que en un comercio situado en
la punta Norte de este cuadro se originaran los llamativos petiteros y que hoy se proponga un diccionario eliminatorio en pro
de un lenguaje “de la gente bien y
que se yo…” que el humorista Landrú ridiculiza con estilo ocurrente.
En la mitad de las fronteras antagónicas, la calle
Corrientes, calle de los barrios, por antonomasia. Las esquinas porteñas se
juntan en Corrientes sin distingos de zonas ni distancias de suburbios. Desde
la creciente judería acriollada de Villa Crespo, las intencionadas leyendas de
cuchillos y de cárcel del venturoso Palermo, los colorinches de casas baratas y
genovesismo saineteros de la Boca; a San Telmo, con su heráldica perdida y
conventillos vigentes; Monserrat y el Abasto, con su memoria de ocio y tangos
viejos; el Once, trajinado por los mil gritos del comercio pichinchero; Flores
y los versos cursis de escolares enamorados; Liniers, con el cercano Oeste de
voces campesinas y pampa fresca, todos los barrios vuelcan en Corrientes un
solo lenguaje, el de Buenos Aires, libre de glosadores teatrales y otros
aficionados de la fatuidad. Las palabras, nacidas en los sitios apartados, empiezan
a repetirse con inocente orgullo argentino, bajo la luna eléctrica y andariega
de Corrientes; de Callao al Bajo, Corrientes vale entera por la cuadra
idiomática de Buenos Aires. Como si el mínimo plano rectangular se hundiera en
el medio y formara una vertiente común. En Corrientes, el legendario hombre de
esquina, de esquina rosada, se transforma para siempre en el mitológico hombre
de Corrientes y Esmeralda.
Hacia el Bajo, una hilera de barcos descarga vocablos que
amplían los matices verbales de esta pantalla simplificada; o embalan a los que
viajarán incluso a la misma España, según lo testimonia la frecuencia de
argentinismos en el diccionario real. Antes, la vieja Recova era el lugar
favorito de los esquivadores de la ley; entre copas de cervezas y vasos de
vino, se pronunciaban todas las formas de la delincuencia extranjera y del lunfardo criollo. Hoy los cafetines del
Bajo son un recuerdo venido a menos y el malandrinaje internacional oculta su
jerga presidiaria en los sótanos del mapa idiomático propuesto, sin otra
astucia que el antifaz profesional.
Claro que las calles son apenas un lado de la ciudad; su
geografía. El otro sería el tiempo. Vivir es responder al paciente diálogo de
cada instante; quedarse en el transcurrir dramático de ese diálogo. Los cuatro
costados del relevamiento espacial coinciden textualmente, no sé si por
casualidad o por causalidad, con los relieves mayores de la historia de Buenos
Aires. Por el Este, llega en 1536 don Pedro de Mendoza y pronuncia el nombre bautismal,
recordado vívidamente por Ulrico Schmidel: “…y allí levantamos una ciudad que
se llamó Buenos Aires”. Varios siglos después, con la fiebre grande, el Sur “se
muda al Norte” y sus consecuencias en la fisonomía demográfica son semejantes
al de una tercera fundación. Nunca se ha reparado la importancia que tuvo para
la clase media argentina el éxodo que obligara a la alta sociedad a abandonar
precipitadamente los imponentes caserones enrejados. Los apellidos patricios se
descolocan y una nueva burguesía justifica su preponderancia. Desde entonces,
el abolengo de Buenos Aires no es de cuna sino de calles; se vive, o no, en el
Barrio Norte.
Más cerca nuestro, hacia 1930, una revolución de cuartel
viene del Oeste e inicia una nueva costumbre institucional. Quince
levantamientos militares testimonian esa peligrosa rutina. Pero Buenos Aires
pareciera ignorar la continua vacilación casera y prosigue su firme vocación de
gran capital de habla española y de progreso ambicioso. Crece con el entusiasmo
de los fuertes y las gruesas lanzas de cemento ya no tapan el río; ese río como
un cielo donde veía la esperanza de los que llegaban.
Aquí termina esta geografía verbal. Queda el porvenir.
Pero ello no es hazaña de nadie. El porvenir queda a pesar nuestro y de los
doctores en ciencias económicas; técnicos en pobreza y burocracia estadística.
No fue mi intención hacer una prolija tesis lingüística que aspire a la
consideración de una formalidad rectoral, labor de investigación y de crítica
que dejo para otro. Los críticos son los marchands
de la cultura; se quedan con lo mejor. Me basta con recuperar el testimonio de
un Buenos Aires cotidiano que yo he compartido, con igual despreocupación
callejera. Solamente lo cotidiano nos da la profunda dimensión del tiempo; ese
morir repetido de todos los días cuyo nombre es la vida. Una de las tantas
calles de la eternidad.
José Edmundo Clemente
En:
Jorge
Luis Borges, José Edmundo Clemente, El
lenguaje de Buenos Aires, Buenos Aires, Emecé Editores S.A., 1963,1996
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