Pago
Chico
I – La escena y los actores
Fortín en tiempo de la guerra de indios.
Pago Chico había ido cristalizando a su alrededor una población heterogénea y
curiosa, compuesta de mujeres de soldados ─chinas─, acopiadores de quillangos y
plumas de avestruz, compradores de sueldos, mercanchifles, pulperos, indios
mansos, indiecitos cautivos ─presa preferida de cuanta enfermedad endémica o
epidémica vagase por allí.
El fortín y su arrabal, análogo al de
los castillos feudales, permanecieron largos año estacionarios, sin otro
aumento de población que el vegetativo ─casi nulo porque la mortalidad infantil
equilibraba casi a los nacimientos, pero cuyos claros venían a llenar los
nuevos contingentes de tropas enviados por el gobierno.
Más cuando los indios quedaron reducidos
a su mínima expresión ─”civilizados a balazos”─ la comarca comenzó a poblarse
de “puestos” y “estancias” que muy luego crecieron y se desarrollaron,
fomentando de rechazo la población y el comercio de Pago Chico, núcleo de toda
aquella vida incipiente y vigorosa.
Cuando ese núcleo adquirió cierta
importancia, el gobierno provincial de Buenos Aires, que contaba para sus
manejos políticos y de otra especie con la fidelidad incondicional de los
habitantes, erigió en “partido” el pequeño territorio, dándole por cabecera el
antiguo fuerte, a punto ya de convertirse en pueblo. El gobierno adquiría con
esto una nueva unidad electoral que oponer a los partidos centrales, más
poblados, más poderosos y más capaces de ponérsele frente a frente para
fiscalizarlo y encarrilarlo.
Como por entonces no existían ni embrión
las autonomías comunales, el gobierno de la provincia nombraba miembros de la
municipalidad, comandantes militares, jueces de paz y comisarios de policía,
encargados de suministrarle los legisladores a su imagen y semejanza que habían
de mantenerlo en el poder.
La vida política de Pago Chico sólo se
manifestó pues, durante muchos años, por la ciega obediencia al gobierno, del
que era uno de los inconmovibles bourgs
purris, baluarte en que se estrellaba todo conato de oposición. Los
“partidos”, incondicionalmente oficiales, eran el gran cimiento de la
situación, y entre ellos Pago Chico aparecía como una de las herramientas más
dóciles y eficaces. Recibía en cambio algunos subsidios para el sostenimiento
de sus autoridades, y de vez en cuando gruesas sumas destinadas a obras
públicas y de fomento, que las mismas autoridades se repartían en santa paz,
cubriendo las apariencias con algún conato de construcción, v.g. la del puente
sobre el río Chico, que aún está en veremos, el ensanche de la iglesia, siempre
en las mismas, la terminación de la Municipalidad, o la mejora de los caminos,
las acequias o los mataderos…
Oposición no existía sino tan
embrionaria que su exteriorización más grande eran los chismes y las hablillas,
las protestas de algún desdeñado o perseguido y los anónimos al gobernador de
la provincia o a los periódicos de la capital, ora reveladores de verdaderos
abusos, ora simples especies calumniosas y envenenadas.
El programa político de los descontentos
era el rudimentario “quítate para que yo me ponga”, de manera que la oposición
no salía nunca de su estado de nebulosa, por poco que, cuando amenazaba
consolidarse, los más ardientes recibieran un mendrugo inspirador del quietismo
y la tolerancia
Bermúdez, por ejemplo, indignado ante la
negativa de una concesión que pidiera a la Municipalidad, proclamó urbi et orbe que iba a revelar los
latrocinios del puente sobre el chico, denunciando a la prensa bonaerense la
verdadera inversión de los fondos, robados por los municipales como en una
carretera. Hizo, en efecto, una exposición circunstanciada de las
defraudaciones, a la que agregó cálculos de precios de materiales, la
descripción de lo hecho y un cúmulo de comprobantes… Firmó el terrible
documento, consiguió que otros vecinos, expectables lo refrendaran,
robusteciendo la denuncia, leyó el factum
ante un grupo numeroso en el café y confitería de Cármine, agitó los ánimos,
despertó el patriotismo pagochiquense, convulsionó el pueblo, pronto ya a la
revolución y el sacrificio…
─Usted es un sonso, amigo Bermúdez─ le
dijo en esta emergencia el escribano Ferreiro, deteniéndolo en la calle.
─¿Por qué?─ preguntó el prohombre
opositor muy sorprendido…
─Porque ha obligado al intendente a
romper el contrato por diez años del peaje del puente.
─¿Y a mí qué?
─Que la Municipalidad se lo concedía a
usted por una bicoca… ¡Un regalito de tres a cuatro mil pesos al año!...
Bermúdez se puso verde, luego amarillo,
después rojo como un tomate, en seguida pálido otra vez, y tomando el brazo del
ladino Ferreiro con la mano trémula de emoción y avaricia:
─¿Y eso no se puede arreglar? ─preguntó.
Se arregló y admirablemente. Bermúdez
dio vuelta el poncho. Los parroquianos del café de Cármine le sacaron el cuero;
pero nuestro hombre, desollado y todo, siguió tan campante enriqueciéndose y
figurando cada vez más…
Ese café de Cármine y otros puntos de
cita no podían, entre tanto, dejar de convertirse en centros de difamación, y
lo fueron con tal eficacia que al cabo de pocos años el pueblo se halló dividido
en varios bandos que se odiaban, y cuya lucha iba a dar origen a una oposición
organizada.
Entre estos bandos destacábase el de don
Ignacio Peña (don Inacio, allí) y su acólito el boticario Silvestre Espíndola,
enemigo personal este último del intendente y su camarilla, porque el médico
municipal, doctor Carbonero, habilitó al italiano Barrucchi para que abriese
otra farmacia contando con la clientela obligatoria de sus enfermos, los
pedidos de la Municipalidad para el hospital y los de la comisaría para su
botiquín, pues Carbonero acumulaba también las funciones de médico de policía y
director del hospital.
Esto ahondaba la división, porque los
otros dos facultativos, el doctor Fillipini, italiano, y el doctor don
Francisco de Pérez y Cueto, español sin cargo ni prebenda alguna, eran
naturalmente opositores a todo trance.
Añádase a esto la competencia comercial,
creadora de enconos por sí misma, y exacerbada aún por el favoritismo de las
autoridades, que para algunos llegaban a extremos inconcebibles: los celos de
las mujeres; las envidias de los hombres; la sempiterna vida en común; la falta
casi total de horizontes, y se tendrá idea de aquél terreno preparado ya para
convertirse en teatro de una lucha homérica.
El primer síntoma de guerra fue una
disputa ocurrida en el Club del Progreso entre el intendente municipal don
Domingo Luna y el juez de paz don Pedro Machado, a raíz de un envite en que el
juez cantó treinta y dos y se fue a baraja sin mostrarlas, apuntándose los
tantos después de no querer el rabón. Casi hubo cachetadas, y quizá hubiera
sido mejor, porque la venganza de Machado, a quien el intendente llamara
“tramposo” con todas sus letras, fue terrible: fundó un periódico, El Justiciero, para atacar a su enemigo
y sacarle los cueritos al sol. “Los cueritos al sol” dicen en la campaña,
porque allí se acostumbra que los niños duerman sobre pieles de cordero, y
cuando éstas se sacan a la luz… ¡ya se adivina el resto!
Hizo Machado llevar una imprentita de Buenos
Aires, y como era completamente analfabeto, la puso en manos de Fernández, que
ya había dragoneado de periodista en otro pueblo, encargándole que pusiese
“overo” al intendente, sin asco y sin lástima.
El
Justiciero debía aparecer dos veces
por semana: jueves y domingos. Apareció, sin embargo, un solo jueves, pues el deux ex machina pagochiquense, el
escribano Ferreiro, se encargó de poner paz entre los príncipes cristianos.
─Mire,
Don Pedro ─declaró al belicoso juez de paz─; esto va a ser como pelea de
comadres de barrio. “¡Usted es esto!”
“¡Y qué más!” Cuanto pueda decirle a Luna, él se lo puede decir a usté, porque
todos hemos hecho y estamos haciendo lo mismo. Tráguese la rabia y cállese la
boca, porque lo más que sacará será lo que el negro del sermón; los pies fríos
y la cabeza caliente. Sigamos como hasta ahora, que así va lindo no más. Si no,
vamos a tener que enojarnos con usté, se va a enojar el gobierno, ya no le
caerá ni un negocio para hacer boca, y en cambio Luna se encargará de decirle
cuántas son cinco, y él y usté, usté y él serán la risa de todo el mundo.
Como don Pedro no cediera a las primeras
de cambio, Ferreiro se entretuvo en enumerarle todos los negocios dudosos y
hasta escandalosos en que había tenido participación, las arbitrariedades por
él cometidas en el desempeño de su cargo…
─Pior ha hecho él ─gritaba Machado, como
lo pronosticaba el escribano, que le tapó la boca con esto:
─Habrá hecho peor, no digo que no. Pero
él no está en posesión de un campo sin título de propiedad, ni de seis o siete
lotes urbanos, que la intendencia puede reivindicar de un momento a otro…
El
Justiciero no reapareció hasta meses
más tarde, cuando La Pampa de Viera
arrojó e aquel terreno abonado la semilla de la oposición, provocando por parte
del oficialismo una defensa desesperada que tuvo la virtud de acabar con las
rencillas de Machado, Luna y demás “dueños del pueblo”.
Este Viera, hijo de Pago Chico ─joven de
veintidós años que había vivido algún tiempo en Buenos Aires, codeándose,
gracias a su pequeña fortuna, con la juventud frecuentadora de cervecerías,
teatros y comités─ era un bien intencionado y un cándido, con escasa
ilustración y más escasa experiencia, a quien el surgimiento de la Unión Cívica
infundió ideas redentoras. A raíz de aquel vasto movimiento de opinión volvió
al Pago resuelto a reformar el mundo, y para hacerlo compró también una
imprentita, gastándose la mitad de su capital, y fundó La Pampa, dispuesto a sostenerla con la otra mitad.
Ya lo veremos en acción. Entre tanto
pasemos a otra cosa, para dar una idea general de aquel pueblo privilegiado.
Las reuniones más chic y mejor
concurridas eran las que Gancedo celebraba frecuentemente en su casa, para ir
creándole una popularidad que pudiera llevarlo a la diputación, sin darse
cuenta de que en Ferreiro tenía un rival tanto más peligroso cuanto más
discreto y solapado.
Las tertulias de Gancedo eran todo lo
amantes y agradables que podían serlo en Pago Chico. Precedíalas siempre “una
comida íntima”, según el dueño de casa, “un banquete” según los invitados no
venenosos. Llenábase de gente el vasto comedor, y como la ciencia culinaria
pagochiquense estaba todavía en pañales, el menú se componía generalmente de
jamón, pavo, fiambre, conservas de toda especie y empanadas criollas, de tal
modo que la mesa parecía la de un lunch de viajeros en una parada del camino.
Terminada la comida y apurada las
últimas botellas de buen vino de postre, comenzaba a llegar el resto de los
invitados, las niñas con sus mamás, los jóvenes solteros; el pianista Mussio
aporreaba el teclado sin darse tregua, y los valses, las polkas y lanceros se
sucedían hasta muy cerca del amanecer.
Las demás reuniones eran muy parciales y
escasas, excepto las masculinas del Club del Progreso y la confitería del
Cármine ─los dos puntos de reunión que se disputaban opositores y oficialistas,
quedando el uno y el otro tan pronto en manos de éstos, tan pronto en manos de
aquéllos, como en las figuras de una contradanza.
Pero, eso sí, sólo tratándose de un caso
de enemistad declarada y odio manifiesto, ningún pagochiquense distinguido
faltaba al bautizo, la boda, el velorio y el entierro de otro distinguido
pagochiquense. Era de regla olvidar aparentemente las pequeñas rencillas en
estas solemnidades.
Pero si escaseaban las fiestas y las
tertulias de música y de baile, abundaban en cambio las “tenidas” de
murmuración y desollamiento. Los hombres las celebraban en el club y el café; las
mujeres en sus casas y las ajenas. Como hormigas iban y venían de sala en sala,
despellejando aquí a las que acababan de dejar allá, mientras eran
despellejadas a su vez por aquéllas y por otras, en una madeja de chismes,
embustes, habladurías y calumnias que no hubiera desenredado el mismo Job con
toda la paciencia que se le atribuye aún, pese a las protestas, clamores y
vociferaciones que llenan su libro del Viejo Testamento. Tales misteriosos
cuchicheos empañaron más de una fama limpia y pura, y pronto no quedó en Pago
Chico, sino para los interesados, ni hombre decente ni mujer honrada.
─Si uno fuera a creer tanta inmundicia
─decía Silvestre─, tendría vergüenza de mirarse al espejo sin testigos.
Y lo más curioso es que Silvestre solía
ser el vehículo por excelencia de la difamación.
La
Pampa atacó el mal en varios
artículos violentos contra los calumniadores. Todo el mundo los leyó, comentó,
aprobó, aplaudió, ensalzó; pero todo el mundo siguió impertérrito haciendo lo
mismo, y hasta puede que exagerando la nota. De aquella célebre campaña
periodística sólo quedó el dicho de “Pago Chico, infierno grande”, epígrafe de
uno de los artículos de Viera, y el buen efecto causado por este párrafo, glosa
de la frase silvestrina:
“Si cuanto se dice fuera cierto, habría
que cercar de murallas el pueblo y convertirlo en una cárcel que fuera al
propio tiempo manicomio y reclusión de mujeres perdidas”.
El comercio tenía bastante importancia,
sobre todo desde que llegó el ferrocarril, pues entonces comenzaron a establecerse
“barracas” para el acopio de frutos del país ─lanas, cueros, etc.─. estos
establecimientos fueron pronto los más importantes y prósperos, llegando a
efectuar ciertas operaciones bancarias ─depósitos en cuenta corriente y a plazo
fijo, descuentos, giros─ que antes hacían difícilmente las principales casas de
comercio.
Entre estas últimas, las más notables
eran las de Gorordo, que reunía en un inmenso edificio de un solo piso con
techo de hierro galvanizado, los ramos de tienda, mercería, almacén, despacho
de bebidas, corralón de madera, hierro y tejas, mueblería, armería,
hojalatería, ferretería, pinturería, ropería, librería, papelería y droguería,
amén de otras especialidades.
Aún quedaban otros establecimientos
análogos, restos de la época en la que era necesario acapararlo todo para
realizar alguna ganancia, y en que todos estos comercios se complementaban
todavía con la compra-venta de frutos del país. Pero iban perdiendo terreno
ante la especialización, pues año tras año surgieron tiendas y mercerías,
almacenes de comestibles, boticas, mueblerías, platerías, sastrerías,
zapaterías de diverso orden, hoteles, fondas y bodegones, hasta un conato de
librería y una cigarrería pequeña; casas entre las que sobresalía como una
perla de incomparable oriente la
Sapatería e spacio di bebida
Di Romolo e Remo
Di Giuseppe Cardinale
Pago Chico tuvo, por consiguiente, sus
Bon Marché y sus Printemps antes que en París, o al mismo tiempo, para
perderlos luego y verlos sin duda reaparecer cuando se complete el ciclo de su
evolución progresiva.
La primera industria mecánica que nace
en un pueblo de provincia y la primera que nació en Pago Chico, es la
fabricación de carros. En un principio los carros se compran en otra parte,
pero inmediatamente se nota la necesidad de una herrería y carpintería para
componerlos. Establecida ésta, por poco que la población adelante, el taller
prospere y el obrero no sea muy torpe, la simple herrería se convierte en
fábrica y la industria ha nacido sin esfuerzo.
A la fábrica de rodados habría que
agregar en Pago Chico el floreciente molino y fideería de Guerrini,
construcción chata y mezquina, emplazada a orillas del arroyo presuntuosamente
llamado Río Chico, cuya escasa corriente bastaba apenas para mover una pequeña
rueda que molía el grano con lentitud y como desgranada. Las tormentas y la
humedad, azotando y carcomiendo sus paredes de ladrillo sin revoque, les habían
dado una pátina verdinegra, triste pero característica. Había que agregar
también fuera de los hornos de ladrillos y las licorerías falsificadoras de
toda clase de bebidas, la talabartería de Tortorano que, realizando buenos
negocios, sin embargo, debía luchar con la competencia de los trenzadores
criollos, que en los ranchos de las afueras hacían primorosos maneadores,
lazos, bozales, maneas, prendas de gran lujo disputadas por los paisanos y los
mismos “paquetones” del pueblo, y en las que un solo botón llevaba a veces más
de un día de trabajo. Tortorano tenía que limitarse a vender arreos ordinarios,
pero cobrándolos a peso de oro ya vengaba del arte purísimo que convertía los
“tientos”, el simple cuero sobado, en bridas moriscas, suaves como la seda, en
cabezadas caprichosas y elegantes, sutiles trabajos en que el gusto y la
paciencia realzaban diez y más veces el valor de la materia prima. Y, a la
larga, Tortorano venció: hizo que los trenzadores trabajaran exclusivamente
para él, almacenó sus obras sin venderlas, imponiendo los artículos de su
fabricación, y cuando logró que se olvidara a la moda de los aperos criollos,
dejó sin trabajo a los trenzadores, que debieron levantar campamento para no
morirse de hambre.
Como industria, no podemos olvidar
tampoco al de Tripudio, que con los desmirriados racimos de las parras de su
quinta y otros ingredientes menos inofensivos, fabricaba un chacolí con “gusto
a olor de ratón”, que luego expendía con el ingenioso título de “Vino Cható”.
Completaban la población trabajadora de
Pago Chico, varios ejemplares de hojalateros, sombrereros, modistas,
tipógrafos, pintores, blanqueadores y empapeladores, planchadoras, panaderos,
lavanderas, cigarreras, carniceros con tienda abierta y verduleros que también
vendían carbón, leña, maíz y afrecho.
… Y como esto basta y sobra para dominar
el escenario y tener siquiera barruntos de algunos pocos actores, pasemos sin
más preámbulos a relatar y puntualizar varios episodios de la sabrosa historia
pagochiquense, preñada de hechos trascendentales, rica en filosófica enseñanza,
espejos de pueblos, regla de gobiernos, pauta de administraciones progresistas,
norma de libertad, faro de filantropía, trasunto ejemplar de patriotismo…
─¡Flor y truco! Y si hay más flor,
¡contra flor al resto! ─agregaría Silvestre, afirmando con esta salva de
veintiún cañonazos los colores de Pago Chico.
Roberto J. Payró
Pago Chico, Editorial Abril, 1983
Roberto Jorge Payró nació en Mercedes, Provincia de Buenos
Aires el 19 de abril de 1867 y falleció en Lomas de Zamora el 5 de abril de
1928. Fue un escritor y periodista argentino. Ha sido considerado como "el
primer corresponsal de guerra argentino". Algunas de sus obras más
destacadas son: Sobre las ruinas de
1904, El casamiento de Laucha de
1906, Pago Chico de 1908, El capitán Vergara de 1925.
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