lunes, 18 de marzo de 2013

Juan José Saer


El entenado
 
De esas costas vacías me quedó sobe todo la abundancia de cielo. Más de una vez me sentí diminuto bajo ese azul dilatado: en la playa amarilla, éramos como hormigas en el centro de un desierto. Y si ahora que soy un viejo paso a mis días en las ciudades, es porque en ellas la vida es horizontal, porque las ciudades disimulan el cielo. Allá de noche, en cambio, dormíamos, a la intemperie, casi aplastados por las estrellas. Estaban como al alcance de la mano y eran grandes, innumerables, sin mucha negrura entre una y otra, casi chisporroteantes, como si el cielo hubiese sido la pared acribillada de un volcán en actividad que dejase entrever por sus orificios la incandescencia interna.
La orfandad me empujó a los puertos. El olor del mar y del cáñamo humedecido, las velas lentas y rígidas que se alejan y se aproximan, las conversaciones de viejos marineros, perfume múltiple de especias y amontonamiento de mercaderías, prostitutas, alcohol y capitanes, sonido y movimiento: todo eso me acunó, fue mi casa, me dio una educación y me ayudó a crecer, ocupando el lugar, hasta donde llega mi memoria, de un padre y una madre. Mandadero de putas y marinos, changador, durmiendo de tanto en tanto en casa de unos parientes pero la mayor parte del tiempo sobre las bolsas de los depósitos, fui dejando atrás, poco a poco, mi infancia, hasta que un día una de las putas pagó mis servicios con un acoplamiento gratuito ―el primero, en mi caso― y un marino, de vuelta de un mandado, premió mi diligencia con un trago de alcohol, y de ese modo me hice, como se dice, hombre.
Ya los puertos no me bastaban: me vino hambre de alta mar. La infancia atribuye a su propia ignorancia y torpeza la incomodidad del mundo; le parece que lejos, en la orilla opuesta del océano y de la experiencia, la fruta es más sabrosa y más real, el sol más amarillo y benévolo, las palabras y los actos de los hombres más inteligibles, justos y definidos. Entusiasmado por estas convicciones ―que eran también consecuencia de la miseria― me puse en campaña para embarcarme como grumete, sin preocuparme demasiado por el destino exacto que elegiría: lo importante era alejarme del lugar en donde estaba, hacia un punto cualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte circular.
En esos tiempos, como desde hacía unos veinte años se había descubierto que se podía llegar a ellas por el poniente, la moda eran las Indias; de allá volvían los barcos cargados de especias o maltrechos y andrajosos, después de haber derivado por mares desconocidos; en los puertos no se hablaba de otra cosa y el tema daba a veces un aire demencial a las miradas y a las conversaciones. Lo desconocido es una abstracción; lo conocido, un desierto; pero lo conocido a medias, lo vislumbrado, es el lugar perfecto para hacer ondular deseo y alucinación. En boca de los marinos todo se mezclaba; los chinos, los indios, un nuevo mundo, las piedras preciosas, las especias, el oro, la codicio y la fábula. Se hablaba de ciudades pavimentadas de oro, del paraíso sobre la tierra, de monstruos marinos que surgían súbitos del agua y que los marineros confundían con islas, hasta tal punto que desembarcaban sobre su lomo y acampaban entre las anfractuosidades de su piel pétrea y escamosa. Yo escuchaba esos rumores con asombro y palpitaciones; creyéndome, como todas las criaturas, destinado a toda gloria y al abrigo de toda catástrofe, a cada nueva relación que escuchaba, ya fuese dichosa o terrorífica, mis ganas de embarcarme se hacían cada vez más grandes. Por fin la ocasión se presentó: un capitán, piloto mayor del reino, organizaba una expedición a las Malucas, y conseguí que me conchabaran en ella.
[…]

…Cuando, desde el gran río, los soldados, con sus armas de fuego, avanzaban, no era la muerte lo que traían, sino lo innominado, el único lugar firme se fue anegando con la crecida de lo negro. Dispersos, los indios ya no podían estar del lado nítido del mundo. No creo que muchos hayan escapado, ni siquiera que hayan tenido la intención de hacerlo; a los que, solitarios, hubiesen logrado sobrevivir tierra adentro, ningún mundo les hubiese quedado.
Sin embargo, al mismo tiempo que caían, arrastraban con ellos a los que los exterminaban. Como ellos eran el único sostén de lo exterior, lo exterior desaparecía con ellos, arrumbado, por la destrucción de lo que lo concebía, en la inexistencia. Lo que los soldados que los asesinaban nunca podrían llegar a entender era que, al mismo tiempo que sus víctimas, también ellos abandonaban este mundo.  Puede decirse que, desde que los indios fueron destruidos, el universo entero se ha quedado derivando en la nada. Si ese universo tan poco seguro tenía, para existir, algún fundamento, ese fundamento eran, justamente, los indios, que, entre tanta incertidumbre, eran lo que se asemejaba más a lo cierto. Llamarlos salvajes es prueba de ignorancia; no se puede llamar salvajes a seres que soportan tal responsabilidad. La lucecita tenue que llevaban adentro, y que lograban mantener encendida a duras penas, iluminaba, a pesar de su fragilidad, con sus reflejos cambiantes, ese círculo incierto y oscuro que era lo externo y que empezaba ya en sus propios cuerpos. El cielo vasto no los cobijaba sino que, por el contrario, dependía de ellos para poder desplegar, sobre esa tierra desnuda, su firmeza enjoyada.

Juan José Saer
 
Fragmentos de:
Juan José Saer, El entenado, Folios Ediciones, 1983 

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