EN LA COLONIA
PENITENCIARIA
-Fragmento 1
–Es un
aparato singular –dijo el oficial al explorador, y contempló con cierta
admiración el aparato, que le era tan conocido. El explorador parecía haber
aceptado sólo por cortesía la invitación del comandante para presenciar la
ejecución de un soldado condenado por desobediencia e insulto hacia sus
superiores. En la colonia penitenciaria no era tampoco muy grande el interés
suscitado por esta ejecución. Por lo menos, en ese pequeño valle, profundo y
arenoso, rodeado totalmente por riscos desnudos, sólo se encontraban, además
del oficial y el explorador, el condenado, un hombre de boca grande y aspecto
estúpido, de cabello y rostro descuidados, y un soldado, que sostenía la pesada
cadena donde convergían las cadenitas que retenían al condenado por los tobillos
y las muñecas, así como por el cuello, y que estaban unidas entre sí mediante
cadenas secundarias. De todos modos, el condenado tenía un aspecto tan
caninamente sumiso, que al parecer hubieran podido permitirle correr en
libertad por los riscos circundantes, para llamarlo con un simple silbido
cuando llegara el momento de la ejecución.
El
explorador no se interesaba mucho por el aparato y, se paseaba detrás del
condenado con visible indiferencia, mientras el oficial daba fin a los últimos
preparativos, arrastrándose de pronto bajo el aparato, profundamente hundido en
la tierra, o trepando de pronto por una escalera para examinar las partes
superiores. Fácilmente hubiera podido ocuparse de estas labores un mecánico,
pero el oficial las desempeñaba con gran celo, tal vez porque admiraba el
aparato, o tal vez porque por diversos motivos no se podía confiar ese trabajo
a otra persona.
–¡Ya está
todo listo! –exclamó finalmente, y descendió de la escalera.
Parecía
extraordinariamente fatigado, respiraba por la boca muy abierta, y se había
metido dos finos pañuelos de mujer bajo el cuello del uniforme.
–Estos
uniformes son demasiado pesados para el trópico –comentó el explorador, en vez
de hacer alguna pregunta sobre el aparato, como hubiese deseado el oficial.
–En efecto
–dijo éste, y se lavó las manos sucias de aceite y de grasa en un balde que
allí había–; pero para nosotros son símbolos de la patria; no queremos
olvidarnos de nuestra patria. Y ahora fíjese en este aparato –prosiguió
inmediatamente, secándose las manos con una toalla y mostrando aquél al mismo
tiempo. Hasta ahora intervine yo, pero de aquí en adelante funciona
absolutamente solo.
El
explorador asintió, y siguió al oficial. Este quería cubrir todas las
contingencias, y por eso dijo:
–Naturalmente,
a veces hay inconvenientes; espero que no los haya hoy, pero siempre se debe
contar con esa posibilidad. El aparato debería funcionar ininterrumpidamente
durante doce horas. Pero cuando hay entorpecimientos, son sin embargo
desdeñables, y se los soluciona rápidamente.
"¿No
quiere sentarse? –preguntó luego, sacando una silla de mimbre entre un montón
de sillas semejantes, y ofreciéndosela al explorador; éste no podía rechazarla.
Se sentó entonces, al borde de un hoyo estaba la tierra removida, dispuesta en
forma de parapeto; del otro lado estaba el aparato.
–No sé –dijo
el oficial– si el comandante le ha explicado ya el aparato.
El
explorador hizo un ademán incierto; el oficial no deseaba nada mejor, porque
así podía explicarle personalmente el funcionamiento.
–Este
aparato –dijo, tomándose de una manivela, y apoyándose en ella– es un invento
de nuestro antiguo comandante. Yo asistí a los primerísimos experimentos, y
tomé parte en todos los trabajos, hasta su terminación. Pero el mérito del
descubrimiento sólo le corresponde a él.
¿No ha oído
hablar usted de nuestro antiguo comandante? ¿No? Bueno, no exagero si le digo
que casi toda la organización de la colonia penitenciaria es obra suya.
Nosotros, sus amigos, sabíamos aun antes de su muerte que la organización de la
colonia era un todo tan perfecto, que su sucesor, aunque tuviera mil nuevos
proyectos en la cabeza, por lo menos durante muchos años no podría cambiar
nada. Y nuestra profecía se cumplió; el nuevo comandante se vio obligado a
admitirlo. Lástima que usted no haya conocido a nuestro antiguo comandante.
Pero –el oficial se interrumpió– estoy divagando, y aquí está el aparato. Como
usted ve, consta de tres partes. Con el correr del tiempo se generalizó la
costumbre de designar a cada una, de estas partes mediante una especie de
sobrenombre popular. La inferior se llama la Cama, la de arriba el Diseñador, y
esta del medio, la Rastra.
–¿La Rastra?
–preguntó el explorador.
No había
escuchado con mucha atención; el sol caía con demasiada fuerza en ese valle sin
sombras, apenas podía uno concentrar los pensamientos. Por eso mismo le parecía
más admirable ese oficial, que a pesar de su chaqueta de gala, ajustada,
cargada de charreteras y de adornos, proseguía con tanto entusiasmo sus
explicaciones, y además, mientras hablaba, ajustaba aquí y allá algún tornillo
con un destornillador. En una situación semejante a la del explorador parecía
encontrarse el soldado. Se había enrollado la cadena del condenado en torno de
las muñecas; apoyado con una mano en el fusil, cabizbajo, no se preocupaba por
nada de lo que ocurría. Esto no sorprendió al explorador, ya que el oficial
hablaba en francés, y ni el soldado ni el condenado entendían el francés. Por
eso mismo era más curioso que el condenado se esforzara por seguir las
explicaciones del oficial. Con una especie de soñolienta insistencia, dirigía
la mirada hacia donde el oficial señalaba, y cada vez que el explorador hacía
una pregunta, también él, como el oficial, lo miraba.
–Sí, la
Rastra –dijo el oficial–, un nombre bien educado. Las agujas están colocadas en
ellas como los dientes de una rastra, y el conjunto funciona además como una
rastra, aunque sólo en un lugar determinado, y con mucho más arte. De todos
modos, ya lo comprenderá mejor cuando se lo explique. Aquí, sobre la Cama, se
coloca al condenado. Primero le describiré el aparato, y después lo pondré en
movimiento. Así podrá entenderlo mejor. Además, uno de los engranajes del
Diseñador está muy gastado; chirría mucho cuando funciona, y apenas se entiende
lo que uno habla; por desgracia, aquí es muy difícil conseguir piezas de
repuesto. Bueno, esta es la Cama, como decíamos. Está totalmente cubierta con
una capa de algodón en rama; pronto sabrá usted por qué. Sobre este algodón se
coloca al condenado, boca abajo, naturalmente desnudo; aquí hay correas para
sujetarle las manos, aquí para los pies, y aquí para el cuello. Aquí, en la
cabecera de la Cama (donde el individuo, como ya le dije, es colocado
primeramente boca abajo), esta pequeña mordaza de fieltro, que puede ser
fácilmente regulada, de modo que entre directamente en la boca del hombre.
Tiene la finalidad de impedir que grite o se muerda la lengua. Naturalmente, el
hombre no puede alejar la boca del fieltro, porque si no la correa del cuello
le quebraría las vértebras.
–¿Esto es
algodón? –preguntó el explorador, y se agachó.
–Sí, claro
–dijo el oficial riendo–; tóquelo usted mismo. Cogió la mano del explorador, y
se la hizo pasar por la Cama.
–Es un
algodón especialmente preparado, por eso resulta tan irreconocible; ya le
hablaré de su finalidad.
El
explorador comenzaba a interesarse un poco por el aparato; protegiéndose los
ojos con la mano, a causa del sol, contempló el conjunto.
Franz Kafka
No hay comentarios:
Publicar un comentario