sábado, 14 de julio de 2012

Lo dijo Vargas Llosa


Un mundo sin novelas


La literatura es mucho más que un pasatiempo. Entre otras cosas, contribuye a crear ciudadanos libres y críticos.


Muchas veces me ha ocurrido que un señor se me acerque con un libro mío en las manos y me pida una firma, precisando: “es para mi mujer, o mi hijita, o mi madre. Es una gran lectora”. Yo le pregunto “ Y a usted, ¿no le gusta leer?”. La respuesta rara vez falla: “Si, claro, pero soy una persona muy ocupada”. Ese señor, esos miles de miles de señores iguales aél, tienen tantas cosas importantes, tantas obligaciones y responsabilidades, que no pueden perder su tiempo con una novela.

Para ellos, la literatura es un entretenimiento que pueden permitirse quienes disponen de mucho tiempo libre. Me propongo formular aquí algunas razones contra esta idea, y a favor de considerarla, además de un de los más enriquecedores quehaceres del espíritu, una actividad irremlazable para la formación del ciudadano en una sociedad moderna y democrática, y que, por lo mismo, debería inculcarse en las familias dese la infancia y formar parte de todos los programas de educación.

Vivimos en una era de especialización debido al prodigioso desarrollo de la ciencia y la técnica, y a su fragmentación en inumerables avenidas y compartimientos.  La especialización trae muchos beneficios, pues permite profundizar en la exploración y la experimentación, y es el motor del progreso. Pero tambíen va eliminando esos denomidadores comunes de la cultura gracias a los cuales podemos coexistir, comunicarnos y sentirnos solidarios. Conduce al cuarteamiento del conjunto de seres humanos en guetos de especialistas a los que un lenguaje, unos códigos y una información sectorizada confinan en aquel particularismo contra el que nos alertaba el refrán: no concentrarse tanto en la hoja como para olvidar que es parte de un árbol, y éste, de un bosque. De tener conciencia cabal de la existencia del bosque depende en buena medida el sentimiento de pertenencia que mantiene unido al todo social. Ciencia y técnica, pues, no pueden cumplir esa función integradora.

La literatura, en cambio, es un denominador común de la experiencia humana. Los lectores de Cervantes o de Shakespeare, de Dante o de Tolstoi, nos entendemos y nos sentimos miembros de la misma especie porque en sus obras aprendimos aquello que compartimos como seres humanos, sin importar las ocupaciones, los designios vitales, las geografías, las circunstancias y los tiempos históricos.

Y nada defiende mejor contra la estupidez de los prejuicios, del racismo, de la xenofobia, del sectarismo religioso o político, o de los nacionalismos excluyentes, como esta comprobación incesante que aparece siempre en la gran literatura: la igualdad esencial de todos los hombres. Nada enseña mejor que las buenas novelas a ver, en las diferencias étnicas y culturales, la riqueza del patrimonio humano y a valorarlas como una manifestación de su múltiple creatividad.

Leer buena literatura es también aprender qué y cómo somos en nuestra integridad humana, en nuestra presencia pública y en el secreto de nuestra conciencia. Este conocimiento sólo se encuentra en la novela. Ni siquiera las otras ramas de las humanidades, como la filosofía, la historia o las artes, han podido preservar esa visión integradora de un discurso asequible al profano, pues han sucumbido también al mandato de la especialización.

Ese sentimiento de pertenencia a la colectividad humana a través del tiempo y el espacio es el más alto logro de la cultura y nada contribuye tanto a renovarlo en cada generación como la literatura.

Ahora bien, ¿qué ha dado a la humanidad la literatura? Uno de sus primeros efectos benéficos ocurre en el plano del lenguaje. Una comunidad sin literatura escrita se expresa con menos  presición, riqueza de matices, claridad, corrección, profundiad y rigor que otra que ha cultivado los textos literarios. Una humanidad sin novelas se parecería mucho a una comunidad de tartamudos y de afásicos. Esto vale también para los individuos. Una persona que no lee, o lee poco, o lee sólo basura, puede hablar mucho, pero dirá siempre pocas cosas, porque dispone de un repertorio mínimo de vocablos para expresarse. No es una limitación sólo verbal; es, al mismo tiempo, una limitación intelectual, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque los conceptos mediante los cuales nos apropiamos de la realidad no están disociados de las palabras a través de los cuales los reconoce y define la conciencia.

Ninguna disciplina puede sustituir a la literatura en la formación del lenguaje. Los manuales científicos y los tratados técnicos no enseñan a expresarse con propiedad. Al contrario, a menudo están muy mal escritos, porque sus autores, a veces indiscutibles eminencias en su profesión, no saben comunicar sus tesoros conceptuales.

Otra razón para dar a la novela una plaza importante en la vida de las naciones es que, sin ella, el espíritu crítico, motor del cambio histórico y el mejor valedor de la libertad sufriría una merma irremediable. Porque toda buena literatura es un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos. En ella alienta un predisposición sediciosa, insumisa, revoltosa, inconformista.

La literatura es un refugio para aquel al que sobra o falta algo para no ser infeliz. Salir a cabalgar junto al escuálido Rocinante y su desbaratado jinete por los descampados de La Mancha, recorrer los mares en pos de la ballena blanca con el capitán Ahab o convertirnos en insecto con Gregorio Samsa es una manera astuta de desagraviarnos de las imposiciones de esa vida injusta que nos obliga a ser siempre los mismos, cuando qusiéramos ser muchos.

La novela sólo apacigua momentáneamente esa insastifacción vital, pero en ese milaroso intervalo, en esa suspensión provisional de la vida somos otros. Más intensos, más ricos, más complejos, más felices, más lúcidos. La literatura nos permite vivir en un mundo cuyas leyes transgreden las leyes inflexibles por las que transcurre la vida real, emancipados de la cárcel del espacio y del tiempo en la impunidad para el exceso y dueños de una soberanía sin límites. ¿Cómo no quedar defraudados luego de leer La Guerra y la Paz o En busca del tiempo perdido, al volver a este mundo de pequeñeces, de limitaciones y servidumbres, de fronteras y prohibiciones que nos acechan por doquier y que cada paso corrompen nuestras ilusiones?

Es decir, la vida soñada de la novela es más bella, diversa, comprensible y perfecta que la real. Ésa es, acaso, la mejor contribución de la literatura al progreso: recordarnos que el mundo está mal hecho y que podría estar mejor, más cerca de lo que nuestra imaginación es capaz de inventar.

Una sociedad democrática y libre necesita ciudadanos responsables, crítcos, independientes, difíciles de manipular, en permanente movilización espiritual, conscientes de la necesidad de someter continuamente a examen el mundo para tratar de acercarlo a aquel en que quisiéramos vivir.

Sin esa insatisfacción y rebeldía viviríamos todavía en estado primitivo, no habrá nacido el individuo, ni la ciencia ni la tecnología hubieran despegado, ni los derechos humanos serían reconocidos, ni la libertad exitiría. Todos ellos son critaturas nacidas a partir de actos de sumisión contra la vida. Para este espíritu que desacata la vida real como es, y con la insensatez de un Alonso Quijano (cuya locura nació de leer novelas de caballerías) busca materializar el sueño, lo imposible, la literatura ha servido de formidable combustible.

Hagamos un esfuerzo de reconstrucción histórica fantástica, imaginando una humanidad que no hubiera léido novelas. En aquella civilización, en la que prevalecerían acaso sobre las palabras los gruñidos simiescos, no existirían ciertos adjetivos formados a partir de la creaciones literarias: guijotesco, kafkiano, orwliano, sádico, masoquista y muchos otros. Habría locos, víctimas de paranoias y delirios de persecución, y bípedos que gozarían recibiendo o infligiendo dolor, ciertamente. Pero no habríamos aprendido a ver detrás de esas conductas aspectos esenciales de la condición humana, algo que sólo el talento creativo de Cervantes, Kafka, Sade o Sacher-Masoch nos reveló. Cuando apareció el Quijote, los primeros lectores se mofaban de ese iluso extravagante. Ahora sabemos que todos los disparates que hace son una manera de protestar  contra las miserias de este mundo y de intentar cambiarlo. Las nociones misma de ideal y de idealismo no serían lo que son sin haberse encarnado en aquel personaje con la fuerza persuasiva que le dio Cervantes.

El adjetivo kafkiano viene a nuestra mente cada vez que nos sentimos amenazados, como individuos inermes, por esas maquinarias opresoras y destructivas que tanto dolor y abusos e injusticias han causado en el mundo moderno: los regímenes autoritarios, los partidos verticales, las iglesias intolerantes, las burocracias asfixiantes. Sin los cuentos y novelas de ese atomentado judío de Praga que vivió siempre al acecho, no hubiéramos sido capaces de entender con la lucidez que hoy es posible hacerlo el sentimiento de importencia del individuo aislado, o de las minorías discriminadas y perseguidas, ante los poderes que pueden pulverizarlos sin que los verdugos tengan siquiera que mostrar la cara.

El adjetivo orwelliano, primo hermano de kafkiano, alude a la angustia opresiva y a la sensación de absurdidad extrema que generan la dictaduras totalitarias del siglo veinte, las más refinadas, crueles y absolutas de la historia, en su control de los actos, las psicologías y hasta los sueños de los miembros de una sociedad. En Animal Farm y 1984 , George Orwell describió, con tintes pesadillescos, una humanidad sometida al control de Big Brother, amo absoluto que, mediante la eficiente combinación de terror y moderna tecnología, ha eliminado la libertad, la espontaneidad y la igualdad y convertido la sociedad en una colmena de autómatas.

Es verdad que la profecía siniestra de 1984 no se materializó y el comunismo tatalitario desapareció en la Unión Soviética y comenzó a deteriorarse luego en China y en esos anacronismos que son Cuba y Corea del Norte. Pero el vocablo orwelliano sigue vigente, como recordatorio de una experiencia político-social devastadora sufrida por la civilzación, y que los textos de Orwell nos ayudaron a entender.

De donde resulta que las invenciones de los grandes creadores literarios nos abren los ojos sobre aspectos desconocidos y secretos de la condición humana. A veces el semblante que se delinea en el espejo que las novelas nos ofrecen de nosotros mismos es el de un monstruo. Ocurre cuando leemos las horripilantes carnicerías sexuales fantaseadas por el divino marqués, o las tétricas dilaceraciones y sacrificios que pueblan los libros malditos de Sacher-Masoch. Y, sin embargo lo peor de esas páginas no es la sangre, la humillación y las torturas; es descubrir que esa violencia y desmesura no nos son ajenas, que esos monstruos ávidos de transgresión y exceso se agazapan en lo más íntimo de nuestro ser y que aguardan un ocasión propicia para imponer su ley.


Bárbaro, huérfano de sensibilidad y torpe de habla, ignorante y ventral, el mundo sin novelas de esa pesadilla tendría como su rasgo principal, el conformismo. También en ese sentido sería un mundo animal. Los isntintos básicos decidirián las rutinas cotidianas de una vida lastradas por la lucha por la supervivencia, el miedo a los desconocido, la satisfacción de las necesidades físicas, la monotonía aplastadora y el pesimismo, la sensación de que la vida es lo que tenía que ser y que nada ni nadie podrá cambiarlo.

Cuando uno imagina un mundo así, tiende a identificarlo de inmediato con lo primitivo y el taparrabos, con las pequeñas comunidades mágico-religiosas que viven al margen de la modernidad en América Latina, Oceanía y África.

La verdad es que el formidable desarrollo de los medios audiovisuales, que, de un lado, ha revolucionado las comunicaciones y, de otro, monopoliza cada vez más el tiempo que dedicamos al ocio y a la diversión, arrebatándoselo a la lectura, permite concebir, como posible escenario del futuro mediato, una sociedad modernísima, erizada de ordenadores, pantallas y parlantes y sin libros. Ese mundo cibernético, me temo, sería profundamente incivilizado, sin espíritu, una resignada humanidad de robots.

Desde luego, es más que improbable que esta perspectiva se llegue jamás a concretar. No hay un destino preestablecido que haya decidido por nosotros lo que vamos a ser. Depende de nuestra visión y voluntad que esta macabra utopía se realice o eclipse. Si queremos evitar que se realice, hay que actuar. Hay que leer buenos libros, e incitar a leer a los que vienen detrás.

Por Mario Vargas Llosa



Este es, condensado, el discurso que pronunció Vargas Llosa en febrero de 2000 en el Círculo de Bellas artes de Madrid, como parte del simposio “la educación y los valores”, que oarganizaron Fundación  Argentaria y el Ministerio de Educación, Cultura, de España.












No hay comentarios:

Publicar un comentario