Carlos Gamerro: El universo McDonald’s es tan ordenado que
destierra al azar
Autor del cuento Las hamburguesas del mal, sobre el icono de
comida chatarra, recorre el espacio que inspiró su ficción.
Acodado
en la mesita del McDonald’s, ensimismado en sus pensamientos, imaginó una
historia. Miró a su alrededor y vio un mundo. Harto de la depreciación
literaria del no lugar (shoppings, aeropuertos y McDonald’s), el escritor
Carlos Gamerro, autor de las novelas Las islas y La aventura de los bustos de
Eva, entendió que la casa de comidas rápidas era el antídoto perfecto contra el
costumbrismo. Quiso neutralizar esa manía tan argentina de buscarle a toda
historia su color local, ese tonito autóctono manifiesto en un bar, una casona
chorizo, un club de barrio. Esta vez sería distinto: como en un extenso poema
de corriente de la conciencia (hacer poesía de McDonald’s no suena mal, dirá el
autor) fue tomando forma Las hamburguesas del mal, un brillante cuento incluido
en El libro de los afectos raros (2005, Editorial Norma), algo así como la
primera ficción dedicada al fast food. La de Gamerro es una historia trágica
que se sitúa en la mesa junto a la isla de juegos, marcada por la amabilidad
insana del empleado del mes, por la adicción al Big Mac, el orden rutinario de
la comida ordenada en tres tamaños (“como la ropa y las personas”), en un
universo cerrado que sobreimprime intensidad e intimidad al lugar menos
pensado.
Siniestro –cree Gamerro, en consonancia con Freud– es lo que surge de lo
familiar cuando se desnaturaliza. Es eso que –como sucede en sus otros relatos recién
publicados– remite a lo raro, lo no tan común, lo que es escaso y valioso, o
poco frecuente y rechazado por la mayoría. Las hamburguesas... es un relato
particular sobre un hombre cualquiera abandonado en el local de Kroc (Ronald
McDonald en la versión norteamericana), allí donde la vida parece no
transcurrir, donde faltan almanaques y relojes y –sin embargo– se festejan
muchos cumpleaños, donde la sonrisa perpetua es más el testimonio de una
posesión endemoniada que un gesto de generosidad o confianza...; es sobre un
territorio que otros tantos desprecian, al que apenas el cineasta Morgan
Spurlock dedicó un documental más que crítico... ese lugar al que la alta
literatura no dedicaría más que la mueca del asco o la indiferencia. Ese lugar
mereció la atención de Gamerro, en cuyo hábitat situó a un hombre sufriente en
lo peor de un calvario personal, bajo esas luces dicroicas, en extraña e íntima
relación con el empleado del mes y con estrategias calculadas para no perder su
mesa de todos los días. Ese hombre reclama su trono bajo la estatua del payaso
Ronald McDonald, bajo la mirada preocupada del custodio. Como un cronista del
ámbito real en el que cientos pasan parte de sus días, fascinado con el
contexto de observación, Gamerro escribió: “Creen que están a salvo porque no
son capaces de imaginar una vida menos afortunada que ésta, el reverso oscuro y
revuelto de todo lo que aquí dentro está parcelado y ordenado, la gaseosa en
tres tamaños, chico, mediano, grande, como vienen la ropa y las personas, los
helados soft con volutas programadas, las ensaladas eternamente frescas en
sarcófagos de celuloide transparente. Pero puertas afuera, en la noche
indistinta, acecha una realidad intestinal y temible, dejada de la mano de
Kroc”. Se le pide, como parte de una crónica-performance para Página/12 (que
recibe de buen grado), que visite otra vez esa tierra de fantasías, el origen
de su relato fundador –de los únicos que existen en la Argentina , además de
unas referencias ligeras de César Aira al local de Pumper Nic– para mirar y
contar, más en el rol de un cronista que de un novelista, ahora que está de
moda pedir al escritor que visite lugares in situ en el año del
redescubrimiento de la crónica. “En Las hamburguesas del mal no se termina de
ver dónde está la corriente afectiva entre un adicto a McDonald’s y un empleado
del mes –dice Gamerro–. No se termina de saber si cuando lo echan se condena o
se salva. Es un tipo de narrador que comparte ciertas características con el de
otro cuento mío llamado Tarde perfecta con una loca: obsesivo, que vuelve
siempre sobre lo mismo, vinculado con la escritura como con un monólogo.”
¿Por qué se fijó Gamerro en el McDonald’s? ¿Y cómo fue que anticipó esa ciudad
maloliente de cartoneros y revolvedores de basura que hacen base en la puerta
de esos locales al caer la noche, allí entre la gigantografía del payaso y las
bolsas de polietileno negro? “Se mezclan horriblemente el pastelito de manzana
mordido con la ensalada mustia –escribió Gamerro–, se derraman las papa fritas
exangües en la boca abierta del vaso grande destapado, ensopándose de espesa
gaseosa negra...” El origen es muy sencillo: “Viene de una experiencia personal
muy concreta: es sobre un padre que pierde a su hija; y surge de una
experiencia personal mía: mi primer hijo se murió. Recuerdo haber ido a la
maternidad a hacer trámites con posterioridad a la muerte de mi hijo, salir de
ahí e ir a comer al McDonald’s y estar rodeado de otros niños con una sensación
rara, sabiendo que eso que me había pasado no podía entrar a esa otra
dimensión. Con una sensación de irrealidad que me hacía pensar en el infierno,
que eso mismo era el infierno”.
–Un universo de una extraña intensidad... todo lo contrario al concepto que le
atribuye ser un no lugar...
–Es ya un cliché pensarlo como un no lugar. Yo lo veo como una burbuja que te
pone afuera del espacio, fuera del tiempo. Y por eso me parece absurdo festejar
un cumpleaños en McDonald’s. Haber encontrado la poesía de McDonald’s tiene lo
suyo: siento que la pude poner en palabras. Desde el lado metafísico, es un
universo tan ordenado que destierra al azar...; allí nada puede pasar que se
salga de lo previsible. Uno sabe exactamente lo que va a suceder y, en cambio,
vas a un restaurante cualquiera y es lo imprevisible. Un ámbito así necesita su
revés siniestro.
–Usted anticipó en Las hamburguesas... la ciudad de los revolvedores de
basura...
–Incluso el relato es bastante anterior a todo esto que pasa, pero hay una
previsión. Ya en mi novela Las islas, un personaje hace una comparación entre
los McDonald’s y los Pumper. El Pumper era una especie de atmósfera zen, muy
silenciosa, muy tranquila, como contracara de una época de McDonald’s en la que
sintetizaba lo nuevo, lo hiperactivo, lo sacado. En Pumper la voz del tipo
decía pausadamente frenys... Coca..., allí todo era muy lento....
Los escritores no cuentan historias de McDonald’s. ¿Qué es lo que no les
interesa? Tal vez esa compulsión a la repetición (un mismo orden, el uniforme,
los sabores que se reiteran invariables en Argentina y en el mundo). O será por
la falta de matices en la ropa y en los locales, esa unidimensionalidad que
equipara olores e imágenes hasta hacerlos monolíticos, dictatoriales.... Podría
pensarse que todo eso junto direcciona la mirada y la prosa hacia un único
lugar que no requiere de una subjetividad y se siente a salvo de cualquier
aporte del escriba. Carlos Gamerro cree todo lo contrario. “Un espacio como
McDonald’s –contrapone– es un excelente antídoto contra el costumbrismo, en
reemplazo del bar barrial. Es una alternativa a seguir buscando lo propio de
manera reductiva. Es tan claro que cualquier intento de representación de la
realidad, o de la actualidad, se limita a unas pocas imágenes. Todos los
lugares internacionalizados, globalizados, son fundamentales para no caer en
algo de reaccionario-nostálgico de ir a buscar siempre lo propio-típico, la
cuota de color local. Y existen pequeñas diferencias. Como se dice en Pulp
Fiction, de Quentin Tarantino: en Francia al cuarto de libra le dicen Royal con
queso.”
Supone Carlos Gamerro que hay una nueva camada de escritores que podría empezar
a fijarse en espacios como el de McDonald’s, el que ahora visita para posar
acodado como el personaje de su cuento, el que lo inspira a semiabrazarse al
muñeco del payaso. En cualquier caso, le gusta pensarse a sí mismo en su
condición de pionero. “Ya en Las islas –dice– laburaba sobre nuevos espacios:
inventaba un nuevo edificio de la
SIDE en los sótanos de un shopping en el cruce imposible de
Córdoba y Paraguay; hablaba del tránsito del proceso al menemismo. Era el mismo
edificio pero invertido: sobre la tierra y por debajo, como metáfora espacial
sobre el terror de Estado y la economía como su reflejo invertido.” Le atrae,
también, entenderse como un cronista que necesita de la investigación y el
trabajo de campo para formar su trama, uno que recorre las caras extasiadas de
los niños, esa ligera decepción en el momento de la mordida como en el código
de las películas porno donde la concreción defrauda..., todo eso vio, y vuelve
a ver este día..., todo eso se lee también en su cuento sobre una adicción a un
lugar. “Yo siempre encaro algún tipo de investigación: he ido mucho a
McDonald’s... La sensación es de cierto interés por cómo lograron meterse en la
cabeza de los chicos para darles ciertas cosas que ellos quieren, más allá del
juguetito –explica–,... cómo ofrecen lo previsible, lo rutinario, al mismo
tiempo horrible y fascinante. Imagino una novela, pero sería todo un desafío
donde habría que incorporar a todos los niveles de los que trabajan ahí, en ese
ambiente alegre, festivo, pero en el anonimato más absoluto.”
Mientras recorre los pasillos mínimos entre las mesas empotradas, cuando se
codea con un pedigüeño inmediatamente expulsado por el guardia –incluidas la
palmada y la sonrisa–, Carlos Gamerro dice que es posible pensar esta red de
relaciones y sabores sólo en términos de oposición. Será entre un adentro
previsible, seriado, y un afuera amenazante que desordena y desmoraliza. Será,
también, acorde con la lógica desaforada y compulsiva del porno, contraria a
las leyes del erotismo de tipo sensual. “El amor y el deseo van por carriles
distintos –dice el escritor excursionista–. Son dos fuerzas que tienen lógicas
y reglas distintas y que no tienen por qué ir siempre juntas. El anhelo de esta
comida es como la necesidad de un adicto. El momento de la sensualidad por la
comida es cuando entra en la boca y en McDonald’s ese minuto es el de la
decepción máxima, cuando uno piensa cómo pudo anhelar eso. El instante en que se
satisface el deseo es el de la máxima decepción y, sin embargo, vuelve a
generar deseo. Es la lógica de la compulsión a la repetición, como en una
película porno.”
Publicado en Página12, el 21 de
diciembre de 2005
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