
I
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Escribiré al fin lo que me ha pasado? ¿Podré? ¿Seré
capaz? ¡Es tan extraño, tan inexplicable, tan incomprensible!
Si no estuviera seguro de lo que he visto, seguro de que en mis
razonamientos no ha habido ningún desmayo, ningún error en mis comprobaciones,
ningún hiato en la inflexible serie de mis observaciones, me creería un simple alucinado, juguete de una extraña visión. Al fin de todo, ¿quién sabe?
Estoy ahora en un sanatorio; pero he ingresado voluntariamente, por prudencia, por miedo. Una sola persona conoce mi historia. El médico de aquí. Voy a escribirla. ¿Por qué? Para librarme de ella, porque la siento como una intolerable
pesadilla.
He sido siempre un solitario, un soñador, una especie de filósofo aislado,
benévolo, satisfecho con poco, sin amargura para los hombres, sin rencor para
el cielo.
He vivido solo, continuamente, a causa de la incomodidad que la presencia de otros me inspira. ¿Cómo explicarlo? No sé. No rehúyo la sociedad, el diálogo, las cenas con los amigos, pero al rato de estar
con ellos, hasta con los más familiares, me cansan, me fatigan, me irritan, y
siento un deseo creciente de que se vayan o de irme, de estar solo. Este deseo
es una irresistible necesidad. Si durara la presencia de las personas con
quienes estoy, si me obligaran, no ya a escuchar sino simplemente a seguir oyendo sus conversaciones, me sobrevendría, sin duda alguna, un
accidente.
Me agrada de tal modo la soledad, que ni siquiera puedo soportar que otros
duerman bajo mi techo; no puedo vivir en París, porque allí agonizaría indefinidamente. Muero moralmente y me martiriza también el cuerpo y los nervios esa
inmensa muchedumbre que pulula, que vive a mi alrededor, hasta cuando duerme.
Ah, el sueño de los otros me es todavía más penoso que su palabra. Y nunca
puedo descansar cuando presiento, cuando siento, del otro lado de una pared, existencias interrumpidas por esos regulares eclipses de la razón.
Algunos están capacitados para vivir hacia afuera, otros para vivir hacia
adentro; en cuanto a mí, pronto se me agota la atención exterior, y cuando
alcanza a su límite, siento en todo el cuerpo y en toda la inteligencia un
malestar intolerable.
De ahí mi afecto por los objetos inanimados que tienen, para mí, la
importancia de seres, y la transformación de mi casa en un pequeño mundo que yo habitaba solitaria y activamente,
rodeado de cosas, de muebles, de adornos familiares, amables para mí como
rostros. La había llenado poco a poco y me sentía satisfecho, contento como entre los brazos de una mujer cuya caricia habitual es una serena y
dulce necesidad.
Había hecho construir esa casa en un bello jardín que la alejaba de los
caminos y en las afueras de una ciudad, capaz de ofrecerme la compañía que a
veces necesitaba.
Los sirvientes dormían en un edificio alejado, atrás de la huerta. El
oscuro amparo de las noches, en el silencio de mi casa perdida, escondida,
ahogada bajo las hojas de los grandes árboles, me era tan grato y apacible, que
yo solía acostarme muy tarde, para prolongar ese goce.
Aquel día, habían representado Sigurd en el teatro de la ciudad. Era la
primera vez que oía ese hermoso drama musical y fantástico, y me había agradado
intensamente. Volvía a pie, la cabeza llena de frases sonoras y la vista
poblada de bellas imágenes. Era una noche muy oscura: me costaba distinguir el
camino, y estuve a punto de caer en la zanja. Desde las barreras hasta casa
hay, más o menos, un kilómetro, tal vez un poco más, unos veinte minutos de
marcha, lenta. Era la una de la mañana, la una o la una y media; el cielo se
aclaró un poco y apareció la luna creciente.
Divisé a lo lejos el oscuro bulto de mi jardín y no sé por qué la idea de
entrar ahí me produjo un extraño malestar. Caminé más despacio. La noche era
suave. El grupo de árboles parecía una tumba donde estuviera sepultada mi casa.
Abrí el portón y entré a la larga avenida de sicómoros que se dirigía a la
casa, arqueada como un túnel, atravesando céspedes oscuros, manchados
pálidamente de flores. Cerca de la casa sentí una extraña inquietud. Me detuve.
No se oía nada. El aire estaba inmóvil entre las hojas. ¿Qué me ocurre? Hace
años que vivo aquí, sin que me toque la menor inquietud. No tenía miedo, nunca
tuve miedo, de noche. La presencia de un vagabundo, de un ladrón, me hubiera enardecido y lo hubiera enfrentado sin vacilar. Por lo demás, estaba armado. Tenía mi
revólver. No lo saqué; quería resistir a ese miedo que surgía en mí.
¿Qué era? ¿Un presentimiento? ¿El misterioso presentimiento que se apodera de los hombres que están por ver lo inexplicable? A medida
que avanzaba sentía un estremecimiento y cuando estuve frente al muro, a las persianas cerradas de mi casa, sentí
que tendría que esperar unos minutos antes de abrir la puerta y de entrar.
Entonces, me senté en un banco debajo de las ventanas de la sala. Me quedé, un
poco trémulo, la cabeza apoyada contra la pared, los ojos fijos en la sombra
del follaje. Durante esos primeros momentos no observé nada insólito a mi alrededor. Me zumbaban los oídos; pero no era el habitual zumbido de
las arterias: era un ruido muy particular, muy confuso, que debía de provenir
del interior de la casa. A través de la pared distinguí ese ruido, más bien una
inquietud que un ruido, un vago desplazarse de muchas cosas, como si
arrastraran suavemente todos mis muebles. Dudé un rato de la fidelidad de mi oído; pero
acercándome a una ventana llegué a la certidumbre de que algo incomprensible y
anormal ocurría en casa. No tenía miedo, pero estaba —¿cómo expresarlo?— despavorido de
asombro. No amartillé el revólver. Presentí que era inútil. Esperé. Esperé largamente. No podía resolverme a nada. Ansioso, con el ánimo lúcido, esperé, oyendo
siempre el ruido que aumentaba con una intensidad violenta, que parecía transformarse en un sordo trueno de impaciencia, de ira, de misterioso motín. Luego,
bruscamente avergonzado de mi cobardía; hice girar dos veces la llave en la
cerradura y entré. Sonó el portazo como una detonación; toda mi casa respondió
con un formidable tumulto. Fue tan súbito, tan terrible, tan ensordecedor, que retrocedí algunos pasos. Aun
sintiéndolo inútil, saqué el revólver. Volví a esperar. Ah, muy poco. Percibí
un ruido de extraordinarias pisadas en los peldaños de la escalera, en la madera, en las alfombras,
pisadas, no de zapatos, no humanas, sino de muletas, muletas de madera, muletas
de hierro, que vibraban como címbalos. Vi de golpe, en el umbral de la puerta,
un sillón, mi gran sillón de lectura, que salía contoneándose. Se fue por el
jardín. Otros lo seguían, los de la sala,
luego los bajos divanes, deslizándose como cocodrilos, luego todas las sillas,
con saltos de cabras, y los taburetes trotando como conejos.
¡Qué emoción! Tuve que hacerme a un lado ante ese brusco desfile de
muebles. Todos iban saliendo, unos tras otros, con rapidez o lentitud, según el
tamaño o el peso. Mi piano, mi gran piano de cola, pasó como un caballo
desbocado, con un rumor de música en el flanco. Los objetos menudos se
deslizaban sobre la granza como hormigas; los cepillos, la cristalería, las
copas, donde la luz de la luna encendía fosforescencias de luciérnaga, los
géneros, se arrastraban, se desplegaban como pulpos marinos. Vi mi escritorio,
una curiosa pieza del siglo XVIII, que contenía todas las cartas que he
recibido, toda la historia de mi corazón, la vieja historia que me ha hecho
sufrir tanto. También guardaba fotografías.
Súbitamente perdí el miedo. Me arrojé sobre el escritorio. Lo agarré como se agarra a un ladrón, a una mujer que huye. Pero era
incontenible su ímpetu. A pesar de mis esfuerzos y de mi enojo, no pude detener
su fuga; me derribó. Luego me arrastró por la granza; los otros muebles me pisaron, me magullaron; me arrollaron como una carga
de caballería a un jinete caído.
Loco de espanto, pude alcanzar los bordes del camino y guarecerme entre los
árboles. Vi desaparecer los objetos mínimos, los más modestos, los más
ignorados. Luego escuché a lo lejos, en mi casa, que ahora tenía una sonoridad
de objeto vacío, un ensordecedor estampido de puertas que se cerraban. Las oí
golpearse, de arriba abajo, hasta la última, la que yo mismo —insensato— había
abierto para facilitar esta fuga.
Volví corriendo a la ciudad. En las calles, recuperé mi sangre fría. Fui a
un hotel conocido. Dije que había perdido las llaves de la quinta y que
avisaran a la gente de casa que yo estaba ahí.
Pasé la noche en vela. A las siete llegó mi mucamo. Aterrado, me anunció
que había sucedido una gran desgracia.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté.
—Han robado todos los muebles del señor. Todo, todo, hasta los más pequeños
objetos.
Esta noticia me alegró, quién sabe por qué. Me sentía seguro de mí mismo,
capaz de disimular, de no revelar a nadie lo que había visto, de esconderlo, de
enterrarlo en mi conciencia como un horrible secreto. Contesté:
—Entonces, serán los mismos que me robaron las llaves. Hay que avisar
inmediatamente a la policía. —Esperamos, luego salimos juntos. La pesquisa duró cinco meses. No se descubrió nada.
Ni el más pequeño objeto. Ni el más leve rastro de ladrones. Si hubiera dicho
mi secreto... si lo hubiera dicho... me habrían encerrado, no a los ladrones, a
mí, al hombre que había visto semejante cosa.
Supe callar. Pero no amueblé mi casa; era inútil; hubiera recomenzado;
siempre. No quise volver a casa; no volví, no quise verla.
Fui a París, a un hotel. Consulté médicos, sobre mi estado nervioso. Me
aconsejaron viajar. Seguí el consejo.
II
Empecé por una excursión a Italia. El sol me hizo bien. Durante seis meses,
erré de Génova a Venecia, de Venecia a Florencia, de Florencia a Roma, de Roma
a Nápoles. Luego recorrí la Sicilia, tierra admirable por su naturaleza y por
sus monumentos, reliquias de los griegos y de los normandos. Pasé al África,
atravesé pacíficamente ese gran desierto amarillo y tranquilo, donde erran
camellos, gacelas y árabes vagabundos, ese desierto cuyo aire transparente y
ligero ignora de noche y de día las obsesiones.
Regresé a Francia por Marsella, y pasé a la alegría provenzal, me
entristeció la disminuida claridad del cielo. Sentí, de vuelta al continente,
la impresión de un enfermo que se cree
curado y a quien un dolor sordo anuncia que persiste el foco de su mal.
Luego volví a París. Al cabo de un mes, me aburría. Era otoño y quise
emprender, antes del invierno, una excursión a través de Normandía, que me era desconocida.
Empecé, naturalmente, por Rouen y durante ocho días erré distraído,
encantado, entusiasmado, en esa ciudad medieval, en ese sorprendente museo de
monumentos góticos. Una tarde, a eso de las cuatro, al bajar por una calle
inverosímil, donde corre un arroyo negro como tinta, llamado Eau de Robec, mi
atención, absorta por la fisonomía extraña y antigua de las casas, se detuvo en
una serie de tiendas de antigüedades que se seguían de puerta en puerta.
En el fondo de los negros comercios se amontonaban los arcones esculpidos,
las porcelanas de Rouen, de Nevers, de Moustiers, las estatuas pintadas, los
cristos, las vírgenes, los santos, los adornos de iglesia, las casullas, las
capas pluviales, hasta vasos sagrados y un viejo tabernáculo de madera dorada, del que se había ido el Señor.
Mi ternura de coleccionista se despertó en esa ciudad de anticuario. Iba de
tienda en tienda, atravesando los puentes de tablas, sobre la fétida corriente
del Eau de Robec.
Uno de mis más hermosos armarios estaba al borde de una arcada abarrotada
de objetos y que parecía la entrada de un cementerio de muebles antiguos. Me
acerqué temblando, temblando de tal modo que no me atreví a tocarlo. Estiré la mano, vacilé.
Era en verdad el mío: El armario Luis XIII, reconocible por todo aquel que lo
hubiera visto una vez. Mirando un poco más lejos, hacia las más sombrías
honduras de esa galería, divisé tres de mis sillones cubiertos de tapicerías
neerlandesas. Luego, aun más lejos, mis dos mesas Enrique II, tan raras que de
París venían a verlas. Avancé, paralítico de emoción, pero avancé, porque soy
valiente, avancé tomo un caballero de las épocas tenebrosas penetrando en un antro de sortilegios. Encontré,
uno a uno, todo lo que me había pertenecido: mis arañas, mis libros, mis
cuadros, mis telas, mis armas, todo, salvo el escritorio lleno de cartas.
Seguí, bajando a galerías oscuras, para subir después a los pisos
superiores. Estaba solo. Llamé, no me contestaron. Estaba solo; no había nadie, en esa casa vasta y tortuosa como un
laberinto.
Vino la noche y tuve que sentarme, en la oscuridad, en una de mis sillas,
porque no quería irme. De tiempo en tiempo, golpeaba inútilmente las manos.
Habría pasado una hora, cuando oí pasos, pasos ligeros, lentos, no sé dónde. Estuve por huir; pero, decidiéndome, volví a llamar y vi una luz en la pieza vecina.
—¿Quién está ahí? —dijo una voz.
Respondí:
—Un comprador.
Me contestaron:
—Es tarde para meterse en las tiendas.
Insistí:
—Hace una hora que espero.
—Puede volver mañana.
—Mañana no estaré en Rouen.
No me atreví a avanzar y él no se acercaba.
Veía siempre la luz de su lámpara iluminando un tapiz en el que dos ángeles
volaban sobre los muertos en un campo de batalla. Ese tapiz también era mío.
Dije:
—Y bien, ¿usted no viene?
Respondió:
—Lo espero.
Me levanté y fui hacia él.
En medio de una enorme pieza había un hombrecito muy pequeño y muy gordo,
gordo y aborrecible.
Tenía una barba rala, despareja y amarillenta. No tenía un pelo en la
cabeza. La cara era arrugada e hinchada, los ojos
imperceptibles.
Discutí el precio de tres sillas que me pertenecían; las pagué
inmediatamente: una suma cuantiosa. Le di el número de mi pieza en el hotel. Me
las entregarían a las nueve del día siguiente. El hombre me acompañó hasta la
puerta con mucha gentileza.
Luego, en la Comisaría Central, referí al comisario el robo de los muebles
y mi descubrimiento reciente.
Por telégrafo pidió informes al tribunal que había fallado en el asunto del
robo y me pidió que aguardara la respuesta. Una hora después, llegó la
contestación, del todo satisfactoria para mí.
—Haré arrestar a ese hombre. Lo interrogaré en seguida —me dijo—. Quizá malicie algo y haga desaparecer algún objeto de su propiedad. Lo espero dentro de un par de horas, después
de la cena. El hombre estará aquí; en su presencia, lo someteré a un nuevo interrogatorio.
—Perfectamente, señor. Le agradezco mucho.
Fui a cenar al hotel; comí mejor de lo que hubiera creído; a pesar de todo,
estaba bastante contento; el culpable estaba en
nuestro poder. A la hora convenida me encontré con el comisario.
—No dieron con el hombre. Mis agentes lo han buscado en vano.
—¡Ah!
Me sentía desfallecer.
—Pero, ¿dieron ustedes con la casa?
—Por supuesto. La tendremos bajo vigilancia, hasta que vuelva. El hombre ha desaparecido.
—¿Ha desaparecido?
—Suele pasar las noches en casa de una vecina. Mueblera, también. Una
bruja, la vieja Bidoin. No lo vio esta noche; no puede darnos ningún dato. Hay que esperar hasta mañana.
Me fui. Las calles de Rouen me parecieron siniestras, inquietantes,
embrujadas.
Dormí mal, con pesadillas antes de cada despertar.
Al día siguiente, no quise parecer ni inquieto ni apresurado. Esperé hasta las diez para ir a la comisaría.
El hombre no había aparecido. La tienda estaba cerrada.
El comisario me dijo:
—Hice todas las diligencias necesarias. El tribunal está enterado; iremos
juntos a esa tienda. Usted me indicará lo que es suyo.
Un cupé nos llevó. Un cerrajero y los agentes abrieron la puerta. Al
entrar, no vi ni el armario, ni los sillones, ni las mesas, ni nada de cuanto
había amueblado mi casa.
El comisario, atónito, me miraba con desconfianza.
—Dios mío —le dije—, la desaparición de los muebles coincide extrañamente
con la del mueblero.
Sonrió:
—Es verdad. Usted hizo mal en comprar y en pagar ayer muebles suyos.
—Eso le dio la alarma.
Proseguí:
—Lo inexplicable es que el lugar que ayer ocupaban mis muebles, ahora está
ocupado por otros.
—Tuvo cómplices y la noche entera. Esta casa debe comunicar con la de los
vecinos. No tema, señor: tomaré con empeño el asunto. No tardará en caer el malhechor,
ya que vigilamos la madriguera.
Permanecí en Rouen quince días. El
hombre no volvió.
El decimosexto día, a la mañana, recibí de mi jardinero, esta asombrosa
carta:
"Señor, tengo el honor de informar al señor que anoche ha sucedido
algo qué nadie entiende, ni siquiera la policía. Todos los muebles están de
vuelta, sin que falte uno, todos, hasta el objeto más diminuto. La casa está
ahora como estaba la víspera del robo. Es para volverse loco. Eso sucedió en la
noche del viernes al sábado. Los caminos están deshechos, como si hubieran
arrastrado todo, del portón a la casa. Así estaba el día de la desaparición.
"Esperamos al señor, de quien soy el humilde servidor.
RAUDIN, Felipe."
Mostré la carta al comisario de Rouen.
—Es una restitución habilísima —dijo—. No hagamos nada. Atraparemos al
hombre uno de estos días.
III
Pero no lo atraparon. Nunca lo atraparán. Y ahora lo temo, como si fuera un
animal feroz, que me persiguiera.
Aunque lo esperen en su casa, no lo encontrarán. Yo sólo puedo encontrarlo.
Y no quiero.
Y si vuelve, si vuelve a su tienda, ¿quién probará que mis muebles estaban
ahí? Sólo hay mi testimonio, y me doy cuenta que empiezan a no creerme.
Así, la vida era intolerable. No podía guardar el secreto de lo que había
visto. No podía seguir viviendo como todos, bajo el temor de que tales cosas se
repitieran.
Vine a ver al médico que dirige este sanatorio y le referí todo. Después de
un largo interrogatorio me dijo:
—¿Consentiría usted, señor, en permanecer algún tiempo aquí?
—Encantado, señor.
—¿Usted dispone de medios?
—Sí, señor.
—¿Quiere usted un pabellón aislado?
—Sí, señor.
—¿Desea usted recibir amigos?
—No, señor, a nadie.
El hombre de Rouen puede atreverse, por venganza a perseguirme aquí...
IV
Hace tres meses que estoy solo. Estoy más o menos tranquilo. Sólo tengo un
temor. Si el hombre de Rouen se enloqueciera, si lo trajeran aquí...
No hay seguridad, ni en las cárceles.
GUY DE MAUPASSANT: L'Inutile Beauté (1899).
Borges, Jorge Luis; Bioy Casares, Adolfo; Ocampo Silvina, Antología de la
Literatura fantástica, Editorial Sudamericana, 1965
GUY DE MAUPASSANT, cuentista francés, nacido en el castillo de Miromesnil,
en 1850, muerto en Auteuil, en 1893. Ha escrito varias novelas y doscientos
quince cuentos. Entre sus libros, citaremos: La Maison Tellier (1881); Les
Saeurs Rondoli (1884); Bel Ami (1885); Contes du Jour et de la Nuit (1885);
Monsieur Parent (1888); Le Horla (1887); La Main Gauche (1889); Notre Coeur
(1890); Le Lit (1895). Todos han sido traducidos.
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