domingo, 8 de julio de 2012

Una penitenciaría diferente - 02


EN LA COLONIA PENITENCIARIA 
-Fragmento 2

Era una construcción elevada. La Cama y el Diseñador tenían igual tamaño, y parecían dos oscuros cajones de madera. El Diseñador se elevaba unos dos metros sobre la Cama; los dos estaban unidos entre sí, en los ángulos, por cuatro barras de bronce, que casi resplandecían al sol. Entre los cajones, oscilaba sobre una cinta de acero la Rastra.
El oficial no había advertido la anterior indiferencia del explorador, pero sí notó su interés naciente; por lo tanto interrumpió las explicaciones para que su interlocutor pudiera dedicarse sin inconvenientes al examen de los dispositivos.
El condenado imitó al explorador; como no podía cubrirse los ojos con la mano, miraba hacia arriba, parpadeando.
–Entonces, aquí se coloca al hombre –dijo el explorador, echándose hacia atrás en su silla, y cruzando las piernas.
–Sí –dijo el oficial, corriéndose la gorra un poco hacia atrás, y pasándose la mano por el rostro acalorado–, y ahora escuche. Tanto la Cama como el Diseñador tienen baterías eléctricas propias; la Cama la requiere para sí, el Diseñador para la Rastra. En cuanto el hombre está bien asegurado con las correas, la Cama es puesta en movimiento. Oscila con vibraciones diminutas y muy rápidas, tanto lateralmente como verticalmente. Usted habrá visto aparatos similares en los hospitales; pero en nuestra Cama todos los movimientos están exactamente calculados; en efecto, deben estar minuciosamente sincronizados con los movimientos de la Rastra. Sin embargo, la verdadera ejecución de la sentencia corresponde a la Rastra.
–¿Cómo es la sentencia? –preguntó el explorador.
–¿Tampoco sabe eso? –dijo el oficial, asombrado, y se mordió los labios–. Perdóneme si mis explicaciones son tal vez un poco desordenadas: le ruego realmente que me disculpe. En otros tiempos, correspondía en realidad al comandante dar las explicaciones, pero el nuevo comandante rehúye ese honroso deber; de todos modos, el hecho de que a una visita de semejante importancia –y aquí el explorador trató de restar importancia al elogio, con un ademán de las manos, pero el oficial insistió–, a una visita de semejante importancia ni siquiera se la ponga en conocimiento del carácter de nuestras sentencias, constituye también una insólita novedad, que... –Y con una maldición al borde de los labios se contuvo y prosiguió–...Yo no sabía nada, la culpa no es mía. De todos modos, yo soy la persona más capacitada para explicar nuestros procedimientos, ya que tengo en mi poder –y se palmeó el bolsillo superior– los respectivos diseños preparados por la propia mano de nuestro antiguo comandante.
–¿Los diseños del comandante mismo? –preguntó el explorador–. ¿Reunía entonces todas las cualidades? ¿Era soldado, juez, constructor, químico y dibujante?
–Efectivamente –dijo el oficial, asintiendo con una mirada impenetrable y lejana.
Luego se examinó las manos; no le parecían suficientemente limpias para tocar los diseños; por lo tanto, se dirigió hacia el balde, y se las lavó nuevamente. Luego sacó un pequeño portafolio de cuero, y dijo:
–Nuestra sentencia no es aparentemente severa. Consiste en escribir sobre el cuerpo del condenado, mediante la Rastra, la disposición que él mismo ha violado. Por ejemplo, las palabras inscritas sobre el cuerpo de este condenado –y el oficial señaló al individuo– serán:

HONRA A TUS SUPERIORES.

El explorador miró rápidamente al hombre; en el momento en que el oficial lo señalaba, estaba cabizbajo y parecía prestar toda la atención de que sus oídos eran capaces, para tratar de entender algo. Pero los movimientos de sus labios gruesos y apretados demostraban evidentemente que no entendía nada. El explorador hubiera querido formular diversas preguntas, pero al ver al individuo sólo inquirió:
–¿Conoce él su sentencia?
–No –dijo el oficial, tratando de proseguir inmediatamente con sus explicaciones, pero el explorador lo interrumpió.
–¿No conoce su sentencia?
–No –replicó el oficial, callando un instante como para permitir que el explorador ampliara su pregunta–. Sería inútil anunciársela. Ya la sabrá en carne propia.
El explorador no quería preguntar más; pero sentía la mirada del condenado fija en él, como inquiriéndole si aprobaba el procedimiento descrito. En consecuencia, aunque se había repantigado en la silla, volvió a inclinarse hacia adelante y siguió preguntando:
–Pero por lo menos ¿sabe que ha sido condenado?
–Tampoco –dijo el oficial, sonriendo como si esperara que le hiciera otra pregunta extraordinaria.
–¿No? –dijo el explorador, y se pasó la mano por la frente–, entonces ¿el individuo tampoco sabe cómo fue conducida su defensa?
–No se le dio ninguna oportunidad de defenderse –dijo el oficial, y volvió la mirada, como hablando consigo mismo, para evitar al explorador la vergüenza de oír una explicación de cosas tan evidentes.
–Pero debe de haber tenido alguna oportunidad de defenderse –insistió el explorador, y se levantó de su asiento.
El oficial comprendió que corría el peligro de ver demorada indefinidamente la descripción del aparato; por lo tanto, se acercó al explorador, lo tomó por el brazo, y señaló con la mano al condenado, que al ver tan evidentemente que toda la atención se dirigía hacia él, se puso en posición de firme, mientras el soldado daba un tirón a la cadena.
–Le explicaré cómo se desarrolla el proceso –dijo el oficial–. Yo he sido designado juez de la colonia penitenciaria. A pesar de mi juventud. Porque yo era el consejero del antiguo comandante en todas las cuestiones penales, y además conozco el aparato mejor que nadie. Mi principio fundamental es éste: la culpa es siempre indudable. Tal vez otros juzgados no siguen este principio fundamental, pero son multipersonales, y además dependen de otras cámaras superiores. Este no es nuestro caso, o por lo menos no lo era en la época de nuestro antiguo comandante. El nuevo ha demostrado, sin embargo, cierto deseo de inmiscuirse en mis juicios, pero hasta ahora he logrado mantenerlo a cierta distancia, y espero seguir lográndolo. Usted desea que le explique este caso particular; es muy simple, como todos los demás. Un capitán presentó esta mañana la acusación de que este individuo, que ha sido designado criado suyo, y que duerme frente a su puerta, se había dormido durante la guardia. En efecto, tiene la obligación de levantarse al sonar cada hora, y hacer la venia ante la puerta del capitán. Como se ve, no es una obligación excesiva, y sí muy necesaria, porque así se mantiene alerta en sus funciones, tanto de centinela como de criado. Anoche el capitán quiso comprobar si su criado cumplía con su deber. Abrió la puerta –exactamente a las dos, y lo encontró dormido en el suelo. Cogió la fusta, y le cruzó la cara. En vez de levantarse y suplicar perdón, el individuo aferró a su superior por las piernas, lo sacudió y exclamó: "Arroja ese látigo, o te como vivo". Estas son las pruebas. El capitán vino a verme hace una hora, tomé nota de su declaración y dicté inmediatamente la sentencia. Luego hice encadenar al culpable.
Todo esto fue muy simple. Si primeramente lo hubiera hecho llamar, y lo hubiera interrogado, sólo habrían surgido confusiones. Habría mentido, y si yo hubiera querido desmentirlo, habría reforzado sus mentiras con nuevas mentiras, y así sucesivamente. En cambio, así lo tengo en mi poder, y no se escapará. ¿Está todo aclarado? Pero el tiempo pasa, ya debería comenzar la ejecución, y todavía no terminé de explicarle el aparato.
Obligó al explorador a que se sentara nuevamente, se acercó otra vez al aparato, y comenzó:
–Como usted ve, la forma de la Rastra corresponde a la forma del cuerpo humano; aquí está la parte del torso, aquí están las rastras para las piernas. Para la cabeza, sólo hay esta agujita. ¿Le resulta claro?
Se inclinó amistosamente ante el explorador, dispuesto a dar las más amplias explicaciones.
El explorador, con el ceño fruncido, consideró la Rastra. La descripción de los procedimientos judiciales no lo había satisfecho. Constantemente debía hacer un esfuerzo para no olvidar que se trataba de una colonia penitenciaria, que requería medidas extraordinarias de seguridad, y donde la disciplina debía ser exagerada hasta el extremo. Pero por otra parte fundaba ciertas esperanzas en el nuevo comandante, que evidentemente proyectaba introducir, aunque poco a poco, un nuevo sistema de procedimientos; procedimientos que la estrecha mentalidad de este oficial no podía comprender. Estos pensamientos le hicieron preguntar:
–¿El comandante asistirá a la ejecución?
–No es seguro –dijo el oficial, dolorosamente impresionado por una pregunta tan directa, mientras su expresión amistosa se desvanecía–. Por eso mismo debemos darnos prisa. En consecuencia, aunque lo siento muchísimo, me veré obligado a simplificar mis explicaciones. Pero mañana, cuando hayan limpiado nuevamente el aparato (su única falla consiste en que se ensucia mucho), podré seguir explayándome con más detalles. Reduzcámonos entonces por ahora a lo más indispensable. Una vez que el hombre está acostado en la Cama, y ésta comienza a vibrar, la Rastra desciende sobre su cuerpo. Se regula automáticamente, de modo que apenas roza el cuerpo con la punta de las agujas; en cuanto se establece el contacto, la cinta de acero se convierte inmediatamente en una barra rígida. Y entonces empieza la función. Una persona que no esté al tanto, no advierte ninguna diferencia entre un castigo y otro. La Rastra parece trabajar uniformemente. Al vibrar, rasga con la punta de las agujas la superficie del cuerpo, estremecido a su vez por la Cama. Para permitir la observación del desarrollo de la sentencia, la Rastra ha sido construida de vidrio. La fijación de las agujas en el vidrio originó algunas dificultades técnicas, pero después de diversos experimentos solucionamos el problema. Le diré que no hemos escatimado esfuerzos. Y ahora cualquiera puede observar, a través del vidrio, cómo va tomando forma la inscripción sobre el cuerpo. ¿No quiere acercarse a ver las agujas?
El explorador se levantó lentamente, se acercó, y se inclinó sobre la Rastra.
–Como usted ve –dijo el oficial–, hay dos clases de agujas, dispuestas de diferente modo. Cada aguja larga va acompañada por una más corta. La larga se reduce a escribir, y la corta arroja agua, para lavar la sangre y mantener legible la inscripción. La mezcla de agua y sangre corre luego por pequeños canalículos, y finalmente desemboca en este canal principal, para verterse en el hoyo, a través de un caño de desagüe.
El oficial mostraba con el dedo el camino exacto que seguía la mezcla de agua y sangre. Mientras él, para hacer lo más gráfica posible la imagen, formaba un cuenco con ambas manos en la desembocadura del caño de salida, el explorador alzó la cabeza y trató de volver a su asiento, tanteando detrás de sí con la mano. Vio entonces con horror que también el condenado había obedecido la invitación del oficial para ver más de cerca la disposición de la Rastra. Con la cadena había arrastrado un poco al soldado adormecido, y ahora se inclinaba sobre el vidrio.
Se veía cómo su mirada insegura trataba de percibir lo que los dos señores acababan de observar, y cómo, faltándole la explicación, no comprendía nada. Se agachaba aquí y allá. Sin cesar, su mirada recorría el vidrio. El explorador trató de alejarlo, porque lo que hacía era probablemente punible. Pero el oficial lo retuvo con una mano, con la otra cogió del parapeto un terrón, y lo arrojó al soldado. Este se sobresaltó, abrió los ojos, comprobó el atrevimiento del hombre, dejó caer el rifle, hundió los talones en el suelo, arrastró de un tirón al condenado, que inmediatamente cayó al suelo, y luego se quedó mirando cómo se debatía y hacía sonar las cadenas.
–¡Póngalo de pie! –gritó el oficial, porque advirtió que el condenado distraía demasiado al explorador. En efecto, éste se había inclinado sobre la Rastra, sin preocuparse mayormente por su funcionamiento, y sólo quería saber qué ocurría con el condenado.
–¡Trátelo con cuidado! –volvió a gritar el oficial. Luego corrió en torno del aparato, cogió personalmente al condenado bajo las axilas, y aunque éste se resbalaba constantemente, con la ayuda del soldado lo puso de pie.
–Ya estoy al tanto de todo –dijo el explorador, cuando el oficial volvió a su lado.
–Menos de lo más importante –dijo éste, tomándolo por un brazo y señalando hacia lo alto–. Allá arriba, en el Diseñador, está el engranaje que pone en movimiento la Rastra; dicho engranaje es regulado de acuerdo a la inscripción que corresponde a la sentencia. Todavía utilizo los diseños del antiguo comandante. Aquí están –y sacó algunas hojas del portafolio de cuero–, pero por desgracia no puedo dárselos para que los examine; son mi más preciosa posesión. Siéntese, yo se los mostraré desde aquí, y usted podrá ver todo perfectamente.
Mostró la primera hoja. El explorador hubiera querido hacer alguna observación pertinente, pero sólo vio líneas que se cruzaban repetida y laberínticamente, y que cubrían en tal forma el papel, que apenas podían verse los espacios en blanco que las separaban.
–Lea –dijo el oficial.
–No puedo –dijo el explorador.
–Sin embargo está claro –dijo el oficial.
–Es muy ingenioso –dijo el explorador evasivamente–, pero no puedo descifrarlo.
–Sí –dijo el oficial, riendo y guardando nuevamente el plano–, no es justamente caligrafía para escolares. Hay que estudiarlo largamente. También usted terminaría por entenderlo, estoy seguro. Naturalmente, no puede ser una inscripción simple; su fin no es provocar directamente la muerte, sino después de un lapso de doce horas, término medio; se calcula que el momento crítico tiene lugar a la sexta hora. Por lo tanto, muchos, muchísimos adornos rodean la verdadera inscripción; ésta sólo ocupa una estrecha faja en torno del cuerpo; el resto se reserva a los embellecimientos. ¿Está ahora en condiciones de apreciar la labor de la Rastra, y de todo el aparato? ¡Fíjese! –y subió de un salto la escalera, e hizo girar una rueda–. ¡Atención, hágase a un lado! 


El conjunto comenzó a funcionar. Si la rueda no hubiera chirriado, habría sido maravilloso. Como si el ruido de la rueda lo hubiera sorprendido, el oficial la amenazó con el puño, luego abrió los brazos, como disculpándose ante el explorador, y descendió rápidamente, para observar desde abajo el funcionamiento del aparato. Todavía había algo que no andaba, y que sólo él percibía; volvió a subir, buscó algo con ambas manos en el interior del Diseñador, se dejó deslizar por una de las barras, en vez de utilizar la escalera, para bajar más rápidamente, y exclamó con toda su voz en el oído del explorador, para hacerse oír en medio del estrépito:
–¿Comprende el funcionamiento? La Rastra comienza a escribir; cuando termina el primer borrador de la inscripción en el dorso del individuo, la capa de algodón gira y hace girar el cuerpo lentamente sobre un costado, para dar más lugar a la Rastra. Al mismo tiempo, las partes ya escritas apoyan sobre el algodón, que gracias a su preparación especial contiene la emisión de sangre y prepara la superficie para seguir profundizando la inscripción. Luego, a medida que el cuerpo sigue girando, estos dientes del borde de la Rastra arrancan el algodón de las heridas, lo arrojan al hoyo, y la Rastra puede proseguir su labor. Así sigue inscribiendo, cada vez más hondo, las doce horas. Durante las primeras seis horas, el condenado se mantiene casi tan vivo como al principio, sólo sufre dolores. Después de dos horas, se le quita la mordaza de fieltro, porque ya no tiene fuerzas para gritar. Aquí, en este recipiente calentado eléctricamente, junto a la cabecera de la Cama, se vierte pulpa caliente de arroz, para que el hombre se alimente, si así lo desea, lamiéndola con la lengua. Ninguno desdeña esta oportunidad. No sé de ninguno, y mi experiencia es vasta. Sólo después de seis horas desaparece todo deseo de comer. Generalmente me arrodillo aquí, en ese momento, y observo el fenómeno. El hombre, no traga casi nunca el último bocado, sólo lo hace girar en la boca, y lo escupe en el hoyo. Entonces tengo que agacharme, porque si no me escupiría en la cara. ¡Qué tranquilo se queda el hombre después de la sexta hora! Hasta el más estólido comienza a comprender. La comprensión se inicia en torno de los ojos. Desde allí se expande. En ese momento uno desearía colocarse con él bajo la Rastra. Ya no ocurre más nada; el hombre comienza solamente a descifrar la inscripción, estira los labios hacia afuera, como si escuchara. Usted ya ha visto que no es fácil descifrar la inscripción con los ojos; pero nuestro hombre la descifra con sus heridas. Realmente, cuesta mucho trabajo; necesita seis horas por lo menos. Pero ya la Rastra lo ha atravesado completamente y lo arroja en el hoyo, donde cae en medio de la sangre y el agua y el algodón. La sentencia se ha cumplido, y nosotros, yo y el soldado, lo enterramos.


Franz Kafka


Texto digitalizado:
OBRAS COMPLETAS – FRANZ  KAFKA
 EDITORIAL TEOREMA –VISIÓN LIBROS
Impreso en España, 1983


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