EN LA COLONIA PENITENCIARIA
-Fragmento 2
Era una
construcción elevada. La Cama y el Diseñador tenían igual tamaño, y parecían
dos oscuros cajones de madera. El Diseñador se elevaba unos dos metros sobre la
Cama; los dos estaban unidos entre sí, en los ángulos, por cuatro barras de
bronce, que casi resplandecían al sol. Entre los cajones, oscilaba sobre una
cinta de acero la Rastra.
El oficial
no había advertido la anterior indiferencia del explorador, pero sí notó su
interés naciente; por lo tanto interrumpió las explicaciones para que su
interlocutor pudiera dedicarse sin inconvenientes al examen de los
dispositivos.
El condenado
imitó al explorador; como no podía cubrirse los ojos con la mano, miraba hacia
arriba, parpadeando.
–Entonces,
aquí se coloca al hombre –dijo el explorador, echándose hacia atrás en su
silla, y cruzando las piernas.
–Sí –dijo el
oficial, corriéndose la gorra un poco hacia atrás, y pasándose la mano por el
rostro acalorado–, y ahora escuche. Tanto la Cama como el Diseñador tienen
baterías eléctricas propias; la Cama la requiere para sí, el Diseñador para la
Rastra. En cuanto el hombre está bien asegurado con las correas, la Cama es
puesta en movimiento. Oscila con vibraciones diminutas y muy rápidas, tanto
lateralmente como verticalmente. Usted habrá visto aparatos similares en los
hospitales; pero en nuestra Cama todos los movimientos están exactamente
calculados; en efecto, deben estar minuciosamente sincronizados con los
movimientos de la Rastra. Sin embargo, la verdadera ejecución de la sentencia
corresponde a la Rastra.
–¿Cómo es la
sentencia? –preguntó el explorador.
–¿Tampoco
sabe eso? –dijo el oficial, asombrado, y se mordió los labios–. Perdóneme si
mis explicaciones son tal vez un poco desordenadas: le ruego realmente que me
disculpe. En otros tiempos, correspondía en realidad al comandante dar las
explicaciones, pero el nuevo comandante rehúye ese honroso deber; de todos
modos, el hecho de que a una visita de semejante importancia –y aquí el
explorador trató de restar importancia al elogio, con un ademán de las manos,
pero el oficial insistió–, a una visita de semejante importancia ni siquiera se
la ponga en conocimiento del carácter de nuestras sentencias, constituye
también una insólita novedad, que... –Y con una maldición al borde de los
labios se contuvo y prosiguió–...Yo no sabía nada, la culpa no es mía. De todos
modos, yo soy la persona más capacitada para explicar nuestros procedimientos,
ya que tengo en mi poder –y se palmeó el bolsillo superior– los respectivos
diseños preparados por la propia mano de nuestro antiguo comandante.
–¿Los
diseños del comandante mismo? –preguntó el explorador–. ¿Reunía entonces todas
las cualidades? ¿Era soldado, juez, constructor, químico y dibujante?
–Efectivamente
–dijo el oficial, asintiendo con una mirada impenetrable y lejana.
Luego se
examinó las manos; no le parecían suficientemente limpias para tocar los
diseños; por lo tanto, se dirigió hacia el balde, y se las lavó nuevamente.
Luego sacó un pequeño portafolio de cuero, y dijo:
–Nuestra
sentencia no es aparentemente severa. Consiste en escribir sobre el cuerpo del
condenado, mediante la Rastra, la disposición que él mismo ha violado. Por
ejemplo, las palabras inscritas sobre el cuerpo de este condenado –y el oficial
señaló al individuo– serán:
HONRA A TUS
SUPERIORES.
El
explorador miró rápidamente al hombre; en el momento en que el oficial lo
señalaba, estaba cabizbajo y parecía prestar toda la atención de que sus oídos
eran capaces, para tratar de entender algo. Pero los movimientos de sus labios
gruesos y apretados demostraban evidentemente que no entendía nada. El explorador
hubiera querido formular diversas preguntas, pero al ver al individuo sólo
inquirió:
–¿Conoce él
su sentencia?
–No –dijo el
oficial, tratando de proseguir inmediatamente con sus explicaciones, pero el
explorador lo interrumpió.
–¿No conoce
su sentencia?
–No –replicó
el oficial, callando un instante como para permitir que el explorador ampliara
su pregunta–. Sería inútil anunciársela. Ya la sabrá en carne propia.
El
explorador no quería preguntar más; pero sentía la mirada del condenado fija en
él, como inquiriéndole si aprobaba el procedimiento descrito. En consecuencia,
aunque se había repantigado en la silla, volvió a inclinarse hacia adelante y
siguió preguntando:
–Pero por lo
menos ¿sabe que ha sido condenado?
–Tampoco
–dijo el oficial, sonriendo como si esperara que le hiciera otra pregunta
extraordinaria.
–¿No? –dijo
el explorador, y se pasó la mano por la frente–, entonces ¿el individuo tampoco
sabe cómo fue conducida su defensa?
–No se le
dio ninguna oportunidad de defenderse –dijo el oficial, y volvió la mirada,
como hablando consigo mismo, para evitar al explorador la vergüenza de oír una
explicación de cosas tan evidentes.
–Pero debe
de haber tenido alguna oportunidad de defenderse –insistió el explorador, y se
levantó de su asiento.
El oficial
comprendió que corría el peligro de ver demorada indefinidamente la descripción
del aparato; por lo tanto, se acercó al explorador, lo tomó por el brazo, y
señaló con la mano al condenado, que al ver tan evidentemente que toda la
atención se dirigía hacia él, se puso en posición de firme, mientras el soldado
daba un tirón a la cadena.
–Le
explicaré cómo se desarrolla el proceso –dijo el oficial–. Yo he sido designado
juez de la colonia penitenciaria. A pesar de mi juventud. Porque yo era el
consejero del antiguo comandante en todas las cuestiones penales, y además
conozco el aparato mejor que nadie. Mi principio fundamental es éste: la culpa
es siempre indudable. Tal vez otros juzgados no siguen este principio
fundamental, pero son multipersonales, y además dependen de otras cámaras
superiores. Este no es nuestro caso, o por lo menos no lo era en la época de
nuestro antiguo comandante. El nuevo ha demostrado, sin embargo, cierto deseo
de inmiscuirse en mis juicios, pero hasta ahora he logrado mantenerlo a cierta
distancia, y espero seguir lográndolo. Usted desea que le explique este caso
particular; es muy simple, como todos los demás. Un capitán presentó esta
mañana la acusación de que este individuo, que ha sido designado criado suyo, y
que duerme frente a su puerta, se había dormido durante la guardia. En efecto,
tiene la obligación de levantarse al sonar cada hora, y hacer la venia ante la
puerta del capitán. Como se ve, no es una obligación excesiva, y sí muy
necesaria, porque así se mantiene alerta en sus funciones, tanto de centinela
como de criado. Anoche el capitán quiso comprobar si su criado cumplía con su
deber. Abrió la puerta –exactamente a las dos, y lo encontró dormido en el
suelo. Cogió la fusta, y le cruzó la cara. En vez de levantarse y suplicar
perdón, el individuo aferró a su superior por las piernas, lo sacudió y
exclamó: "Arroja ese látigo, o te como vivo". Estas son las pruebas.
El capitán vino a verme hace una hora, tomé nota de su declaración y dicté
inmediatamente la sentencia. Luego hice encadenar al culpable.
Todo esto
fue muy simple. Si primeramente lo hubiera hecho llamar, y lo hubiera
interrogado, sólo habrían surgido confusiones. Habría mentido, y si yo hubiera
querido desmentirlo, habría reforzado sus mentiras con nuevas mentiras, y así
sucesivamente. En cambio, así lo tengo en mi poder, y no se escapará. ¿Está
todo aclarado? Pero el tiempo pasa, ya debería comenzar la ejecución, y todavía
no terminé de explicarle el aparato.
Obligó al
explorador a que se sentara nuevamente, se acercó otra vez al aparato, y
comenzó:
–Como usted
ve, la forma de la Rastra corresponde a la forma del cuerpo humano; aquí está
la parte del torso, aquí están las rastras para las piernas. Para la cabeza,
sólo hay esta agujita. ¿Le resulta claro?
Se inclinó
amistosamente ante el explorador, dispuesto a dar las más amplias
explicaciones.
El
explorador, con el ceño fruncido, consideró la Rastra. La descripción de los
procedimientos judiciales no lo había satisfecho. Constantemente debía hacer un
esfuerzo para no olvidar que se trataba de una colonia penitenciaria, que
requería medidas extraordinarias de seguridad, y donde la disciplina debía ser
exagerada hasta el extremo. Pero por otra parte fundaba ciertas esperanzas en
el nuevo comandante, que evidentemente proyectaba introducir, aunque poco a
poco, un nuevo sistema de procedimientos; procedimientos que la estrecha
mentalidad de este oficial no podía comprender. Estos pensamientos le hicieron
preguntar:
–¿El
comandante asistirá a la ejecución?
–No es seguro
–dijo el oficial, dolorosamente impresionado por una pregunta tan directa,
mientras su expresión amistosa se desvanecía–. Por eso mismo debemos darnos
prisa. En consecuencia, aunque lo siento muchísimo, me veré obligado a
simplificar mis explicaciones. Pero mañana, cuando hayan limpiado nuevamente el
aparato (su única falla consiste en que se ensucia mucho), podré seguir
explayándome con más detalles. Reduzcámonos entonces por ahora a lo más
indispensable. Una vez que el hombre está acostado en la Cama, y ésta comienza
a vibrar, la Rastra desciende sobre su cuerpo. Se regula automáticamente, de
modo que apenas roza el cuerpo con la punta de las agujas; en cuanto se
establece el contacto, la cinta de acero se convierte inmediatamente en una
barra rígida. Y entonces empieza la función. Una persona que no esté al tanto,
no advierte ninguna diferencia entre un castigo y otro. La Rastra parece
trabajar uniformemente. Al vibrar, rasga con la punta de las agujas la
superficie del cuerpo, estremecido a su vez por la Cama. Para permitir la
observación del desarrollo de la sentencia, la Rastra ha sido construida de
vidrio. La fijación de las agujas en el vidrio originó algunas dificultades
técnicas, pero después de diversos experimentos solucionamos el problema. Le diré
que no hemos escatimado esfuerzos. Y ahora cualquiera puede observar, a través
del vidrio, cómo va tomando forma la inscripción sobre el cuerpo. ¿No quiere
acercarse a ver las agujas?
El
explorador se levantó lentamente, se acercó, y se inclinó sobre la Rastra.
–Como usted
ve –dijo el oficial–, hay dos clases de agujas, dispuestas de diferente modo.
Cada aguja larga va acompañada por una más corta. La larga se reduce a
escribir, y la corta arroja agua, para lavar la sangre y mantener legible la
inscripción. La mezcla de agua y sangre corre luego por pequeños canalículos, y
finalmente desemboca en este canal principal, para verterse en el hoyo, a
través de un caño de desagüe.
El oficial mostraba
con el dedo el camino exacto que seguía la mezcla de agua y sangre. Mientras
él, para hacer lo más gráfica posible la imagen, formaba un cuenco con ambas
manos en la desembocadura del caño de salida, el explorador alzó la cabeza y
trató de volver a su asiento, tanteando detrás de sí con la mano. Vio entonces
con horror que también el condenado había obedecido la invitación del oficial
para ver más de cerca la disposición de la Rastra. Con la cadena había
arrastrado un poco al soldado adormecido, y ahora se inclinaba sobre el vidrio.
Se veía cómo
su mirada insegura trataba de percibir lo que los dos señores acababan de
observar, y cómo, faltándole la explicación, no comprendía nada. Se agachaba
aquí y allá. Sin cesar, su mirada recorría el vidrio. El explorador trató de
alejarlo, porque lo que hacía era probablemente punible. Pero el oficial lo
retuvo con una mano, con la otra cogió del parapeto un terrón, y lo arrojó al
soldado. Este se sobresaltó, abrió los ojos, comprobó el atrevimiento del
hombre, dejó caer el rifle, hundió los talones en el suelo, arrastró de un
tirón al condenado, que inmediatamente cayó al suelo, y luego se quedó mirando
cómo se debatía y hacía sonar las cadenas.
–¡Póngalo de
pie! –gritó el oficial, porque advirtió que el condenado distraía demasiado al
explorador. En efecto, éste se había inclinado sobre la Rastra, sin preocuparse
mayormente por su funcionamiento, y sólo quería saber qué ocurría con el
condenado.
–¡Trátelo
con cuidado! –volvió a gritar el oficial. Luego corrió en torno del aparato,
cogió personalmente al condenado bajo las axilas, y aunque éste se resbalaba
constantemente, con la ayuda del soldado lo puso de pie.
–Ya estoy al
tanto de todo –dijo el explorador, cuando el oficial volvió a su lado.
–Menos de lo
más importante –dijo éste, tomándolo por un brazo y señalando hacia lo alto–.
Allá arriba, en el Diseñador, está el engranaje que pone en movimiento la
Rastra; dicho engranaje es regulado de acuerdo a la inscripción que corresponde
a la sentencia. Todavía utilizo los diseños del antiguo comandante. Aquí están
–y sacó algunas hojas del portafolio de cuero–, pero por desgracia no puedo
dárselos para que los examine; son mi más preciosa posesión. Siéntese, yo se
los mostraré desde aquí, y usted podrá ver todo perfectamente.
Mostró la
primera hoja. El explorador hubiera querido hacer alguna observación
pertinente, pero sólo vio líneas que se cruzaban repetida y laberínticamente, y
que cubrían en tal forma el papel, que apenas podían verse los espacios en
blanco que las separaban.
–No puedo –dijo el explorador.
–Sin embargo está claro –dijo el oficial.
–Es muy ingenioso –dijo el explorador evasivamente–, pero no puedo descifrarlo.
–Sí –dijo el oficial, riendo y guardando nuevamente el plano–, no es justamente caligrafía para escolares. Hay que estudiarlo largamente. También usted terminaría por entenderlo, estoy seguro. Naturalmente, no puede ser una inscripción simple; su fin no es provocar directamente la muerte, sino después de un lapso de doce horas, término medio; se calcula que el momento crítico tiene lugar a la sexta hora. Por lo tanto, muchos, muchísimos adornos rodean la verdadera inscripción; ésta sólo ocupa una estrecha faja en torno del cuerpo; el resto se reserva a los embellecimientos. ¿Está ahora en condiciones de apreciar la labor de la Rastra, y de todo el aparato? ¡Fíjese! –y subió de un salto la escalera, e hizo girar una rueda–. ¡Atención, hágase a un lado!
El conjunto
comenzó a funcionar. Si la rueda no hubiera chirriado, habría sido maravilloso.
Como si el ruido de la rueda lo hubiera sorprendido, el oficial la amenazó con
el puño, luego abrió los brazos, como disculpándose ante el explorador, y
descendió rápidamente, para observar desde abajo el funcionamiento del aparato.
Todavía había algo que no andaba, y que sólo él percibía; volvió a subir, buscó
algo con ambas manos en el interior del Diseñador, se dejó deslizar por una de
las barras, en vez de utilizar la escalera, para bajar más rápidamente, y
exclamó con toda su voz en el oído del explorador, para hacerse oír en medio
del estrépito:
–¿Comprende
el funcionamiento? La Rastra comienza a escribir; cuando termina el primer
borrador de la inscripción en el dorso del individuo, la capa de algodón gira y
hace girar el cuerpo lentamente sobre un costado, para dar más lugar a la
Rastra. Al mismo tiempo, las partes ya escritas apoyan sobre el algodón, que
gracias a su preparación especial contiene la emisión de sangre y prepara la
superficie para seguir profundizando la inscripción. Luego, a medida que el
cuerpo sigue girando, estos dientes del borde de la Rastra arrancan el algodón
de las heridas, lo arrojan al hoyo, y la Rastra puede proseguir su labor. Así
sigue inscribiendo, cada vez más hondo, las doce horas. Durante las primeras
seis horas, el condenado se mantiene casi tan vivo como al principio, sólo
sufre dolores. Después de dos horas, se le quita la mordaza de fieltro, porque
ya no tiene fuerzas para gritar. Aquí, en este recipiente calentado
eléctricamente, junto a la cabecera de la Cama, se vierte pulpa caliente de
arroz, para que el hombre se alimente, si así lo desea, lamiéndola con la
lengua. Ninguno desdeña esta oportunidad. No sé de ninguno, y mi experiencia es
vasta. Sólo después de seis horas desaparece todo deseo de comer. Generalmente
me arrodillo aquí, en ese momento, y observo el fenómeno. El hombre, no traga
casi nunca el último bocado, sólo lo hace girar en la boca, y lo escupe en el
hoyo. Entonces tengo que agacharme, porque si no me escupiría en la cara. ¡Qué
tranquilo se queda el hombre después de la sexta hora! Hasta el más estólido
comienza a comprender. La comprensión se inicia en torno de los ojos. Desde
allí se expande. En ese momento uno desearía colocarse con él bajo la Rastra.
Ya no ocurre más nada; el hombre comienza solamente a descifrar la inscripción,
estira los labios hacia afuera, como si escuchara. Usted ya ha visto que no es
fácil descifrar la inscripción con los ojos; pero nuestro hombre la descifra
con sus heridas. Realmente, cuesta mucho trabajo; necesita seis horas por lo
menos. Pero ya la Rastra lo ha atravesado completamente y lo arroja en el hoyo,
donde cae en medio de la sangre y el agua y el algodón. La sentencia se ha
cumplido, y nosotros, yo y el soldado, lo enterramos.
Franz Kafka
Texto
digitalizado:
OBRAS
COMPLETAS – FRANZ KAFKA
EDITORIAL TEOREMA –VISIÓN LIBROS
Impreso en
España, 1983
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