viernes, 2 de septiembre de 2011

Cora Cané


Ausente con aviso

El jefe se quitó lentamente los anteojos, que colocó sobre su escritorio. Miró primero el gran reloj instalado en la pared central de la oficina; luego, la mesa de trabajo de Peláez. Un suspiro cargado de contenida ira precedió a un iracundo llamado:
¡Señor Fernández!
El señor Fernández se levantó de su asiento como movido por un resorte y desbordando sonrisas obsecuentes se inclinó ante el señor jefe. Las máquinas cesaron de teclear y un silencio expectante paralizó a los empleados. El señor jefe volvió a mirar el reloj.
¿Se ha fijado usted la hora que es, señor Fernández?
Inquieto, transpirando, el aludido tartamudeó:
Si, señor jefe... Son las ocho... cinco minutos... algunos segundos...
¡Cuántos segundos!
Estee... veinte segundos... no, veintiuno, señor jefe.
Los empleados se atrevieron a consultar sus relojes pulseras y volvieron sus miradas al señor jefe. Las ocho, cinco minutos, veintiún segundos... ¡y Peláez aún no había llegado! La señorita Meneca murmuró:
El mismo impuntual de siempre...
El señor Arístides Capicúa, que aspiraba ocupar el puesto de Peláez, sonrió siniestramente pensando que su futuro ascenso estaba próximo.
Ya serenado, el señor jefe volvió a colocarse los anteojos y ordenó:
Diez días de suspensión a Peláez, con asistencia obligatoria y sin goce de sueldo. Tome nota Fernández.
¡Enseguida señor jefe! ¿Algo más, señor jefe?
El señor jefe no se digno a contestar. Las máquinas dejaron oír nuevamente el tecleo de los dedos diligentes. La vida de la oficina volvía a su normalidad. La señorita Meneca, comiéndose a hurtadillas una medialuna, dirigió una mirada especulativa a Arístides Capicúa. Una impuntualidad más de Peláez y su despido era un hecho. El ascenso de Arístides no sería postergado. Valía la pena, entonces, comenzar a tenerlo en cuenta.
El señor Fernández, con veinticinco años de servicio en la casa y ninguna llegada tarde, le advirtió a su ayudante:
Tome nota, jovencito: hoy es Peláez. Mañana puede ser usted... Ayer llegó medio minuto tarde.
El ayudante se encogió en su silla:
El tránsito señor...
¡Usted sabrá! ¡Lo de hoy, tómelo como advertencia!
El señor jefe salió de la oficina y se dirigió a la gerencia. Los empleados aprovecharon la ausencia para darse una tregua. Y el caso de Peláez fue el tema de los comentarios.
Es un salame el tipo ese. ¡Miren que llegar tarde porque sí...!
Él dice que como vive muy lejos y tiene que tomar un colectivo hasta el tren y después el tren y después el subte...
¡Que se levante más temprano!
Seguro que siguió con el apolillo...
Después de quince años aquí, todavía no aprendió que lo que más revienta al señor jefe es la impuntualidad...
Le revienta todo...
¿Qué? ¿Tenés algo en contra del señor jefe?
¡Yo! ¡Dios me libre! ¡Es un tipo formidable! Vos, que sos amigo de él, decile lo que pienso...
El reloj marcó la media después de las ocho. Las voces se apagaron y una ráfaga de expectativa los hizo mirarse unos a otros.
No vino...
¡Miren que faltar sin aviso!
Esta vez ¡sí que se le arma!
¡Qué salame!
La señorita Meneca le sonrió con simpatía a Arístides Capicúa.
¿Querés una medialuna?
Venga. Estoy con un ragú bárbaro.
¿Sos de buen comer?
Para mi, lo primero es la comida. ¡Panza llena, corazón contento!
Ella sonrió gatuna.
Yo cocino muy bien. Hice un curso de ecónomo.
Capicúa lo miró con interés.
¿De veras piba? ¡Mirá que si un día me invitás a tu casa, me tenés que hacer un flor de menú!
¿Y quién te dijo que te voy a invitar a mi casa...? Ella se revolvía en su asiento, coqueteando. Pensó: “A este lo conquisto por el estómago”
Che, ¿no le habrá pasado algo al salame?
Está de apolillo, ¡ponéle la firma! De esta vuelta va a la calle. ¡Faltar sin aviso...!
A mi, ese tipo me pudre
Por mi, que lo echen...
Tiene un hogar, tres pibes chicos...
¿Y qué? Quien más, quien menos, todos tenemos hogar, hijos... ¿Eso es una excusa acaso para faltar al laburo sin aviso?
Últimamente estaba medio enfermo. Pensá que aparte de este laburo, tiene no sé cuántas changas. Pensá que el mayorcito de los hijos está postrado...
¡Que lo mande a Alpi!
Estos son los vivos que la lloran, para ventajear.
Además, ya no es un pibe. Creo que anda por los 52...
Pero, decime: vos ¿para qué arco pateás? Para el del señor jefe o para el de Peláez? ¡A ver si sos un infiltrado!
Pero, no... pero, atendéme... vos sabés que yo son un incondicional del señor jefe... ¡A mí qué me importa de Peláez! ¡Que reviente él y su hijo, el postrado!
¡Eh pará! No te metas con el mocoso. ¡Bastante desgracia tiene ya con el padre que le tocó en el reparto...!
Se rieron con ganas. La señorita Meneca le dio otra medialuna a Capicúa. El señor Fernández dirigió una mirada al escritorio vacío de Peláez y le sonrió perrunamente a Capicúa.
Tu ascenso es número puesto.
Quien piensa en eso...
Te lo merecés. Yo siempre dije: “Ese puesto debería ocuparlo Arístides”. Cuando asciendas, acordate de mi... Dame una manito...
¡Silencio! ¡Vuelve el señor jefe!
Las máquinas volvieron a funcionar. El señor jefe entró, miró el reloj, movió la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda y gritó:
¡Señor Fernández! ¿Qué noticias hay de Peláez?
Ninguna... señor... jefe...
Conque... ninguna, ¿eh? La expresión del señor jefe era terrible. Nadie se atrevió a tocar una sola tecla de su máquina. Todas las miradas se volvieron hacia él.
¡La sanción será ejemplar! anunció el señor jefe, deteniendo sus ojitos vivaces y amenazadores en cada uno de los empleados, como advirtiéndoles: “Que les sirva de ejemplo” Me veré en la obligación de ser drástico, en aras de la disciplina, el orden y las estructuras irreversibles de nuestra empresa...!
Qué bien habla el señor jefe... murmuró conmovido el señor Fernández.
En ese instante un inoportuno teléfono hizo vibrar los nervios de todos, con su estridente campanilla. El señor jefe atendió.
¡Hola!
Le llegó a través de la línea una voz masculina, grave, serena.
¿Habla el señor jefe?
En persona.
Buenos días, señor jefe. Habla Peláez
La expresión del señor jefe hizo temblar a todos.
¡Peláez! ¿Con que Peláez, eh? ¿Y puedo saber, señor Peláez, por qué no ha venido hoy a trabajar?
No pude, señor jefe. Créame: me fue imposible.
¿Imposible, eh? ¿Y qué excusa me va a dar? ¿Por qué, repito, no vino hoy a trabajar?
Porque he muerto hace tres horas, señor jefe.
Cora Cane
La obsesión y otros cuentos, Editorial Plus Ultra, 1979
 
Cora Cané
       
Se inició en el periodismo como colaboradora permanente de la revista El Hogar, en la que, además, publicó sus primeros versos y cuentos. Frecuentó luego las columnas de diversos medios y desde mayo de 1957 fue redactora de Clarín, encargada de la sección Clarín Porteño - Notas al amanecer. Ha sido libretista, conductora y productora de ciclos radiales y televisivos y es autora de doce libros –entre poemarios, novelas, ensayos y narraciones infantiles– y ha tenido a su cargo el ordenamiento de dos antologías de la obra de su esposo, el recordado poeta Luis Cané.
Obtuvo numerosas distinciones y en 1967 el Círculo Femenino la eligió la “Mujer del año en periodismo”. Integró la comisión directiva de la Sociedad Argentina de Escritores en dos oportunidades y fue integrante de la Academia Argentina de la Comunicación y de la Academia Porteña del Lunfardo

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