ALADAS CRIATURAS
Desde
el segundo piso del castillo se tiene una vista panorámica de los hornos de
ladrillos, el arroyo,
el camino de asfalto que nace a la derecha del castillo y lleva a los hornos, y
el camino de tierra
que nace a la izquierda y lleva hasta el arroyo.

Una lechuza grande como un perro
chico la mira sin pestañear desde la baranda del balcón. Sus dos pichones están parados uno a cada lado de la
madre.Los travestis miran hacia arriba y
la saludan con la mano. Le gritaba algo pero ella no entiende qué, y aunque entendiera no podría gritarles una
respuesta, porque despertaría a su madre, que hace la siesta en lo que fue el establo y es ahora la
vivienda de los caseros. Ella desliza sus dedos entre las
plumas sedosas de la lechuza madre y el animal, jugando, le picotea apenas el dorso de la mano. Ella sabe que,
si quisiera, la lechuza podría arrancarle un pedazo de mano, porque la vio en ocasiones destrozando
ratas y dándoles pedazos a los pichones.
A causa del calor que impide pensar,
que irrita y da ganas de estar inmóvil y de pronto de romper, o de gritar, en la calle están solo los
travestis. Y a pesar de esa soledad y del silencio, interrumpido apenas por los ladridos de los perros
allá abajo, lejos, o por el crujido de las maderas, a ella le parece que el aire tiene ojos. Unos ojos
enormes, sin cuerpo, que la miran acechantes, esperando que ocurra algo malo, que se derrumbe el
piso, por ejemplo, o que su madre aparezca de repente.
Los travestis, uno negro y otro
morocho, flacos y altos los dos, agitan las manos y le gritan algo, la llaman tal vez. Ella les dice “las
chicas”. La primera vez que la saludaron ella respondió: -Chau, chicas – porque le había preguntado a su madre quiénes
eran esas dos personas raras, nuevas en el barrio, y ella le había explicado que eran
dos muchachos que se disfrazaban de mujeres para divertirse. Después había visto en la tele
que había muchos como ellos, que se llamaban travestis. En el barrio, en cambio, les dicen “las
traviesas”. Viven en una choza al lado del arroyo y todos los días van a trabajar a los hornos. Pero
ella no puede imaginarlos con el torso desnudo y un trapo mojado atado a la cabeza, como su padre.
A sus padres
les gustaba cuidar el castillo, aunque se preguntaban qué harían si los
herederos lo vendían, o si se deterioraba al
punto de tener que demolerlo. No conocían a los herederos, pero una vez por mes venía el administrador
a traerles el dinero para la luz y la garrafa de gas. A
veces alguna maestra llegaba para pedirles a sus padres que le permitiesen
visitar el castillo con los
alumnos, o con alguna compañera. Entonces su papá iba hasta la terminal de
ómnibus a llamar al
administrador por teléfono para que autorizara la visita. El administrador
siempre contestaba:
– Sí, para los herederos va a ser un honor – Y venía la maestra, a veces con
un grupo de alumnos
pero en general con una o dos compañeras. Si venía con los chicos no podían
subir a los pisos
altos, porque el administrador decía que era peligroso. En cambio
cuando venían solas, ella y su papá o su mamá las precedían por las escaleras señalándoles por dónde debían
caminar. Esas visitas duraban mucho tiempo.
Las maestras se detenían frente a todos los
cuadros que mostraban cómo era el castillo hace más de cien años, miraban las patas talladas como garras
de leones de la mesa del comedor, exclamaban o suspiraban frente a la vasta cama matrimonial, se
miraban sorprendidas en la luna ajada del ropero de roble como si viesen a otra, a la señorita de
los retratos, la de bucles, los labios obstinados,vestido blanco con mangas abullonadas a los
hombros y canesú plisado. El administrador decía que había languidecido y se había suicidado. No se
sabía porqué, o era un oscuro secreto familiar. A ella la palabra “languidecer” le recordaba a las anguilas largas, flacas y
resbaladizas del arroyo, también a una anguila colgada de un gancho en el
galpón y a su madre quitándole la piel.
– No la piel, el cuero – decían sus padres. Pero cuando ella pensaba la
frase era: “una anguila colgada de un gancho en el galpón y mamá le quita la
piel”. Cuando había hecho alguna travesura y mamá la corría con el cinto
gritando : – ¡Te voy a despellejar viva! – le venía el horror nunca mitigado de
la escena donde su madre despellejaba una anguila. Y si bien sabía que su madre
no le haría eso, dudaba y corría enloquecida esquivando cintazos como una
anguila que languidece de dolor.
La señorita del retrato había languidecido
y se había arrojado desde este balcón. Seguro que quiso volar y no supo cómo.
Se le ocurrió que, si las anguilas supieran volar, no las despellejarían, y la
sorprendió pensar en la señorita y en la anguila como si fueran lo mismo.
Cuando
llegaban al segundo piso, el último, las maestras se apuraban, jadeantes, hasta
el balcón. Miraban hacia el arroyo como si no vieran las casuchas de la ribera
y el agua verdosa, pestilente. Parecían ver sólo campos ondulantes y montes
oscuros cruzados por un arroyo ancho como un río.
Cuando
va a jugar a la casa de las chicas, mira el balcón del segundo piso del castillo
y trata de imaginarse a sí misma allá en lo alto, mirando a lo lejos como si
esperase a alguien que no va a llegar,
quieta y silenciosa como las lechuzas. Y mientras mira hacia arriba una de
ellas, Ivette la negra o Fanny la morocha, le pasa la mano por el pelo y le
pregunta qué está pensando. Entonces ella cierra los ojos y le dice: _ Yo una
vez volé desde aquel balcón. Fue así: era de noche y todos dormían. La lechuza
madre nos miró, a los pichones y mí. Después voló y miró hacia atrás. Los dos pichones
la siguieron. Yo me paré en puntas de pie en la baranda, abrí los brazos y
volé. _
Las
manos grandes de Ivette o de Fanny resbalan hacia su nuca húmeda mientras dice:
– No digas mentiras– . El otro replica: – No miente, debe haber soñado– . Ella
piensa: No fue un sueño. Volé de verdad. Son estúpidas. Son hombres vestidos de
mujer, les gusta jugar a la casita y que yo haga de bebé y les diga mamá
mientras me acunan. No entienden. No saben lo que son, nunca van a saber. La
señorita quiso volar y no sabía. Yo sí sé.
Desde
el balcón ve cómo las chicas, al sol,
cansadas de gritar y hacerle señas, caminan dando la vuelta. Pasarán
frente al portón de entrada, tomarán el camino de los álamos, llegarán a su
choza frente al arroyo. Pondrán a descansar los pies maltratados en una
palangana con agua y sal gruesa, tomarán mate amargo mientras se preguntan
porqué la nena no quiso ir a jugar.
Ella,
mientras tanto, oirá crujir las maderas bajo pasos amenazantes en el piso de
abajo. Luego mirará a la lechuza madre y adivinará, en sus malignos ojos
quietos, un urgente deseo de volar.
María Inés Mogaburu
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