lunes, 18 de julio de 2011

Nuestros amigos también escriben...


ALADAS CRIATURAS



Desde el segundo piso del castillo se tiene una vista panorámica de los hornos de ladrillos, el arroyo, el camino de asfalto que nace a la derecha del castillo y lleva a los hornos, y el camino de tierra que nace a la izquierda y lleva hasta el arroyo.

En ese piso, el último, hay que tener cuidado de caminar sólo donde las vigas sostienen las tablas, porque hay algunas medio podridas que podrían hundirse. Es porque sabe que está prohibido subir sola que le transpiran las manos. Qué le hará su madre si despierta y la ve allí en el balcón,mirando hacia el camino de asfalto por donde las chicas, dos travestis del barrio, caminan desde los hornos en dirección al arroyo.

Una lechuza grande como un perro chico la mira sin pestañear desde la baranda del balcón. Sus dos pichones están parados uno a cada lado de la madre.Los travestis miran hacia arriba y la saludan con la mano. Le gritaba algo pero ella no entiende qué, y aunque entendiera no podría gritarles una respuesta, porque despertaría a su madre, que hace la siesta en lo que fue el establo y es ahora la vivienda de los caseros. Ella desliza sus dedos entre las plumas sedosas de la lechuza madre y el animal, jugando, le picotea apenas el dorso de la mano. Ella sabe que, si quisiera, la lechuza podría arrancarle un pedazo de mano, porque la vio en ocasiones destrozando ratas y dándoles pedazos a los pichones.

A causa del calor que impide pensar, que irrita y da ganas de estar inmóvil y de pronto de romper, o de gritar, en la calle están solo los travestis. Y a pesar de esa soledad y del silencio, interrumpido apenas por los ladridos de los perros allá abajo, lejos, o por el crujido de las maderas, a ella le parece que el aire tiene ojos. Unos ojos enormes, sin cuerpo, que la miran acechantes, esperando que ocurra algo malo, que se derrumbe el piso, por ejemplo, o que su madre aparezca de repente.

Los travestis, uno negro y otro morocho, flacos y altos los dos, agitan las manos y le gritan algo, la llaman tal vez. Ella les dice “las chicas”. La primera vez que la saludaron ella respondió: -Chau, chicas porque le había preguntado a su madre quiénes eran esas dos personas raras, nuevas en el barrio, y ella le había explicado que eran dos muchachos que se disfrazaban de mujeres para divertirse. Después había visto en la tele que había muchos como ellos, que se llamaban travestis. En el barrio, en cambio, les dicen “las traviesas”. Viven en una choza al lado del arroyo y todos los días van a trabajar a los hornos. Pero ella no puede imaginarlos con el torso desnudo y un trapo mojado atado a la cabeza, como su padre.
 – Pero si nozotrazemo coza de mujere, tezoro. Lavamo, zebamo mate–  le habían explicado. La cuestión fue que los travestis se enojaron. Mocosa de mierda le dijeron. Qué cómo chicos, si no veía que eran chicas. Ella les pidió disculpas, les dijo que se había equivocado, y desde entonces eran sus amigos. Mejor dicho sus amigas. Y desde que terminaron las clases se había escapado casi todas las tardes para ir a jugar a la casa de ellas, mientras su madre y su hermanito dormían la siesta y el padre trabajaba en el horno.

A sus padres les gustaba cuidar el castillo, aunque se preguntaban qué harían si los herederos lo vendían, o si se deterioraba al punto de tener que demolerlo. No conocían a los herederos, pero una vez por mes venía el administrador a traerles el dinero para la luz y la garrafa de gas. A veces alguna maestra llegaba para pedirles a sus padres que le permitiesen visitar el castillo con los alumnos, o con alguna compañera. Entonces su papá iba hasta la terminal de ómnibus a llamar al administrador por teléfono para que autorizara la visita. El administrador siempre contestaba: – Sí, para los herederos va a ser un honor – Y venía la maestra, a veces con un  grupo de alumnos pero en general con una o dos compañeras. Si venía con los chicos no podían subir a los pisos altos, porque el administrador decía que era peligroso. En cambio cuando venían solas, ella y su papá o su mamá las precedían por las escaleras señalándoles por dónde debían caminar. Esas visitas duraban mucho tiempo.

Las maestras se detenían frente a todos los cuadros que mostraban cómo era el castillo hace más de cien años, miraban las patas talladas como garras de leones de la mesa del comedor, exclamaban o suspiraban frente a la vasta cama matrimonial, se miraban sorprendidas en la luna ajada del ropero de roble como si viesen a otra, a la señorita de los retratos, la de bucles, los labios obstinados,vestido blanco con mangas abullonadas a los hombros y canesú plisado. El administrador decía que había languidecido y se había suicidado. No se sabía porqué, o era un oscuro secreto familiar. A ella la palabra “languidecer” le recordaba a las anguilas largas, flacas y resbaladizas del arroyo, también a una anguila colgada de un gancho en el galpón y a su madre quitándole la piel.  – No la piel, el cuero – decían sus padres. Pero cuando ella pensaba la frase era: “una anguila colgada de un gancho en el galpón y mamá le quita la piel”. Cuando había hecho alguna travesura y mamá la corría con el cinto gritando : – ¡Te voy a despellejar viva! – le venía el horror nunca mitigado de la escena donde su madre despellejaba una anguila. Y si bien sabía que su madre no le haría eso, dudaba y corría enloquecida esquivando cintazos como una anguila que languidece de dolor.
La señorita del retrato había languidecido y se había arrojado desde este balcón. Seguro que quiso volar y no supo cómo. Se le ocurrió que, si las anguilas supieran volar, no las despellejarían, y la sorprendió pensar en la señorita y en la anguila como si fueran lo mismo.
Cuando llegaban al segundo piso, el último, las maestras se apuraban, jadeantes, hasta el balcón. Miraban hacia el arroyo como si no vieran las casuchas de la ribera y el agua verdosa, pestilente. Parecían ver sólo campos ondulantes y montes oscuros cruzados por un arroyo ancho como un río.
Cuando va a jugar a la casa de las chicas, mira el balcón del segundo piso del castillo y trata de imaginarse a sí misma allá en lo alto, mirando a lo lejos como si esperase a alguien que no va a llegar, quieta y silenciosa como las lechuzas. Y mientras mira hacia arriba una de ellas, Ivette la negra o Fanny la morocha, le pasa la mano por el pelo y le pregunta qué está pensando. Entonces ella cierra los ojos y le dice: _ Yo una vez volé desde aquel balcón. Fue así: era de noche y todos dormían. La lechuza madre nos miró, a los pichones y mí. Después voló y miró hacia atrás. Los dos pichones la siguieron. Yo me paré en puntas de pie en la baranda, abrí los brazos y volé. _
Las manos grandes de Ivette o de Fanny resbalan hacia su nuca húmeda mientras dice: – No digas mentiras– . El otro replica: – No miente, debe haber soñado– . Ella piensa: No fue un sueño. Volé de verdad. Son estúpidas. Son hombres vestidos de mujer, les gusta jugar a la casita y que yo haga de bebé y les diga mamá mientras me acunan. No entienden. No saben lo que son, nunca van a saber. La señorita quiso volar y no sabía. Yo sí sé.
Desde el balcón ve cómo las chicas, al sol,  cansadas de gritar y hacerle señas, caminan dando la vuelta. Pasarán frente al portón de entrada, tomarán el camino de los álamos, llegarán a su choza frente al arroyo. Pondrán a descansar los pies maltratados en una palangana con agua y sal gruesa, tomarán mate amargo mientras se preguntan porqué la nena no quiso ir a jugar.
Ella, mientras tanto, oirá crujir las maderas bajo pasos amenazantes en el piso de abajo. Luego mirará a la lechuza madre y adivinará, en sus malignos ojos quietos, un urgente deseo de volar.

María Inés Mogaburu








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