sábado, 30 de julio de 2011

Roland Barthes

El escritor en vacaciones

Gide leía a Bossuet mientras bajaba por el Congo. Esa postura resume bastante bien el ideal de nuestros escri­tores "en vacaciones", fotografiados por Le Fígaro: jun­tar al placer banal el prestigio de una vocación que nada puede detener ni degradar. Una buena nota perio­dística, muy eficaz desde el punto de vista sociológico y que nos informa sin ocultamientos sobre la idea que nuestra burguesía se hace de sus escritores.
Lo que parece sorprender y encantar a esta bur­guesía, ante todo, es su propia amplitud de espí­ritu para reconocer que también los escritores son gentes que comúnmente se toman vacaciones. Las "va­caciones" son un hecho social reciente cuyo desarrollo mitológico, por otra parte, sería interesante indagar. Escolares en un comienzo, a partir de las licencias pa­gadas se han vuelto un hecho proletario, o al menos labo­ral. Afirmar que, en adelante, ese hecho puede concernir a los escritores, que también los especialistas del alma humana están sometidos a la situación general del tra­bajo contemporáneo, es una manera de convencer a nuestros lectores burgueses de que están adecuados a su tiempo: uno se enorgullece de reconocer la necesidad de ciertos prosaísmos, uno se acomoda a las realidades "modernas" con las lecciones de Siegfried y de Fourastié.
Por supuesto, esa proletarización del escritor es acor­dada con parsimonia y para, posteriormente, destruirla mejor. Ni bien se provee de un atributo social (las va­caciones constituyen un atributo y bien agradable, por cierto) el hombre de letras regresa al empíreo que com­parte con los profesionales de la vocación. Y la "natura­lidad" en la que se eterniza a nuestros novelistas, en realidad se instituye para traducir una contradicción sublime: una condición prosaica producida, desgracia­damente, por una época muy materialista, frente al lugar prestigioso que la sociedad burguesa concede con libe­ralidad a sus hombres de espíritu (siempre que sean inofensivos).
La prueba de la maravillosa singularidad del escri­tor es que durante esas tan comentadas vacaciones, que comparte fraternalmente con obreros y dependientes, no deja de trabajar, o al menos no deja de producir. Falso trabajador, también es un falso vacacionista. Uno es­cribe sus recuerdos, otro corrige pruebas, el tercero pre­para su próximo libro. Y el que no hace nada lo confie­sa como una conducta auténticamente paradojal, una hazaña de vanguardia, que sólo un espíritu fuerte puede permitirse mostrar. Con esta última baladronada, se hace conocer que es absolutamente "natural" que el escritor escriba siempre, en cualquier situación. En pri­mer lugar, esto reduce la producción literaria a una suerte de secreción involuntaria, por lo tanto tabú, pues escapa a los determinismos humanos; para hablar más noblemente, el escritor es víctima de un dios interior que habla en todo momento sin inquietarse, tirano, por las vacaciones de su médium. Los escritores están de va­caciones, pero su musa vela y da a luz sin interrupción.
La segunda ventaja de esta verborrea es que, por su carácter imperativo, aparece —con toda naturali­dad— como la esencia misma del escritor. Él acepta sin duda que está provisto de una existencia humana, de una vieja casa de campo, de una familia, de un short, de una hijita, etc., pero contrariamente a los otros tra­bajadores que cambian de esencia y en la playa no son más que veraneantes, el escritor conserva en todas partes su naturaleza de escritor; al tener vacaciones, muestra el signo de su humanidad; pero el dios permanece, se es escritor como Luis XIV era rey, inclusive en el inodoro. De este modo, la función del hombre de letras es a los trabajos humanos, casi lo que la ambrosía es al pan: una sustancia milagrosa, eterna, que condesciende a la forma social para que se lo capte mejor en su prestigio­sa diferencia. Todo esto introduce a la idea de un es­critor superhombre, de una especie de ser diferente que la sociedad exhibe para gozar mejor de la singularidad ficticia que ella le concede.
La imagen sencilla de "el escritor en vacaciones", pues, no es nada más que una de esas mistificaciones retorcidas que la buena sociedad opera para sojuzgar mejor a sus escritores: nada muestra mejor la singula­ridad de una "vocación" que contradecirla —pero no negarla, ni mucho menos— con el prosaísmo de su en­carnación: es un viejo recurso de todas las hagiografías. También se puede observar cómo el mito de las "va­caciones literarias" se extiende muy lejos, mucho más allá del verano; las técnicas del periodismo contem­poráneo se dedican cada vez más a ofrecer un espec­táculo prosaico del escritor. Pero sería un grave error tomar este hecho como un esfuerzo de desmistificación. Es todo lo contrario. Sin duda, a mí, simple lector, puede parecerme conmovedor y hasta sentirme halagado por participar, gracias a la confidencia, de la vida cotidiana de una raza seleccionada por el genio; sin duda sentiría deliciosamente fraternal a una humanidad en la que sé, por los diarios, que un gran escritor usa pijamas azules y que un joven novelista gusta de "las chicas bonitas, el queso reblochon y la miel de lavanda". Pero esto no impide que el saldo de la operación sea que el escritor se vuelva un poco más estrella, que abandone un poco más esta tierra por una morada celeste donde sus pijamas y sus quesos no le impiden, de ninguna manera, retomar el uso de su noble palabra demiúrgica.
Proveer públicamente al escritor de un cuerpo bien carnal, revelar que le gusta el blanco seco y el biftec jugoso, es volver para mi aún más milagrosos, de esen­cia más divina, los productos de su arte. Los detalles de su vida cotidiana, en vez de hacer más próxima y más clara la naturaleza de su inspiración, confir­man la singularidad mítica de su condición: sólo puedo atribuir a una superhumanidad la existencia de seres tan vastos como para usar pijamas azules en el mismo momento en que se manifiestan como conciencia uni­versal o, más aún, declarar el gusto por los reblochon con la misma voz con la que anuncian su próxima Fenomenología del Ego. La alianza espectacular de tanta nobleza y de tanta futilidad significa que aún creemos en la contradicción: milagrosa en su totali­dad, también es milagroso cada uno de sus términos. Esa alianza perdería todo interés, sin duda, en un mundo donde el trabajo del escritor estuviese desacralizado hasta parecer tan natural como sus funciones vestimentarias o gustativas.

Roland Barthes

Mitologías
decimosegunda edición en español, 1999
© siglo xxi editores, s. a. de c. v.

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