Más allá del juego

Metido en su
pantalón corto de gimnasia, seco y blanco como la tiza, Ernest se acurrucó al
amparo de las gruesas y enrojecidas espaldas de Balfe y Basil Basset, y tuvo un
ligero estremecimiento cuando su espinazo tocó la pared. Sabía, por partidos
anteriores, que los mellizos aún no correrían a causa de su excesivo
nerviosismo; durante un rato, pues, tenía seguro escondite detrás de ellos.
Deslizó lentamente los dedos por sus mejillas.
Mirando por entre
los fofos muslos de Balfe, divisó a los muchachos del equipo contrario
alineados en la pared opuesta. Todos eran altos y delgados, y parecían ansiosos
por jugar: algunos se pavoneaban, otros contorsionaban sus bocas en ávidas
muecas y lanzaban gritos de intimidación de una parte a otra del gimnasio.
Acuclillándose,
Ernest abrazó sus esbeltas piernas y se besó las rodillas. Fijó sus ojos en la
instructora.
Miss Argentine se
detuvo a mitad de camino entre los dos equipos y ajustó el bolso de lona que
colgaba de su hombro como un enorme capullo. Iba andando a lo largo de la línea
negra que dividía en dos mitades el gimnasio, y a cada paso extraía una pelota
y se inclinaba para colocarla sobre la raya. Ernest miraba persistentemente las
pelotas. Las había de baloncesto, recubiertas con goma, y balones de fútbol, de
cuero áspero; de balonvolea, tersas y blancas, con efecto giratorio al ser
arrojadas; peludas y grises, de tenis, que picaban al pegarle a uno; algunas
blandas y lisas, y otras pequeñas y duras, de goma sólida.
Las reglas del
juego eran muy sencillas; hasta Ernest las conocía. Cada equipo había de
mantenerse en su propia área: a nadie se le permitía traspasar la línea
central. Si uno tocaba a un contrario con una pelota, a éste se le eliminaba
del juego y debía permanecer de pie contra la pared lateral; pero si el tocado
atrapaba la pelota sin que tocara el suelo, entonces se apartaba al otro. Si la
pelota golpeaba el piso o una pared sin haber alcanzado a nadie, no pasaba
nada. Se daba término al partido cuando un equipo había eliminado por completo
al otro; y raramente quedaban más de tres o cuatro en el lado ganador.
Miss Argentine
puso la última pelota sobre la línea y se retiró, apoyándose de hombros en la
pa-red lateral. Un silencio absoluto colmaba el gimnasio. Ella volvió la cabeza
y miró al equipo de Ernest. Su rostro recordaba el color de la plata empañada,
y sus ojos parecían de cinc lijado. Cuando descubrió a Ernest detrás de los
gemelos Basset, una sonrisa hendió despacio el rígido plano entre su nariz y el
mentón; llevó a su boca un silbato de latón verde y lo sostuvo un instante en
contacto con la punta de la lengua. Y sus labios se endurecieron.
Súbitamente, el
agudo sonido del silbato perforó el silencio.
Balfe y Basil,
excitados, chillaban y farfullaban; Ernest se agachó bajo sus vigorosos
traseros y observó el comienzo del juego. Al sonar el silbato, los muchachos de
ambos equipos cargaron impetuosamente sobre la línea central. Corriendo de
firme y velozmente desde la pared opuesta, Freddy Guymon y Jim Genz alcanzaron
las pelotas antes de que nadie del equipo de Ernest se hubiese siquiera
aproximado. Freddy golpeó a Bobby Grafigna en las rodillas con una pelota de
baloncesto, y Jim a Ben Lee en el cuello con una de tenis, a Gerard Francis en
el muslo con una blanda y a Rae Stalker en el pecho con otra igual. Los demás
muchachos del equipo de Ernest retrocedieron precipitadamente hacia el muro.
Ululando y
profiriendo mofas, el equipo adversario se volcó en multitud sobre la línea
central para coger el resto de las pelotas. Saltaban, arriba y abajo, como los
desnudos salvajes que Ernest invocaba en las obscuras y lluviosas forestas de
su mente.
–¡Muy bien, bravo,
chicos! –Jim Genz blandió un balón de fútbol en su mano derecha por sobre la
cabeza–. ¡Preparados! ¡Quietos! ¡A ellos!
El aire se
enturbió de pelotas. Encogiéndose, de espaldas a la pared, Ernest las espiaba
sumido en un sueño de suave terror: se agrandaban más y más, como si se
abalanzaran sobre él a increíbles velocidades y distinguía los cordones marrón
obscuro de los balones de fútbol y las costuras blancas de los de baloncesto.
Parecióle que el horror de la espera duraría por siempre. Entonces,
repentinamente, comprendió que eso había terminado, y que no le habían
golpeado.
Balfe se volvió
con lentitud, de cara a Ernest. Se apretaba la frente con las dos manos. Dos
lágrimas resbalaron de su ojo izquierdo y rodaron por su mejilla; otra lágrima,
cayendo de la ventana nasal izquierda, se estrelló en sus labios; en ese momento
su boca se arrugó como un pastel de hojaldre y empezó a balbucir y gemir y
berrear. Había sido una de las pelotas de balonmano: eran duras como el hielo.
Durante varios días llevaría en la frente un verdugón purpúreo.
–¡Corre, Balfe!
¡Corre a la pared de tu lado antes de que ella te vea! –Basil empujó
frenéticamente a su hermano. Con las mejillas enrojecidas de dolor y los
hombros agitados por los sollozos, Balfe fue a reunirse con los demás
eliminados.
Una pelota dio
contra la pared junto a la oreja de Ernest, y sus ojos dejaron a Balfe para echar
una mirada por todo el gimnasio. Su propio equipo había apabullado al rival con
nueve o diez pelotas, y ahora tiradores de ambos lados se arrimaban cautelosamente
a las líneas laterales. Las pelotas abandonadas rebotaban y rodaban en todas
direcciones. Alaridos de triunfo se mezclaban con chillidos de ira. Dos pelotas
de baloncesto chocaron en el aire y dieron un brinco por encima de una cascada
de pelotas de tenis. Ernest se acurrucó en un pequeño ovillo de carne,
semioculto por las pantorrillas de Basil, y se hundió en un confuso
ensimismamiento. En lo alto de la pared, por encima de miss Argentine, la
pesada red de alambre que protegía la única ventana del gimnasio vibraba
ruidosamente; y más allá de ella, distorsionada por el vidrio vibrante, en un
solo movimiento de impulso ascendente, una columna de humo verde oscilaba, se
encrespaba como una ola, y por fin se mezclaba con la niebla nociva que pendía,
como una cortina de humo gris, sobre la ciudad. ¿Y qué color tiene el cielo del
otro lado de esa sucia niebla? Los maestros de Ernest habían dicho que azul;
mas ni siquiera ahora le era dado ver minúsculos ángeles con alas diamantinas buceando
entre bancos de perlas en los ríos dorados del sol...
–Oooooooooo...
Basil se tambaleó
y cayó sobre una rodilla. Luego se tendió sobre un costado y se apretó las
ingles con ambas manos. Sus rechonchos dedos revolotearon como pájaros.
–Ooooooo...
En riesgo e
inerme, Ernest titubeó sobre sus pies y se puso a moverse agitado arriba y
abajo contra la pared, buscando a alguien detrás de quien esconderse. Pero
ahora todos corrían, en un alocado abalanzarse por tirar una pelota, saltando
hacia atrás para esquivar otra, arrojándose y precipitándose y zambulléndose en
atropellada y extravagante confusión. La estridencia de las voces estallaba
dolorosamente en su cabeza; su visión daba vueltas en una borrosa y extraña
rueda de pirotecnia de piel y cuero, madera y yeso. Al fin, se arrebujó en un rincón,
de espaldas al juego. Cerró fuertemente los ojos, apretó las puntas de sus
pulgares en los oídos para amortiguar el clamor y, en un éxtasis zumbante, esperó
a que una pelota diera en su espalda. Aunque deseando que fuese una pelota de
balonvolea o de tenis, no una de balonmano.
Y entonces vio a
un muchacho delgado corriendo desnudo hacia abajo por las cuestas herbosas, trotando
pasadas las palmeras algodonosas con telas de araña, penetrando paulatinamente
en una espesura de helechos esmeralda y juncos cortados y flores de loto, y
tuvo conciencia de que no estaba contemplando a un muchacho: aquel chico era él
mismo, que, en efecto, permanecía allí, con las piernas extendidas y los brazos
en jarras, abrumado por una lujuriante exuberancia de flores de chocolate y
azafrán, jadeando rápidamente bajo el pulsátil corazón caliente del sol, en un
cielo tan blanco y granulado como la tibia arena bajo él, reptando entre las
sombras cual rayas de cebra, en espera de los osos... y los osos vinieron, uno
a uno, bamboleándose, desde sus ocultos subterráneos hacia la deslumbradora luz
del sol, topándose en grupos de tres o cuatro, en atolondrado tropel hasta el
río; mascaron las algas que crecían en el fondo de las aguas, cayendo después,
en indolentes disputas, sobre el barro dorado: osos negros y marrones y canela
y miel, regios kodiaks, y pardos y grises, inclusive una familia de grandes
osos polares blancos, revelando con los golpes de sus garras una confusa inconformidad
ante el vaporoso ardor de la jungla, resplandecientes sus ojos cual copos de
nieve fundidos...
De repente, Ernest
se dio cuenta de que se hallaba totalmente envuelto en silencio. Retiró las
manos de sus oídos. El silencio persistía, se ahondaba.
Abriendo los ojos,
se volvió lentamente sobre sus rodillas y echó una ojeada parpadeante a través
del gimnasio. Estaban de pie contra la pared lateral: todos, todos le miraban.
Tapándose la boca
con las manos, se levantó a medias y avergonzado dio un vistazo al desorden de
pelotas en el piso. ¿Cómo podía haber ocurrido aquello? Sobre sus labios,
sintió los dedos fríos como piedras.
Nadie se movía;
nadie sonreía. Rogó con desespero desaparecer, morir.
–Miren al meón.
–La voz de miss Argentine cortó el silencio igual que un vulgar trocito de
hoja-lata–. No quiere jugar. Está asustado.
Nadie rió.
–Pero tiene que
aprender a jugar, ¿no?
A Ernest le
ardieron de odio las mejillas. Procuró alejar las manos de su boca, pero no
pudo; quiso levantar la vista hacia miss Argentine, pero no pudo.
–Bueno, los demás
vayan a ponerse en fila al otro extremo del gimnasio. Jugaremos un partido más.
Sí, todos vosotros, en aquel extremo, pronto.
Ernest sintió
náuseas. Toda la clase se alineaba en la parte más alejada del gimnasio; eran
tantos que hubieron de colocarse de dos en fondo.
Se hundió sobre
sus rodillas. Oía el vivaz golpe seco de los tacones de ella, que andaba de
aquí para allá recogiendo las pelotas desparramadas y situándolas otra vez a lo
largo de la línea central.
Comprendió
entonces que aquello no podía ser real. Era sólo una pesadilla, nada más que una
ilusión.
–¿Está preparado
el meón? Esta vez tiene que jugar, ¿eh?
Por fin, se obligó
a alzar la cabeza. De pie, ella ocupaba su puesto de costumbre contra la pared
lateral. Su rostro conservaba el color de la plata empañada; y sus ojos eran
aún tan deslucidos y sin vida como el cinc lijado. Las comisuras de sus labios
se curvaban hacia los pómulos no en una sonrisa, no en una sonrisa ordinaria,
sino más bien en un patético visaje de lujuria. Entonces elevó el silbato de
latón verde hasta sus labios.
Pero Ernest ya no
la miraba. Atravesó de parte a parte la grieta de la jaula metálica que era
aquel rostro, y abrió un ardiente surco en el muro y fundió la gruesa red de
alambre y pasó chamuscándose a través de la ventana en un silbido de vidrio
humeante... y de golpe se encontró muy lejos de miss Argentine y de los
horrores del gimnasio; de las espesas cortinas de nubes inficionantes, siempre
inmóviles, que se cernían sobre la ciudad; lejos de las insignificantes sombras
de su pesadilla.
Nunca oyó el silbato.
Estaba nadando en
un mar de estrellas...
Vance Aandahl
(Profesor inglés retirado que dedica parte de su tiempo a escribir relatos de ciencia ficción)
Publicado en The magazine of Fantasy and Science Fiction, mayo de 1968,
Editado por Edward L. Ferman publ. Mercury Press, Inc.
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